𝐈

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Habían pasado dos semanas desde que firmó su pacto con Daeron, y Forel aún se preguntaba si fue lo correcto.

No resultó tarea fácil el formular una excusa creíble para su repentino e inesperado interés en hallar a un aprendiz. Y presentar al chico de cabello plateado generó un escándalo digno de ser representado en cualquier obra de teatro.

Le habían citado en el salón principal del palacio del Señor del Mar. Ubicado en el centro de la primera de las tres plantas del edificio, la cámara era más amplia que larga, pero, aun así, dentro cabían más de cinco mil personas. Por ende, si bien casi quinientas personas reunidas allí, que lo miraban con curiosidad, furia y desdén, la sala se sentía bastante vacía.

Múltiples antorchas incrustadas en las dos filas de pilares de mármol que decoraban los laterales del salón y braseros colocados en las esquinas iluminaban el lugar. Aunque en el día solía hacer mucho calor, la tarde y la noche eran frescas, incluso frías, por lo que nadie se quejó por el calor que brindaba el fuego. Sobre una tarina, el regente de Braavos, sentado en un trono de piedra blanca y negra, observaba todo desde lo alto, cuatro soldados apostados a su derecha e izquierda respectivamente.

Varios nobles murmuraban entre sí, especulando respecto a quién era su paladín y las razones por las cuáles lo eligió. Gyllos no había presentado ni planeaba presentar pronto a Daeron a la corte; era demasiado joven como para revelar su identidad a las víboras y sanguijuelas que habitaban los corredores del palacio del Señor del Mar.

Más temprano que tarde, los presentes empezaron a hacer preguntas, y Gyllos pretendía contestarlas todas.

—Ya tengo treinta años, damas y caballeros —dijo ante la corte y frente al Señor del Mar, en un tono cortés y ligero—. Sigo siendo hábil, como bien sabrán, pero mis años dorados pasaron hace media década. Que nadie dude de mi destreza; todavía supero a cada uno de esos seis bravucones que se autoproclaman «Espadas de Braavos».

» Sencillamente busco transmitir mi esgrima a las siguientes generaciones, mantener vivo el legado de mis ancestros. Y, en vista de que no estoy interesado en casarme ni engendrar hijo alguno o adoptar como pupilo a ninguno de los hijos caprichosos de las sanguijuelas que se hacen llamar a sí mismos «nobles» en esta sala (a excepción de usted, mi señor), decidí entrenar a un muchacho cualquiera, salido de las calles, con un potencial enorme, o al menos eso creo.

» Puedo estar equivocado. Puede que esta decisión desemboque en mi ruina y la de nuestra nación, pero ¿qué gracia habría si la vida no estuviera llena de riesgos?

En cuanto acabó de hablar, el salón estalló en gritos, quejas, insultos y reclamos por parte de los nobles que habían asistido a la audiencia. Gyllos, consciente de que la mayoría de que aquellos hombres y mujeres ataviados con finos atuendos lo detestaban por su incorruptible lealtad al Señor del Mar, supo desde el primer momento qué tipo de reacciones causarían sus palabras.

Por fortuna, no tenía nada de lo que preocuparse. Después de todo, no necesitaba que el resto de los magísteres, nobles o mercaderes permitieran entrenase a Daeron. Solo una opinión importaba allí: la de Tichero Flaerys.

Tichero Flaerys, el regente de Braavos, un hombre corpulento que sufría de una incipiente calvicie y vestía un elegante atuendo hecho de terciopelo y seda azul y morada, se sentaba en su enorme asiento de piedra rojiza sobre una tarima de mármol negro y blanco. Contempló con solemnidad la declaración del espadachín, manteniendo una expresión serena mientras jugaba con los relucientes anillos que adornaban sus dedos regordetes.

Al oír el repentino escándalo en la sala, el gobernante hizo una mueca, disgustado. Pidió amablemente algo a uno de los soldados de armadura cobriza que posaba a su lado izquierdo, el capitán de su guardia, y este, luego de asentir, golpeó con el extremo de su lanza el piso, acallando el alboroto.

Los nobles, no obstante, continuaron mirando a Gyllos con ojos llenos de rabia y desprecio. La Primera Espada, acostumbrado a no ser muy querido por la corte, ni se inmutó, permaneciendo firme, con la espalda recta y la mirada en alto, fija en el regente.

Tichero, tras agradecer al capitán, se acomodó en su gran asiento, entrelazando sus manos sobre su vientre.

—Ah, Gyllos, mi buen amigo. Durante casi quince años me has servido. Primero como guardaespaldas, después como Primera Espada de Braavos. Eres uno de confidentes más cercanos y un soldado ejemplar. —Recorrió la vista con su mirada—. Todos aquí quisieran ser la mitad de honestos, leales y diestros que tú. Envidian tu cercanía a mí; dicen que consiento demasiado a mis amigos. Y es cierto.

» Pero mis amigos, incluso tú, no están por encima de mi gente, del pueblo, de Braavos. Dime, buen Gyllos, este... pupilo tuyo, ¿será un peligro en un futuro para nuestra nación? ¿Haces bien al compartir con un extranjero, un desconocido, las milenarias artes de la espada pasadas de generación en generación por tu familia?

Gyllos guardó silencio un momento, sus ojos clavados en la figura de Tichero.

—Si soy sincero, mi señor, no estoy seguro —confesó—. Apenas conocí al muchacho, y mentiría si dijera que sé cuáles son sus orígenes e intenciones. Pero, si no mal recuerdo, Braavos fue fundada por personas de todas partes de Essos, mayormente esclavos, ¿verdad? Este chico viene de Lys. —Escuchó susurros a sus espaldas, los nobles mirándose entre sí detrás de él—. Era un esclavo, vi la marca de los grilletes en su piel y las de los latigazos en su lomo.

» Braavos se erigió como un bastión para los desamparados, para los oprimidos, para los que no tenían un hogar, para los que anhelaban saber lo que era vivir libres de amos y de cadenas. ¿No estaríamos negando nuestros orígenes, despreciando nuestros antepasados y su sacrificio al rechazar a un chico de siete años que ha sido maltratado por el mundo desde que nació?

» Aun no sé en quién se convertirá, pero haré todo por evitar que terminé transformándose en uno de esos matones que estos bastardos sueltan en las calles, como Garren Dirryl.

Un súbito silencio se apoderó de la sala. Ni siquiera había personas murmurando o debatiendo en voz baja. Todas las miradas centradas en Tichero.

El regente, pensativo, pareció meditar por unos breves instantes su veredicto. Se puso de pie, descendiendo con porte elegante y refinado por los peldaños que conducían a su trono. Se detuvo delante de Gyllos, que se encontraba en el centro del salón.

Escrutó el rostro de Gyllos, quizá en busca de desentrañar sus verdaderos motivos para enseñar esgrima a un joven salido de Lys. Forel no había tenido tiempo de contarlo acerca de su pacto secreto con Daeron, y si bien no estaba mintiendo en cuanto a sus motivaciones, ocultar un detalle tan significativo al hombre que consideraba más un amigo que un rey era un suplicio para la Primera Espada.

Su corazón latía aceleradamente, martillando su pecho, y juraría que pudo sentir una gota fría de sudor descender por el lado izquierdo de su rostro. Pero se mantuvo firme, fingiendo serenidad cuando, en realidad, se moría de nervios y la culpa lo carcomía por dentro.

Finalmente, tras unos segundos que parecieron eternos, Tichero palmeó el hombro derecho de Gyllos, se volvió y comenzó a ascender por los escalones hacia su trono de piedra.

—Tienes razón, amigo mío. Sería tremendamente egoísta de nuestra parte desterrar a un muchachito que no ha sentido más que dolor en su vida. —Tomó asiento, recargando su espalda contra el respaldo de su asiento—. Cuídalo, entrénalo, guíalo por el camino del bien y asegúrate de que Braavos sea un lugar al que pueda llamar hogar.

—Así será, mi señor —asintió Gyllos, respetuoso.

—Y que esto quede muy claro para todos ustedes —dijo Tichero, alzando su tono sin perder las formas y despegando sus ojos de Gyllos, mirando a los magísteres y poderosos allí reunidos—, ninguno tocará un solo mechón de cabello del chico. Si me entero de que alguno se atreve a atacarlo, insultarlo o difundir rumores sobre él, estarán atacando, insultando y difundiendo mentiras sobre el Señor del Mar —rugió, su voz como un trueno—. ¿Quedó claro?

Y, sin más, con un ademán de su mano, los nobles se retiraron. Gyllos, sin embargo, permaneció en su sitio, estático, aunque relajó un poco sus hombros al ver como el último mercader abandonaba el amplio salón. Una abrumadora sensación de vacío invadió la cámara, notándose su inmensidad.

—Ahora —dijo Tichero, bajando una vez más por los peldaños, escoltado por sus guardias, a quienes ordenó con un movimiento de su mano dirigirse a la puerta, dejándolos solos—, ¿vas a contarme de qué se trata este repentino interés en tener un pupilo? —preguntó, curioso.

Gyllos se estremeció.

—Me escuchaste desde ahí arriba, ¿no? ¿O es que acaso estás tan por encima de nosotros que ni alcanzas a oírnos? —dijo, divertido.

Tichero soltó una ligera carcajada, meneando la cabeza.

—Si quieres culpar a alguien, culpa a los arquitectos —sonrió—. Esos sujetos hacen maravillas, pero a veces exageran.

—¿Cómo la fuente de la semana pasada? Tichero, esa cosa tiene como cinco metros de altura y está hecha de oro sólido. Dudo que un arquitecto, por muy ambicioso y talentoso que sea, proponga una idea tan descabellada. Parece más una idea digna de un rey, o de alguien acaudalado.

—Está bien, está bien —rio Tichero, alzando las manos—. Me atrapaste. Pero no has respondido mi pregunta aún.

—Verás... —Gyllos se llevó una mano a la nuca—. Es complicado...

—Oh, qué interesante. —Tichero pareció advertir la consternación en sus ojos—. ¿Tan complicado es?

—El chico tiene pelo plateado y ojos violetas.

—Rasgos típicos de los lysenos —repuso el regente, encogiéndose hombros.

—No, Tichero. He visto lysenos antes, y ninguno tenía el mismo color de cabello e iris que él.

—Puede que su sangre sea más «pura», si es que realmente existe alguien puro en Essos. Siglos y siglos de mezclar sangre valyria con las de otros pueblos acabó diluyéndola —mencionó, cruzándose de brazos. 

—¿Y si es un...? —La sola posibilidad sacudió la médula de Gyllos.

—Imposible. Sabes cómo son los Targaryen y los Velaryon. Si fuera hijo de uno de ellos, lo habrían ido a buscar a Lys hace tiempo.

—O puede que no —replicó Gyllos—. Si realmente es hijo de alguno de los jinetes de dragón, sería bastardo. No habría razón para buscarlo, solo causaría divisiones a la hora de reclamar el Trono de Hierro.

—Aun así, no se arriesgarían. Que yo sepa, el rey, la Serpiente Marina, sus familiares hombres y el Príncipe Canalla no han viajado a Lys desde hace veinte años. Es improbable que se trate de un bastardo. A lo sumo será hijo ilegítimo de algún noble Lyseno que no tuvo el suficiente cuidado, o no se preocupó de tenerlo.

—¿Qué clase de monstruo dejaría a su propio hijo pudrirse como esclavo, Tichero? —cuestionó, asqueado.

—Muchos, más de los que crees —respondió, negando con la cabeza—. De todos modos, ahora está aquí. Supongo que podré conocerlo pronto, ¿no?

—Sí, por supuesto —asintió Gyllos—. Tiene que subir de peso, y Dromin lo revisa día y noche para ver su progreso.

—Ah, el buen Dromin y sus exámenes —carcajeó—. Manda mis saludos a ese viejo oso por mí —dio un par de palmadas al hombro izquierdo del espadachín, encaminándose junto a él a la puerta—. Mira, Gyllos, sé que estarás ocupado enseñando a tu muchacho y que él debe recuperarse, pero quisiera que lo trajeras contigo a la fiesta que celebraré en unas cuantas semanas, para que se acostumbre al palacio y conozca a la gente. Será una ocasión especial, ¡incluso vendrá el Príncipe de Dorne y su hija!

Gyllos arqueó una ceja mientras caminaba junto a su amigo.

—¿El Príncipe de Dorne? ¿Garson Martell? ¿La Víbora Negra?

—Conque eres un admirador, ¿eh?

—Lo conozco por los relatos de varios danzarines del agua y un par de mercenarios que llegaron en una galera hace no mucho —explicó. Adoraba oír historias acerca de otros duelistas, caballeros y espadachines—. Pero, ¿por qué traería a su hija consigo? La niña apenas tiene seis años.

—Imagino que busca aliarse conmigo al casar a su niña con mi Nakio. —Inquirió el Señor del Mar—. Aunque, siendo sincero, dudo que mi hijo filósofo y erudito esté interesado en las mujeres, o siquiera sepa cómo dirigirse a una sin desmayarse.

—Nakio es un buen chico, por algo lo enviaste a la Ciudadela.

—Sí... Pero hay veces en que me arrepiento de haberlo hecho —había tristeza y melancolía en su voz. Respiró hondo, sacudiéndose aquellas emociones y sonriendo—. Como sea, ¿traerás a tu muchacho?

—Daeron... Bueno, es un tanto...

—¿Asustadizo?

—No, no, en lo absoluto. Desconfiado. No creo que guste de ser el centro de atención.

—Ah, pero los niños aman ser el centro de atención —dijo Tichero.

«Pero Daeron no es un niño cualquiera», pensó Gyllos.

El platinado no era fácil de tratar. Usualmente intentaba escapar de su habitación, forzando cerraduras, abriendo ventanas o escondiéndose debajo de los muebles. Había averiguado dónde estaba la cocina y la armería, y solía escabullirse con el propósito de visitar ambos sitios y robar comida o admirar las espadas y armaduras.

Apenas llevaba menos de un mes en el palacio, pero ya conocía la mitad de las habitaciones, a dónde conducía cada pasillo e incluso había descubierto los pasadizos secretos que conectaban las siete torres con el edificio principal y el corredor que desembocaba en un pequeño muelle escondido que se utilizaría como medio de escape si el palacio caía bajo un ataque enemigo.

Era revoltoso, imprudente, incontrolable, inquieto y rebelde. Según Dromin, sería más sencillo domar un dragón que corregir el comportamiento del joven de rasgos valyrios.

Sin embargo, también había observado como Daeron se ocultaba de los demás. Cuando paseaba por los corredores de la construcción, siempre lo hacía a hurtadillas, como si se escondiera de otras personas. No abría la puerta de su cuarto a nadie que no fuese Dromin o él, y sufría de pesadillas constantes.

Una noche, Dromin lo encontró en una esquina de su habitación, temblando, empapado en sudor y con una pata de silla rota entre manos. Quizá debido a la obscuridad o el miedo, el chico no reconoció al maestre y casi lo ataca con su arma improvisada.

Al día siguiente, se «disculpó» con Dromin al escuchar sus clases de literatura sin protestar, y eso que odiaba los estudios.

«Es un buen chico, solo está... confundido, asustado». Gyllos miró a Tichero, ambos a unos pocos pasos de la puerta.

—¿Y qué dices? —preguntó Tichero.

—Lo pensaré —respondió Gyllos—. Pero lo más probable es que sí asistamos.

—¡Perfecto! —sonrió el Señor del Mar, complacido—. Te libero de tus responsabilidades hasta ese día.

—Pero, mi señor, yo...

—No, no, no —interrumpió—, nada de peros. Hay un joven que necesita tu guía, y esa será tu prioridad a partir de ahora. Después de todo, eres su maestro. Debes hacerte cargo de él.

«También soy la Primera Espada de Braavos», recordó Gyllos, preocupado. «¿Cómo haré para ser un buen mentor y una buena Espada?». Pensaría en contestar a dicha pregunta luego. Tichero tenía razón: su deber estaba con Daeron, al menos hasta cerciorarse de que se adaptaría a su vida en Braavos y no causaría problemas.

Tichero se despidió de Gyllos, marchándose junto a sus escoltas armados con lanzas y revestidos con cascos y armaduras del color del cobre, desapareciendo en la inmensidad del palacio.

Paso a paso, se encaminó a la habitación de Daeron, ubicada en el ala este de la primera planta del inmenso bastión. Si bien los corredores no eran estrechos ni obscuros, poseyendo un tamaño considerablemente grande y una iluminación que no dejaba rastro ninguno de sombras, aquel sitio llegaba a tornarse un tanto asfixiante. No es que menospreciara el esfuerzo de los constructores y arquitectos que trabajaron hacía cientos de años en erigir semejante monstruosidad arquitectónica. Sin embargo, con la cantidad de criados, guardias y nobles pululando por los interminables y laberínticos pasillos, Gyllos terminaba por sentirse abrumado.

Prefería el aire libre, sentir los cálidos rayos del sol besando su frente; la suave y refrescante brisa acariciando su rostro y revolviendo su cabello. No obstante, entendía que su labor era resguardar al Señor del Mar y defenderle de toda amenaza requería que pasara largos periodos de tiempo a su lado. Pocas eran las ocasiones en las que abandonaba el palacio, y serían aún menos frecuentes luego de su encuentro inesperado con Daeron.

«¿Quién sabe? A lo mejor la siguiente vez me roba mi espada un príncipe Targaryen», pensó, cerniendo sus dedos alrededor de la empuñadura de Escarlata, comprobando que esta se hallara en la vaina que colgaba de su cinturón.

Nunca nadie había podido robar un objeto de su propiedad, ni siquiera los ladrones y asesinos que los rivales de Ticheron enviaron a ridiculizarlo. Afortunadamente para él, no eran más que principiantes desesperados por oro y reputación que carecían de habilidades marciales.

«A excepción de Garren, claro», reflexionó, pensativo, mientras doblaba en una esquina, abandonando el edificio central y atravesando el umbral de la titánica puerta de madera reforzada con placas de hierro negro que separaba el ala este del resto de la construcción.

Garren era un imbécil. Un mercenario yitiense al que uno de los rivales de Tichero había contratado con el objetivo de que la Triarquía no pudiera reclutarlo a sus filas. Adicto a las peleas y a la violencia desmedida, Garren Dirryl se había labrado una reputación infame no solo en la ciudad, sino en Essos. Tichero otorgó a Garren el título de Segunda Espada y varios privilegios para que no se volviera en su contra. Seguía estando bajo las órdenes del despreciable ser que compró su fidelidad cinco años atrás, pero se rehusaba a dañar al Señor del Mar debido a la cuantiosa suma que este depositaba en sus arcas al fin de cada mes.

Aquel hombre era un sádico, un desquiciado que únicamente existía por y para la batalla. No luchaba por conceptos como el honor, la lealtad o la libertad. No, sus motivos para lanzarse de cabeza al campo de batalla se reducían a tres: sangre, oro y oponentes dignos. Según él, buscaba derrotar a los más fuertes, fieros y talentosos duelistas. Nada importaban el oro, la gloria, las mujeres o los hombres. Él solo deseaba poner a prueba su maestría contra la de otros espadachines.

Lo odiaba, y no por su origen yitiense o haber obtenido el título de Espada sin esmero ninguno; lo odiaba por su actitud despreocupada y su falta de respeto por sus oponentes, humillándolos de mil maneras diferentes antes de derrotarlos o, en los peores casos, asesinarlos.

«Vamos, no te concentres en eso». Sacudió su cabeza, despejando su mente de aquellos pensamientos. «Debes ocuparte de algo más relevante que Garren».

Siguió caminando un buen tramo, pasando de largo por varias puertas de madera ubicadas a lo largo de las paredes que lo flanqueaban. Se detuvo en seco delante de una de las tantísimas puertas, una que se encontraba cerca de un alto ventanal decorado por barrotes de hierro al final del pasillo. En el vidrio multicolor se apreciaban las figuras de varios animales, bestias mitológicas que se enfrentaban.

La puerta era de madera oscura, como el resto, hecha de madera del ocaso, la más resistente del mundo. Dudó si tocarla o no. Temía despertar a Daeron de su sueño o interrumpir uno de los exámenes de Dromin, que frecuentaba al joven para verificar su estado de salud. No quería que se enojaran con él.

«Lo peor que puede suceder es que te echen..., o que te vuelva a morder».

Respiró hondo, hizo los hombros hacia atrás y golpeó con el dorso de su mano tres veces la puerta.

...

Estaba en Lys, de nuevo. En los callejones por los que solía correr cuando era más pequeño, tan pequeño, que apenas recordaba con lucidez su aspecto.

Las paredes manchadas, el piso sucio. Hombres y mujeres extremadamente delgados acostados en el suelo, durmiendo sobre frías baldosas y ataviados con ropas rasgadas y maltrechas. No usaban calzado, él tampoco. Atisbó las marcas rojizas que rodeaban sus cuellos, muñecas y tobillos.

«Marcas de cadenas».

Los viejos, enfermos o tullidos eran inútiles para los magísteres y nobles de Lys, que se deshacían de ellos al echarlos a las calles, dejándolos a su suerte. Muchos no duraban más de un mes, muriendo de hambre, sed, enfermedad o a manos de ladrones o asesinos.

Daeron tuvo la suerte de haber nacido en uno de los orfanatos de la ciudad. La comida no era buena, ni rica, pero por los menos había comida y agua. Los encargados del orfanato eran esclavos, mayormente mujeres, antiguas septas o madres que habían perdido a sus hijos. Aunque viejas, arrugadas y demacradas, sus tutoras daban todo de su parte con tal de mantenerlos en buenas condiciones.

Su «pequeño pedacito de cielo», como lo llamaba una de las septas secuestradas, era una casa diminuta de una planta que se caía a pedazos, ubicada en la esquina de una de las calles más reconocidas de Lys. No se acordaba del nombre, pero jamás olvidaría el rostro de las mujeres a las que debía su vida.

Una muchacha joven, que no habría de superar los veinte años, de nombre Emma, oriunda de Poniente, lo había cuidado desde que era un débil y enfermizo bebé. Fue una madre para todos en el orfanato. Los niños la adoraban, y él no era la excepción.

A pesar de que sabía que tarde o temprano tendría que verlos partir, Emma, de rostro angelical y una sonrisa enternecedora, los mantenía bien alimentados, limpios, dentro de lo que cabía, y contentos, a pesar de los ajustados collares de cuero en sus cuellos.

Sí, al final, cada niño de aquel orfanato sería comprado por tal o cual mercader, noble, pirata, mercenario o magíster, y los fondos se irían directos al bolsillo del bastardo que había mandado a edificar la casa con tan atroz propósito. Sin embargo, Emma hacía que, por un momento al menos, se olvidaran de sus trágicos sinos al cantar, jugar o contarles historias.

Las historias favoritas de Daeron eran las de caballeros. No había caballeros en Essos. En Poniente, en cambio, los guerreros acorazados de la milenaria orden campaban a sus anchas, cabalgando a lomos de sus monturas los peligrosos caminos que se extendían como una infinita red de tierra y grava por los Siete Reinos.

A veces, cuando conseguía conciliar el sueño e ignorar los gritos de las jóvenes que eran «visitadas» por el dueño del lugar durante las noches, se imaginaba como un hombre alto, fuerte y revestido con una armadura como las que describía pobremente Emma, cabalgando a la batalla con espada en mano.

«Si fuera como ellos, podría ayudarlos». Lamentablemente, era un niño, uno que, si bien no padecía enfermedad alguna, carecía de la fuerza y la altura necesarias para frenar los abusos que el magíster que construyó la casa ejercía sobre los que residían allí. «Los ayudaría a todos». «Los protegería a todos».

Un día, mientras corría junto a otros niños por los callejones sucios y repletos de vagabundos de Lys, Daeron vislumbró entre la multitud al hombretón que golpeaba y «castigaba» a las mujeres encargadas del orfanato. Era un sujeto enorme, de brazos poderosos y cara luenga. Un rostro que tampoco había olvidado.

Su sangre empezó a hervir, su corazón latiendo con fuerza, rabia. El hombre, siempre vestido a la moda, con su túnica de color celeste y las cadenas que colgaban de su cuello, transitaba tranquilamente una de las avenidas, rumbo al orfanato. Los demás niños salieron disparados en dirección a la casa, mientras que Daeron se quedó, acechando desde las sombras, siguiéndolo de cerca, aprovechando que no era escoltado por los guardias que lo acompañaban a todas partes.

Lo persiguió hasta el orfanato. Era extraño que visitara el lugar a esas horas, pues el sol resplandecía en lo alto y ni siquiera era mediodía. Sin embargo, dejó las dudas y preguntas a un lado al ver que ordenaba a las mujeres más viejas retirarse. Al principio, todas se miraron confundidas, pero, tras un par de gritos del dueño, estas se retiraron, cabizbajas, resignadas.

Vio a Emma siendo acorralada contra una de las paredes de la cocina. Notó el odio en sus ojos verdes, la impotencia, el temblor de sus piernas y sus brazos, las lágrimas descendiendo por sus mejillas. El hombre susurraba algo al oído de la joven y sus manos jugaban con sus precarios ropajes, tocando en lugares que parecían incomodar a Emma.

Y Daeron, de repente, en un arrebato de valentía o idiotez, se internó en la casa. Agazapado, entrando por la otra puerta que daba a la cocina, tomó uno de los muchos cuchillos que reposaba en una de las mesas. Agarrarlo no fue fácil; nunca fue un chico fuerte. Pero, tras sopesarlo, logró empuñarlo medianamente bien.

No sabía lo que hacía, por qué o cuál de las múltiples razones que tenía para matar al magíster lo impulsaba. Aun así, dio media vuelta, volviendo por donde había venido. Entró por la puerta principal, deslizándose con pasos quedos hasta la espalda del magíster.

Sujetando con ambas manos temblorosas el puñal, lo levantó y luego, con sus escasas fuerzas, lo enterró en la espalda del hombretón, justo en el medio. Este dejó escapar un alarido de dolor, volviéndose hacia él, los ojos relampagueando de furia.

—¡Estúpido mocoso! —gritó, rabioso, propinando un revés directo en su mejilla que lo mandó directamente al suelo, el cual se elevó a su encuentro.

Daeron quedó conmocionado, aturdido. Tardó unos segundos en recuperarse del golpe, pero al incorporarse, vio como Emma, empuñando el mismo cuchillo que enterró segundos atrás al noble en la espalda, apuñalaba repetidas veces al hombre, que yacía tumbado en el suelo, ensangrentado, cubierto por su propia sangre.

La chica de cabellos negros, en un frenesí de rabia descontrolada, subió y bajó el puñal tan rápido que su mano pareció convertirse por instantes en un borrón. Minutos después, el hombretón ya no se movía.

El joven valyrio se revisó sus manos, limpias de sangre; Emma, por el contrario, tenía su bello rostro, sus suaves manos y sus antebrazos manchados de sangre carmesí. Ella lloraba, aun empuñando el cuchillo, sentada a un costado del cuerpo inerte del noble. Daeron, atónito y asustado por la imagen, se armó de valor. Cautelosamente, se acercó a la ex septa, arrebatando con delicadeza el puñal de sus manos y arrojándolo a un costado.

—Corre, Emma, tienes que irte —dijo, aunque era más una súplica que una orden o sugerencia.

—¿Y adónde iré así, pequeño? —preguntó, mirándolo a los ojos, los suyos desbordados de lágrimas.

—¡Adónde sea! —respondió, desesperado, tirando de su brazo—. ¡Vamos, corre!

—No, no puedo. —Sacudió su cabeza—. Daeron, mírame. Tú debes huir. Si los guardias te encuentran aquí, te matarán.

—¡A ti también! ¡Yo inicié esto! —La furia lo había dominado, y a causa de aquello, ambos, y tal vez el orfanato entero, estaban condenados, Todo por su culpa—. ¡Dile a los demás que corran, yo me quedaré!

—No, mi pequeño caballero —dijo dulcemente—. Yo me quedaré. Tú debes huir. Vive.

Y, antes de que pudiera seguir protestando, el retumbar de los cascos de los caballos y el paso de los soldados se oyó en las cercanías. Daeron se volteó, aterrado, nervioso. Volvió su mirada a Emma, que, sin previo aviso, lo empujó a la cocina, arrastrándolo hasta el callejón de atrás y cerrándolo la puerta con llave.

Daeron intentó abrir la puerta, pero no hubo resultado: no era la suficientemente fuerte. Rodeó la casa, observando desde lejos como cientos de soldados cercaban el orfanato. La mayoría iban armados con espadas y lanzas cortas. Pese a que ordenó a su cuerpo que se moviera, el miedo lo paralizó. No pudo hacer más que esconderse en el callejón, detrás de unas cajas, y escuchar mientras se tapaba los oídos y cerraba con fuerza los ojos como masacraban a los del interior de la residencia.

No regresó nunca a esa casa, que fue convertida en un burdel a los pocos meses.

Si bien trató de mendigar, solo se ganó más palizas de la guardia cívica y los jóvenes nobles que recorrían las calles durante la noche, divirtiéndose al patear vagabundos o abusar de ellos.

Por lo tanto, estudiando los trucos de los ladrones, aprendió a robar para sobrevivir. Vivía al borde de la desnutrición, siempre con hambre, siempre con sed, siempre con sueño, siempre con sed. Eludió en múltiples ocasiones a las autoridades, pero su suerte se acabó cuando fue capturado por uno de los guardias que custodiaba el mercado que frecuentaba de vez en cuando.

El hombre trabajaba bajo las órdenes de un magíster, uno que, desafortunadamente, resultó ser el padre del hombretón que mataron en el orfanato. Obviamente, nunca lo reconocieron como cómplice de lo ocurrido. Sin embargo, al ver sus rasgos valyrios, el magíster Rogare decidió conservarlo, presumiéndolo frente a otros magísteres, príncipes mercaderes o alquimistas, quienes incluso llegaron a ofrecer tres enormes cofres llenos de oro por él. Al parecer, anhelaban experimentar con su cuerpo, quizá con el fin de desentrañar los misterios de la resistencia a las enfermedades de los valyrios.

Pero, por fortuna, lord Rogare se rehusó a vender a su mascota de cabellos rubio plateado y ojos violáceos. Sin embargo, no era un trofeo con patas que posaba por horas y horas al lado del magíster, pues, al no tener una formación como criado, desempeñaba labores que requerían de un esfuerzo físico inhumano. Cargar baúles, arrastrar muebles, acomodar salones, tallar paredes y, muy de vez en cuando, combatir en peleas clandestinas en los barrios bajos de la ciudad.

Gracias a su altura e inexplicable resistencia, y motivado por el deseo de vivir, Daeron logró aguantar más que la mayoría. Vio a hombres adultos lesionándose más temprano que tarde a causa de las exigencias o muriendo por las heridas y golpizas sufridas en los duelos o apalizados hasta la muerte por los soldados de lord Rogare, que no perdonaba fallos.

Pudo escapar en cualquier momento, desvanecerse en medio de la noche y hurtar cada moneda ovalada de oro, plata y cobre. Pero permaneció allí, luchando por respirar un día más, luchando por su alma, porque prefería estar bajo un techo y dormir en el piso de un sótano que hacerlo en un callejón sucio.

Daeron estuvo a punto de ceder en varias ocasiones. Empapado de sudor, sucio y con el cuerpo adolorido, repleto de moratones y cicatrices, terminaba el día desmayado en su cama, una suerte de colchón sin almohada. Y eso si hacía bien su trabajo. De lo contrario, Lysorro Ragare, hijo menor del magíster, quien supervisaba sus luchas, lo fustigaba por horas con un látigo de cuero con punta de metal si no quedaba satisfecho con el resultado o consideraba necesario un «castigo», hubiese hecho algo mal o no.

Para su mala fortuna, eran más usuales los castigos y palizas que los días en donde se podía desplomar sobre su precaria cama.

Hasta que un día se hartó de los maltratos, el abuso, los castigos injustificados y decidió escapar. El detonante fue la charla que escuchó al pasar por la puerta del estudio de lord Rogare, que compartió con su hijo Lysorro una oferta irrechazable.

—El nuevo Arconte de Tyrosh quiso comprármelo a veinte mil monedas de oro —dijo lord Rogare—. Es un buen trato.

—Se lo extrañará —contestó Lysorro, divertido—. Era divertido oírlo gritar. ¿Estás seguro de tu decisión? Será difícil encontrar a alguien como él.

—No seas escandaloso, Lysorro —bufó—. Conseguirás otro juguete con el que entretenerte. Hay muchos esclavos a los que atormentar en las calles.

«¿Tyrosh?». Daeron era plenamente consciente de los rumores que pululaban por la corte acerca del actual regente de la ciudad. Se decía que tenía predilección por los hombres y las mujeres jóvenes, muy jóvenes. «No, ni de broma». «Debo escapar».

Su plan, simple pero eficaz, salió tal como esperaba.

Con total naturalidad y actuando como si no supiese nada respecto al destino que deparaba para a su persona, aguardó su oportunidad, aprovechando un momento de distracción de los guardias el día en que la hija viuda del magíster Lysorro, antigua esposa del anterior Arconte de Tyrosh, arribaba a la ciudad tras el funeral de su marido.

Los criados habían ido a descargar sus pertenencias, pero él, ocultando su pelo platinado con la capucha de una capa que hizo con un saco de papas viejo, se escondió en el interior de una galera del puerto, la cual lo llevó a Braavos.

Tardó un tiempo en memorizar las calles, los suburbios y los puertos, y todavía más en acostumbrarse a saltar por los tejados de las casas. Era una forma de desplazarse mucho más cómoda y efectiva que por las estrechas avenidas y los serpenteantes callejones de la Ciudad Secreta, aunque también suponía un riesgo considerable.

Había empezado a robar, acumulando varios objetos de valor que resguardó en un septo abandonado en el Pueblo Ahogado. Vendía todo lo que robaba de las personas en las calles y diminutas plazas al mercado negro, comprando comida y agua con lo reunido. No era mucho, y apenas conseguía saciar su hambre con pan o agua, pero era mejor que estarse muriendo de frío o no tener nada que comer.

Lamentablemente, su codicia lo empujó a robar la estúpida espada de Gyllos Forel, la mismísima Espada de Braavos, y ahora debía convertirse en su aprendiz.

«Todo por una estúpida espada». «Soy un idiota», pensó, arrebujándose en sus frazadas y mirando al techo gris de su cuarto. «Al menos puedo presumir de dormir en una cama en condiciones». Aquello sin dudas eran un beneficio, pero los baños y las clases de Dromin eran contrapuntos que lo hacían querer huir nuevamente.

«Si lo hago, Gyllos me perseguirá hasta encontrarme y me enviará de vuelta a Lys». No creía que el espadachín fuera capaz de encadenar a un chico de siete años y enviarlo de regreso con sus crueles amos. Lo había visto en sus ojos. Se compadecía de él, tenía lástima por él. Odiaba que los demás sintieran lástima al verlo.

En Lys, al mirarlo de soslayo, los nobles y acaudalados expresaban ese mismo sentimiento, pero no hacían nada por ayudarle. Nadie nunca tendió una mano en su dirección ni se compadeció de su persona. Nadie nunca lo ayudó, y ahora, luego de dos años de mendigar y robar, Gyllos Forel se ofrecía a entrenarlo, pero no por altruismo o misericordia, sino porque lo había golpeado.

«Teme que la reputación de su casa se desmorone», dedujo. «Escuché que hace unos años su familia se destruyó y contrajeron una gran deuda. No me imagino el escándalo que desataría la noticia de que la Primera Espada de Braavos haya golpeado a un niño». Desde esa perspectiva, él poseía una ventaja sobre Gyllos, quizá podría chantajearlo.

«No... No se lo merece». «Yo robé su espada, debería estar en camino a prisión o a Lys, pero estoy aquí, acostado sobre una cama cómoda». Gyllos era un buen hombre. De no serlo, lo hubiera abandonado en la torre del septo para que muriera. En cambio, lo había visitado con regularidad, preguntando frecuentemente si la comida era de su agrado o si se sentía bien, pidiendo de tanto en tanto perdón por la bofetada de aquella noche. Gyllos no se merecía una puñalada en la espalda.

«Yo debo esto a Gyllos», reflexionó, acariciando el colchón. «Debo esta oportunidad, y no pienso desaprovecharla». «¿Quién sabe? Tal vez me convierta en Espada de Braavos algún día». Aun soñaba con vestir armadura y empuñar una hoja de metal, una fantasía a la que, raramente, no había renunciado a pesar de los tortuosos últimos dos años de vida.

Tres golpes en la puerta hicieron que se incorporara de un salto, pegando su espalda a la pared aledaña a la ventana de su cuarto, frente a la puerta.

—Daeron, soy yo —dijo Gyllos tras la plancha de madera—. ¿Puedo pasar?

Reparando en que seguía en ropa interior, Daeron se apresuró a vestirse con un pantalón negro y una camisa blanca, calzándose con unos zapatos oscuros. Las prendas eran un tanto holgadas debido a su delgadez, pero era lo que encontró y no pensaba hacer demorar a su mentor, o maestro, o tutor, o lo que fuera que fuese Gyllos.

Inspiró hondo y exhaló, acercándose a la puerta y girando la perilla de esta, entreabriéndola. Al comprobar que, en efecto, se trataba de Gyllos, quien lo miraba con una ceja arqueada, abrió completamente la puerta de par en par.

—Veo que estás despierto —dijo el braavosi.

—Sí, no pude dormir mucho.

Las memorias de su turbulenta y desagradable infancia en Lys lo atormentaban cada que cerraba los ojos, impidiendo que conciliara el sueño o descansara. Se conformaba con dormir tres o cuatro horas, dos incluso.

—Lo lamento —dijo Gyllos, rascando su nuca con su mano derecha, la izquierda alrededor de la empuñadura de Escarlata—. De todos modos, iba a despertarte si seguías durmiendo. Pero luego descarté la idea. Tal vez me hubieras mordido si lo hacía.

El chiste para aligerar la situación hizo que Daeron sonriese, por mucho que intentó permanecer serio.

—Por cierto, perdón por eso. Yo no quise morderte.

—Lo entiendo, no te preocupes —asintió Gyllos, sonriente—. Supongo que estamos a mano por lo de la bofetada.

—Eso creo. —Daeron ensanchó ligeramente su sonrisa—. ¿Por qué ibas a despertarme?

—Porque quería preguntarte si ya estás listo para tu primera lección de esgrima —contestó.

Daeron se quedó de piedra.

«¿Tan pronto? No estoy listo, ¡ni siquiera sé cómo leer y quiere que empuñe una espada!». Pero no podía negarse. Claramente, Gyllos no lo obligaría; sin embargo, mientras antes empezara con su entrenamiento, antes se formaría como un espadachín, alguien capaz de defenderse de los peligros del exterior y blandir una espada con más habilidad que los mismísimos caballeros de Poniente.

Gyllos no pertenecía a la orden que defendía a los inocentes en los Siete Reinos, pero portaba un título que no cualquiera se ganaba: la Primera Espada de Braavos era un cargo que, según Dromin, solo se lo entregaba a quien demostrara ser digno de merecerlo. No era cuestión de ser veloz, fuerte, astuto ni talentoso (aptitudes que Gyllos poseía), sino de que quien llevara el título honrara los valores con los que se fundó Braavos.

«Libertad, lealtad, unión, valor, honor», recordó. La charla de Dromin sobre la fundación de aquella nación se había grabado a fuego en su mente.

Respiró hondo, debatiéndose internamente qué decir. Todavía se sentía un tanto débil, pero sus moratones no dolían mucho y había recuperado suficientes fuerzas como para andar sin dificultades y correr por los pasillos.

En realidad, lo que lo preocupaba era decepcionar a Gyllos. No sabía por qué, pero temía no tener el talento ni la habilidad requeridas. Era consciente de que no era bueno con la espada, ya que carecía de experiencia alguna, pero no estaba seguro si Gyllos lo reprendería si fracasaba. Las cicatrices de en su espalda latieron ante la sola idea de recibir más latigazos.

«No, no es así». Acalló las vocecitas en su interior y miró a Gyllos directo a los ojos.

—Ya era hora —dijo, cruzándose de brazos.

Gyllos sonrió, contento por la respuesta, sus ojos brillando de entusiasmo.

—Sígueme.

...

Tras recorrer varios pasillos de piedra decorados con tapices y estrechas vidrieras rectangulares, finalmente salieron al exterior, abriendo un portón doble de cuatro varas de altura. Los rayos del sol encandilaron por unos instantes a Daeron, que no había abandonado su cuarto en catorce días. Se cubrió los ojos hasta que, pasado un tiempo, se acostumbró a la iluminación.

Gyllos pareció advertir la expresión de sorpresa en el rostro del muchacho al ver tan pintoresca, exuberante y bellísima flora plagar cada rincón del patio, el cual era adornado por llamativas fuentes con forma de animales y personas, hechas de mármol pulido, blanco como el hueso, al igual que los pilares y muros que se alzaban imponentes alrededor suyo.

Aquel lugar era, sin lugar a dudas, el más hermoso que había visitado en toda su vida. Forel no estaba para nada impresionado. Supuso que había entrenado en ese patio desde hacía varios años, cuando fue honrado con el título de Primera Espada de Braavos.

Los exóticos jardines y grandiosos salones lo desconcertaron, pero poco a poco la sorpresa se fue aminorando a medida que se acercaban al centro, donde una estatua de mármol blanco con forma de tigre se erguía, orgullo. Daeron se volvió a un lado hacia el otro, girando, observando las exóticas plantas de colores cálidos y los verdes arbustos, las estatuas de héroes milenarios, animales fantásticos y mujeres hermosas. Estaba tan impactado, que ni siquiera notó la desaparición de Gyllos.

—¿Cómodo en tu nuevo hogar? —preguntó Gyllos, apareciéndose a espaldas de Daeron.

El joven pegó un salto al escuchar la voz del espadachín a sus espaldas, retrocediendo en primera instancia, y luego disimulando fútilmente su nerviosismo con una risa igual de nerviosa.

—Es mejor que el asqueroso campanario en el que vivía —respondió Daeron, percatándose de que Gyllos sostenía una espada de madera en cada mano.

Hace ya un par de semanas que Daeron era otro más de los muchos residentes del ostentoso palacio de Braavos; una realidad a la que todavía no se habituaba. En su corta pero alborotada vida, el chico había logrado sobrevivir al aislarse de los demás, escondiéndose del ojo público y robando para subsistir. Ahora, se hallaba rodeado por personas que lo miraban de reojo, juzgándolo con recelo, hablando de él a sus espaldas mientras cuestionaban la decisión de Gyllos.

Especuló que el descontento general se debía a sus orígenes como lyseno y su aspecto valyrio. Sabía que los Señores Dragón, sus antepasados, habían sido los responsables de someter y esclavizar a los ancestros de los actuales braavosíes, descendientes de los esclavos que escaparon de los valyrios y se refugiaron en esas cien islas rodeadas por montañas.

Más allá de los delirios de unos cuantos ricachones y teorías conspirativas, la Primera Espada de Braavos hizo lo posible porque se sintiera cómodo. Daeron agradecía los esfuerzos del jaque al ignorar las constantes acusaciones en su contra, comportándose educadamente frente a otros y manteniendo siempre buenos modales, lo cual contrastaba con la sarta de maldiciones que escupió Gyllos cuando se conocieron.

—Aunque siento que los muebles están de más, me conformaba con la cama —bromeó. De inmediato, se arrepintió de sus palabras—. ¡No es por faltar el respeto! ¡En serio! Es que...

—No te disculpes —dijo Gyllos, con tajante amabilidad—. Pero no menciones cosas así frente a otras personas. Mi señor nos ha dado cobijo y ahora eres un residente más en su palacio. Si alguien llegara a escucharte, habría graves problemas.

Forel, evidentemente, era más consciente de lo peligroso que era andar por ahí sin tener cuidado al hablar. Cada palabra, cada frase podía ser usada para hacer quedar mal a ojos de la sociedad a cualquiera, hundiendo su reputación y perjudicando a todos a su alrededor.

De acuerdo a los guardias que oía charlar cuando paseaban por los pasillos del palacio, Braavos jamás había sufrido una crisis como la vivida en tiempos recientes. Extorsiones, piratas, asesinatos de nobles y mercaderes, saboteo de flotas mercantiles. La corrupción era inevitable y, pronto, se extendió como un mal imparable, inundando las cien islas de Braavos y los corredores del palacio.

—Comprendo... —Agachó la cabeza, mordiéndose el labio inferior. Aún tenía demasiado que aprender, todavía era un novato, apenas si comprendía todo el asunto de la política y las intrigas dentro de la corte. Mientras más ignorante fuese, más problemas tendría para desenvolverse en aquel entorno plagado de serpientes, sanguijuelas y ratas.

Forel tomó una espada de madera, golpeando el suelo con la punta de esta. Daeron alzó la cabeza, irguiéndose.

—¡Arriba esa mirada, que hoy no estamos aquí para hablar de muebles, sino para aprender! —exclamó—. Hoy será tu primera lección de esgrima. Usaremos espadas de práctica, no quiero que salgas herido en el primer día.

Gyllos lanzó una espada idéntica a la que sostenía a su aprendiz, quien atrapó la misma torpemente. Daeron, sintiendo los nervios a flor de piel, observó con detenimiento el arma de madera.

Contempló el arma. Estaba hecha de madera, era ligera y, pese a eso, tuvo que sopesarla un par de veces. No poseía filo en los bordes ni en la punta. Su empuñadura, recubierta de cuero, se hundió levemente bajo sus dedos.

—Tu primera lección es sobre el mantra de los danzarines del agua —dijo Gyllos, caminando a su alrededor con pasos ligeros, silenciosos, elegantes, como un depredador que acecha a su presa—. Nuestra vida se rige por una serie de frases, un código que los primeros danzarines redactaron. Nos guían, nos hacen más fuertes, nos ayudan a superar el miedo, a dominarlo. Grábalas en tu mente.

Daeron, ocultando su nerviosismo, asintió.

—Silencioso como una sombra. Ligero como una pluma. Rápido como una serpiente. Tranquilo como las aguas en calma. Suave como la seda de verano. Veloz como un ciervo. Resbaladizo como una anguila. Fuerte como un oso. Fiero como un carcayú. Un danzarín de agua ve con todos sus sentidos. Inerte como una roca. El miedo hiere más que las espadas —recitó Gyllos, solemne, sin dejar de moverse.

Aunque desconocía el significado secreto de aquellas palabras, no compartió sus dudas con Gyllos. Se mantuvo en silencio, pensativo, ansioso, preocupado.

Una súbita oleada de miedo lo paralizó. Tenía miedo de usar la espada de madera y decepcionar a Forel. Miedo de estar viviendo una mentira. Miedo de recibir algún castigo. Miedo de ser desechado, abandonado, devuelto a las garras de sus amos. ¿Y si no era lo suficientemente bueno? ¿Qué tal si era un asco con la espada? ¿Acaso lo enviarían de regreso a Lys?

«No, no lo haría... ¿O sí?». De repente, la duda provocó estragos en su mente, que comenzó a formular decenas y decenas de escenarios trágicos, horribles. Sentía una presión en el pecho y que sus piernas fallaban, su corazón latiendo frenéticamente. Sus manos sudaban y temblaban ligeramente, amenazando con soltar la espada de madera.

«El miedo hiere más que las espadas». Las palabras de Gyllos reverberaron en su cabeza, conmocionándolo, iluminándolo.

Respiró profundamente. Cerró sus ojos. Moderó los latidos de su corazón, calmando su respiración. Adoptó una pose de batalla improvisada, afirmando su agarre con ambas manos sobre el mango de la espada y plantando sus pies en el suelo.

Expulsó el nocivo miedo que se esparcía por su cuerpo y envenenaba su alma. Vigorizado por las palabras del adulto, abrió los ojos, clavando su mirada llena de determinación en Gyllos, quien se detuvo a unos diez pasos delante de él.

La Primera Espada se mostró entusiasmado. Quizá un poco de más.

El espadachín imitó la postura de su alumno, más pulida y elegante, casi que perfecta. Sostenía su espada con su mano izquierda, poniendo su cuerpo de costado. Daeron desprendía inexperiencia y denotaba rigidez. Sin importar sus reflejos o flexibilidad, aquellas capacidades no servirían de nada al platinado: el arte de la esgrima demandaba mucho más que buen tiempo de reacción y movilidad.

Pronto, Gyllos lo dejó implícito con una pequeña demostración.

Repentinamente, el jaque se deslizó hacia la derecha a una velocidad tan cegadora, que lo paralizó. No pudo hacer más que palidecer al observar cómo su maestre se convertía en una mancha borrosa en el aire, sólo para instantes después manifestarse justo delante suyo, rozando con la punta del falso arma la nariz de Daeron.

—Increíble... —susurró, conmocionado, los ojos abiertos de par en par.

Gyllos, sonriente, dio un paso atrás, alejando al espada del rostro de su pupilo.

—Si prestas atención y sigues el entrenamiento al pie de la letra, te aseguro que podrás hacer esto y mucho más —afirmó, retrocediendo sin dejar de verlo. Retomó su pose anterior—. Ahora, voltea tu cuerpo a un lado y sujeta la espada con delicadeza. No es como si estuvieses portando un hacha.

Daeron todavía procesaba lo que había presenciado cuando Forel empezó a corregir su postura. «¿Cómo alguien podía moverse a esa velocidad sin siquiera despeinarse?». Por un instante, vaciló. ¿Alcanzaría ese nivel algún día? ¿Qué se necesitaba para llegar a los talones a Gyllos? ¿Estaría a la altura?

Sin embargo, el chico, determinado a continuar con el entrenamiento, no tardó en obedecer las instrucciones de Gyllos. Quizá tardaría años, décadas, peroi estaba dispuesto a ser tan hábil como su maestro. Un incipiente y genuino interés despertó en él por aprender la Danza del Agua luego de aquel día.

Aquella verdaderamente representaba una oportunidad única, pues nadie en todo Essos era capaz de jactarse de haber sido instruido por la Primera Espada de Braavos en persona. Desperdiciarla sería un pecado del que, más temprano que tarde, se terminaría arrepintiendo de malgastar.

Motivado por su infantil sueño de convertirse en caballero, de proteger a las personas, de defenderlas, Daeron se decidió a versarse en el arte de la esgrima, en memorizar y practicar cada uno de los fluidos y complejos pasos de la mortal y elegante danza de los jaques de Braavos.

«Los protegeré a todos»

●●●

Nota del autor:

Capítulo dedicado a zugaritas, ValerieMN, sukicornejo, -whoismica, Rhaenyrastarkov y campbellcats por soportar todos mis devaríos mentales. Los aprecio mucho y quiero que sepan que, si no fuera por ustedes, el Rey de Plata no existiría. Gracias.

Y un pequeño mensaje para Lucy_BF, una gran escritora a la que admiro mucho. Primero que nada, quiero decir que amo tu historia de Vikingos. Un solo capítulo bastó para engancharme como nunca, y si bien no he pasado de ahí, tengo planeado leer tus historias, porque tu trabajo es verdaderamente maravilloso. Sé que la estás pasando mal, pero que sepas que cuentas con mi apoyo para lo que sea, ya que gracias a ti, como a otras personas dentro y fuera de laplataforma, esta historia es una realidad. Espero superes las dificultades que enfrentas actualmente y nos conozcamos mejor en un futuro.

Sin más que decir, éxitos y muy buena suerte, queridos lectores. ✨️✨️✨️

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro