87- Kaldor.

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 La sangre le manaba de todos lados, de la herida, de la boca y de la nariz, tenía las manos manchadas.

 Estaba pálida, como cuando pierdes algo con lo que es imposible vivir. Ella se quitó el cuchillo y se tambaleó por el brusco movimiento, pero volvió a clavárselo nuevamente en el mismo lugar. La hoja desgarrando su carne sonaba como el susurro que provocan las paletadas de tierra que se arrojan a la tumba de un animal. Lo enterró hasta el mango de tal manera que le fue imposible quitarlo para apuñalarse una tercera vez, sus dedos pegajosos, mojados y rojos resbalaron sobre la empañadura.

 Kaldor sabía que si pudiera se estoquearía otra vez, y trataba, actuaba con la torpeza de una niña de tres años, sus ojos estaban vacíos como los de una vaca. Quería apuñalarse de nuevo, pero no lograba desenterrar la hoja de su abdomen porque sus dedos patinaban con tanta sangre.

 Las rodillas le temblaron y estuvo a punto de caer, pero él regresó a la realidad, a una que sería mejor no regresar y corrió hacia ella.

 La sujetó antes de que se desplomara sobre el suelo, le corrió el cabello de la cara, se tumbó sobre las lajas de la plaza y la depositó sobre su regazo.

 —No, no, no, no, Cer, tonta, qué has hecho —lloriqueó mientras le limpiaba la sangre de la cara.

 Los párpados se le cerraron automáticamente como si estuviera en un trance, pero Kaldor la sacudió y ella los abrió asustada, regresando también. Se sujetó de su hombro, le clavó las uñas en la piel y cerró el puño en torno a la camisa de presidiario de él.

 Kaldor pudo ver brillo de miedo en sus ojos. Vio el temor y el recuerdo. Ella también se preguntaba qué había hecho. Tiritaba, le dolía. Miró aturdida el cuchillo que tenía clavado en el estómago y por primera vez demostró un dejo de conciencia, su rostro se le contrajo en una mueca de puro tormento.

 Depositó los dedos temblorosos y borgoñas, de su mano libre, sobre la empañadura, pero solo pudo rozarla, no se atrevía a tocarla de nuevo. Respiró hondamente, el cuchillo seguía el movimiento de su cuerpo y se sacudió cuando ella tosió. Trató de mover las piernas, pero estaba tendida en el suelo. Kaldor la sostenía, no la dejaría ir.

 —Quítamelo. Kaldor, me duele, quítamelo —suplicó, su voz sonaba ronca y débil.

 Kaldor titubeó, podía sentir los ojos de Olivia clavados en su nuca, ella estaba de pie, observando el panorama como un fantasma que no recuerda el dolor.

 —No puedo... —contestó.

 —Me duele, quítalo, no lo quiero ahí.

Olivia avanzó un par de pasos y le arrancó de un tirón el cuchillo, fue tan rápida y silenciosa que Cer casi no lo notó. Casi. Cer emitió un grito desgarrador que llegó hasta las nubes apelotonadas y plomizas del lejano cielo, el grito se acabó con los sollozos de ella y su llanto fue engullido por el sonido de una gran bocanada de aire que ingirió.

Kaldor la apretó contra él, la frente de Cer estaba en su mejilla y la respiración estertórea chocaba con la piel de su cuello. Se limitó a sisear el sonido de las olas y a abrazarla. Cerezo continuó llorando, todavía no se había soltado de la ropa de Kaldor, tenía el rostro cubierto de sudor.

—Había un monstruo invisible, escondido en mi estómago, se había metido ahí para conseguir un sombrero y a una chica que tiene la ubicación de las tropas de la isla...—Trató de sonreír ante el disparate de la idea, pero su boca estaba llena de sangre y le regurgitaba en avalanchas, le dificultaba hablar—, ella me pedía ayuda. Tenía ojos tan... crípticos. Y el monstruo invisible la quería para quitarle el mapa de la cabeza y para usarla como muñeca. Quise ayudarla, pero la agarró.

—Tranquila, ya pasó, ya pasó, querida —la consoló Olivia, inclinándose a una distancia prudente.

—Sé que harías lo que fuera por los demás, Cer, no des explicaciones —acotó Kaldor.

—Me duele... tengo frío —bisbisó ella tan rápido que ni siquiera tuvo que mover los labios.

—Ya se te pasará, verás cómo te pondrás mejor —Kaldor le acarició la mejilla y parpadeó para despejar sus ojos de las lágrimas—. Está será una buena historia para contrale a nuestros gatos —bromeó y hubiese dado vuelta el mundo para que fuera la verdad y no una broma.

Ella hizo una mueca, ya no respiraba descontroladamente, ni siquiera movía el pecho. Tragó la sangre que tenía acumulada en su boca y contestó deprisa:

—Primero me debes una cita normal —dijo colocando sus dedos libres sobre la quijada de Kaldor.

Un puño sobre su camisa, los dedos de la otra mano palpando su quijada, Cer sentía que se estaba yendo, estaba dispersa y quería aferrarse a Kaldor a como diera lugar, no quería dejarlo ir otra vez, como cuando tuvieron que separarse hace algunas noches.

Kaldor trató de controlar la voz para que no delatara que estaba rota, ya no podía ocultarle su llanto, era más fuete que él, pero la voz...

—Ah, sí la cita —Se sorbió la nariz—. Ya lo pensé. Será en una terraza, cuando dé la dorada luz del sol. Te gusta el sol ¿no? No sé mucho de cosas agradables, pero me imagino música en un tocadiscos, los dos sentados sobre un mantel, comida hecha por nosotros y una charla amena mientras vemos al atardecer desplomarse.

Cer suspiró.

—Suena a un sueño hecho realidad —susurró, logró aspirar aire e inflar sus pulmones, con cada inhalación el abdomen se hinchaba y el cuchillo se movía, hizo una mueca y agregó—. ¿Vas a llamarme cuando la cita acabe?

—Cuando la cita acabe te dejaré en la puerta de tu casa, cerrarás y cuando escuche el sonido de la llave en la cerradura buscaré un teléfono público para llamarte e invitarte a salir otra vez. Me preguntaré con el corazón encogido qué dirás.

—Diré que sí antes de que termines la propuesta —susurró.

—Y me harás el chico más feliz de todos —admitió Kaldor enterrando el rostro en el cuello de Cer, no quería que ella lo viera tan débil.

Se suponía que tenía que tranquilizarla, debía ser fuerte por ella, pero no podía.

—Esa también es una buena historia para contar después —agregó Cer.

—Después —repitió Kaldor.

Las lágrimas corrían silenciosas por los ojos de los dos. Cer tironeó ligeramente a Kaldor, ambos chocaron las frentes para poder respirarse entre ellos.

—Cerezo es el nombre que uso con clientes. Es hora de que nos presentemos como la gente... normal —Tragó saliva, pero le fue imposible, la sangre continuaba viniendo, esperó unos segundos y agregó—. Hola, me llamo Hibiscus Lantana.

Kaldor sintió que el aire lo abandonaba, ya no había luz tampoco, ni sonidos, ni sabores o sensaciones. No había nada más en el mundo que él, ella y ese hermoso nombre.

—Es un gusto conocerte, Hibi.

—¿Tú cómo te llamas?

Kaldor había matado a esa persona hace tanto tiempo, no quería pronunciar ese nombre. Había enterrado a ese indeseable luego de que mataran a Fany porque a él no se lo podía lastimar. Unos críos de la correccional decidieron que si las palizas no le dolían al monstruo de manchas, entonces se desquitarían con la única persona que lo trataba como humano. Fany fue la venganza que se le hizo a ese sujeto. Fany murió por culpa de Grady Grimmer, porque no tenía debilidades físicas, solo una, un amigo que llevaba en el corazón...

Él se había nombrado como el sonido inarticulado que emitió Fany cuando estaba falleciendo. Tendido en un charco de sangre el niño enano balbuceó: Kkkkkk-a-l-ddddd-or. Pero en realidad siempre había sido...

—Grady Grimmer.

Cer sonrió, sin sorpresa. Sus ojos resplandecieron repletos de satisfacción.

—Ha sido un placer... Grady Grimmer.

Kaldor no pudo contenerse y antes de que el último destello se apagara en sus ojos la besó. La besó profundamente, no fue un rose de labios como habían hecho antes, fue el beso que siempre ansió dar.

 A Cer le parecía poco apropiado, pensó: «¿qué diablos haces?»

 De tener fuerzas habría fruncido el ceño. No lo creía conveniente. Ella estaba tendida en el suelo, muriendo y él la besaba.

 Los besos son románticos, son para el tipo de gente optimista, son para los vivos y, sobre todo, los besos son para los que tienen tiempo. Y Cer no tenía tiempo, le quedaban unos segundos de vida, sin embargo, decidió regalárselos todos a Kaldor.

 De haber tenido más tiempo, veinte, quince o diez segundos más se los hubiera dado también, era un intercambio, él le daba amor y ella a cambio le ofreció su último aliento. Era justo. Le entregaba todo lo que ella era y podría ser. Se permitió besar al amor de su vida, de la vida que no vivió, hasta que la muerte huraña la reclamó.

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