2. Magia

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Narrador omnisciente.

Arreglar el pasado... imposible.

Quizás por eso a Mitch el tiempo se le hace cruel, porque no le permite eliminar nada de lo sucedido, ni arreglarlo. Porque se asegura de recordarle cada día que él no es nada más eso que hay ahora pues, tuvo un antes y tendrá un después.

Pero, es que se trata del tiempo. Ese que cambia todo, revuelve todo; hace que todo pierda vida, y que la vida se vuelva nada.

Y Crystal no está ahí para tranquilizarlo, sigue, igual que él, rodeada de esa soledad voluntaria; trayendo solamente malos pensamientos a su cabeza, que cada vez tiene menos espacio disponible.

Ella se aferra a la idea de comprender por qué razón el tiempo caló tan profundo entre lo que es y lo que solía ser, con Mitch.

Quiere una máquina del tiempo, que golpee en la cara a toda esa distancia que se ha vuelto una tortura.

¿Por qué se siente tan lejos de ella misma, si aún lleva en su mente la imagen de aquel día en que llegó a la mansión de los Holder y conoció al niño de ojos verdes y pelo castaño que le robó el corazón?

────────✧♬✧♬✧────────

Era una mañana cualquiera de aquel verano que nunca olvidaría. Pero cuando lo vio a él, decidió que ese era el día perfecto para enamorarse.

Su padre comenzaba a trabajar con el señor Thomas Holder en la Empresa de Administración y Asuntos Legales de su cadena de hoteles, y ya mantenían una muy buena relación; casi se podría decir que eran amigos. Por eso habían sido invitados al cumpleaños número ocho del pequeño Mitch.

Al llegar, el enorme patio trasero de la mansión estaba lleno de globos de colores, habían payasos y muchos niños corriendo sin parar. Crystal observaba todo aquello con admiración, mientras se acercaba a la multitud de la mano de su madre; su papá se había quedado atrás, charlando con el señor Holder.

A pesar de su sencillez, Eleanor sabía cómo encajar en un sitio sin llamar la atención ni pasar desapercibida. La juventud le favorecía en aquella época, no necesitaba tanto esmero para lucir como toda una dama.

Esta se inclinó hacia adelante, de tal modo que quedara a la altura de su pequeña, y le habló cerca del oído.

—Mira nena, ese es el cumpleañero. Corre a saludarlo. —Su dedo índice señaló a la inocencia personificada, que vestía un traje celeste sin corbata y se esforzaba por sonreír, aunque solo llegaba a hacer muecas torcidas que no restaban encanto a su actitud.

Crystal se quedó paralizada cuando lo divisó a varios metros. Le pareció el niño más hermoso que había visto; no se parecía a ninguno de sus molestos compañeros de la escuela, ni a sus vecinos, que jugaban en el lodo de los caminos.

Sí, medía poco más de un metro como todos ellos; tenía manos pequeñas, rostro fresco, facciones infantiles… y todo lo que ellos tenían.

Solo, era diferente.

Ella aún tenía siete añitos, pero podía asegurar que se enamoró a primera vista de él. ¿Y cómo no hacerlo si era la cosa más tierna que existía? Su cabello era lacio pero abundante, de un castaño oscuro que brillaba bajo la luz del sol. Pese a que lucían cansados, sus ojos eran hermosos, de un verde profundo que te atrapaba sin darte cuenta, ocultos entre el espesor de sus pestañas y las largas cejas que no dejaba de arrugar.

Más tarde descubriría que, además de su fresca belleza, era muy educado e inteligente, pero bastó lo que tenía en frente para que se convirtiese en el centro de atención para Crystal.

H-hola, Bitch. Felicidades.

—Es Mitch. Cuidado con lo que dices —respondió algo molesto, provocando que ella se sonrojara un poco.

Transcurría un momento de silencio; breve e incómodo silencio que Crystal, como era de esperarse, no soportó.

—Lo siento. Yo soy Crystal.

Una leve sonrisa fue su intento de enmendar la equivocación.

—Crystal… ¿Cómo Crystal Lake?

La confusión se reflejaba en su carita tierna, al tiempo que ella tampoco lograba asimilar lo que quería decir, saltando inmediatamente con una de sus interrogantes.

—¿Qué es eso?

Él meditó por unos segundos su respuesta, para terminar diciendo:

—La verdad, no estoy muy seguro. —Suspiró—. Pero creo que es un lugar de pelis de miedo, donde ocurren cosas malas.

Crystal frunció el ceño mientras negaba y hacía un extraño gesto con la nariz.

—No está bien que veas esas películas. Mi mamá dice que no... —Mitch la interrumpió.

—Yo no lo hago .—Dejó caer los hombros, liberando otro suspiro, más largo que el anterior—. Lo que pasa es que los niños grandes me molestan y dicen que me van a dejar en ese sitio solo.

Las risitas que Crystal soltó hicieron que Mitch se cohibiese y dejara de hablar. Él nunca daba tantas explicaciones, pero ella le inspiró una rara confianza, a pesar de burlarse en su cara.

—¿Y tú les crees? Si es solamente una película. —Ella seguía riendo, y él, más serio que antes.

El desenvolvimiento de la niña lo hizo sentir como un cobarde, y eso no le gustaba. La encaró, pretendiendo una firmeza que no tenía.

—Ahora lo sé, porque nana me lo dijo.

Crystal dejó de reír y se concentró en reparar las facciones de su rostro, con otra pregunta en el directo de su revólver-cuestionario.

—¿Quién es nana? ¿Así le dices a tu mamá? —De hecho, fueron dos.

—Solo es eso, mi nana —escupió incómodo, desviando la mirada al suelo—. Pero ya deja de preguntar, vayamos a comer algo.

Ya se alejaba, listo para ir rumbo a las mesas repletas de aperitivos y refrescos, colocadas a la sombra de los almendros del patio. Allí los faroles de papel y letreros de “Happy Birthday” eran mecidos por la suave brisa.
Pero ella arruinó su disposición, apresurándose antes de que estuviese demasiado lejos del alcance de su voz.

—Espera Mitch, debo darte tu regalo —casi gritó.

Él retrocedió escasos pasos y recibió una bolsa de papel azul con pegatinas brillantes que hasta ese momento Crystal escondía detrás de ella.

El adorable homenajeado, aunque fingió darle poca importancia, abrió el regalo con curiosidad. Consistía en una pequeña guitarra de madera, con una cinta en la parte superior, para colgarla. Miró el objeto por unos segundos que a Crystal le fueron interminables, pero entonces sonrió. Tenía un hoyuelo en la mejilla izquierda, que se notaba aún más cuando sonreía. Por desgracia para ella, no lo hacía con frecuencia.

—¿Te gusta?

—Sí, es muy bonita.

—No sabía si te iba a gustar, porque no sabía lo que te gustaba. Pero, como a mí me gusta mucho la música, pensé que también podía gustarte, y ya.

Casi se quedó sin aire por la rapidez con que sus palabras salieron desprendidas. No se reconoció a sí misma tan… ¿nerviosa? Era pequeña, pero bastante lista y segura de que su inocencia no le fallaría en contra; hasta entonces.

—Ya no hables tan rápido. Me gustó, en serio. —Trató de calmarla sosteniéndola por los hombros y mientras, la miraba fijamente.

De nuevo sonrió.

Y ella se estremeció por dentro.

—Es un adorno, la puedes poner en la pared.

—Pues eso haré. Gracias. —Otra vez sonrió. Y ella volvió a temblar.

Todavía él no lo sabía, pero un día le iba a agradecer ese obsequio, más que con palabras o sonrisas fortuitas: lo haría con el corazón.

A Mitch le gustó el regalo, le gustó de un modo que las palabras no podrían explicar. Fue como si, al observar por primera vez aquella guitarra de madera, alguna pieza se hubiese movido dentro de él y haya encajado justo en el sitio en que debía estar hacía tiempo.

Mitch se acercó a la mesa para tomar algo que ofrecerle a Crystal. Miraba inquieto las golosinas; no se decidía entre los caramelos, chocolates o galletas. Porque, aunque no entendía la razón, quería sorprenderla, quería hacer lo correcto.

—¿Me das unos caramelos?

La delicada voz de la niña lo desconcentró y le dio una respuesta.

—De acuerdo. —Le extendió la mano con unos cuantos de manzana—. Pero, ¿no prefieres chocolates?

Crystal sonrió, traviesa, mientras quitaba la envoltura a uno de los dulces.

—No me gusta el chocolate. Se ve feo —Hizo de nuevo ese mohín con la nariz, a Mitch le pareció gracioso.

—Es imposible que no te guste. El chocolate es lo mejor que existe en el mundo.

Rodó los ojos centelleantes; Crystal ya sabía que soñaría con ellos esa noche, dando vueltas en su cabecita.

—Lo mejor que existe en el mundo es la música.

Ella no dijo nada más, pero él tampoco habló. Solo la observaba con fascinación, y también estaba buscando la forma de hacer esas palabras tan suyas, como lo eran de la niña que comía caramelos frente a él.

En ese entonces, ninguno de los dos estaba listo para admitir lo que sentían; eran apenas unos niños, pero la magia que desprendían con solo mirarse era más que evidente. Y era suficiente para que cualquiera supiese que ellos compartían algo grande.

Crystal llevaba aquel día un vestido rosa, y el cabello de pequeñas ondas rubias recogido en una coleta alta, con un lazo del mismo color. Su cara rellenita, con pómulos colorados y grandes ojos zafiro era pura perdición, aunque nadie debía dejarse engañar por su apariencia inofensiva.

En conjunto con Mitch, hacían una hermosa parejita, digna de una revista de moda.

Después de cortar el pastel y hacerse fotos con los payasos, los pequeños continuaron jugando en el amplio espacio. Corrían sosteniendo globos, se lanzaban pelotas de colores; se divertían como si no hubiera un mañana, sin que importase nada alrededor. Sus cuerpecitos se veían moviéndose por doquier, y así mismo se sentían sus espíritus circular con libertad y paz.

Mitch se acercaba despacio a Crystal, intentando adivinar por qué ella estiraba su vestido y lo miraba con desagrado.

—¿Qué te pasa?

Alzó la vista hacia él, que la veía extrañado.

—Este vestido pica —resopló irritada, con la rabia subiéndole al rostro—. Ya lo decidí, no me gustan los vestidos.

Soltó la tela que sostenía con fuerza en sus pequeños puños.

—Pero, si pareces una princesa pequeña. —Sonrió con mayor naturalidad que el resto del día—. Una princesita.

Y ese día, ella se convirtió en su princesita.

Aunque eso no cambiaba para nada la opinión de Crystal sobre los vestidos.

Eleanor llamó a su niña desde un rincón del patio, donde charlaba con unas señoras, madres de otros niños.

—Crys, es hora de irse.

Al percatarse de que la aventura de esa jornada había terminado para ella, su expresión se apagó un poco porque, además, quería seguir charlando con Mitch, a quien ya consideraba su amigo.

—Mitch, ¿me acompañas? —preguntó, dirigiéndose a él.

—Mejor no. —Algo cambió su ánimo, se hallaba repentinamente triste—. ¿Vendrás de nuevo?

—No sé. —Se encogió de hombros—. Quizás para otra ronda de preguntas.

Ambos sonrieron por un instante.

—Vale, nos vemos.

Crystal le dio la espalda y se dispuso a reunirse con su madre, pero había algo más que no entendía, a pesar de que cuestionó todo lo que se encontraba. Y su naturaleza no le permitía irse sin averiguarlo.

Se volvió hacia él con prisa, y lo miró sin miedo a los ojos, hallando en su boca otra sonrisa para seguir flotando.

—Mitch, ¿por qué no está aquí tu mamá?

Ella no sabía cuán difícil era responder a su pregunta, y cuanto dolía. Solo porque no sabía, la hizo.

Mitch no pudo sostenerle la mirada por mucho tiempo. Dolió. En ese momento, -como si el universo hubiese conspirado a favor del chico-, Eleanor llegó y tomó de la mano a Crystal después de decirle algunas palabras que Mitch ni siquiera escuchó.

De lo que él aún no tenía idea era que ella iba a querer saberlo todo, de todo. Cuantos colores existen entre el gris y el negro, y el nombre de esos que no mencionas con frecuencia, como el granate y el chartreuse. Y los por qué, cuándo y cómo de cada cosa que hay en el mundo.

Crystal iba a querer saber todo de él, y Mitch sabía que no estaba dispuesto a dar más que frases a medias como respuestas a preguntas casuales. Pero lo que él no sabía era que ella cambiaría eso, y muchas cosas más. Porque, si Crystal no se hubiese cruzado en su vida o él en la de ella, jamás se hubiera encendido esa chispa que le dio al mundo otra razón para seguir girando.

Siempre fue divertido ver como se trataban.

Al inicio fingían no estar de acuerdo en nada; luego no estuvieron alineados en ninguna idea, absolutamente. Pasaron a ser muy buenos amigos; por último, comprendieron que había algo más. Ella siempre lo arrastraba a hacer cosas con cierto grado de locura, era muy impulsiva y no sentía miedo.

Aunque su crueldad se aseguraba de hacer daño con las escenas malogradas, por fortuna, el tiempo también le traía las cosas que valía la pena rememorar.

Como cuando Crystal tenía apenas diez años, que se colaron en la cocina de la casa de él y echaron pimienta en la sopa que Gina preparaba. Aprovecharon un descuido suyo para hacer la maldad y huir, pero los descubrieron y Mitch se culpó por todo.

Crystal supo que lo hacía para impresionarla, porque él siempre temió las represalias de su padre; era un chico más bien sereno. Tan opuesto a ella. Tanto, que se encontraba a sí misma cuando miraba sus ojos, porque esas diferencias se compensaban con todo lo que tenían en común. Que terminó siendo mucho.

Aquel niño inocente y distraído pasó a convertirse en un joven apuesto, que aprendió a disfrutar la vida bajo las directrices de la mejor maestra. Su guitarra –una de verdad– los acompañaba a todas partes, y no perdían oportunidad de cantar, ante cualquier señal que les diera la vida.

Mitch adoraba cantar; tenía una voz angelical y un rostro que decía todo lo contrario.

No era un bad boy, ni un chico rudo, pero tampoco era un nerd. Sino que tenía ese estilo bohemio que lo hacía parecer único, además de una personalidad tan flexible ante las dificultades de los demás, su humanismo y generosidad con todos. Y era eso lo que Crystal adoraba de él.

A pesar de su voz y las canciones que le regalaba. A pesar de como era con ella…

Crystal siempre valoró más la forma en que trataba al resto, eso decía mucho de él como persona.

En su caso, no existían palabras que lo pudiesen describir.

────────✧♬✧♬✧────────

Crystal sabe que la vida les está jugando una mala pasada, que el tiempo y el destino colaboran en ello; pero, definitivamente, los buenos momentos que compartieron, aunque fuesen en los años más complicados de sus vidas, los llevará siempre consigo.

Lo hará, sí, porque hubo días en que Mitch y ella se rescataron mutuamente del insomnio y la soledad, de la tristeza y el silencio; ahora los recuerdos harán lo mismo.

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