Su mirada, la única sobreviviente

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Su mirada, la única sobreviviente

Scrisă de: SoyYellehdruguito

"Siempre hay algo de locura en el amor. Pero también hay siempre alguna razón en la locura." - Friedrich Nietzsche

Una nube con motas negras reposa sobre mis piernas. La acaricio mientras sosiega su ronroneo. Apenas la reconozco, y es que la han disfrazado con harapos sangrientos y mis ojos nublados de tristeza, al borde de la lluvia, no me ayudan.

Atravesó la puerta hace unos minutos haciendo tanto ruido como lo hiciste tú, con pasos silenciosos y una boca que apenas hablaba, aquel primer día que llegaste al internado Saint Lucien, una mañana de agosto.

Ruidosa, eras un grito ahogado que salía por tus ojos, por tu piel y por tus manos, pero nunca por tu boca. Callabas día y noche y, sin embargo, todos te escuchábamos gritar. Dictabas tus clases de piano a los pequeños y las teclas gritaban en un idioma desconocido, tus partituras eran pinturas rupestres de un pasado no muy lejano, y tus alumnos, niños y adolescentes ruborizados ante la imagen musical de su profesora silenciosa, fingían comprender y conversar con tus gritos.

Acaba de sacar su pequeña lengua áspera... La ha vuelto a meter; como cuando los chistes antisemitas de nuestros colegas tiraban de tus nervios, y una y otra vez lamías y relamías tus labios, el color rosa de tu saliva brillaba en tu rostro de tic nervioso. Eras la única que entendía los comentarios, aquel sarcasmo con olor a monóxido de carbono, esas voces que siseaban ante un único y pequeño pericote que eras tú, y sin embargo, sólo tú no reías.

Nunca me alcé y protesté por ello. Le temía a la sevicia, estábamos en plena Segunda Guerra Mundial y sospechaban de todo aquel que mostrara la más mínima simpatía por los judíos, los señalaban con la punta de un Luger de 9mm, los llevaban a campos de concentración en Janowska donde con suerte los convertían en un Judenrat.

Mi alma llora al pensar en que tuviste que soportar eso desde el primer día, y yo nunca protesté... Perdóname.

Mi Katanyna Elkayim —como luego me enteraría que realmente te llamabas—, habría de remontar tu vida con palabras a medio decir, con una flor que es pisoteada justo un día antes de eclosionar, con un cielo de lomo de elefante, oscuro y bien cargado, pero que, contra todo pronóstico, nunca llovió.

Tu infancia aún camina entre estos salones, toca el piano que suelta tímidas notas solitarias —ya no grita, solo balbucea— en el estudio de música que está siempre vacío. Tus tardes en Varsovia, cuando salías a jugar canicas con tus vecinos de dientes de leche, se proyectan en los recreos de media mañana, al nuestros alumnos jugar en esa imagen que yo no puedo ver. Tus días de estudio en la Orquesta Filarmónica Nacional de Varsovia, tus sueños de corcheas y fusas, la enorme y pesada maleta donde cargabas partituras y libros, donde no cabría mi tristeza, y todo aquello que tus venas siempre mantuvieron atadas, tocan el piano en el refectorio en las meriendas donde nos embutimos de triste silencio, sin ti.

Acaba de tener un espasmo en una de sus patitas, suave, blanca y ligera, es la muerte que tira de ella y asustada resiste irse, se zafa.

Me recuerda a la mañana que por fin, después de un mes siendo colegas ajenas, me atreví a dirigirte la palabra: Estábamos en el baño de docentes y acomodabas frente al espejo tus cabellos negros, enroscados como una serpiente en tu cabeza, que combinaban con tu vestido de sastre largo del mismo color. Me paré a tu lado y te miré en el reflejo, como un fantasma que apareció junto a tu imagen. No sabía qué decirte, eras sinónimo del silencio y tan solo te había visto hablar con la madre superiora. Dudaba una respuesta tuya. Entonces observé el peine que sostenías en tu mano, estabas próxima a guardarlo en tu pequeño maletín de cuero cuando te dije: «Disculpe, ¿me lo presta un segundo?», y acerqué mi mano al objeto. Pero tú, mujer de nervios de cuerdas de guitarra, tensos muy tensos, apartaste tu mano con rapidez eléctrica como mi pequeña gata lo acaba de hacer.

«—Mal comienzo —me dije—. Terrible, de hecho.»

A veces pensaba —aunque, haciendo uso completo de la sinceridad, aún lo pienso— que el golpe que me di de pequeña, mientras jugaba rayuela, al caer de cabeza tras un mal salto, habría creado un daño irreparable en mi cerebro capaz de hacerme alucinar con la existencia de Nolita Krumm —como decías llamarte—, la profesora de piano, el silencio de la música, el fantasma de Saint Lucien, la presencia que ni un médium detectaba.

Observaba, día tras día, a su alma caminar en pena, y la observaba a ella ahogándose en su pena, recorrer el olvidado patio trasero del internado, donde, con suerte, una mosca visitaba al día. Echaba un vistazo alrededor suyo para comprobar sí no había más fantasmas además de ella, luego se tomaba de las manos y su cuerpo esbelto, a falta de comida o de sueños, oscilaba una y otra vez en un vaivén de movimientos de péndulo, como el pecho de mi pequeña gata, que poco a poco respira más sutilmente. Decía palabras ininteligibles para mi oído, triste hecho que debo admitir, en un extraño polaco que entendía mejor que sus gritos.

No entiendo que pasaba por la diminuta cabeza de Nyna, este trocito de algodón que ahora parece sacado del tacho de basura de la enfermería; se está coagulando en cuerpo y alma. Ya antes la había visto pavonearse frente a los hocicos babosos de los perros que vigilan el portón del internado, pero jamás creí que su alma de velo de novia, blanco y puro, imitaría tan bien a la tuya, Katanyna —hace un par de días me enteré que tu nombre significa "pura"—, en ese lado salvaje que tú también poco domabas.

Llevaste en tus manos pálidas un pequeño pañuelo de seda blanca sobre el que reposaba una copa con agua, la misma de la que luego un diácono extraería una gota para verterla al vino y así hacer una unión hipostática. Caminaste por la nave de la pequeña capilla de Saint Lucien, entre los curas, profesores y alumnos, como una novia que fuera a contraer matrimonio con quien sabe que. Las beatas cuchicheaban sin cesar al verte campante participar en una ceremonia católica. Un pequeño perrito aullando con lobos a la Luna.

Llegaste al sagrario, donde reposaban las ofrendas misales, y dejaste caer la copa que explotó como una supernova transparente sobre el suelo, el pañuelo blanco cubrió los pedazos más gruesos de cristal y tú, leona vestida de lino, pisaste con tu tacón de martillo elegante el pañuelo sobre la copa.

Me llevó tiempo entender que ese día se había realizado una boda escurridiza, donde anunciabas al mundo que tu identidad no tenía miedo, que no necesitabas un novio que rompa la copa aunque tu tradición lo estableciera así, y, mujer y vida mía, te casaste contigo misma.

Aún recorro el camino de tu rostro, tu mirada perdida, vacía y llena de ecos ensordecedores, me lleva a almuerzos con Cholent o con Strudel de manzana, saboreo tu nostalgia, lo que echabas de menos. Pero hubo un día, en el taller de teatro, que en lugar de ponerte una máscara, te la quitaste.

Los alumnos de quinto personificaron la historia ficticia del joven Alfonso Rodríguez, un jesuita que escupía rosas cada vez que rezaba y a quien se le atribuyó, según las crónicas de San Francisco, la invención de El Rosario. Tocaste el piano tan fuerte que creí que te quedarías sin voz, gritaste en mil idiomas y, una vez más, nadie te entendió. Por primera vez dudé de mis ojos, te vi llorar en el único silencio que logró tu mirada en tu estadía aquí, en el del llanto. Jamás tus manos filosas dejaron de cortar el silencio con tu música, como esta gata que no deja de ronronear aunque se esté muriendo, bañaste al mundo con un diluvio ácido cuando viste al pequeño actor de quinto arrodillarse frente al público, con las manos hacia el cielo, usando una corona de rosas en su cabecita con enredos hormonales y gritando: «¡Salve María!». Dejaste caer una lágrima sobre el Mi menor del piano y el teatrín se quedó callado, escuchando el zumbido de la nota desvanecerse y tu cuerpo de abejita apresurada salir de ahí.

Aún me costaba escucharte, descifrar el idioma de tus gritos, reconocer el material de tu máscara y pronunciar correctamente tu soledad.

Pero las preguntas carcomieron como gusanos mi cerebro fructuoso. Me mortificaba el hecho de que la profesora Nolita sea una de esas casas abandonadas en medio de la calle, de prohibida entrada, imposible de borrar y de pública propiedad privada.

En el patio trasero, o mejor dicho, en la pequeña América donde un Colón solitario invadía, llegaría yo para ser, pues, dos colonizadoras. Me puse mi vestido más hermoso, ese que me daba aires de hamadríade en ese patio arbolado, y esperé bajo la sombra de un árbol tu llegada. Así pues, ese día conociste tu propia imagen, cuando me viste salir fantasmal de entre la penumbra que hurgaba al árbol.

Creí que caería de rodillas al suelo, como tú lo hiciste tiempo después, jamás te había creído tan exquisita para mis ojos y tan candente a mi corazón. Tus ojos grises parecían hacerse de plata en ese bosque diminuto, tu pelo negro como el velo de la muerte, que hubiera deseado que me lleve en ese mismo instante, bailaba la danza del viento. ¡Ay, mi Katanyna! Tardaste un par de días en dejar de responderme con monosílabos, nuestros encuentros parecían sesiones de terapia de lenguaje. Y con gusto, con placer, como sí los mismos ángeles me llevaran hasta el cielo, oí mi nombre en tu voz.

—Solo soy tímida, Eligia —me dijiste—, no hay que juzgar a las personas por su rareza.

Ya es de madrugada y Nyna aún repasa las memorias de su agitada vida felina, de los ratones con quienes practicó su deporte instintivo, los techos envejecidos que conoce en este pueblo rural, los alumnos de Saint Lucien que acariciaron su pelo, las monjas dándole leche fresca, su amigable y tierno hermano Arim; tiene los ojitos cerrados y seguro sueña, antes de despertar en su nuevo mundo.

Era de noche, así como ahora, más temprano que tarde, cuando comenzaste a gritar, pero no con tu voz transparente, sino en cambio con la fluorecente. Tu habitación volaba frente a la mía, en este segundo piso de la zona de profesores. Salí de mi pieza, abrí tu puerta y te hallé en una tormenta de miedo, bajo el ojo donde se colaba la luz que te iluminaba directamente a ti, protagonista y víctima. Me senté a tu lado y acaricié tu cabeza, justo como ahora acaricio la de Nyna, quien ya me va a dejar. Tu respiración se aplacó y la tormenta amainó, tus cabellos despeinados quedaron como prueba de la fuerte ventisca a la que te sometiste y el sudor de tu frente reveló una fuerte lluvia, fue un terrible fenómeno natural.

La Luna de esa noche me autorizó ser espectadora de tu beldad, cuando abriste tus ojitos de ceniza y me miraste aliviada. Te sonreí y tú a mí, nos contemplamos por unos segundos y uniste tu cuerpo al mío en el abrazo más tibio que nunca más fuera a recibir... Ojalá esos treinta y dos segundos fueran eternos.

—Soñé que arrastraba mi cadáver desnudo utilizando nada más que una corona de rosas —me susurraste angustiada—. Luego lo tiraba a una zanja y le prendía fuego. Sentí mi cuerpo arder en llamas, Eligia, y mi piel caer a pedazos.

Tus ojos desbordaron algunas gotas mientras tomaba tu mano y la acariciaba despacio. Te susurré palabras de otro mundo que calmaron tu llanto. Apresé tus dedos, delicados como la patita de Nyna, y los besé largamente, escribí con mis labios poemas en tu piel de papel.

Nyna acaba de maullar fuertemente, creo que esta recordando esa pesadilla, esa noche, esa tormenta.

Ha vuelto a maullar, como sí gritara en fluorescente, como sí arrastrara su pequeño cuerpo usando una corona de rosas.

Ya voy a terminar, resiste, Nyna.

Mi amor por ti pendía de una sola frase, como pende una araña de su hilo sobre un río. Caminaba sobre una burbuja creyendo hacerlo sobre una canica indestructible. Dormía profundamente y pronto tú también me despertarías, como lo hice yo contigo, la noche de tu tormenta.

¿Qué barcos estarían naufragando en esas aguas internacionales que tenías por cabeza?, ¿en tu mente ruidosa te hablaría mi amor como en mi mente silenciosa me hablabas tú? O, dicho de otro modo, ¿tendrías miedo de lo que sentías? Respóndeme, Nyna, no te vayas sin hacerlo.

Ese día, al que llamo "La mañana de corona de rosas", llegó una tropa alemana a hacer una revisión rápida, ingresaron al internado, revisaron cada habitación, incluyendo la de las hermanas, la enfermería y hasta el ábside de la Iglesia. Tenían órdenes de no dejar espacio alguno sin la mirada tirana del nazismo.

La profesora Nolita Krumm acababa de terminar sus clases de piano con los niños de cuarto. Su salón de música se encontraba vacío y silencioso, casi como quien lo habitaba, y Eligia, la maestra de geografía, aprovechaba el retraso de sus alumnos que no llegaban de su paseo. ¿Recuerdas eso, Katanyna? Estabas un tanto angustiada, tuvimos una pequeña escaramuza, luego tocaste una Nocturna de Chopin para mí y tu humor renació en un Do Re Mi.

—Sí hay algo peor que la bolsa de rayas azules y blancas —fue lo último que me dijiste—, es la bolsa de rayas azules y blancas con un triángulo rosa.

Te dije que el alma no viste de telas y besé tus mejillas, cerca de tus comisuras. Te guiñé un ojo antes de irme y salí a través del corredor principal. Fue ahí que encontré al verdugo de esta vida que hace mucho está muerta, a quien desgarró el corazón mío que casi no palpita, a la muerte reducida en un objeto absurdo que bien pudo hacer al haber caído en la basura.

Un guante de color negro yacía tirado sobre el frío piso de piedra lápida. Lo tomé y por el tamaño supuse que sería de un adulto, no podía diferenciar si era de mujer o varón. Lo llevé al refectorio, a la hora del almuerzo, donde sentaron en la mesa principal de profesores a un Major nazi que había llegado a encabezar el torneo de caza discriminada. Comimos tranquilos, riendo de chistes vacíos y escuchando hazañas que sonaban a un retrete enjuagando sus miserias.

Entonces hice algo que jamás me lo perdonaré, aún habiendo nacido de mi ingenuidad más tierna. Llamé la atención de los comensales de mi mesa y alcé el guante en el aire, pregunté con voz de pajarito envalentonado a quien le pertenecía el trozo de tela. El objeto pasó de mano en mano hasta que llegó a las palmas rugosas de el Major Scheider, ¡de haber avanzado cuatro manos más! ¡Mi Katanyna habría triunfado!

La arrogancia del hombre revisó el guante y le dio vuelta, sacó uno a uno la funda interior de cada dedo. Tomó una pequeña lengua de tela que salía del meñique del guante izquierdo y quitó el seguro de su voz para leer:

—¿Miyakle Anynatak? —repasó con la mirada a los presentes y volvió al guante— No soy ningún estúpido. Esto es un anagrama, truquito semita. ¿Quién es Ka-ta-nyna El-ka-yim? ¡¿Quién tiene este asqueroso nombre judío?!

Al oír su nombre creí estar soñando, dejé de respirar por tantos segundos que recuperé el aliento antes de ahogarme. Me quedé mirando a mi plato, cabizbaja, no podía ver los ojos de quien amaba por temor y precaución. El hombre se quedó en silencio hasta que un golpe sobre la mesa nos sobresaltó a todos. La madre superiora desgarró su voz en un grito de terror y, por un reflejo de protección, levanté la vista y estiré mi mano hacia Katanyna, como deteniendo un auto que iba a impactarme, como deteniendo para ella un golpe que nunca llegó.

El Major entendió de inmediato mi reacción y, sin ningún titubeo, la tomó por el cabello, ahorcó las serpientes de su pelo, y la arrastró como ella se arrastrase alguna noche en una pesadilla. Llegaron pronto al patio principal donde Katanyna gritó a viva voz por primera y última vez. El miedo, traducía así, un grito al fin comprensible para Saint Lucien. Yo seguí sus pasos, corrí tanto como mis piernas lo permitieron. Katanyna me miró una vez más, con la mirada más aterrorizada que jamás fuera a ver. Apoyada en el muro que hoy veo, el revólver del Major puso en su cabeza una corona de rosas rojas. Entre su pelo, pétalos caían chorreando por su rostro. Sus rodillas flaquearon y cayó así, sobre un charco de pétalos, para nunca más levantarse.

Las coronas aumentaron, se las colocaron a los cómplices que inventaron a Nolita Krumm: tres monjas, dos sacerdotes y un profesor.

Nyna está respirando muy fuerte, esta abriendo los ojos, uno de color azul y otro gris. Ya llegó la hora, ya se va.

No lo sé, Katanyna, pero la gata es alameda oscura y ciega de ti. Ruidosa cuando calla. Tan huraña que empalaga. Cazadora de mariposas soñadoras y traslúcidas.

Me está mirando, una vez más. Sus ojos lánguidos se cierran y me agradecen las caricias, el haber abrigado sus heridas.

No lo sé, Katanyna, pero siento que por fin, en la mirada de Nyna, has escrito respuestas con la tinta de tu ausencia.

Ya... Ya no respira, y sus ronroneos ya no gritan. No hay más piano... No hay más nada.

No lo sé, Nyna, pero siento que eras Katanyna.

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