𝐈𝐈

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Respiraba agitadamente, viendo las gotas de sudor precipitarse hacia el piso. Apoyó sus manos en sus piernas, inclinándose un poco hacia adelante, el corazón martillando contra su pecho. Su oídos zumbaban y sentía sus músculos entumecidos, ardiendo de dolor.

Alzó la mirada, entornando los ojos al ver la sonrisa burlesca de Gyllos.

—¿Qué?

—Oh, nada —dijo Gyllos, girando su espada de madera.

—¿Te divierte esto?

 —En lo absoluto. —Sacudió su cabeza, aun sonriente—. Jamás me reiría de un niño muerto de calor y cansancio.

—No estoy cansado —gruñó, irguiéndose. Puso su cuerpo de costado, sujetando con su mano derecha su mellada espada de entrenamiento, la hoja bastante astillada, casi rota—. Puedo continuar.

La sonrisa de Gyllos se ensanchó. El espadachín adoptó una postura similar a la de su alumno, más pulida y elegante que la de este. Sostenía su espada con tanta ligereza que parecía que formara parte de su brazo.

—Eres persistente —comentó el braavosi, aguzando su mirada.

«No tienes idea de cuánto». Los esclavistas de Lys no lograron matarlo, ni el hambre, ni la sed, ni el frío, ni el calor o los otros muchachos que enfrentó en los reñideros de ratas de la ciudad. Había prevalecido, había sobrevivido. El exigente y riguroso entrenamiento de Gyllos tampoco lograría acabar con él.

Daeron dio un paso adelante, y Gyllos desapareció. Rápidamente, buscó con sus ojos a su maestro, vislumbrando por el rabillo de su ojo la silueta borrosa de la Primera Espada de Braavos moviéndose a una velocidad increíble.

«¡Es demasiado rápido!», maldijo, ni siquiera era capaz de seguirlo con su vista. Pero quizás podría reaccionar a tiempo.

Al percibir una corriente de aire cerca de su mejilla izquierda, Daeron blandió su espada, rozando la hoja de madera de Gyllos. De todas formas, una llamarada de dolor recorrió su pierna izquierda al recibir una patada del braavosi. El valyrio soltó un quejido de dolor, retrocediendo y luchando por recuperar el equilibrio, el muslo derecho ardiendo.

Pero, aunque consiguió estabilizarse, una súbita estocada en su pecho lo dejó sin aire, haciendo que cayera de espaldas al piso de baldosas. El chaleco de cuero reforzado absorbió gran parte del impacto, pero el golpe lo dejó tendido en el suelo, luchando por recuperar el aliento. Velozmente, trató de reincorporarse, deteniéndose al sentir la hoja de madera de su rival cerca de su cuello.

Gyllos posaba frente a él, victorioso, con una mano en la cadera y la otra cerrada en torno a la empuñadura de su espada. Daeron apartó la mirada y apretó los dientes, ahogando maldiciones, llevándose una mano al pecho, sintiendo los acelerados latidos de su corazón.

—Estuviste más cerca que la última vez —lo elogió el mayor, alejando y apoyándose en su espada.

—¿Te burlas de mí? —respondió Daeron, adolorido, airado.

—Quién sabe —dijo, sonriendo de oreja a oreja—. Has progresado bastante, pero te falta técnica y velocidad. Sin mencionar que harías bien en mejorar tus reflejos.

—En otras palabras: soy un asco.

—Yo no lo pondría así. Digo, apenas tienes siete años. No espero que te conviertas en una Espada de Braavos de un día al siguiente. —Envainó su espada, desperezándose—. A tu ritmo, tardarás dos años en entender y dominar los primeros pasos de la Danza del Agua, y eso es mucho decir.

«Sigue sin ser suficiente», pensó Daeron, frustrado.

Era consciente de que no poseía el talento innato de Gyllos para la esgrima, pero aquello no hacía más fácil asimilar que su formación como espadachín requeriría de varios años de práctica, disciplina y esfuerzo. No es que hubiese imaginado que Gyllos lo transformaría de un esclavo que apenas sabía empuñar una daga a un prodigio y poderoso guerrero. Sin embargo, tampoco había que el entrenamiento fuera a ser tan severo ni que duraría tanto.

«Pero valdrá la pena, lo sé». Recordar su sueño de proteger a las personas que sufrían lo motivaba a levantarse cada día e ir a primera hora de la mañana al jardín exterior del palacio para entrenar. Eso y también el querer distanciarse de la biblioteca y las clases de Dromin.

No odiaba al maestre. Es más, valoraba que se hubiera ofrecido a educarlo y culturizarlo sin que Gyllos se lo pidiera. Pero sus sesiones de estudio sobre literatura, astrología, matemática y política lo desesperaban. Apreciaba la lectura de historias de caballeros, conquistas, guerras y héroes, pero detestaba con su alma los interminables tomos acerca de leyes, números y astros.

La esgrima era su escape a las clases del norteño y una manera de concretar aquel ferviente deseo de evitar que lo que vivió en Lys se volviera a repetir.

—Bueno —dijo Gyllos—, yo creo que va siendo hora de volver al palacio. Ya casi es mediodía.

El braavosi, con una sonrisa reluciente como el sol, extendió con amabilidad una mano a su alumno. Desconfiado, Daeron frunció el ceño, desconfiado, esperando quizá algún ataque sorpresa.

«Estás exagerando», pensó para sí, meneando la cabeza. «No es como los demás». «Si lo fuera, me hubiera echado a la calle en vez de ofrecerme ser su pupilo».

Gyllos era un buen hombre, lo sabía, lo veía en sus ojos, en su actuar. No peleaba sucio y, a pesar de la potencia de sus golpes, no lo golpeaba de sobremanera o buscaba herirlo. Mostrar una actitud recelosa al mundo lo había mantenido con vivo, pero no corría riesgo alguno en la casa del Señor del Mar ni en presencia de Gyllos.

Pero no podía evitarlo. La vida en las calles de Lys lohabía vuelto precavido, desconfiado de todo y de todos. Y abandonar dichas costumbres no resultaba fácil, no después de haber visto lo que vio, no después de haber vivido lo que vivió.

Aceptó con cautela el gesto de Gyllos, estrechando su mano. El espadachín tiró de él, ayudándolo a ponerse de pie.

—Voy a derribarte algún día —advirtió Daeron.

Gyllos soltó una ligera carcajada.

—Ya lo creo, chico, ya lo creo.

Con la frente arrugada y los brazos cruzados, miró severamente al braavosi, que se tomara sus palabras como una broma no hacía ninguna gracia a Daeron.

—¡Vamos, ríete un poco de vez en cuando! —sonrió Forel, dando media vuelta—. Te hará daño estar tan serio.

Daeron puso los ojos en blanco, empezando a andar detrás de su maestro, que se dirigía a la entrada este del jardín.

—Ajá —contestó, tratando de ignorar las risas del braavosi—. Y si tú sigues sonriendo tanto lo más probable es que acabes con dolor de boca.

—¡Imposible! —rio—. Mi sonrisa es natural, no fuerzo ni un músculo de mi cara al sonreír.

El valyrio dejó escapar un bufido, meneando su cabeza. Era inútil discutir con Gyllos.

—Pasando a otro tema —dijo la Primera Espada, deteniéndose cerca de una cuente de aguas cristalinas y dejando su espada en el borde de esta. Se quitó los guantes que usaba a la hora de practicar y se sentó cerca de su arma—. Has superado mis expectativas y veo adecuado el recompensarte por tus resultados.

Daeron arqueó una ceja, observando de pie como su maestro se desprendía de su chaleco y la armadura de las piernas y lo brazos. Lentamente, empezó a retirarse las piezas de cuero reforzado de su cuerpo, sentándose al lado de su maestro.

—¿Hablas en serio? —preguntó, había cierta curiosidad en su voz, un brillo extraño en sus ojos. ¿Ilusión tal vez?—. No sé por qué me darías algo cuando no he logrado mucho.

Gyllos lo miró, alzando ambas cejas, sorprendido.

—¿«Nada»? ¿Cómo que «nada»? ¡Si he visto a jaques de dieciséis años que soñarían con hacer lo que tú!

—Pero...

—Nada de peros, Daeron. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? Eres bueno, y aunque te queda un largo camino por delante, lo estás haciendo bien. No creo que puedas derrotar a nadie por el momento, pero ninguno de los jaques que se presentaron ante mí y quisieron ser mis discípulos alcanzaron a desviar uno solo de mis golpes. Y tú, Daeron, sí.

—Fue suerte... —Apartó la mirada, cabizbajo.

—No creo en la suerte, Daeron —repuso Gyllos, posando una mano en su hombro.

Daeron se estremeció. Por poco da un salto, pues no estaba acostumbrado a que las demás personas lo tocaran si no era para golpearlo. Pero, por algún motivo, se quedó quieto, dejando que Gyllos y sus palabras brindaran cierta confianza a su tambaleante valentía.

—Estás aprendiendo rápido. Pronto notarás los resultados, ¡ya lo verás! El sendero de los danzarines del agua es uno complicado, lleno de obstáculos y oponentes formidables, desafíos titánicos, pero, a la larga, si te mantienes firme, conseguirás tus objetivos.

—¿Seré tan bueno como tú? —preguntó Daeron, alzando su rostro levemente y mirando a Gyllos.

—Eh, tampoco nos apresuremos —carcajeó el braavosi, revolviendo su cabello plateado—. Pero, si es que pones toda tu alma y te esmeras día y noche, quizá, y solo quizás, me alcances algún día.

Daeron esbozó una leve sonrisa ladina, dejando escapar un bufido de diversión.

—Prometo que, tarde o temprano, tú serás el que deba agarrar mi mano para levantarse del suelo.

Gyllos rio, echándose hacia atrás y golpeando su rodilla.

—¡Espero con ansias que ese día llegue!

—Yo también. Oye, ¿puedo saber qué es lo que ibas a darme?

—Ah, sí. Sobre eso, bueno...

—¡DAERON! —bramó una voz a lo lejos, retumbando como un trueno en las cercanías.

«Oh no», pensó Daeron, sintiendo un incipiente terror gestándose en su interior.

Tanto maestro como aprendiz giraron en dirección al origen de aquel llamado, igual de conmocionados y confundidos.

Dromin, el gigantesco y corpulento maestre, ataviado con su reluciente túnica verde, se aproximaba a ellos a paso firme, el suelo temblando bajo sus pies. La expresión en el duro rostro del hombre delataba que no estaba contento,.

Cuando estuvo a menos de dos palmos de distancia de la fuente, el más alto de los presentes sacó de una de sus voluminosas mangas un enorme libro, forrado con cuero negro, y se lo lanzó a Gyllos, que lo atrapó en el aire. El peso del tomo casi lo hizo precipitarse hacia el agua de la fuente. Por suerte, el espadachín recuperó el equilibrio, depositando el libro sobre sus rodillas.

Daeron, que no sabía si reír o huir, se quedó quieto tras erguirse, mirando a Gyllos y a Dromin. El maestre dirigió una severa mirada en su dirección, paralizándolo en su sitio.

—Habíamos acordado que hoy estudiarías la lengua común de Poniente y repasaríamos el alto valyrio —recordó, grave, cruzando sus brazos—. ¿Qué haces esgrimiendo tu espada cuando deberías estar practicando tu escritura?

—Vamos, Dromin, no seas tan duro con él —dijo Gyllos—. No es como si hubiera cometido un robo.

—Es peor, Gyllos —replicó Dromin—. Reniega de una posibilidad por la que muchos matarían.

—No es por faltar el respeto a tus libros, amigo mío, pero el muchacho parece más interesado en la espada que en la pluma.

—Comprendo que no todos los presentes aquí compartimos la misma pasión por las letras, la matemática y las ciencias, pero es necesario que el chico aprenda a hablar y escribir correctamente su propia lengua —explicó Dromin—. No es que me agrade tener que obligarlo a estudiar, pero es necesario.

—Y yo no lo niego, Dromin —dijo Gyllos, tomando el libro y devolviéndoselo al vetusto maestre, que lo guardó en su manga derecha—. Y bien, Daeron, ¿hay algo que quieras decirnos? —preguntó, poniéndose de pie al lado de Dromin y llevando sus manos a su cintura, esperando una respuesta.

—Yo... —Por más que se esforzara, el chico no se atrevía a ver a Dromin a los ojos, agachando la mirada y jugando nerviosamente con sus dedos.

Los estudios no eran lo suyo. Normalmente se escapa de la biblioteca cuando Dromin se descuidaba. Los libros lo aburrían, durmiéndose con la frente pegada a la mesa. Aun así, había progresado, aunque no lo suficiente como para escribir largos textos o hablar perfectamente el idioma común de Poniente. Aquello no representaba un problema, porque la lengua de Braavos era el valyrio, y él hablaba bastante bien dicho idioma.

Pero eso no era suficiente para Dromin.

Según el maestre, Daeron no podía ni debía pasarse el resto de su vida escudándose en la vulgar y pobre lengua que los esclavos lysenos lo enseñaron. Era hora de expandir sus horizontes y formarse adecuadamente en nuevos idiomas y saberes, nutriéndose de la cultura e historia de quienes los moldearon.

No lo odiaba. ¿Por qué habría de odiarlo? Dromin solo quería educarlo. Y, por muy innecesario que lo considerara, era consciente de que, cuanto más supiera, mejor podría desenvolverse en el Braavos y las diferentes Ciudades Libres y naciones de Essos. Sí, el lenguaje era otra herramienta que usar a su favor, tal como la esgrima.

Sin embargo, eso no hacía que fuese más sencillo ni plácido entender y desentrañar nuevos idiomas.

—¿Acaso no recuerdas lo que te dije sobre ejercitar tanto el cuerpo como la mente? —cuestionó Gyllos.

— Comprendo que no es tan divertido como entrenar con espadas de madera —mencionó Dromin—, pero no te enseñaría cosas que no fueran útiles en un futuro. Quizá ahora no lo ves. Sin embargo, llegará el momento en que escribir, leer, sumar, hablar distintos idiomas y muchos más conocimientos te sirvan, incluso podría salvarte la vida.

» Sé que te aburre, pero es por tu bien. Respeto tu pasión por la esgrima, y he soportado tus escapadas sin poner objeción. Pero aprenderás a leer y escribir, sí o sí.

—Sí —dijo Daeron, todavía cabizbajo.

Gyllos se acercó al platinado, acuclillándose para estar a su altura. Daeron despegó sus ojos violáceos del suelo, obligándose a ver a Forel a la cara. Posando una mano en uno de sus hombros, el braavosi, serio pero sereno, respiró hondo.

—Quiero que sepas que valoro mucho tu dedicación al arte de la espada, pero no puedes descuidar tus estudios. Tal vez no te interese ganarte una cadena de maestre o pasar el tiempo estudiando y leyendo libros. Sé lo difícil que puede ser, créeme. Pero nutrir tu mente ayudará a fortalecer tu cuerpo.

» El combate no solo se trata de fuerza, velocidad, habilidad o talento, sino de inteligencia y astucia. ¿Cómo te imaginas, si no, que he vencido a personas que me doblan en tamaño y musculatura? Estudia, alimenta a ese cerebro tuyo y usa lo que aprendas para superar a tus oponentes.

—Está bien —asintió Daeron, enderezando su espalda y asintiendo—. Lo haré.

Dromin, cruzado de brazos, se colocó a un lado de Gyllos.

—¿Y? ¿Es que no piensas disculparte? Qué osado de tu parte.

—¡Bien, bien! —contestó Daeron, alzando las manos y mirando al norteño al rostro—. Lo siento... Yo no volveré a escapar. Lo prometo, ¿sí? No sucederá de nuevo.

—Espero que sea así —dijo Dromin, relajando su expresión.

—Muy bien —sonrió Gyllos, irguiéndose y limpiando su pantalón—. Con esto solucionado, Daeron, creo que es...

—Hay temas más apremiantes que tratar —interrumpió el viejo ponientí—. Ustedes dos deberían bañarse, ahora.

—¿Por qué? No recuerdo que haya motivos para...

De repente, el rostro de Gyllos se ensombreció repentinamente, como si hubiese olvidado algo de suma importancia.

—¡La visita del príncipe de Dorne!

—¿Y recién lo recuerdas? Eres increíble... —señaló con gélido sarcasmo el maestre.

—Daeron, ve y ponte lo más decente que encuentres. Dromin, ayúdalo —habló a una velocidad impresionante, saliendo disparado en dirección a la entrada más cercana.

Antes de que el joven platinado pudiera objetar, el espadachín ya se había marchado, dejándolo a solas junto al maestre de larga barba y atuendo esmeralda. Al girarse, Daeron lo miró, nervioso.

—Ya escuchaste. Vamos a prepararte.

...

Por más resistencia que puso, el gigante norteño no tuvo inconveniente alguno en alzarlo y trasladarlo a sus aposentos. Dromin hizo oídos sordos a sus protestas. No es que odiara bañarse. Lo que odiaba era sentir la atenta mirada de Dromin vigilándolo mientras se aseaba.

Sin escapatoria ni alternativa, Daeron terminó cediendo. Se bañó en una tina medio profunda de madera que colocaron en su mismo cuarto. Luchó contra la terrible necesidad de arrancarse las cáscaras de sus cicatrices, agradeciendo que la presencia de Dromin, que impidió que cometiese una estupidez que lo hubiese perjudicado a futuro.

Antes de abandonar su tina, envolvió su cintura con una toalla. Dromin, que al parecer también poseía conocimientos de peluquero, lo forzó a sentarse en un banco que se hallaba delante de un espejo, procediendo a cortar su larga cabellera dorada y plateada.

—Gyllos planea pedir al Señor del Mar que te presente a la corte —dijo el norteño, agarrando unas tijeras de metal—. Habrá mucha gente en el banquete, incluso el Príncipe de Dorne y su hija asistirán.

Daeron se estremeció al oír la noticia, tensándose.

«¡Fantástico!», pensó, profundamente inquieto.

—¿Qué se supone que debo hacer? —preguntó, consternado, viendo su reflejo en la superficie del espejo.

Jamás se había visto a sí mismo, ni siquiera en las vidrieras de la mansión de los Rogare o el palacio de Tichero. Observó que había subido un poco de peso, pero estaba lejos de ser gordo; era más alto de lo que imaginó y la multitud de cicatrices blancas que se superponían unas sobre otras en sus brazos y torso. Alrededor de sus muñecas y cuello se notaban las marcas de los grilletes y el collar que portó meses atrás.

Todavía ardían, un dolor sutil pero latente en cada marca.

—Solo debes subir a la tarima sobre la que se encuentran Tichero y Gyllos. El Señor del Mar te dará la bienvenida, y luego bajarás de allí y serás libre de hacer cuánto quieras —respondió, empezando a cortar con cuidado su largo cabello.

—No sé cómo hacer una reverencia, Dromin —advirtió, un pánico creciente apoderándose de él—. ¿Y si hago el ridículo? Mierda, ni siquiera conozco los nombres de los dornienses que asistirán.

—Lenguaje —lo reprendió, cortando un buen conjunto de mechones—. Aquí en Braavos, los habitantes y sirvientes del Señor del Mar no lo saludan con una reverencia. Con un gesto de cabeza basta. Solo los súbditos y esclavos se arrodillan y reverencian a sus regentes, y el Señor del Mar no es ni rey ni amo de nadie.

—Pero lord Tichero es quien dirige Braavos, ¿no? —La mirada clavada en su reflejo.

—Así es. Lord Tichero desempeña la misma función que un rey. Promueve leyes, regula y supervisa el mercado, da discursos, organiza los ejércitos y, en sí, gobierna Braavos. Pero, contrario a un rey, fue escogido como regente por la mayoría de los magísteres en su día. El título de rey en Poniente se hereda, mientras que los Señores del Mar son elegidos por las familias nobles y las personas poderosas en Braavos.

» No es un asunto de intereses o un juego de tronos, sino una elección de determinará el curso del país. Por lo tanto, los grandes señores hacen a un lado sus diferencias para dictaminar quién será el nuevo Señor de Mar en base a las aptitudes de los candidatos.

» La riqueza, la reputación y la pureza de la sangre son irrelevantes. Lo único que importa es la capacidad de dirigir el país de quienes se postulan. Tras deliberarlo por semanas o meses, al final, un nuevo Señor del Mar se levanta. Un gobernante que no está por encima de nadie, tan humano como cualquiera de los ciudadanos de Braavos, que carga sobre sus hombros el futuro de todo un país.

—Interesante —mencionó Daeron, impresionado. «Aunque suena demasiado bueno para ser verdad», pensó, incrédulo ante la idea de que los deseos de los magísteres y nobles de la Ciudad Secreta no influyeran en la elección final.

—En cualquier caso, solo procura hablar con educación y no comportarte como un animal. Saluda con cortesía y ahórrate cuántos insultos puedas.

—No prometo nada. —Esbozó una sonrisa, que se desvaneció en un mueca de incomodidad al sintir un tirón en la parte posterior de su cabeza—. ¡Ay!

—Hablo en serio, Daeron —dijo Dromin—. Esta es una ocasión especial. Sobre todo, para ti.

—¿Para mí? —Giró ligeramente su cabeza, despegando su vista del espejo y viendo por encima del hombro a Dromin, quien de inmediato lo hizo mirar al frente de nuevo.

—Sí. Verás, la vida en la corte es un tanto...

—¿Complicada?

—Complicada, sí. Abunda el drama, las intrigas políticas, las conspiraciones, las alianzas y las enemistades. Si bien el Señor del Mar mantiene el orden, hay gente que está en constante desacuerdo con sus opiniones o que busca favores de Tichero. Estas personas harían cualquier cosa por escalar en la corte, y cuando digo cualquier cosa es, literalmente, cualquier cosa, Daeron —había una seriedad inusual en su voz.

En Lys, recordó, los embrollos políticos no eran diferentes. La familia Rogare había sufrido varias bajas en una emboscada durante una fiesta, atentado en el que murieron los dos hijos mayores y los hermanos de lord Rogare, dejándolo a él como cabeza de la familia y a único hijo sobreviviente, Lysorro, como heredero de la familia.

«Ojalá todos hubieran muerto ese día», pensó Daeron, las cicatrices en su espalda latiendo.

—Entiendo —asintió—. Intentaré no meterme en problemas.

—No pierdo la esperanza de que eso sea posible, pero, siendo realista, temo que todos estarán atentos a lo que vayas a hacer a partir de hoy en adelante hasta el fin de tus días. —Una sombra de tristeza cubrió los ojos de Dromin, que siguió cortando su cabello.

—¿Es porque soy el aprendiz de Gyllos? —Inquirió.

—Eres más que su aprendiz. Eres su paladín, su sucesor, alguien relacionado a uno de los amigos íntimos del Señor del Mar —explicó el norteño—. Gyllos te lo hubiera revelado tarde o temprano, pero prefiero que lo sepas cuanto antes, para que estés consciente del peligro que corres.

«Toda esa gente de la que habló Dromin está dispuesta a todo con tal de acercarse a Tichero, y yo, un pobre esclavo salido de la nada, estoy viviendo en su palacio con apenas siete años», reflexionó, desconcertado. «No estarán contentos de tenerme conviviendo con ellos».

—¿Por qué, Dromin? ¿Por qué estás diciéndome esto?

—Porque me preocupa que algo te suceda, algo malo, terrible. Eres apenas un niño y... —Depositó las tijeras sobre un mueble, buscando una pequeña navaja con la que comenzó a emparejar los costados—. No soportaría la idea de que uno de esos bastardos te pusiera las manos encima y acabaras muerto.

Aquellas palabras lo dejaron conmocionado.

«¿Realmente se preocupa por mí?». «No me conoce, me escapé de sus clases... ¡No tiene lógica!». Pensaba que debía existir una razón personal, un motivo político o un deseo egoísta que impulsara al maestre a advertirlo sobre los peligros de la corte.

«Tal vez... Tal vez solo quiere protegerme». Aquella idea no lo inquietó, sino que, de cierta manera, lo reconfortó. Al igual que Gyllos, Daeron no vio malicia en los grisáceos ojos de Dromin, quien, en realidad, no hacía más que esforzarse por educarlo y tratar sus heridas.

Si alguien merecía una mota de su confianza, ese era Dromin. Aun así, si bien relajó la tensión en su cuerpo, no bajó la guardia en lo absoluto.

—Y listo. —El ponientí suspiró, dejando la navaja junto a las tijeras—. No soy estilista ni peluquero, pero no está nada mal. —Acarició su barba, contemplando el resultado de su trabajo en el espejo—. ¿Qué opinas?

Daeron se fijó en su reflejo. Su larga cabellera que se derramaba sobre sus hombros se había ido, reducida a un lejano recuerdo. Dromin había cortado su pelo casi por completo. No es que lo hubiera rapado, pero sus mechones ya no cubrían sus orejas ni su nuca o se derramaban por su hombros y espalda. Se sentía un tanto raro.

«Al menos ya no tendré que lavarlo al bañarme ni luchar contra él cuando me despierto», pensó, pasando su mano por su cabeza. En definitiva, eran dos grandes ventajas.

—Bueno, vístete y sal del cuarto. Te estaré esperando afuera —dijo Dromin, encaminándose a la puerta.

—Oye, Dromin —exclamó. El maestre se detuvo a escasos pasos de la puerta—. Gracias... por todo.

El norteño sonrió, hizo un ademán con la cabeza y salió del cuarto.

...

Gyllos vio a la distancia a Dromin y a Daeron entrar al majestuoso salón. El muchacho admiraba con notable impresión las enormes puertas de ébano y arciano reforzadas con hierro y acero.

La cámara, abarrotada de personas, ocupaba dos cuartos de la primera planta del edifico central del palacio. El techo abovedado era sostenido por dos hileras de seis esbeltos pilares de mármol blanco, pulido y decorado con escrituras en alto valyrio, ubicados a los laterales de la cámara. Medían doce o quince varas de altura.

Enormes y suaves telas etéreas caían desde lo alto, enrolladas en vigas de madera, muy por encima de las cabezas de los asistentes. Las paredes tenían incrustadas una cantidad incalculable de piedras preciosas, la luz de las antorchas y el sol refulgiendo en ellas. Preciosas pinturas y diferentes excentricidades o trofeos colgaban de los muros.

Por su parte, la iluminación consistía en antorchas pegadas a los muros y titánicos candelabros dorados, que colgaban del techo como arañas de cristales luminiscentes. Las mesas, hechas de la madera más cara y exótica, regaban los costados del lugar, abarrotadas de comida, dejando un amplio espacio en el centro para que los invitados pudieran bailar o charlar tranquilamente.

Cientos y cientos de asistentes, nobles y ricos mercaderes en su mayoría, disfrutaban de la música de los artistas, degustaban la comida y danzaban en el centro del salón al compás del ritmo de los tambores. Vestidos con lujosas sedas azules o negras y atuendos de terciopelo púrpura o verde, los comerciantes y magísteres charlaban entre sí, quizás compartiendo chismes o discutiendo acuerdos comerciales. Se reunían en grupo de cuatro o cinco, no más.

Al fondo del salón, sobre una tarima de madera dorada, estaba la mesa donde el Señor del Mar comía plácidamente junto a sus consejeros, recibiendo las alabanzas y cumplidos de los presentes, que subían los peldaños para saludarlo y elogiarlo. Gyllos, que permanecía a un lado del corpulento regente, custodiaba en silencio a su buen amigo y señor, su mano izquierda cerrada en torno a la empuñadura de Escarlata.

La Primera Espada de Braavos vestía unos pantalones de tela negra, unas botas oscuras y una camisa blanca debajo de un chaleco púrpura, su cabello rizado peinado hacia atrás. Apostado a la derecha de Tichero, vigilaba como un halcón la sala, escrutando los rostros de las personas que se acercaban a la mesa del gobernante, alerta a cualquier indicio de peligro.

El ambiente desprendía un aroma característico de la gente noble, lleno de fragancias extravagantes y llamativas. Un hedor que Gyllos apenas soportaba. Los ensordecedores barullos de la gente, la música de los instrumentos y el venenoso aire contaminado por inciensos varios lo hicieron plantearse en un pasado no muy distante fingir un desmayo y ser escoltado a sus aposentos.

No obstante, su deber y obligación como protector de Braavos lo hacían mantenerse firme en su puesto.

Por lo menos, Daeron, vestido con un pantalón y camisa de color gris oscuro, pudo disfrutar de la comida, probando deliciosas carnes y frutos azucarados mientras Dromin lo acompañaba como una sombra. Quizá era más maduro que la mayoría a su edad, pero seguía siendo un niño. Desde la lejanía notó las chispas de emoción brotar de sus ojos violetas.

—Veo que tu paladín está disfrutando de nuestro banquete —comentó Tichero, jugando con la copa de vidrio plateado que sostenía entre sus dedos.

—¿Puedes culparlo? Yo también estaría comiendo como él si me hubieran matado de hambre durante toda mi infancia —dijo Gyllos, con sus ojos ambarinos mirando al frente.

—Ah, sí. Por poco se me olvida que fue esclavo. —Tichero se llevó la copa a los labios, apurando la mitad del vino carmesí en el interior—. ¿Estás seguro de hacer esto?

Gyllos vaciló un instante.

—Mientras antes lo presente a la corte, mejor.

—Lo estás exponiendo —dijo Tichero—. No eres el más querido por todas estas sabandijas y serpientes. —Hizo un gesto con la mano, señalando a los asistentes en el salón—, no eres un noble importante o un comerciante acaudalado, sino un espadachín con un sentido del honor que varios de ellos consideran... ya sabes, un dolor en el culo.

—Las amenazas y los chantajes no son nuevos para mí, Tichero —repuso Gyllos—. Varios intentaron comprar mi lealtad e intimidarme. No funcionó.

—Y estoy agradecido contigo por mantenerte a mi lado estos últimos quince años —asintió el Señor del Mar—, pero tú tenías veinte años cuando entraste a este palacio. Él es solo un niño.

—Por eso mismo debo presentarlo. Si la gente lo ve, desmentiré los rumores que Forassar ha estado esparciendo acerca de mi decisión.

—Ah, así que no se trata de un movimiento al azar. —Tichero apuró el resto de vino, llamando a un criado para que llenara su copa—. Estoy al tanto de los rumores. Algunos dicen que te dejaste comprar por mí, que la historia de entrenar a un jovencito de las calles es un mito para enmascarar a tu verdadero discípulo. El chisme de que quieres entrenar a uno de mis hijos es mi favorito —rio levemente—. ¿Te imaginas al bastardo de Joraquo blandir una espada?

Gyllos meneó sutilmente la cabeza. «Ese estúpido no sabría cómo agarrar una espada», pensó, recordando al desagradable primogénito del regente.

—Si lo muestro ante el público —prosiguió Gyllos—, probaré que Forassar miente.

—O podrías agravar el asunto. El inocente al que se lo acusa falsamente no tiene nada que probar.

—Pero yo soy culpable, al menos para ellos. No necesitan pruebas contundentes, Tichero, lo sabes. Con la mera sospecha o la mínima de las dudas basta para condenarme.

—Que no te importe lo que víboras como Forassar puedan decir de ti. Yo sé quién eres, Gyllos, y la gente de Braavos también. La única opinión relevante es la del pueblo. No debes demostrar nada, ni a mí, ni a nadie. Sin embargo, si lo que deseas es la aprobación de estos imbéciles, adelante pues. Pero permíteme preguntarte: ¿es sensato exponer alguien tan joven como tu alumno a este mundo?

Forel abrió la boca, dispuesto a responder, pero dudó.

Su interés no radicaba en que los nobles de Braavos lo mirasen con buenos ojos y lo incluyeran en sus negocios y conversaciones, sino en proteger a Daeron. Jamás olvidaría la humillación que sufrió su familia cuando se venía abajo por parte de las familias poderosas, que se limitaron a burlarse mientras los Forel se desmoronaban.

Era menester que desmintiera los rumores que Forassar, uno de los rivales más antiguos de Tichero, había inventado sobre su persona y los auténticos motivos de su repentina elección de un aprendiz cuya identidad no se había revelado. Sin embargo, ¿merecía la pena exponer el rostro de Daeron, sirviéndolo en bandeja de plata a las miradas rebosantes de desdén de los nobles?

«No, no lo vale». «Él ha vivido demasiadas cosas, madurado demasiado rápido». Por el momento, lo dejaría disfrutar de lo que restaba de su tortuosa niñez.

—¿Y bien? —preguntó Tichero, observándolo por el rabillo del ojo.

—Olvídalo. —Negó con la cabeza—. Que disfrute del banquete. El mundo lo conocerá inevitablemente. Tarde o temprano, la gente se enterará de quién es.

Tichero, con una sonrisa en su rostro, asintió. Parecía satisfecho con la respuesta.

—Sabia decisión, amigo mío.

Repentinamente, todos enmudecieron al ver un escuadrón de doce hombres ataviados con atuendos anaranjados y amarillos entrar al salón. Portaba lanzas con punta de hierro negro y escudos circulares, el símbolo de un sol rojo atravesado por una lanza dorada plasmado en la superficie de sus escudos.

Los asistentes dirigieron sus miradas a los soldados braavosíes apostados cerca de los pilares, en los laterales del salón y delante de la tarima de Tichero, que ni se inmutaron ante la aparición de los hombres armados, los cuales se colocaron a los costados de la puerta, serios, firmes.

A la distancia, resonó el solemne y constante ritmo de los pasos de alguien que se acercaba a la cámara. Lentamente, la figura de un hombre vestido emergió del pasillo que conectaba con la entrada del salón. Contrastando con los atuendos apagados y sobrios de sus anfitriones, aquel sujeto vestía ropajes de tonos cálidos, reluciendo unos discos de bronce con forma de sol. 

Su larga y lacia cabellera del color del ébano iba suelta, y sus ojos oscuros se clavaron como flechas el Señor del Mar. Su porte desbordaba confianza, orgullo, rayando en la altanería, su rostro moreno adornado con una sonrisa que desarmaría a cualquiera, fuera hombre o mujer.

«Garson Martell». Gyllos reconoció al instante al Príncipe de Dorne.

Justo detrás del regente dorniense caminaba una niña de no más de siete años. Su vestido canela resaltaba por encima de las prendas azules y violetas de los braavosíes. Al igual que su progenitor, presumía su oscura melena que caía sobre sus hombros como una cascada negra.

De ojos marrones y tez olivácea, la hija del regente de Dorne se mostraba casi tan serena y segura de sí misma como su padre, andando con calma y la espalda recta, sin reparar mucho en las miradas y los susurros de los demás.

A ellos los siguieron una docena más de solados dornienses, que se dispersaron hacia los lados del salón junto al primer escuadrón, mezclándose con la seguridad braavosi.

Una vez estuvo delante de Tichero, habiendo escalado con elegancia los peldaños, Garson tomó velozmente una copa de la mesa, bebiendo el vino que contenía de un solo sorbo y levantando la misma por encima de su cabeza mientras se volvía para ver al resto de invitados.

—¡Pensé que esto era una fiesta! —exclamó, sonriendo de oreja a oreja—. Entonces, ¿por qué todos están tan callados? ¡A celebrar!

Todo el lugar estalló en vítores y risas. Muchos elevaron sus copas en respuesta, otros sus puños, y unos pocos se limitaron a gritar sin siquiera ponerse de pie o de plano ignorar aquello, dedicabdi un disimulado gesto desdeñoso a los recién llegados.

Gyllos, por su parte, no hizo ni ademán de moverse su sitio o despegar su mano de la empuñadura de Escarlata.

Tras la ostentosa entrada del Martell, este se sentó a la izquierda de Tichero Flaerys, el Señor del Mar de Braavos. Físicamente, no podían ser más distintos. Tichero era un hombre fofo y regordete, un tanto calvo y no precisamente atractivo, siendo Garson un esbelto y apuesto príncipe de Dorne, con rasgos aguileños y una confianza abrumadora.

Las diferencias eran obvias, pero nadie se atrevería a hablar de aquel tópico. Ni siquiera los braavosíes serían tan incautos para sacar a relucir semejante asunto en la casa de Tichero, famoso por no tolerar comentarios negativos sobre su aspecto.

«Si de mi figura dependiera el bienestar de la nación, ya nos hubiéramos hundido hace rato», solía decir Tichero, divertido.

Gyllos Forel se encontraba a la izquierda del corpulento hombre, con una mano en el pomo de su espada y la otra escondida tras su espalda. Observaba aquel espectáculo, atento y cauteloso, permaneciendo tan rígido como uno de los pilares del salón.

Pronto, los dos regentes comenzaron a charlar, los criados corriendo de aquí para allá. Aguzando su excelente oído, Gyllos no pudo evitar escuchar la conversación, interesado en los motivos de Garson Martell para viajar hasta Braavos, los cuales no se molestó en detallar en su carta a Tichero, limitándose a anunciar su futura visita.

—Ustedes los braavosíes no escatiman en gastos, ¿o sí?

—Nos gusta dar una buena primera impresión —contestó Tichero, sonriendo.

—Esta no es mi primera vez en la ciudad —mencionó Garson, arrancando una pata a la langosta cocida que yacía sobre una bandeja de plata delante de él—. Conocí la ciudad a los diez años, hace ya casi dos décadas —relató, desviando su mirada a la princesa, que se sentaba a su izquierda, luego se volvió hacia Tichero—. Aunque debo admitir que Braavos se ve mucho más resplandeciente que en mi última visita.

—He hecho cuanto está en mi poder por convertir mi nación en un paraíso, pero incluso el más hermoso de los jardines tiene serpientes —había molestia en su tono, una muy leve pero perceptible rabia. Apuró el contenido de su copa—. Perdóneme si sueno algo brusco, Príncipe Garson, pero ¿podría decirme qué carajo hace usted aquí?

Garson sonrió, degustó la pata de la langosta, y luego se inclinó hacia Tichero, apoyando sus antebrazos sobre el reposabrazos derecho de su asiento. El dorniense susurró palabras al oído del Señor del Mar que Gyllos no fue capaz de escuchar.

Instantes más tarde, Garson se alejó de Tichero, acomodándose en su asiento.

—¿Qué le parece? Es un acuerdo que nos beneficia a ambos.

—No lo sé —respondió Tichero, acariciando su barbilla—. Mi hijo Nakio está estudiando en la Ciudadela de Antigua, y no lo he visto en años...

—Eso he oído.

—¿Por qué querría usted casar a su hija de siete años con un muchacho adicto a los libros y los pergaminos que se ha criado con los hombres y mujeres del Dominio?

—Soy consciente de la reputación de su hijo —afirmó Garson—. No tengo ni el más mínimo interés de casar a mi hija con alguien indigno de su mano. Su segundo hijo, sin embargo, parece un candidato prometedor —aseguró—. Se dice que el muchacho ha dejado en ridículo a los maestres de la Ciudadela.

—Nakio es un buen chico —asintió Tichero, jugando con su copa, revolviendo con su dedo el vino—. Tiene la belleza de su madre y mi inteligencia, pero es un tanto... callado, reservado. Aún no ha despertado su interés en las mujeres. Gusta de ellas, lo sé. Pero no sabe cómo dirigirse a una joven sin congelarse. A ellas ni a nadie. Cada que alguien lo abordaba para conversar, se retiraba a toda velocidad a sus aposentos, según me han informado sus mentores.

—Esa timidez se quitara con el tiempo —aseveró Garson, riendo por lo bajo.

—Ya basta, Garson. ¿A qué juegas? ¿Por qué te interesaría casar a tu única hija y heredera con mi segundo hijo? Nakio no es un guerrero, sino un erudito, carece de aliados en Braavos y en Poniente. Estuve haciendo mis averiguaciones. Rechazaste cuarenta y tres ofertas de matrimonio durante los últimos dos años. ¡El mismísimo Rey Viserys te propuso comprometer a su hijo, Aegon, con tu hija! ¿Qué motiva a un hombre a rechazar una oferta así?

Aquella revelación conmocionó a Gyllos.

«¿Cómo puede ser tan soberanamente imbécil?», se preguntó el braavosi, sorprendido y bastante confundido. Sabía acerca del odio mutuo entre los dornienses y el resto de los Siete Reinos de Poniente. La familia Nymeros Martell albergaba un profundo resentimiento en contra de los Targaryen por haber intentado anexar, o más bien conquistar, Dorne a la fuerza, desatando una carnicería conocida como la Primera Guerra Dorniense, en la que murieron cientos de miles de soldados y civiles.

Pero aquel conflicto había acontecido hacía cien años. ¿Tal era el odio que profesaban los dornienses a los monarcas de Poniente que, ni siquiera un siglo después, perdonaban sus afrentas a cambio de un matrimonio que brindaría una buena posición a la familia en la corte?

Aunque, pensándolo mejor, Forel logró comprender un poco la decisión de Garson. Aegon, pese a ser el primer hijo varón de Viserys, no heredaría el infame Trono de Hierro. No, aquel honor había sido otorgado por el monarca en persona a la única hija de su primer matrimonio, Rhaenyra Targaryen. Todos estaban al tanto de tan controversial noticia, incluso el común de Essos cuchicheaba al respecto.

Garson meneó la cabeza, llevándose otra pata de langosta a la boca.

—Es un caso similar al de su hijo Nakio. Aegon es un bebé, un segundo hijo, ¡y para colmo es mitad Hightower! —La ira relampagueó en sus ojos, la rabia y el desprecio aflorando en su voz—. Mataría a cada uno de mis familiares antes de permitir que mi hija se case con alguien del Dominio.

—La interrogante aún persiste: ¿por qué prefiere a Nakio en lugar de Aegon? Dudo que su odio por los Targaryen y los Hightower sea suficiente razón para rechazar una propuesta del mismísimo rey.

—Ah, algunos somos más simples de lo que usted cree. —Se encogió de hombros, jugando con uno de los tenedores, haciéndolo danzar hábilmente entre sus dedos—. Sí, detesto a los Targaryen, a los Tyrell y a cada uno de sus vasallos. Pero también cabe señalar que, mientras su hijo es un joven prometedor, Aegon es apenas un niño.

» No debe preocuparse por la timidez de su hijo, verá que con el tiempo se pasará. Si se casa con mi hija, formarán una pareja poderosa. Myriah está encaminada a convertirse en una gran guerra. No he conocido a nadie de siete años que empuñe tan naturalmente una lanza como ella y maneje tan bien los rudimentos de la gobernanza. Y con la inteligencia de su hijo, ambos se complementarían.

» Nakio sería un excelente consorte consejero, mientras que Myriah gobernaría Lanza del Sol con mano firme y perspicacia. Astucia y fuerza, sabiduría y poder. ¡Dorne prosperaría como nunca! Nadie se atrevería a...

Tichero alzó una mano, deteniendo en seco a Garson, que frunció el ceño.

—¿Eso es lo que quieres? —preguntó, serio pero calmo—. ¿Poder y riqueza para continuar tu absurda guerra con los Targaryen? Y antes de que digas algo, Garson, sé que estás apoyando a la Triarquía.

El Príncipe de Dorne palideció levemente.

—Sí, es verdad. Estoy ayudando a Myr, Lys y Tyrosh en los Peldaños de Piedra. Envié a mil lanzas dornienses hace dos meses.

Tichero meneó la cabeza.

—¿Estás tan obsesionado?

—No es obsesión. Es cuestión de familia —replicó—. Esos bastardos no han dejado de atacar a mi gente desde el día en que arribaron a Poniente. Éramos libres. Nuestra relación con los demás territorios no era la mejor, pero al menos podíamos tratar con ellos sin que quisiera cortarnos la garganta. Esos Targaryen no han hecho más que arruinarnos. Tenemos una buena economía gracias nuestro comercio con Essos, pero carecemos de aliados poderosos en el continente.

—No te estoy acusando de estar loco y la causa de tus acciones es entendible, pero no entraré en una guerra abierta contra los Targaryen y los Velaryon ni arriesgaré a mi propia gente por tu venganza personal, Garson. ¿Quieres que case a mi hijo con tu hija? Bien, solo deslíndate de la Triarquía y abandona los Peldaños de Piedra.

—Tichero, no estás...

—No, tú eres el que no comprende —dijo Tichero, tajante, sin perder los estribos—. Te has metido en un lío muy grande. La Triarquía no es más que un grupo de piratas, mercenarios y asesinos. No tienen o conocen honor alguno. Su único interés es el oro, no la gloria que reportara la batalla a sus naciones o tu venganza. Te traicionarán antes de que te des cuenta.

—¿Cómo lo sabes? —cuestionó Garson después de unos segundos.

—Porque traicionaron a todo Essos. El trato original que nos ofrecieron a las Ciudades Libres fue que tendríamos que pagar una cuota mensual para que nuestras naves pudieran cruzar sin sufrir daños. Muchos preferimos hacerlo en vez de empezar una nueva guerra; los Peldaños de Piedra son un terreno complicado en el que combatir. Pero, a los pocos meses, la cuota aumentó. Las cifras se fueron por los cielos. Y, aunque Pentos, Volantis y naciones como Qarth o Yi Ti pagaron, sus barcos y tripulaciones acabaron siendo víctimas de los hombres de la Triarquía.

Garson, visiblemente desconcertado, guardó silencio.

—Yo... Yo no lo sabía —confesó, recargando su espalda en el respaldo de su silla. Había vergüenza en su voz.

Gyllos no notó el típico acento de la mentira en las palabras de Garson. Verdaderamente no estaba al tanto de la traición de la Triarquía.

Tichero colocó una de sus manos en el hombro del Príncipe de Dorne.

—Te creo. Y si aun estás dispuesto a casar a tu hija con mi hijo, estoy abierto a negociarlo. Eres un buen hombre, un buen padre, un buen regente. Pero es hora de centrar nuestra atención en el futuro, en lugar de mirar hacia el pasado —señaló con un gesto el amplio salón que se extendía delante de ellos, a los invitados, a los sirvientes, a los soldados.

—Lo pensaré... —dijo Garson—. Lamento... —Dirigió su vista a la izquierda, donde se sentaba la princesa. Se puso de pie de un salto, mirando en todas direcciones, desesperado, los ojos abiertos como platos—. ¡¿Dónde está mi hija?!

Desconcertado por la pregunta, Gyllos se acercó a Garson, confirmando que, en efecto, la princesa Myriah había desaparecido. Su silla estaba vacía y no había rastro que indicara adónde había ido.

Gyllos estiró su cuello, apoyando su mano derecha en la mesa y entornando los ojos, escudriñando en la multitud. A pesar de su entrenada visión, no pudo encontrar la figura de la princesa entre la multitud de bailarines y asistentes. Pensó que su vestido canela ayudaría a hallarla, pero nada más lejos de la realidad. Había tanta gente y el salón era tan grande, que era como buscar una astilla específica en un pajar.

Se volteó, miró a Tichero, quien dedicó un ademán de cabeza, severo. Gyllos se acercó a uno de los soldados braavosi apostados a los costados de la tarima, llamando su atención al posar su mano libre en su hombro acorazado.

—¡La Princesa de Dorne está desaparecida! —clamó, sus gritos opacados por la melodía estridente de los músicos—. ¡Ordena a los demás que la busquen!

—¡Sí, señor!

De inmediato, el soldado bajó de dos en dos los escalones de la tarima, deteniéndose a hablar con los guardias que protegían la escalera, quienes también se dispersaron hacia los laterales.

—¿Cómo pudo irse? —preguntó Garson, notablemente furioso, consternado—. ¡Esa niña, había ordenado que se quedara a mi lado!

—No se preocupe, señor —dijo Gyllos, su mano izquierda sujetando la empuñadura de su espada—, la encontraremos. Lo juro.

—¡Gyllos!

El espadachín reconoció aquella poderosa y grave voz al instante. Se dio media vuelta, sorprendido al ver a Dromin subir los escalones de la tarima. Rápidamente fue a encontrarse con su amigo, quien se detuvo a mitad del recorrido, cansado.

—Dromin, ¿qué ocurre?

— Es Daeron —empezó el maestre, respirando con dificultad, sentándose en uno de los peldaños.

«¿Qué?». Una sensación de inquietud e incipiente terror azotó a Gyllos.

—¿Pasó algo con Daeron? ¿Está bien? ¿Por qué no está contigo? —preguntó a toda velocidad, conservando la poca calma en su cuerpo y mente.

—Lo perdí —respondió Dromin, apenado—. Debe andar por ahí, perdido entre la gente, pero no lo encuentro.

—Tranquilo. —Gyllos palmeó la espalda del viejo erudito—. Mientras no salga del palacio, no hay de qué preocuparnos.

«Si es que sigue aquí», pensó, nervioso.

Un grito se oyó a la distancia, escuchándose por encima de la música, que se detuvo al momento. No era un chillido de quien se cae o derrama su bebida por accidente, sino un horror, de dolor, de muerte.

Vio a un hombre abalanzándose en contra de la multitud, un sujeto musculoso y de barba desprolija. Sus ropajes, una mezcla de armadura de cuero y acero, y su aspecto desaliñado evidenciaron que no era un guardia. Sujetaba una daga manchada de sangre en su mano, sangre fresca, sangre del noble que yacía muerto sobre la alfombra que cubría el piso.

Más y más hombres de apariencia similar entraron por la ventana rota, todos armados.

—¡Soldados, deténganlos! —gritó Gyllos, despojándose de su miedo.

Con un rápido movimiento de su mano, desenvainó a Escarlata, saltando desde la tarima al salón. Dio un giro en el aire, flexionó las rodillas al aterrizar con los pies y salió disparado hacia los intrusos a la velocidad de una flecha, las personas a su alrededor como manchas borrosas.

Los gritos de la gente que huía aturdieron sus oídos, pero él no frenó su avance. Y, de un segundo al otro, se encontraba frente a los intrusos, quienes ahogaron una exclamación, impresionados al verlo emerger de la muchedumbre que escapaba de ellos.

Serio, con sus labios tensos y su mirada clavada en sus enemigos, Gyllos lanzó una estocada falsa a uno, que trastabilló. El braavosi realizó una finta y saltó, aterrizando sobre uno de los atacantes, para así enterrar la mitad de la hoja de su arma en su cuello.

Retiró la espada de la garganta del sujeto, apoyando sus pies en el pecho de este e impulsándose hacia atrás. Dando una vuelta, cayó sobre uno de sus pies, propinando una patada en la mandíbula a uno de los hombres. Un cuarto se abalanzó sobre él, esquivándolo al inclinarse levemente hacia un costado.

Un quinto blandió su hacha, realizando un golpe vertical, que Gyllos detuvo al apuñalar su pierna. Su oponente soltó un aullido de dolor, clavando su rodilla en el suelo. Gyllos no lo dudó y rebanó su cuello con un tajo limpio, casi elegante.

El primero del grupo, al que había engañado, saltó en su dirección, empuñando una daga en cada mano. Adoptando su postura de pelea, redirigió el ataque de su adversario, rodeándolo y ubicándose a su espalda. Fuera de equilibrio, el hombre no pudo voltearse a tiempo, recibiendo una estocada mortal en su nuca, la punta de Escarlata asomando por su garganta.

Gyllos retiró su hoja, volviéndose y encarando al tercero, aquel que pateó en la boca. Manaba sangre de su nariz y tenía los dientes rojos, los ojos ardiendo de ira. El hombre blandió su espada contra él, hendiendo el aire. Gyllos bloqueó sus golpes, desviando el acero de su oponente sin apartar sus ojos de este.

Rodó hacia un costado, evadiendo el tajo del hacha que empuñaba un sexto intruso, que intentó atacarlo a traición por la espalda. La hoja de aspecto sanguinario del hacha se incrustó en el hombro del hombre de dientes ensangrentados, quien se desplomó en el suelo, inerte.

Su compañero, responsable de su trágico final, se quedó estático, mirándose con incredulidad las manos. Por un instante, Gyllos vaciló. Luego, recordó que eran asesinos, piratas. Reafirmó el agarre sobre la empuñadura de su hoja y, con un corte certero, desprendió su cabeza de sus hombros.

Un golpe en su costado lo hizo retroceder. Deslizó sus pies con ligereza, casi como si flotara a menos de un palmo del suelo, tomando distancia de su nuevo oponente. Una llamarada de dolor recorrió el flanco izquierdo de su abdomen. Al tantear con su mano libre, sintió la tibia sangre manar en finos hilillos.

Miró a su contrincante, un menudo hombre de barba verde con una asquerosa sonrisa de dientes amarillentos. El mazo con el que lo había golpeado tenía uno de sus bordes manchado de rojo. Gyllos entornó los ojos, irguiéndose y retomando su postura de combate, con su mano ejerciendo presión en la herida de su costado, la sangre fluyendo a través de sus dedos.

Esquivó el primer mazazo, contraatacando con un movimiento de barrido. El hombre menudo saltó, evadiendo su tajo. Gyllos se lanzó hacia adelante, estirando su brazo con la esperanza de clavar su espada en el vientre de su oponente, pero este bloqueó su hoja.

Gyllos amagó con hacer una finta por su lado derecho, luego, por el izquierdo, y de nuevo por el derecho, engañando a su adversario. Efectuó un golpe ascendente. La hoja de Escarlata hendió el aire e hirió uno de los ojos del hombre de dientes amarillos, que se llevó una mano a la cara, maldiciendo entre aullidos.

La Primera Espada de Braavos danzó en torno a su oponente, acometiendo contra este con una lluvia de tajos y estocadas. Al final, el pirata sangraba por tres docenas de heridas, y Gyllos puso fin a su agonía al enterrar su hoja hasta la guarda en el cráneo del sujeto, sacándola y quitando la sangre con un veloz movimiento de muñeca.

De repente, un nuevo estallido en el lateral izquierdo del salón hizo que alzara la vista, contemplando uno de los gigantescos ventanales romperse en mil y un pedazos, una lluvia de vidrios multicolor que se precipitaron sobre las personas cercanas. La gente, aterrorizada, confundida, desconcertada, retrocedió, corriendo hacia la salida.

En medio del caos, Gyllos vislumbró al Señor del Mar y a Dromin siendo escoltados por media docena de guardias braavosi que se abrían paso entre la estampida de invitados y criados, abandonando la sala. Una breve sensación de alivio invadió al espadachín, que se esfumó al ver a más y más piratas entrar por las vidrieras rotas, rugiendo y avanzando hacia los nobles.

Los guardias braavosi y los escuadrones de dornienses se apresuraron a detenerlos, iniciando una batalla campal. El ruido del acero contra el acero resonó en las paredes de la cámara, acompasado por los chillidos de las personas y el ritmo frenético de sus pasos al huir.

Gyllos dio un paso adelante, dispuesto a apoyar a la guardia del palacio, cuando los ventanales a su espalda estallaron en mil pedazos. Se cubrió detrás de uno de los pilares de mármol, y luego se asomó, viendo a tres docenas de piratas entrar entrechocando sus armas.

Respiró hondo, recargándose en el pilar, y entonces se lanzó a la batalla.

En un destello, se abrió camino entre sus enemigos, destripando a uno con un tajo, cercenando la pierna de otro y cortando el brazo de un tercero. Siguió danzando, descargando estocada tras estocada, corte tras corte sobre sus desorientados y aterrorizados oponentes.

Se apartó de ellos, deslizando sus pies con gracia, dejando a su paso una estela de muerte y sangre. La herida en su costado, si bien no era grave, dificultaba sus movimientos y lo ralentizaba. Sacudió la cabeza, centrando su vista en los veinte hombres que se acercaban a él, aullando por venganza y alzando sus armas.

Uno corrió en su dirección, sujetando con ambas manos un hacha enorme de doble hoja. Gyllos se preparó, pero una daga surcó el aire, enterrándose en la parte posterior del cráneo del pirata, que se desplomó, muerto. Sus atacantes frenaron su carrera en seco, dispersándose a los cuatro vientos, pero cinco permanecieron firmes, mirándolo con rabia y sed de sangre.

Mientras los piratas se debatían si atacarlo o no, una silueta de un hombre embistió a uno de los cinco, tumbándolo. El pirata, desorientado, fue apuñalado en el pecho por un cuchillo idéntico al que había dividido al contingente de intrusos. Gyllos reconoció inmediatamente a Garson Martell como su dueño y su salvador.

El dorniense hizo un movimiento de barrido con su pierna, golpeando la rodilla de uno de los cuatro restantes, el cual se arrodilló, escupiendo maldiciones inteligibles. Garson sacó su daga del cuerpo fresco del pirata y lo enterró en el cuello de su segunda víctima, que cayó al piso.

Desplazándose rápidamente, Gyllos segó la vida de uno de los miembros restantes del grupo de cinco, abriendo en canal su vientre con un tajo certero que atravesó la cota de malla, el cuero endurecido, la carne y tocó el hueso.

Se volvió, desviando el golpe horizontal del cuarto integrante, pero el quinto lo sorprendió embistiéndolo desde la derecha. El suelo ascendió a su encuentro, chocando con su espalda. A pesar del dolor, no soltó su espada.

Con su contrincante luchando por sujetarlo, Gyllos lo pateó en el vientre, propinando un puñetazo en su cara, liberándose de su agarre. Se reincorporó de un salto y velozmente atravesó la coraza del quinto pirata con una súbita estocada, hiriéndolo de muerte.

Garson Martell, recuperando sus cuchillos, se abalanzó sobre el cuarto pirata, que se acercaba peligrosamente a Gyllos por detrás. Clavó sus rodillas en el pecho del intruso, finiquitando su vida al incrustar las hojas en forma de colmillo de serpiente en su pecho. Un último suspiro de agonía escapó de los labios del pirata antes de dejar de debatirse.

Gyllos tendió una mano a Garson, que aceptó el gesto. Una vez de pie, la Primera Espada de Braavos se tomó un momento para contemplar con horror que el salón principal se había convertido en un campo de batalla.

Soldados braavosi y dornienses luchaban encarnizadamente contra los piratas de barbas pintadas. Cuerpos de ambos bandos y de nobles y criados regaban el piso, charcos de sangre formándose debajo de ellos.

La imagen conmocionó a Gyllos, sus oídos zumbando.

—¿Estás bien? —interrogó Garson.

La voz del regente de Dorne trajo a Gyllos de regreso a la realidad. Meneó la cabeza, y luego asintió.

—Sí... Eso creo —jadeó, mirando de soslayo la herida en su costado, su corazón latiendo aceleradamente. Miró a Garson—. Señor, debería...

—No soy un príncipe que necesite que cuiden de su culo, Espada —repuso, severo—. Agradezco tu preocupación, pero no abandonaré esta sala hasta que encuentre a mi hija.

—Mi paladín también desapareció —mencionó Gyllos, frunciendo el ceño—. No me iré sin él.

—Entonces ya somos dos más en este baile —sonrió Garson, girando sus cuchillos—. ¡Protege mi espalda, y yo protegeré la tuya! —clamó, corriendo hacia un grupo de piratas que empezaba a abrumar a un par de guardias dornienses.

Gyllos, sin vacilar, indispuesto a detenerse hasta hallar a Daeron, siguió a Garson, arremetiendo contra los invasores.

●●●

Nota del autor:

Buenas tardes, gente. Espero tengan un fantástico domingo. Quería agradecerles por el masivo apoyo que ha recibido la reescritura del Rey de Plata. Realmente me alegra ver crecer poquito a poco esta maravillosa historia y recibir las notificaciones de sus comentarios y votos. En fin, les deseo muchos éxitos y muy buena suerte. ¡Nos vemos el próximo domingo!

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro