Prefacio:

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Las luces del aeropuerto Galicęo, Portugal, atraía a las personas como moscas sin alas que buscaban una manera de volar.

Cada persona al entrar se volvía un pasajero y enseguida abordaban el avión que les correspondía.

Alejado de la multitud, estaba el grupo de observación Wosham, quienes esperaban para abordar su vuelo. Se les había preparado e informado lo suficiente como para encaminarse a su destino: su trabajo se basaba principalmente en ir en busca de un barco militar que tuvo un presunto altercado con el mal clima, lo que ocasiono su náufragio en las cercanías de la isla Cariota, la cual está ubicada a pocos metros de donde fue su última señal de ayuda. Entre ellos se rumoraba que el barco había encallado y que los pasajeros abordo pudieron haber llegado a la isla a salvo. Sus expectativas eran grandes, pero aún así debían poner en duda cualquier información obtenida.

Después de haber esperado un par de horas, la impaciencia despertaba en cada uno de ellos y se veía avivada por las constantes quejas de Raymond, quién, después de recibir la noticia de que la espera se prolongaría un poco más, no hizo más que intensificar su impaciencia y volver aún más ruidosas sus quejas.

Raymond eran quién destacaba entre todos, pero no por poseer algún tipo de habilidad o características especial, si no por ser el más alto, el más grande y el más obeso.

El resto del grupo de observación, o al menos quienes no podían ignorarlo tan fácilmente, también empezaban a impacientarse. La frustración de tener que soportar a Raymond, la espera y la aglomeración de personas pasando, hablando y, como si fuera poco, yéndose a sus destinos, lo contrario de ellos, los llenaba de una violenta ansiedad. Sin embargo, todos se contenían. Ya tenían suficientes cosas que pensar.

Hans se veía preocupado, con una expresión seria y distinguida entre los demás rostros agotados; no podía ignorar todas las situaciones que se presentaban en su mente, siendo avivadas por su conversación con el jefe a cargo de la operación. Sus palabras iban y venían como un pequeño auto impertinente por las carreteras de su conciencia:

«Quiero que veas este trabajo como una oportunidad para no llenar tu cabeza de palabrería e información innecesaria; tacha el nombre del barco, tacha los nombres de los pasajeros a bordo y tacha el motivo por el cual el barco estaba allí. No intentaré comportarme como alguien que guarda un secreto, pues lo hago, y no lo negaré. Pero te conozco y sé que indagarás sobre esto tantas veces como te sea posible, así que solo te diré que el barco necesita ser encontrado y que hay personas importantes abordo: científicos, militares: seres humanos que, por ser nuestro trabajo, hay que salvar. Además de haber equipo invaluable de investigación. Estas personas están determinadas a encontrar ese barco y necesito que tú, y el equipo que he reunido para ti, lo hagan. Me informarán enseguida que llegues. No quiero contratiempos».

No podía dejar de pensar en que tenía razón: no dejaría de indagar en ello, y se le hacía sumamente difícil encontrar razones para no hacerlo.

Y, al pasar los minutos, mientras la mayoría de ellos cabeceaba, y otra parte se mantenía cabizbaja, un sonido hizo eco en el lugar, seguido de una voz femenina pronunciando delicadamente: Vuelo 44-G en proceso, por favor, pasajeros, dirigirse al pasillo de abordaje.

Enseguida, como si estás palabras fueran de origen divino, el grupo se encaminó rápidamente por el pasillo, encabezado por Raymond, quién aun mantenía sus quejas seguidas de ocasionales muestras de agradecimiento por haber finalizado su espera.

Los demás caminaron en silencio y, al llegar al final del pasillo, abordaron al avión con cuidado, siendo recibidos por una azafata morena y de cabello castaño que los esperaba, embozando una sonrisa, saludándolos y ofreciéndoles asientos a cada uno. Otra azafata, de brillante cabellera rubia y sonrisa encantadora, los guiaba y se encargaba de aclarar cualquier duda que tuvieran, de las cuales ninguno quiso mencionar; la espera los dejo exhaustos y solo querían tomar asiento.

Al cabo de haber tomado asiento casi todos, a excepción de Raymond, quién guardaba su equipo, y Hans, quién ayudaba a sus compañeros con sus maleta, entro un hombre, asistido por el co-piloto. Su mirada estaba alterada, al igual que sus expresiones, pero su cuerpo estaba tranquilo y se movía sutilmente por los asientos. El co-piloto le indico que se sentará, señalando un asiento junto al de Raymond, quién, al ver aquello, pensando que se trataba del suyo, no dudo en sentarse; se rehusaba a ver su asiento arrebatado por un extraño. El co-piloto ignoro aquello y sonrió, tomo el hombro del hombre y ambos se miraron fijamente. Su sonrisa se borró levemente y su barbilla se elevó lentamente en una especie de despedida muda. El hombre asintió de una peculiar manera y se dirigió a su asiento.

La azafata saludo al co-piloto y le señalo que el piloto lo esperaba. Entró a la cabina rápidamente, cerrándose la puerta a sus espaldas. La azafata se centró entre los asientos e indico los riesgos, seguridades y preocupaciones que deben tenerse en cuenta a la hora de despergar y durante el vuelo.
Todos ya habían tomado asiento y la veían atentamente, mientras que Raymond se sumergía en un profundo sueño, ignorando sus palabras. Con el tiempo el resto hizo lo mismo; sus ojos se veían afectados por el peso del cansancio y se rindieron. Cayeron dormidos en cuestión de minutos.

Sin embargo, el hombre que compartía asiento con Raymond se acomodaba con brusquedad, intentando quedar en una posición apropiada, similar a la que la azafata mostraba como la más recomendada posición para sentarse en caso de turbulencias o accidentes. Se veía decidido a imitarla a la perfección, y así continuo mientras que la azafata culminaba su explicación y tomaba asiento. A su lado, estaba su compañera, quién la esperaba con una sonrisa completamente diferente a la que mostraba al dirigirse a los pasajeros y con una mirada brillante, deseosa y llena de ternura. Era evidente como sus ojos luchaban por salirse de sus cuencas al sentir como su corazón latía tan estrepitosamente por la mujer que se sentaba a su lado.

-¿Necesitas algo?- Preguntó Nina, mientras recogía su cabello rubio y lo dejaba reposar en su hombros.

-¿No deberíamos ser nosotras las que atendamos las necesidades de los pasajeros?

-Mientras estés en este avión, serás mi pasajera.- Le devolvió la mirada con un ceño burlesco, sacando la lengua de una manera infantil y tierna. Los nervios de Renata hacían sonrojar sus morenas mejillas.- Viajaremos juntas, tú y yo, sin necesidad de usar este gigantesco avión. Volaremos libremente como siempre lo hemos deseado.- Renata solo asintió torpemente y no dijo ni una palabra, lo que le pareció sumamente tierno a Nina. Ella observaba el costado de sus ojos, con su pupila danzando de un lugar a otro a causa de los nervios y notaba como detrás de aquella máscara de vergüenza se escondía una mujer enamorada y capaz. Y sabía, además, que no podría obligarla a salir aunque quisiera. Habían viajado juntas durante mucho tiempo, y, aunque pasaban por hermosos paisajes, más allá de las nubes, sus ojos siempre se buscaban.

Y después de un silencio interrumpido por los breves ronquidos de algunos pasajeros, ambas azafatas se quedaron dormidas, al igual que gran parte de los pasajeros a bordo, a excepción del hombre que había entrado apresuradamente al avión, junto al piloto. Sus constantes intentos por acomodarse habían alcanzado una duración prolongada por su obsesiva necesidad de ver por si mismo la perfección o, por otro lado, por sus crecientes inseguridades. Por alguna razón, seguía insistiendo en quedar asegurado a su asiento, y, cuando finalmente lo logro, suspiro satisfecho y dejó que la falta de sueño se sentará en sus pestañas, hasta cerrar por completo sus ojos.

Sin embargo, los piquetes que sentía en su hombro, los cuales lo hacían cubrirse como si algún pequeño insecto intentara picarlo, era lo único que lo distraía de sus pensamientos: La localización de las venas, el flujo de sangre, el palpitar calmado de un corazón hasta llegar a latir desenfrenado, la respiración que debía seguir para mantener la calma y a su vez reflejarle esa tranquilidad al paciente o herido en cuestión. Todo esto pasaba por su mente, intentaba retenerlo, era importante recordarlo si llegaba el momento. Un piquete imaginario insistió en que no se concentrará y por un momento volvio a sentir su espalda recostada del asiento.

El aire acondicionado soplaba su frente, alcanzando a achicar un poco sus ojos. Aun así pudo ver el asiento delante de él y los otros más a su lado, hasta llegar a otra esquina donde podía ver a Hans, hablando con Gissom. Al parecer, solo ellos y el parecian estar despiertos, mientras que los demás que conformaban el grupo de observación parecían estar dormidos profundamente, incluyendo a su compañero de asiento, Raymond, quien si no fuera por su pequeña estatura y contextura delgada, al contrario que la de Raymond, ya lo hubiera incomodado lo suficiente como para haberle pedido que cambiara de asiento desde un principio, a pesar de que hubiera sido grosero de su parte, ya que sutilmente lo estaría llamando obeso, y, en efecto, era inevitable no notar como parecía sofocar a la silla y, si esta tuviera boca, probablemente estuviera pidiendo ayuda. Pero, tolerarlo no le era difícil, todo se mantenía en silencio y entendió que podía permanecer de igual forma hasta quedarse tan profundamente dormido como el resto.

No obstante, la calma y el silencio, como su cuerpo, se vieron interrumpidos por una agitada turbulencia que lo hizo reanimar sus piernas que parecían aún estar dormidas en un profundo sueño. Sus ojos, mientras buscaban algo en que enfocarse en ese momento, pudieron ver como la azafata golpeaba desesperada la puerta donde estaba la cabina de los dos pilotos, incluso por momentos sus oídos jurarían haberla escuchardo gritar sus nombres durante esta oleada salvaje de gritos donde los pasajeros eran protagonistas. Su cabellera oscura fue reemplazada rápidamente por un brillante color amarillo que le pertenecía a su compañera, quien tiro de ella hasta sentarla en un asiento libre, para luego disponerse a llegar dificultosamente a su asiento, luchando contra los movimientos abruptos del avión y sosteniéndose a penas de lo que estaba a su alcance. Sin embargo, una enorme sacudida hizo que sus ojos se vieran obligados a mirar hacia otra parte, hasta enfocarlos a su lado, donde estaba su compañero de asiento, quien intentaba agarrar oxígeno, de una manera desesperada, de la mascarilla de cubierta amarilla que colgaba enfrente de él, idéntica a las que colgaban arriba de las cabezas de cada pasajero, incluyéndolo. Al verla, no dudo en ponérsela, e inmediatamente, al hacerlo, pudo sentir el oxígeno entrar por su nariz y abrirse paso mientras sus oídos escuchaban los gritos aun insistentes de las personas, como un presagio de lo que se avecinaba.

Y mientras inhalaba, alzó la vista hacia la multitud, sintiendo el oxígeno llenar sus pulmones, solo para alcanzar a ver como la azafata que antes luchaba por permanecer de pie se encontraba en el suelo, a pocos centímetros de su asiento, con su mano estirada hacia la puerta de la cabina que ahora estaba abierta y que mostraba, entre sombras y breves reflejos de luz similares a los de un relámpago, la curvatura de un rostro, y una mirada que lo observaba. Y que se mantuvo fija en el, hasta que un destello de luz lo hizo cerrar sus ojos, acompañado de un fuerte golpe que retumbo sus oídos, hasta dejarlo sin ver nada y sin escuchar nada, más que solo una inmensa oscuridad y un absorto silencio.

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