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Distinta casa, mismo trabajo.

La susodicha sirvienta recién integrada a la hacienda de Margarita Potra apreciaba el ambiente rural del patio trasero mediante la ventana de la cocina, la cual había sido limpiada por la chica. Nada menos que una mini casa donde seguramente se le ocupaba de cuarto de tortura, o algo por el estilo.

El tumulto de contrariedades internas que ocupaban la mayor parte de su esmero le hicieron hacer el aseo de forma automática. Pues, sin darse cuenta de cómo, ya había terminado de limpiar la cocina.

La estufa eléctrica unida a la barra ya había sido despejada de toda cochambre, los vasos de cristal que ocuparon la noche anterior para beber cerveza fueron lavados y, el piso de azulejo marrón donde se cayeron un par de botellas ahora estaba reluciente. Todo por cortesía de Yoko.

«Ya es la tercera vez en el día —soltó la franela y el atomizador que dejó en la mesa del centro—. Ya se te hizo costumbre estar en mi cabeza —cerró las manos para formar un par de puños—, niño estúpido».

Pensaba en Kendall. Desconocía si se debía a la codependencia de saber le quedaba poco tiempo de vida. Quería ayudarlo, empero, no había cura para el sida. Existían tratamientos, pero no era lo mismo, dado que toda vaga idea de escalar en la relación con el chico se esfumó. Ella entendía que relacionarse sexualmente con Kendall estaba descartado. Existían otro tipo de relaciones, en cambio, ella también comprendía que no quería a una persona a su lado solo por una buena charla y compañía. Por algo era una joven que ocultaba su exuberante líbido —razón por la que mayormente estaba de malas, debieron a la falta de sexo— ante todos.

Tan pronto como maldijo su suerte en el romance, la casualidad invocó al dueño de sus pensamientos, escuchando su voz al otro lado, justo en la sala de estar donde hace pocos minutos se había adentrado la mano derecha de la dueña de la hacienda.

Casi temerosa, más bien exaltada por alguna extraña razón de ser vista por Kendall y Margarita, dedujo que sería mejor escuchar discretamente, haciendo que limpiaba. Es ahí donde escuchó aquello que deseó haber evitado, maldiciendo a su curiosidad por haberse quedado. Pues, seguido de unos diálogos poco pacifistas, los gritos de Francis, el hombre de Carmela inundaron gran parte de la vivienda, ocasionando ecos que se extendieron por todo el primer piso.

A lo mejor sus ojos no presenciaron dicho acto despiadado. Sin embargo, tanto los gritos de Francis, como los gemidos de Kendall que emitía por cada tajada para cortar la cabeza del decapitado le daban los recursos para imaginarse la escena. Así como las risas de Margarita.

Por tanto que tratara de decirse a si misma que estaba acostumbrada a las muertes, escuchar los lamentos de terceros le afectaba tanto como la vez que vio a su padre en un ataúd. No porque el hombre que murió a manos de Kendall —dato que no sabía— fuese importante para ella, todo lo contrario. La idea de creer que podía terminar de esa forma la atormentaba.

Para su escasa fortuna, Margarita le dijo que otra empleada se encargaría de limpiar el desastre que se había dejado en la sala. Gracias a su eficiencia en los quehaceres del hogar fue que pudo terminar rápido, lo que la llevó a tomarse el resto de la tarde como muestra de misericordia por parte de su nueva jefa.

Ahora, yacente en los ostentosos y cómodos aposentos que compartía con Kendall, estaba a la espera de su compañero. Lo que no esperaba era escuchar el sonido de la puerta abriéndose para darle paso al chico que entraba con una cara inexpresiva que no vio, dado que tampoco se molestó en voltear hacia el.

—¿Terminaste los deberes? —preguntó Yoko sin despegar el ojo sobre la pantalla al frente de la cama, mirando una serie animada. Curiosamente, su pregunta era la misma que la esponja marina de la caricatura había hecho.

Ella acostumbraba a recibir a Kendall con uno que otro chiste de mal gusto, pero eso no sucedió. Es más, que el pelinegro haya pasado de largo hasta el baño sin dirigirle la palabra se le hizo extraño. Pues pocas veces era ignorada por él. Eso encendió sus alarmas para creer que algo estaba fallando en el chico que siempre ocultaba sus sentimientos. No era normal que el chico tuviese una cara afligida, ni cuando mataron a Lara y a Carmela.

—¿Todo bien? —cuestionó al postrarse detrás de la puerta del baño—. Hey. Kendall —tocó la puerta.

Tan pronto como la respuesta del joven se convirtió en otro silencio, la preocupación de cavilar en una mala pasada de Margarita al obligarlo a cometer algún acto delictivo evocó otros golpes a la puerta para verificar que Kendall estaba bien. Por mera coincidencia fue que agachó la cabeza, dándose cuenta de los rastros de sangre que su amigo dejó a su paso. Nada menos que salpicaduras apenas perceptibles. Entonces dio con el caletre de todo, lo que le hizo sentir que el corazón se le salía de lo pavorosa que estaba de imaginar quien había sido el verdugo de Francis. Sus sospechas ya estaban ahí, pero ahora lo había confirmado.

Tuvo que cumplirse un agregado de media hora para que el ojiazul saliera del baño con una toalla negra cubriéndole alrededor de la cintura, yendo a la cama para acompañar a Yoko, sentándose a un lado de ella.

—Kendall —dijo Yoko, ofuscada—: ¿Qué pasó?

A leguas parecía que el bastardo miraba el suelo de resina, pero su mente era oprimida por las tantas sensaciones por las que pasaba.

—No conocía a Francis. Hoy era la segunda vez que lo veía —dijo él tras unos segundos de silencio—. Era un completo extraño para nosotros. Creo que por eso no me siento triste.

—¿Mataron a Francis? —preguntó Yoko para recibir un si con el asentimiento de Kendall—. Si no te preocupa tanto, entonces ¿por qué actúas como alguien que mató a un pariente?

—El problema no es que lo maté, sino porque me gustó. Y eso me asusta —aseveró para sorpresa de la chica, llevándose las manos a la nuca—. Aunque fué por poco tiempo, sentí que mis ganas de hacerle daño a los demás se fueron. Sentir que la suerte ya no estaba de mi lado, y que podría morir en cualquier momento me habían cambiado. Pero cuando escuché los gritos de Francis...  —vaciló—. No lo puedo explicar, era como si mi yo del pasado volviera a mí. Cuando aprendí las mismas cosas que Salazar. Cuando fuí entrenado por Trinidad Castro Jeager.

Hastiado de tantas vueltas que su cabeza le daba al asunto, bufó mientras apoyaba sus manos en el colchón para mirar el techo de color amarillo.

—Genial —sonrió de forma irónica— las chaquetas mentales que no tenía de adolescente las tengo ahora. —Con pereza centró su mirada hacia la pelirosa—: ¿Qué procede en estos casos?

Ella dudaba para responder. De lo único que estaba segura era de su preocupación por el chico. Velaba por su seguridad a la par de buscar alguna solución para actuar como él lo hizo en su momento más bajo. Agradecida con el destino y la casualidad, no tuvo que buscar una solución gracias a la iniciativa de Kendall, el cual se recargo en los hombres de Yoko, dándole un abrazo.

—Siempre eres tú quien me busca para abrazarme —dijo con voz calmada, al igual que nostálgica sin despegar el rostro sobre el hombro de la chica—. Solo por hoy, por favor. Hagamos una excepción y deja que me ponga en tu lugar.

Gracias a las altas defensas que poseía por genética de su padre, era que Yoko no se molestaba por despegar a Kendall, quien hizo un círculo alrededor de sus pechos por la humedad en el cabello de Kendall.

Las horas posteriores a la crisis existencial de Kendall se fueron volando para el par de jóvenes adultos, puesto que las cuatro películas de un ogro que se casa con una princesa de un lugar muy lejano los distrajo. Ya sea por la necesidad de alejar sus problemas por un momento, o porque compartían el gusto por la película.

De un momento a otro, el estómago de la japonesa rugió por el hambre que tenía. Una que estaba desde antes de la llegada del compañero al que daba muestras de afecto con acariciar su lacia melena azabache.

—¡La madre que me parió! —exclamó Kendall con una sonrisa humorística, luego de haberse tranquilizado. Sorprendido por lo fuerte que se escucharon las tripas de la chica—. No puedo creer que tanta comida quepa en ese pequeño estómago. Si sigues comiendo quedarás como un pimiento morrón —rió—, si eso pasa le harás honor a ese apodo. Bueno, yo también tengo hambre.

Ella no se quedó callada, pues le propició un leve golpe en la cabeza.

—Más respeto para tu diosa griega, mama huevo —no se tomó el comentario a mal, ya que el susodicho chiste era una prueba de que el chico estaba volviendo a la normalidad—. Hablando en serio, solo desayuné. Y ya deben pasar de las ocho.

—Loca —siseó Kendall—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Tenía buenos motivos —señaló la pantalla de setenta pulgadas— primero: me gusta esa película. Si iba a la cocina, mínimo me pierdo media hora. Segundo: son pocas las veces que estás callado por más de una hora. O al menos cuando trato de abrazarte por el día, y no pude dejar escapar la oportunidad. Tercera y más importante: me gusta hacer la cena cuando no hay nadie en la cocina. Vieras como se ponen las perras de las otras sirvientas. Les arde el fundillo porque la señora Potra me dejó como jefa de sirvientas.

El joven se apartó del par de redondos y casi voluptuosos senos de Yoko que no dejaba de sorprenderlo, mirándola con incredulidad. Pues, en solo seis días recuperó parte de su anterior imagen. Eso incluía el engañoso busto que con cierto tipo de ropa parecían inexistentes.

—Interesante —comentó—. Fuera de éste cuarto eres una persona responsable y sin errores en lo que haces, tanto que olvido tu falta de sentido común cuando entras por esa puerta —señaló la salida de la habitación—. Te felicito, de verdad que si. En pocos días le diste un cambio a la hacienda, hasta Margarita lo reconoce. Pero por favor, no te metas en problemas.

En el poco tiempo que llevaban instalados en la hacienda alejada de la capital, Kendall pudo detectar alrededor de tres cámaras en la habitación, todas ocultas en espacios ciegos a la vista de una persona distraída. Por ende, ellos aprendieron a comunicarse entre palabras clave.

Ellos actuaban natural, como si no supieran que los vigilaban. Algo inútil de creer para Margarita, que sabía de las habilidades que el chico ocultaba, fruto del entrenamiento con su madre adoptiva. Aún así, el dúo consideraba que era mejor aparentar que no sabían nada. Por suerte ya estaban acostumbrados a ser vistos mientras defecaban.

—Tranquilo —prosiguió Yoko— no soy tan estúpida como para meterme en problemas. También va para ti —estiró una mejilla de Kendall—, no hagas cosas malas que parezcan buenas, ni buenas que parezcan malas.

—Lo prometo.

—Júralo por mí.

—Que se muera la persona que me entregó su vida al confiar en mí, si rompo mi palabra.

Ambos permanecieron en la misma posición por otro tanto, mirándose a los ojos para luego juntar sus frentes, concluyendo con volver a como estaban antes —con Kendall recostado encima de Yoko— y seguir viendo la televisión.

—Hablando de buenas noticias —fue Kendall el que rompió el silencio armónico del momento—: ¿Qué crees?

—Habla ahora o calla para siempre.

—Resulta que no tengo sida —rio del escalofrío que le generaba recordar el mal momento que pasó con Margarita—. Mis exámenes estaban mal. Eso me pasa por confiarme de una clínica barata. Aunque es extraño, porque si tenía síntomas. Solamente que hipocondríaco.

—Bueno, eso tiene sentido para mí...

Como pensó que lo dicho por Kendall era para decir alguna idiotez ocurrida al instante, no le prestó la atención suficiente, por lo que su mente tardó en procesar el comentario con el que reaccionó de una manera inesperada para el chico.

—Espera —vaciló—. ¿Qué?

—Como escuchas, estoy limpio.

En un rápido y brusco movimiento colocó a Kendall con la espalda en la cama, con ella encima de él. Algo con lo que su compañero no entendía, pero ella sí. En vista de la pequeña oportunidad que se asomaba en sus ideas, esa que la dejó con el corazón latiendo a todo lo que daba. Más que amor, eran derivadas emociones que le podían calmar ciertas demandas que, tanto su cuerpo como paciencia le pedían, no sin antes tomar las precauciones y poner a prueba al pelinegro para ver si era digno de solventar sus necesidades. Pero por lo pronto, su rostro eufórico parecía el de una pantera que llevaba días sin comer.

—Dices que estás sano —siseó mientras devoraba al chico con la mirada—. No sé si eso se bueno para ti.

Por otra parte, Kendall tragó saliva ante la imagen que sus ojos proyectaban, pues no era la primera vez que se sentía deseado para solventar la satisfacción de otros. Pues conocía esa mirada. Aunque a los tres segundos le devolvió el gesto a la chica mediante una sonrisa pícara, sin darse cuenta que su ojo derecho estaba cubierto por una llama celeste. Producto del ente que lo había curado del VIH, y ayudó a la recuperación de masa y energía a Yoko. Un ser que reclamaba su pago mediante el placer. Haciéndole creer al par que sus sentimientos eran producto de ellos mismos.

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