5. Quejas vampíricas

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Eduardo Coleman fingía leer el diario, intentando despistar a la enfermera. En cuanto la mujer bajara la guardia, atacaría con todo.

Solo tenía que ser paciente y rogar que el sonido de sus piernas al levantarse no lo delataran.

Por el rabillo del ojo observó a su opresora abandonar la sala.
Se irguió despacio, sus extremidades no traquetearon.

Ya en la cocina fue directo al estante izquierdo y se apoderó de todas las gomitas que pudo.

—Mmm... definitivamente lo prohibido es... más sabroso —murmuró con la boca llena.

—¡Don Eduardo! —gritó la enfermera, pillándolo—. ¡Deje eso! Su diabetes...

—¡No! —gruñó el viejo—. ¡Estoy cansado de que me prohíban comer lo que quiero!

La chica al verlo alterado procuró hacer algo para calmarlo.

—Si sigue así su hijo lo va a enviar al vampiriátrico. ¿Quiere eso?

El veterano vampiro se detuvo. Ese lugar lleno de chupasangres decrépitos era el último lugar donde quería estar. Además, ya era suficiente con una sanitaria vigilándolo.

Entregó el botín azucarado, jurando en silencio volver a hacerse de él.

—Lo siento don Eduardo —añadió la enfermera—. Pero voy a tener que quitarle sus colmillos postizos también.

Eduardo bufó.

—¡Y luego dicen que ser vampiro es genial!

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