4. El bueno, el malo y el feo chupasangre

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El infernal galope de caballos resonaba en la planicie, levantando olas arenosas.

El sheriff no cejaba en dar caza a la temible banda de Jesse James.

—¡Más rápido, muchachos! —demandó Jesse mientras apretaba las bolsas de oro—. No querrán terminar colgados en la plaza del pueblo. Una vez alcancemos Silent Hill estaremos fuera de la jurisdicción del sheriff.

—No llegaremos, jefe cara pálida. Los caballos estar al límite.

Jesse miró de soslayo al apache paliducho, un elemento recién incorporado a la banda. Lo habían aceptado porque era conocedor de los alrededores y un disidente de su tribu.

—¿Alguna idea para ponernos a salvo?

El indio asintió.

—En la cañada del diablo hay una caverna oculta. No hallarnos ahí —sonrió malicioso.

El bandido accedió. Incrementaron la nube de polvo para despistar a la ley.

—¡Lo conseguimos! —gritó ufano Jesse—. Ahora sí, a repartir el botín. Tú —señaló al apache—. Tendrás un bono extra.

—No interesarme el oro —se relamió la boca—. Ser tu sangre lo que quiero, los cara pálida ser una plaga para mi pueblo.

Jesse cayó, víctima de una mordida traicionera antes de que pudiera desenfundar la pistola para defenderse.

El resto de forajidos corrieron la misma suerte.

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