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Las resplandecientes joyas incrustadas en las paredes lo encandilaron por un momento. Los rubíes, zafiros y diamantes engastados en los muros trazaban intrincadas y extrañas formas que se asemejaban a animales, criaturas fantásticas y a personas. No sabía si considerarlo hermoso o un malgasto de piedras preciosas.

Alzó la mirada, observando los hermosos tapices y telares que colgaban de las vigas en el techo, que representaban batallas entre dragones, mantícoras, grifos, lobos muy grandes y leones de pelaje blanco. La gente los admiraba y charlaba al respecto, opinando sobre la técnica de los artistas que responsables de confeccionar dichos lienzos de tela casi etérea.

Daeron no era un gran conocedor del arte, por lo que no se metió en las conversaciones de los nobles y mercaderes que criticaban y elogiaban las obras que ondeaban suavemente sobre sus cabezas.

Rascó su antebrazo derecho, sus cicatrices ardiendo bajo la manga oscura de su camisa. Una mala costumbre que había adquirido desde no hacía mucho, tiempo atrás, cuando era criado de los Rogare.

Siempre que veía un noble o estaba en presencia de varios, las marcas en sus brazos, espalda y torso empezaban a latir, un constante recordatorio del tormento que sufrió a manos de los poderosos de su ciudad natal.

«Estás en Braavos, no en Lys», recordó Daeron, tratando de calmar la picazón de sus viejas heridas.

Si bien venido a menos, Gyllos era un noble. Y Tichero, aquel hombre que lo había dejado vivir en su palacio sin siquiera conocerlo en persona, no parecía un mal sujeto. Los criados, la gente de Braavos, Dromin y Gyllos no paraban de hablar maravillas de él. Daeron, no obstante, se mantuvo escéptico.

No desconfiaba de las palabras de la Primera Espada y el maestre, pues no tenía sentido que mintieran sobre el regente de la ciudad. El común celebraba día y noche, festejando festines, bailes y ferias y, en general, gozando de unas condiciones de vida muchísimo mejores que el pueblo lyseno, que vivía encadenado y atrofiado.

Pero en Lys los ciudadanos también decían maravillas de los nobles, quizá creyendo que, si los oían, recompensarían sus alabanzas. Una creencia bastante estúpida, en su opinión. Para los grandes señores, no importaban las palabras de sus súbditos ni sus elogios. Ellos controlaban el mundo, se consideraban superiores, divinidades cuyo derecho de nacimiento permitía que hicieran cuanto desearan con el común de las naciones.

Los nobles de Braavos hablaban igual que los de Lys, actuaban igual que los de Lys, olían igual que los de Lys y se veían igual que los de Lys. Sin embargo, Daeron mantenía la esperanza de que no fueran idénticos a los acaudalados mercaderes y crueles magísteres de la nación en donde nació.

—Daeron —dijo Dromin, poniendo una de sus enormes y pesadas manos en su hombro—, ¿estás bien?

El joven se volvió, despertando de sus pensamientos.

—Esto... Sí...

Dromin frunció el ceño. Evidentemente no creyó en sus palabras.

—Ven, nuestra mesa está por aquí —indicó Dromin, guiándolo hacia una mesa un poco más pequeña que el resto que, para sorpresa de Daeron, estaba vacía.

Daeron tomó asiento en uno de los largos barcos ubicados a los laterales de la larga plancha de madera, mirando disimuladamente a su alrededor con cierto nerviosismo, observando con recelo a cada persona que pasaba. Sin embargo, rápidamente desvió su atención a la variedad de platos que reposaba sobre la mesa.

Su estómago rugió ante tal imagen. Dromin rio ligeramente.

—Adelante, come.

—¿En serio? —preguntó, sorprendido, sin despegar sus ojos de la comida—. ¿Puedo comer lo que quiera?

—Sí, claro. ¿Por qué no? —El maestre se inclinó hacia adelante, apoyando sus brazos en la mesa—. Pero, si no te molesta, me gustaría que respondieras una pregunta.

Daeron, que ya se había llevado más de una tira de carne a la boca, asintió lentamente.

—¿Estás cómodo? Es decir, ¿te gusta vivir en el palacio del Señor del Mar?

—¿Por qué no me gustaría? —cuestionó Daeron, arqueando una ceja, agarrando una pata de cerdo.

—Bueno, aquí hay muchos nobles —mencionó Dromin.

Las heridas latieron, una picazón insoportable recorrió sus antebrazos y espalda. Daeron, mudo, dejó la pata de cerdo sobre una de las tantas bandejas que llenaban la mesa.

—¿Y? ¿Qué con eso?

—Daeron, por favor, se te nota en la cara.

—Sigo sin entender —mintió, cruzándose de brazos.

—No te agradan. De lo contrario, no estarías tan tenso como alguien que está a punto de recibir la peor noticia de su vida —señaló—. Solo mírate.

Daeron bajó la mirada, sorprendiéndose al ver que, inconscientemente, se estaba mordiendo el labio y rascando el antebrazo izquierdo. Suspiró con pesadez, consciente de que no podía ocultar ni controlar sus nervios.

—Lo siento, es que... —Por más que deseara explicarlo, no encontraba las palabras adecuadas.

—Te entiendo —dijo Dromin, en tono comprensivo—. No tienes nada que explicarme. No sé qué clase de cosas horribles viste y viviste en Lys, y no pienso obligarte a contármelo a mí o a Gyllos, no hasta que tú te consideres listo para hablar al respecto. Pero estás haciéndote daño, Daeron, y no puedo permitir eso. Así que, por favor, si no es mucho pedir, ¿podría saber por qué te incomodan tanto?

—Yo... —Apartó la mirada, pero no supo a dónde clavar sus ojos. Adonde fuera que mirase había nobles. Ataviados con sus exquisitas telas de seda y terciopelo, bailaban, reían, murmuraban, comían y bebían. No era capaz de verlos, no sin que sus entrañas se retorcieran y su corazón se acelerara, sus cicatrices y heridas ardiendo.

Tratar de explicar a Dromin su disgusto por los hombres y mujeres allí presentes sería imposible; no porque el maestre no pudiera comprender sus razones, sino porque él mismo era incapaz de comprenderlas.

Detestaba a los nobles lysenos por sus atroces actos, por la frialdad que mostraban al abusar, maltratar y masacrar a esclavos inocentes. Los magísteres y comerciantes de Braavos, aunque semejantes en apariencia y actitud, no eran los de Lys. Y, aun siendo consciente de aquel hecho, de esa realidad, un irracional asco y una rabia súbita lo invadían al estar rodeado por ellos.

Necesitaba quitarse la duda, reafirmar el pensamiento al que intentaba aferrarse tan desesperadamente. No bastaba con creer, debía cerciorarse de que sus ideas no eran erradas.

Miró a Dromin, esperanzado en que la vasta mente del maestre poseyera las respuestas a sus interrogantes. Respiró hondo, serenando el frenético ritmo de su corazón.

—¿Todos los nobles son iguales? —Hasta Daeron reconoció que sonaba cómo un estúpido al preguntar eso.

Dromin parpadeó, acarició su frondosa barba marrón. Guardó silencio por un buen rato, y luego abrió la boca.

—No —contestó, solemne—. No todos los nobles iguales. Como tú y yo, son personas, y no hace falta que te explique que nosotros dos no somos precisamente idénticos, tanto en apariencia como en personalidad. Imagino que los nobles de Lys no te trataron bien, ¿verdad?

Daeron se debatió internamente. ¿Qué contestar a semejante pregunta?

«Con la verdad», concluyó. No se sentía preparado, pero debía sacar algo de su pecho, algo que lo atormentaba, algo tan nocivo, que no sabía cuánto más podría contenerlo antes de que estallara.

El maestre no era su mejor amigo, mucho menos un confidente del que tuviera la certeza de que no esparciría sus secretos en cuanto se los confesara. Pero tampoco poseía motivos para desconfiar del norteño, no cuando este se había ofrecido a enseñarlo a leer y a escribir sin pedir nada a cambio. Lo había advertido acerca de los riesgos de la corte y sus integrantes, y lo aconsejó bien.

Dromin merecía más que el beneficio de la duda, merecía respeto y gratitud. No obstante, por el momento, daría respuestas que el maestre buscaba.

—Ni a mí, ni a nadie —asintió Daeron, dirigiendo sus ojos a la mesa—. Esos malditos solo se preocupaban por su oro y sus fiestas. Nos mataban de hambre para pagar sus vestidos o sus mansiones. Violaban mujeres y azotaban hombres porque sí, porque podían, porque nadie impedía que lo hicieran. Hacían que otros niños como yo pelearan en reñideros de ratas por entretenimiento, no porque de eso dependiera la vida de su familia o el futuro de Lys, sino por diversión, ¡diversión Dromin! —Apretó los puños, la furia ardiendo en su pecho.

Al alzar la mirada, percibió el desconcierto en la expresión de Dromin, que alzaba sus cejas, con los ojos abiertos de par en par.

Daeron prosiguió.

—Había un noble. Era dueño del orfanato en donde crecí. Él y sus hombres violaban a las mujeres que cuidaban de los niños que vivíamos ahí. No recuerdo el nombre de ese maldito, pero sí que era hijo de un magíster importante de apellido Rogare —relató.

» El muy bastardo no dejaba en paz a una septa que habían secuestrado de Antigua cuando apenas era una niña. Ella se llamaba Emma. Era buena conmigo, con todos, incluso con quienes no se merecían su compasión. No tuve hermanos, pero Emma era una hermana mayor para mí. Rogare la molestaba día sí y día también. No importaba si la casa se encontraba vacía o no, si los niños estábamos en el patio o dentro, él siempre... —Hizo una breve pausa, y luego continuó—. Rogare nos obligó a ver un día...

» Éramos niños, Dromin, y ese puto monstruo obligó a que viéramos como golpeaba a Emma y la... Se reía... ¡Se reía, Dromin! —Dio un golpe a la mesa con ambos puños, estremeciendo las patas de esta—. ¿Cómo puede un hombre, una bestia como Rogare vivir? ¿Por qué maltratar a las personas? ¿Por qué encadenarlas? ¡¿Por qué violar a una muchacha frente a unos niños de cinco años?! —Se inclinó hacia adelante apoyando sus manos en la tabla, las lágrimas escociendo en sus ojos, el odio y la furia impregnados en cada una de sus palabras.

Si no fuera por la música de fondo y el ruido de los nobles bailando en el centro del salón, sus gritos hubieran resonado por las paredes y los pilares del salón y atraído la indeseada atención de los nobles cercanos. Afortunadamente, estos se encontraban demasiado inmersos en sus charlas.

—Los odio, Dromin —confesó, sentándose de nuevo en su banco, un destello púrpura relampagueando en sus iris—. Los detesto con toda mi alma. A veces, sueño con volver a Lys y matar hasta el último de los nobles en la ciudad, con hacerlos pagar por cada niño muerto, por cada mujer y hombre que humillaron, por cada mendigo al que patearon por aburrimiento. Deseo encadenarlos y obligarlos a vivir en las mismas condiciones en las que cientos de miles de personas y yo vivimos durante años

Cuando las pesadillas no lo abrumaban en las noches, cuando el mundo de las ensoñaciones no evocaba sus peores experiencias, se imaginaba como un conquistador, un hombre alto y fuerte, con ejército a sus espaldas, que derrumbaba los portones de Lys y asesinaba y encadenada a cuanto noble se cruzara por su camino.

Una imagen que, ciertamente, lo aterraba más de lo que lo confortaba o complacía.

—Pero...

—¿Pero...? —preguntó Dromin finalmente, ocultando su sorpresa.

—Pero luego pienso que no sería diferente a ellos si lo hiciera. Quiero creerte. Quiero creer que, como tú y yo, no todos los nobles son iguales, que habrá nobles buenos, que traten y vean a sus esclavos y criados como personas.

Un silencio incómodo reinó entre ambos por unos momentos. Dromin se puso de pie, rodeó la mesa y se sentó a su costado, las patas del banco rechinando bajo su enorme cuerpo. Daeron, cabizbajo, avergonzado por sus palabras e ideas, esperó un sermón o un golpe.

Sin embargo, Dromin se limitó a palmear su espalda.

—Lamento confirmarte que, desgraciadamente, la mayoría de los nobles, braavosi, pentoshíes, tyroshi o ponientíes, son unos arrogantes y engreídos. —Sacudió la cabeza—. Pero también existen magísteres, grandes señores y regentes humildes, lo suficiente para reconocer que lo único que los diferencia de nosotros es su título y riqueza. Lord Tichero, por ejemplo, es un buen hombre y un excelente gobernante. Es el hombre más rico y poderoso de Braavos, pero tú no lo ves maltratando a sus criados o denigrando a sus subordinados, ¿no?

—No...

—Los sirvientes del palacio no usan cadenas o collares y son libres de hacer una vida con sus familias. Tichero se asegura de que estén bien alimentados y a gustos, reuniéndose con ellos de vez en cuando y escuchándolos. Él entiende que un pueblo contento, es un pueblo que no causa problemas.

—Entonces, ¿mantiene a la gente contenta para conservar su poder?

—Oh, dioses, no —rio Dromin—. Tichero posee muchísimo poder, muchacho. Es el líder de los Flaerys, la familia más acaudalada y poderosa de Braavos. Son comerciantes, eso es verdad, pero su fuerza militar es formidable. Dime, ¿cuántos guardias viste en el palacio?

—¿Cien? ¿Doscientos? Tal vez trescientos.

Dromin meneó la cabeza.

—Hay mil doscientos guardias patrullando el edificio principal en este instante y seiscientos más en el ala este y oeste respectivamente.

Atónito, Daeron no supo qué decir.

—Como verás —continuó Dromin—, Tichero no complace a su gente porque de ellos dependa que conserve o no el poder. No, no, Tichero los contenta porque su tarea primordial como regente es cerciorarse de que sus súbditos lleven una vida plena y, si cabe, feliz. Desgraciadamente, como los nobles alrededor de Essos y Poniente, tiene otras obligaciones que acaparan en gran medida su tiempo.

» Sostener un país no es sencillo, y a veces debe afrontar el descontento de su pueblo en pos de un futuro mejor. Dictar leyes, dirigir el mercado, organizar los ejércitos y liderar una nación son tareas que Tichero y varios gobernantes en Essos y los Siete Reinos enfrentan día a día. Si bien algunos se concentran solamente en preservar la estabilidad y hacer prosperar a su territorio, ignorando a las gentes que lo habita, restando importancia a sus reclamos, un número reducido busca conocerlos, saber qué problemas los aquejan y cuál es su opinión sobre ellos.

» Algunos señores creen que, debido al sacrificio que realizan cada día, merecen... ya sabes, desquitarse con el común, imponiendo leyes absurdas, impuestos elevados o "castigándolos" de formas horribles. Piensan que tienen el derecho de realizar los actos más impíos y nefastos por su aporte al país. Y las personas tienden a hacer oídos sordos al sufrimiento de unas pocas víctimas de los gobernantes, levantándose en armas solamente cuando la situación empieza a afectar a la mayoría.

» En Lys, de acuerdo a tu relato y mis estudios, los esclavos no son vistos como humanos, así que los magísteres y nobles no meditan si usarlos cual herramientas o juguetes para sus retorcidos fines. Han vivido demasiado tiempo oprimidos, criándolos como si fueran vacas u ovejas y tratándolos peor que eso. Carecen de voluntad propia y nacen resignados.

Daeron asintió, pensativo, reflexionando sobre las palabras de Dromin.

«Tiene razón». «Son ovejas sin voluntad, un rebaño que obedece y se encoge en cuanto el pastor las regaña». El platinado no culpaba a los esclavos lysenos por temer a los magísteres y los soldados de la ciudad. Las fuerzas del orden eran implacables e inmorales, no hallando reparo alguno en asesinar a decenas y decenas de esclavos con tal de suprimir revueltas o eliminar rebeliones.

Luego de tantísimos intentos fallidos por alcanzar la libertad, los esclavos acabaron por abandonar el sueño de un Lys justo, uno en el que todos, indistintamente de su alcurnia o color de ojos y cabello, pudieran vivir en paz y libres. Y Daeron, si bien entendía las motivaciones de los suyos para deponer las armas, jamás los perdonaría por rendirse.

«No soy nadie para juzgarlos», pensó, arrepentido por haber despreciado a su propia gente. «Yo huí, no peleé». Quizás, después de todo, él también era una oveja, pues había decidido escapar en vez de plantar cara a sus amos.

—En cualquier caso —suspiró Dromin—, lo importante es que comprendas a diferenciar que no existe ni un solo noble totalmente bueno o malo. Son personas, como nosotros. Y, debido al entorno político en que se mueven, no se pueden posicionar de ninguno de los dos lados.

Aun pensativo, Daeron asintió.

—Cuando eres gobernante de una ciudad o el señor o señora de una gran familia, es difícil hablar de luz y oscuridad —explicó—. Se debaten continuamente entre el amor y el deber, al igual que todo ser humano, pero también cargan con responsabilidades cuyo peso el resto de las personas apenas si logramos imaginar.

—Pero eso no les da el derecho a tratarnos mal —protestó Daeron—. Aunque se desvivan por su país y familia, no tienen por qué desquitarse a sus súbditos o a los demás como si fuéramos menos que mugre.

—Ya estás entendiendo —afirmó Dromin, sonriendo—. Recuerda esta charla, Daeron. Tengo la sospecha de que te vendrá bien en un futuro no muy lejano.

El muchacho esbozó una leve sonrisa, pero su mente era una vorágine de interrogantes, ideas y sentimientos. Había obtenido más preguntas que respuestas, y aunque agradecía que Dromin hubiese ampliado su visión de los nobles, seguía incómodo.

No obstante, la presencia de los acaudalados señores y señoras de Braavos ya no resultaba insufrible ni provocaba que sus cicatrices ardieran. Sencillamente no era de su agrado, más lo toleró.

Por unos minutos, se quedó observando la comida en silencio, reflexionando. Su apetito se había desvanecido, dedicándose a jugar con la pata de cerdo y algunos cubiertos mientras divagaba en sus pensamientos.

La repentina aparición de un escuadrón de soldados con llamativos escudos y lanzas lo despertaron de su trance. Los invitados se retiraron hacia los laterales, detrás de los pilares de mármol, amontonándose e incluso empujándose.

Daeron, reaccionando velozmente, se puso de pie de un salto, subiendo a la mesa. Dromin, gracias a su colosal tamaño, solo tuvo que ponerse de pie, apartando con fría delicadeza a los hombres y mujeres que se posicionaron a su alrededor.

«¿Una lanza atravesando un sol rojo?», estudió el símbolo que adornaba los escudos circulares de los recién llegados. «¿No era ese el emblema de una de las casas de Poniente?». «¿Cómo es que se llamaba? Myrell, Varktheon, Lannsgrey, Greyrrin...».

—Dromin, ¿son la guardia del Príncipe de Darn que iba a visitarnos? —Inquirió, susurrando al norteño.

—Sí —respondió el maestre en voz baja—. Y es Príncipe de Dorne, no de Darn —corrigió.

—Eso dije —repuso Daeron.

Dromin rodó los ojos, conteniendo un bufido de diversión.

Gracias a su posición, Daeron pudo ver a Garson Martell cruzar el salón, subir a la tarima donde estaba la mesa del Señor del Mar y beber el vino de unas de las tantas copas allí puestas. Detrás del príncipe caminaba una joven niña de cabello oscuro y piel olivácea que llamó su atención; no por su vestido o su belleza, sino porque, a pesar de su porte regio y postura elegante, captó en ella cierto... descontento, hastío.

Centró su mirada en Gyllos, quien yacía de pie a la derecha de Tichero, rígido, alerta cual halcón, y se asemejaba más que nunca a uno debido a sus rasgos aguileños. No percibió que estuviera aburrido, pero, sin duda, sabía que preferiría estar en cualquier otro lugar que en el salón.

Daeron compartía aquel sentimiento.

—¡Pensé que esto era una fiesta! —exclamó Garson, sonriendo de oreja a oreja—. Entonces, ¿por qué todos están tan callados? ¡A celebrar!

La multitud prorrumpió en gritos de alegría, carcajadas y vítores momentos después de la declaración de Garson. La música comenzó a sonar de nuevo y todos volvieron a esparcirse por la cámara. Daeron se volvió a sentar en el banco, pero antes de que Dromin tomara asiento a su lado, un criado se acercó al maestre, murmurando algo inteligible a su oído.

—Bien, voy enseguida.

El trabajador asintió y se marchó a toda prisa.

Daeron frunció el ceño, miró a Dromin.

—¿Qué pasa?

—La hija de lord Essiris está vomitando en uno de los baños y su padre pidió al criado que me llamara para revisar que no fuera envenenamiento —contestó Dromin, como si tal la cosa.

Desconcertado por el tono gélido de Dromin, Daeron se estremeció en el banco.

—Lo dices tan tranquilo...

—Ah, es que he tratado con casos de envenenamientos anteriormente —explicó el ponientí, alisando su túnica verde esmeralda. Sacó de su amplia manga derecha una larga cadena de aspecto pesado, conformada por eslabones de metales distintos. Se colgó la cadena alrededor del cuello, acomodando su barba sobre esta—. No es nada nuevo para mí. La mayoría de las veces son exageraciones, o embarazos.

—Ya veo. ¿Volverás pronto?

—No tardaré demasiado, tranquilo —sonrió Dromin, palmeando la cabeza de Daeron, que arrugó aún más su frente—. Quédate aquí y disfruta de la comida.

Y, sin más, Dromin caminó hacia la salida, internándose en el mar de gente hasta desvanecer entre los nobles vestidos con sus atuendos de seda y terciopelo.

Daeron, si bien degustó la comida que reposaba encima de la mesa que ocupaba, terminó siendo abrumado por una terrible sensación de aburrimiento. Luchón contra el intrínseco deseo de abandonar su banco, escapar hacia el patio donde solía entrenar con Gyllos, robar una de las espadas de madera de la armería y entrenar al aire libre. Aquel salón repleto de gente rica, barullo, música y aromas insoportables empezaba a asfixiarlo.

«¡Necesito hacer algo, lo que sea!», clamó para sí en su mente. «No, no, Dromin me dijo que lo esperara aquí". "Además, Gyllos iba a presentarme a la corte, pero todavía no me ha llamado...». «¿Se habrá olvidado?». Aquella posibilidad no lo disgustó en lo más mínimo.

Honestamente, no sentía preparado para afrontar la complicada vida de la corte. El drama en el palacio ya era insoportable, con decenas de nobles que conspiraban en un juego de intriga y chantaje que, siendo sincero, no entendía.

¿Por qué buscaban destruirse entre sí o manchar la reputación de los demás? Se suponía que los magísteres y grandes señores de Braavos estaban bien acomodados y no padecían hambre o carecían de techo bajo el que resguardarse. Por lo que la única conclusión a la cual arribó era que, en efecto, la principal razón de muchas familias para declarar abierta o discretamente la guerra a otra era el poder.

Odiaba la política. Comprendía más o menos su importancia y por qué era una base fundamental de la sociedad de toda nación, pero era horrorosamente aburrida, opresiva, insoportable.

Sin embargo, no podía permanecer ignorante a dicha realidad por mucho tiempo. Ahora vivía en el palacio del Señor del Mar, un lugar que Gyllos describía de tanto en tanto como "un paraíso infestado por serpientes y ratas". Daeron, sorprendido por las palabras de su maestro en aquel entonces, supo que los nobles tampoco eran del agrado del espadachín.

«Él también es uno», recordó, tomando un cuchillo y observando su reflejo en el filo del cubierto. «Uno venido a menos, pero un noble, al fin y al cabo», las palabras de Dromin resonaron en su mente. «¿Qué se supone que significa eso?». «¿Por qué no se viste o se comporta como ellos?». «¿Es una moda? ¿Lo hace para llamar la atención?».

Meneó la cabeza, bajando el cuchillo.

«No, no, Gyllos no es así». Daeron había percibido la emoción y el júbilo en los ojos ambarinos de Forel al blandir su arma, la gracia de sus pasos y la fluidez de esto denotaban que había entrenado por años, décadas, y no cualquiera poseía la disciplina, la pasión requerida para alcanzar semejante nivel.

Realmente amaba el arte de la espada. No lo hacía por oro, gloria o el amor de alguien, sino porque adoraba empuñar a Escarlata, la reliquia familiar que él había robado semanas atrás.

Dirigió su mirada a Gyllos, quien estaba parado a un costado de Tichero. El corpulento regente de Braavos parecía conversar amenamente con el Príncipe Garson, mientras que Forel... Forel se limitaba a mirar al frente, observando a la multitud de invitados y criados. Daeron se percató de que, aunque sus ojos escrutaban a los asistentes, su atención yacía en algún otro sitio, quizá en la charla entre los gobernantes. ¿Cómo podía vigilar a la gente y, a la vez, oír una conversación con todo el ruido de fondo?

«¿Seré capaz de superarlo?», se cuestionó Daeron. «Gyllos dice que voy bien, pero apenas puedo verlo cuando se mueve y no he acertado ninguno de mis golpes». Sus prácticas terminaban casi siempre con él empapado en sudor, lleno de moratones, dolores en el cuerpo y arrodillado, y, muy de cuando en cuando, tumbado en el suelo.

No se encontraba ni siquiera a la altura de la suela de la bota del braavosi. Era tan veloz como un rayo y sus golpes lo dejaban sin aire, y eso que sentía que se contenía. "De querer noquearme, solo bastaría una estocada en la nuca o en la frente". Y aunque sabía que su edad, su inexperiencia y su estado físico lo limitaban bastante, era imposible para el joven valyrio no sentirse un tanto... inútil, indigno.

Gyllos, si bien pudo entrenar libremente con él por semanas, lo advirtió que, tarde o temprano, debería volver a sus obligaciones como Espada de Braavo, lo cual implicaba que no pasarían mucho tiempo juntos. Aquello, sin duda, representaba un problema.

«Soy su paladín». «No es una opción dejarlo en ridículo». Quizás no conocía demasiado a Gyllos, pero valoraba que este lo hubiera acogido y entrenado. Sí, habían pactado que así sería a cambio de no revelar lo sucedido la noche de su desafortunado primer encuentro. No obstante, a pesar de poder haberlo hecho un millón de veces, Gyllos no lo amenazaba, ni lo golpeaba duramente, ni lo mataba de hambre ni lo traicionó.

Tenía una deuda que saldar con él y con Dromin. Al carecer de dinero con el que pagarlos, se esforzaría por ser merecedor de su compasión, de sus lecciones, de llamarse a sí mismo su paladín y estudiante. Aprendería la Danza del Agua y todo lo que Dromin enseñara en sus clases.

Aún albergaba sus dudas sobre Gyllos y el maestre, pero no era un desagradecido que fuera a insultarlos o huir en medio de la noche. Por más que las voces de su interior lo instaran a robar cuanta comida cupiera en una bolsa, subirse a un barco y salir de la ciudad, el recuerdo de Emma y los niños que había condenado le mantenían atado al palacio.

«Los protegeré a todos», juró el día en que inició su entrenamiento con Gyllos, y Daeron no se caracterizaba por quebrantar sus promesas.

Se haría fuerte, tan fuerte como los héroes de las historias que Emma relataba a los niños del orfanato. Se quedaría, no solo por respeto a Gyllos y a Dromin por ser los primeros en tratarlo como un humano tras la muerte de Emma, sino también con el propósito de acercarse más y más a ese sueño de convertirse en un caballero.

«No, en un caballero no». «En una Espada de Braavos».

Repentinamente, el grito cercano de un noble llamó su atención. Se volvió, observando a un noble que saltaba sobre uno de sus pies mientras se agarraba el otro.

—¡Hey, cuidado por donde vas, niña! —Se quejó un noble menudo y de rostro luengo, con una mueca de dolor plasmada en su rostro.

—¡Lo lamento, señor, perdóneme! —dijo una jovencita de cabello negro y piel olivácea. Llevaba puesto un vestido color canela, engastado con perlas pálidas, una fina banda de oro ciñendo sus sienes.

El sujeto bufó, con la cara congestionada por la rabia y el dolor, saltando hasta una mesa cercana. La niña, confundida, miró y giró en todas direcciones, evidentemente avergonzada.

Daeron frunció el ceño, preguntándose por qué la hija de Garson Martell estaba ahí, perdida entre el mar de nobles, y no sentada junto a su padre. Volvió la mirada a la tarima, viendo a Gyllos quieto y a Tichero conversando con Garson, luego se volteó, notando que el nerviosismo de la princesa crecía segundo a segundo.

«Sí, está definitivamente perdida».

No podía dejarla sola. Si acontecía alguna tragedia a la heredera de Garson, posiblemente una guerra se desatase. No iba a permitir que su nueva casa se convirtiera en cenizas por culpa de algún noble descuidado o un criado brusco.

Se puso de pie, abandonando su mesa. Caminó hacia la princesa, abriéndose paso entra la multitud, esquivando a los grandes señores, comerciantes, criados y artistas que iban de un lado al otro. Al alcanzarla, colocó una mano en su hombro, esperando que esta se diera vuela, y la princesa lo hizo, atizando un contundente puñetazo en su rostro que lo desorientó.

El golpe dolió. Bastante, a decir verdad. Retrocedió, tapándose con ambas manos la boca; una llamarada lacerante expandiéndose por la zona inferior de su rostro hacia el puente de su nariz y pómulos. La chica contuvo una exclamación. Se acercó a él, visiblemente preocupada y apenada.

—¡Dioses, perdón, perdón! —repitió velozmente ella.

—No te preocupes. —Logró pronunciar Daeron, sorprendido por la potencia del golpe y que la princesa hablara con tanta fluidez valyrio.

Sintió un hilillo de sangre manchar sus dedos, descendiendo por sus labios. Se irguió, limpiándose con el dorso de su mano izquierda la nariz. Al mover la lengua, sintió que uno de sus dientes se movía levemente.

Miró a la princesa, esbozando una sonrisa, buscando esconder la sangre y el dolor.

—Buen golpe, su majestad.

—¡Pero... Pero acabo de pegarte!

—No es el peor puñetazo que he recibido —mencionó, divertido.

—¡Déjame ayudarte, estás sangrando!

Daeron respiró hondo. Sabía que, aunque insistiera en que el daño era mínimo, la joven princesa no desistiría hasta que la dejase asistirlo. Con su mano derecha apretando el puente de su nariz con la esperanza de frenar el sangrado, el platinado apuntó con su mano libre su mesa.

—Esa es mi mesa.

—¡Vamos, antes de que el sangrado empeore!

Bruscamente, la dorniense agarró su mano, arrastrándolo como si no pesara nada hacia la mesa que había ocupado con Dromin minutos atrás. Para su fortuna, ningún tercero se sentó allí en su ausencia.

La chica lo obligó a tomar asiento en su banco, buscando una de las servilletas de tela colocadas sobre la mesa, ofreciéndosela a Daeron. Este la aceptó, realizando un gesto de cabeza en agradecimiento.

—Muchas gracias —dijo, presionando suavemente el trozo de tela contra su nariz. Hizo una mueca al principio, arrugando la frente. El dolor apenas se había disipado, la servilleta tornándose de color carmesí—. Perdóneme por haberla asustado. No fue mi intención.

—¡No te disculpes! —exclamó la princesa, sentándose a su lado y revisando constantemente su nariz—. Yo soy la que debería pedirte perdón por golpearte.

Daeron meneó la cabeza.

—No es necesario, su majestad. Como dije, no duele tanto.

—Si tú lo dices... —La chica apretaba con claro nerviosismo la falda de su vestido anaranjado, mirando con vergüenza al suelo.

Un incómodo silencio reinó entre ambos, los nobles caminando y charlando a su alrededor.

Sin saber qué hacer, Daeron meditó sus próximas palabras y movimientos. Una vez sintió que su nariz había parado de sangrar, dejó la servilleta ensangrentada sobre la mesa, inclinándose hacia adelante y apoyando sus codos en sus piernas.

—Dígame, ¿qué hacía usted tan lejos de su padre?

La princesa se mordió el labio inferior, apartando la mirada.

—Yo... Esto.. Eh... Bueno...

—Se escapó, ¿verdad? —Inquirió Daeron—. ¿Cómo es que burló a los guardias en las escaleras de la tarima?

—Bajé por el costado —respondió.

—Son como cuatro metros hasta el suelo, su alteza.

—Sí, lo son —asintió, girando la cabeza y mirándolo por el rabillo del ojo, aun nerviosa—. Pero mi padre me ha enseñado a escalar desde que mi cuarto día del nombre.

—Impresionante —sonrió Daeron—. Yo también sé trepar.

—¿En serio? —Los iris de la chica chispearon.

Daeron asintió, enderezando su espalda.

—Quizá no me crea, pero me encanta escalar edificios. —Se inclinó cuidadosamente hacia ella, sin acercarse demasiado. No quería que la princesa ni nadie malinterpretara la situación—. A veces, de noche, me escapo y escalo las torres del palacio.

—¡Eso es increíble! En mi casa, mis tías siempre me regañan cuando intento trepar la Torre de la Lanza... —dijo, jugando con uno de los mechones de su negro cabello—. Dicen que aprendo rápido, y que todavía me falta mucho por delante. ¡Y lo sé! Sé que no estoy lista..., pero quiero intentarlo. Aunque no lo hago, porque sé que papá se preocuparía por mí.

—¿Y se preocuparía por ti si desaparecieras? —Daeron arqueó una ceja.

—Yo... Yo estaba aburrida. Me dolían las piernas de tanto estar sentada y..., bueno, pensé que, si daba una vuelta por el salón y volvía, no lo notaría —explicó—. ¡Estaba emocionada por conocer Braavos, al Señor del Mar y a la gente de la ciudad! Pero papá dijo que no, que nos quedaríamos en el palacio y que nos iríamos un día después de la fiesta —relató, desilusionada, cruzándose de brazos.

—La ciudad puede ser... peligrosa, princesa. Lo sé por experiencia. Su padre quizá solo desea protegerla.

—Sí... —Suspiró Myriah—. Es que... es como si temiera que el toque del viento fuera a romperme o que por tocar un poco de agua me vaya a deshacerse como azúcar.

—Eres su heredera, su única hija, por lo que sé. Es normal que se preocupe por tu bienestar.

Myriah guardó silencio un momento.

—No lo odio —confesó—. Lo quiero solo como una hija puede querer a su padre. Pero quisiera que confiara un poco más en mí, que no me tratara como si estuviera hecha de cristal.

—Yo podría confirmar tus palabras. Ese puñetazo no es de alguien con huesos de vidrio —sonrió.

La princesa sonrió, propinando un golpecito en el brazo de Daeron, quien dibujó una sonrisa en sus labios, pero no mostró los dientes, que estaban manchados de sangre; el sabor metálico de esta impregnado en su boca.

—Oh, qué maleducada de mi parte. —La princesa se puso de pie, alisando su vestido y tomando una postura erguida, espalda recta y hombros hacia atrás. Se aclaró la garganta—. Soy Myriah Nymeros Martell, hija y heredera del actual Príncipe de Dorne. ¿Podría saber tu nombre? Si no es mucho pedir, claro.

Daeron se levantó del asiento, limpiándose una última vez la nariz con una nueva servilleta y bebiendo velozmente una copa con agua, para así quitarse la sangre de los dientes.

—Soy Daeron, es un gusto.

—Daeron... Daeron... Es un nombre interesante. Se parece al de los Targaryen. En realidad, tú te pareces a uno —señaló Myriah, reparando en su cabello plateado y ojos violáceos.

—Ya quisiera ser un Targaryen o un Velaryon —rio Daeron—. No, no. Nací en Lys, era... era esclavo.

—¡Eso es horrible!

—Lo fue, sí. Preferiría no hablar al respecto si es posible, su majestad. —Las cicatrices en sus antebrazos y espalda palpitaron. Se rascó la manga del brazo izquierdo, intentando calmar esa sensación.

—Si no te gusta, no voy a obligarte. Y, por favor, no me digas "su alteza", "mi señora", "su majestad". Conoces mi nombre, úsalo.

Daeron vaciló por un instante. Realmente lo  impresionaba la actitud de Myriah, no solo porque hablaba valyrio perfectamente, sino también porque había demostrado que Dromin no se equivocaba.

«Son personas, como nosotros». Y Myriah, según él, parecía mucho más una niña común y corriente que una princesa.

Se reía, no se burlaba de él, no se mostró horrorizada al revelar que era un esclavo, tampoco exigió que contase su trágico pasado ni que se refiriese a ella por sus títulos. Se preocupó al golpearlo y se disculpó por su error. Confesó que gustaba de trepar y que su padre y tías se preocupaban por bienestar, pero que los quería mucho.

Myriah no se asemejaba a las niñas adineradas, caprichosas y egocéntricas que pululaban por los pasillos de la mansión de los Rogare y los corredores del palacio de Tichero. En lugar de presumir sobre la exquisita tela de su vestido o lo cara que la corona que ceñía sus sienes, Myriah admitía que amaba trepar y que anhelaba llegar a la cima de la Torre de la Lanza.

Definitivamente, su compañía no lo molestaba. Aunque estaba alerta, se permitió bajar un poco la guardia. Por muy potentes que fueran sus golpes, Myriah no parecía mala persona. En sus ojos no había maldad, y si bien cabía la posibilidad de que mintiera y escondiera sus intenciones, Daeron quiso creer en las palabras de Myriah y en las afirmaciones de Dromin.

—Bueno, Myriah —dijo finalmente, dándose vuelta, tomando dos patas de cerdo. Se giró hacia la princesa, ofreciendo a la princesa una de las patas—, como paladín de la Primera Espada de Braavos, es mi deber asegurarme de que disfrutes de la experiencia braavosi al completo. Sería un pecado imperdonable permitir que una invitada tan especial como tú se aburriera en la casa de mi señor.

—Pero, mi papá, él...

—Él no se va a ir a ninguna parte, ¿o sí? —Se encogió de hombros—. Además, ¿cuál es la diferencia en que estés comiendo aquí que allá arriba?

Myriah titubeó, mordiéndose el labio inferior y volteándose para ver a su padre, que seguía hablando con Tichero. Al final, se volvió, tomando la pata de cerdo y arrancando una gran tira de carne con los dientes. Los ojos de la princesa se iluminaron como dos estrellas, como si acabara de probar el más rico de los manjares.

Daeron sonrió. Al menos, hasta que Dromin regresara de atender a la muchacha enferma, procuraría que Myriah se divirtiera y disfrutara de su estancia en Braavos.

Durante un buen rato, quizá media hora, ambos estuvieron sentados en el asiento frente a la mesa, charlando, riendo y degustando los diferentes platillos, pero, pronto, se aburrieron. No se quedaron de brazos cruzados o se resignaron, sino que empezaron a recorrer el salón, escabulléndose entre los nobles y esquivando a los criados y a los soldados, que sin duda reconocerían a Myriah.

Saltaron de mesa en mesa, robándose la comida que los invitados apenas se volteaban a mirar. Se subieron a los pilares de mármol blanco, aferrándose de los pequeños salientes de los jeroglíficos valyrios tallados en la piedra, contemplando como el mar de gente se mecía de un lado al otro, como un verdadero océano de colores oscuros y sobrios. Plantearon la idea de bailar, pero Myriah confesó no ser muy buena, y Daeron, no tener ni la menor formación al respecto, desistiendo casi al instante.

Los dos niños perdieron la noción del tiempo, incluso olvidaron dónde estaba la mesa que ocuparon Dromin y Daeron en un inicio. No obstante, aquello no los perturbó. Siguieron admirando los murales hechos con gemas preciosas, los telares y tapices que ondeaban sobre sus cabezas, las esculturas de jade y plata de hombres, mujeres y bestias y las reliquias expuestas encima de pequeños pilares de piedra negra y blanca.

—Déjame ver si entendí —dijo Daeron, masajeando su barbilla con semblante pensativo. Escrutaba el viejo y noble rostro de un hombre inmortalizado en bronce—. Este es el septón Barth, ¿no?

—Así es —asintió Myriah.

—Y el Señor del Mar que vino antes de Tichero hizo una estatua de bronce en su honor porque logró cerrar un trato con el rey Jeharyis.

—Jaehaerys —corrigió—. Jaehaerys. Y sí. Ese acuerdo impidió que se desatara una guerra. Según dicen, una mujer cercana a la familia Targaryen robó tres huevos de dragón.

—¿Y cómo es que sabes todo esto? —Daeron la miró, intrigado—. Por lo que sé, ustedes los Martell odian a los Targaryen. ¿Por qué estudiarían su historia?

No sabía mucho de historia. Los libros lo aburrían bastante. No encontraba atractivo ninguno en ellos y leer era una actividad sumamente monótona. Pero, gracias a un par de clases de Dromin acerca de la dinastía Targaryen y su gobierno, se había enterado de que los dragones no eran buenos amigos de los regentes de Dorne.

Todo había comenzado cuando Aegon el Conquistador, en su incomprendido afán por unificar los Siete Reinos de Poniente, invadió Dorne, desencadenando una carnicería que se conocería como la Primera Guerra Dorniense y que provocaría, a futuro, una segunda, tercera y cuarta guerra que enfrentaría a la corona con los descendientes de la princesa Nymeria y Morgan Martell.

Myriah, sin apartar la mirada del busto de bronce y la solemne representación del septón, sacudió la cabeza.

—Nuestra relación con los Targaryen es... complicada. Hemos hecho tratos con ellos y los Velaryon, mayormente comerciales, y se han pactado matrimonios entre grandes señores de Dorne y nobles del Dominio, las Tierras de la Tormenta y de la Corona. Pero, al igual que los norteños, el resto de Poniente no olvida. Estudiamos su historia para conocerlos, para anticipar sus movimientos, para aprender sus debilidades, para destruirlos si algún día nos atacan.

Perplejo, Daeron sintió sus huesos estremecerse.

—Pero la última Guerra Dorniense fue hace treinta años, ¿no? Quizá los Targaryen ya no estén interesados en Dorne.

—Tal vez tengas razón —afirmó Myriah, sonriendo ladinamente—. Los reyes, e incluso el pueblo llano, han perdonado los crueles actos que mi gente cometió en el pasado, pero no todos están dispuestos a ignorar los crímenes de mis ancestros.

» Pero los dornienses somos vigilados constantemente por los tormenteños y los habitantes del Dominio, que están atentos a que cometamos un error, a que iniciemos una nueva guerra, para así decapitarnos y arrebatarnos nuestra tierra. El desprecio es mutuo. Los Targaryen y el resto nos odian; y nosotros, los odiamos a ellos. Pero yo no.

» Tendría que detestarlos. Tendría que quererlos muertos. Tendría que soñar con dragones, ciervos, rosas, truchas, águilas, leones y lobos ardiendo —había dureza en su voz, una incipiente y forzada rabia, somo si se obligara a odiar. Respiró hondo—. Pero no lo hago. Yo no puedo odiar a los nobles de ahora por las acciones de sus padres o abuelos. Es decir, yo no soy el Sapo Amarillo, que arrojó a lord Tyrell por una ventana, y Rhaenyra Targaryen no es Visenya Targaryen, que obligó a su nieta a casarse con su descorazonado hijo.

Daeron, impresionado por las palabras de Myriah, se quedó viéndola en silencio por unos eternos segundos. A pesar de que se notaba que el vestido le molestaba al andar y que no era fácil para ella mantener la postura regia, Myriah, a su juicio, era mucho más sabia e inteligente que la mayoría de los nobles.

Incluso él, un niño esclavo, odiaba sin razón alguna a los magísteres, grandes señores y mercaderes presentes en la fiesta, cuando estos no habían hecho absolutamente nada en su contra. Sí, Gyllos no paraba de señalar lo falso e interesados que eran los integrantes de la corte, y aunque no dudaba de su maestro, juzgar antes de tiempo a todos los habitantes del palacio por su sangre y origen era bastante hipócrita de su parte.

Quizá no era muy diferente a los nobles, que se dedicaban a menospreciar y maltratar a otros por la "pureza" de su linaje y la riqueza de su casa.

«Debería aprender de ella», pensó, volviendo su mirada a la estatua de Barth, reflexivo. El semblante bondadoso del septón, pese a estar hecho de metal, desprendía un extraño aura que lo hacía cuestionarse sus creencias, sensación amplificada por las palabras previas de la princesa de Dorne.

—Personas como Barth son mis ídolos —confesó Myriah, sonriendo.

—Lo hubieras sorprendido —mencionó Daeron—. Dudo que Barth haya conocido a una princesa como tú en vida.

—¿Tú crees? —Giró su cabeza, mirándolo con sus ojos brillando.

—Sí —sonrió, divertido—. Por supuesto que...

Daeron no alcanzó a terminar su frase. Un golpecito en el gran ventanal a su costado lo interrumpió. Despegó sus ojos de la estatua de Barth, dirigiendo su vista a la hermosa vidriera de cristal tintado, los rayos del sol filtrándose en tonos cálidos, dotando de una atmósfera e iluminación única, casi natural a la sala.

Myriah, con el ceño fruncido, se volteó, clavando su mirada en el mismo punto que el platinado: una pequeña grieta en los paneles superiores del ventanal.

—¿Qué es? —preguntó la dorniense, entornando los ojos.

—No lo sé —respondió Daeron.

«Se supone que los únicos pájaros en Braavos están encerrados en el aviario de Tichero», recordó. Braavos, al no poseer fauna ni flora, no era un punto de interés para las aves migratorias, así que era improbable, por no decir prácticamente imposible, que un pájaro se estrellara contra el ventanal.

Un golpe seco se oyó no tan lejos. Ambos se arrimaron a una ventana aledaña, que se agrietaba poco a poco. Daeron, cautelosamente, se acercó al vidrio, pegando su espalda a una de las paredes y asomándose para ver a través del cristal.

Lo que vio lo dejó hecho piedra.

Media centena de hombres fornidos, menudos y corpulentos, equipados con armaduras hechas con piezas de cuero, cota de malla y un par de placas de acero oxidado, batallaban el patio en contra de los guardias que vigilaban el patio al que daba esa ventana. El exterior se encontraba decorado por los cuerpos de los intrusos y los soldados del palacio, la sangre fluyendo como un río negro por el empedrado.

Mientras tanto, otros cincuenta extraños arrojaban piedras y picos de metal a las ventanas intentando romperlas. Daeron, sin tiempo para hacerse demasiadas preguntas y viendo que el vidrio no resistiría mucho, tomó la mano de Myriah y empezó a correr.

—¡Espera, Daeron! —clamó ella, visiblemente desconcertada.

—¡Tenemos que ir con tu padre, ahora! —gritó, sin detenerse ni mirar hacia atrás.

—¡Pero...!

Y, antes de que Myriah protestara, los ventanales cedieron.

Pequeños y filosos trozos de cristal cayeron sobre las personas que estaban cerca de las vidrieras. Estas, inmersas en la música y sus charlas, no reaccionaron a tiempo y sufrieron múltiples cortes por culpa de la lluvia de vidrio y, en peor de los casos, fueron atravesados por los fragmentos más grandes, del tamaño del brazo de un hombre.

La música se detuvo. Todas las vidrieras comenzaron a estallar, una a una. Los nobles contuvieron el aliento, exclamaron, horrorizados, y retrocedieron, empujándose e intentando huir. Los soldados empuñaron sus armas, pero la marea de personas aterradas impidió que se acercaran a los ventanales.

Daeron se detuvo al lado de una mesa, su corazón martillando contra su pecho. Al voltear, conmocionado por los gritos de horror, vislumbró a una docena de hombres con barbas verdes y azules y de aspecto hosco entrar por la ventana rota.

A pesar del creciente miedo y la consternación que lo asolaban, logró reconocer a los intrusos. No sabía su nombre, pero sí de dónde eran. Las melenas y las barbas de colores, el aspecto andrajoso, las armas curvas y melladas, todo indicaba que eran...

«¡¿Piratas?!». «¡¿Qué hacen piratas tyroshi en Braavos?!».

Uno de los hombres, armado con una ballesta, disparó en contra de la multitud. No había piedad en sus ojos, una sonrisa amarillenta adornando sus labios. Varios nobles cayeron al suelo, muertos, y el caos se desató.

El mar de gente se convirtió en una estampida de personas que escapaban desesperadamente por su vida. Daeron, actuando rápidamente, empujó a Myriah debajo de la mesa que tenían al lado, escondiéndose junto a ella.

A sus costados, Daeron observó las piernas y los pies de los nobles pasar velozmente, atropellándose, golpeándose, pisándose. La hermosa melodía de los instrumentos fue reemplazada por una horrenda orquesta de alaridos de terror y dolor, insultos inteligibles.

Uno que otro desafortunado criado o noble cayó al suelo, siendo pisoteado por los demás, que trataban de abandonar el gran salón. No obstante, la cantidad de asistentes era demasiada, y Daeron, a través de las patas de la mesa y las piernas de los invitados, observó brevemente la puerta de la cámara, abarrotada de personas.

El pánico aumentó a medida que más y más piratas rompían y entraban por las ventanas. En cuanto entraban, los tyroshi desenvainaban sus espadas y dagas, acometiendo en contra de la multitud atrapada en el salón, asesinando a nobles y criados. Gritaban y reían, apuñalando y decapitando a todo aquel desafortunado en el que posaran su mirada.

«Se parecen a las hienas del zoológico de Tichero». Tal y como esos animales, la codicia era parte de la naturaleza de los tyroshi. Cuando terminaban de matar a un noble, enseguida aprovechaban y hurtaban las joyas de su cuerpo, seleccionando de inmediato una nueva presa a la que matar y saquear.

Daeron fijó su vista en Myriah, que, con el rostro escondido en sus rodillas, se tapaba los oídos con sus manos, cerrando los ojos. Recitaba algo en la lengua común de Poniente que, desagraciadamente, el platinado no entendió.

Consciente de que si salía a ayudar a las personas de allí afuera sería masacrado, contuvo el impulso de salir a enfrentar a los malnacidos que se atrevían a irrumpir en el palacio de Tichero y asesinar sin misericordia a tantas personas. Era evidente que perdería. No estaba armado, ni portaba armadura y carecía del entrenamiento o la experiencia para combatir a los invasores.

Apretando los puños y los dientes, Daeron apartó la mirada, molesto por su debilidad, abrumado por la impotencia que lo invadía.

«Al menos puedo ayudarla a ella», pensó, volteándose y viendo a Myriah, quien seguía hablando en ponientí.

Se acercó, posando una de sus manos sobre su espalda. La chica se sacudió, girando rápidamente la cabeza. Tenía los ojos vidriosos y temblaba. Sin decir nada, Daeron retiró con lentitud su mano, sentándose al lado de la princesa y rodeando sus hombros con un brazo.

Myriah volvió a cerrar los párpados y ocultar su rostro en sus rodillas. Daeron, pese al miedo, el nerviosismo y la rabia, permaneció junto a ella, luchando por ignorar los alaridos de muerte, las risas de los intrusos y el choque del acero contra el acero.

Se mantuvo alerta, viendo los pies de los soldados, los nobles y los piratas corriendo cerca de la mesa. Albergaba la minúscula esperanza de que consiguieran sobrevivir al caos, la cual se desvaneció súbitamente cuando una mano llena de cicatrices agarró a Myriah del brazo y tiró de ella.

Daeron, conmocionado, tomó el brazo de la princesa, pero su fuerza no se comparaba a la del pirata. Myriah, gritando y debatiéndose, fue arrastrada hacia el exterior. Y el platinado, haciendo acopio de valor y purgando el miedo de su cuerpo, de su alma, abandonó su escondite.

En cuanto salió, se lanzó hacia un costado, esquivando un golpe de un pirata. El hombre trastabilló, cayendo sobre la mesa y, aprovechando su conmoción, un soldado dorniense saltó encima del sujeto, enterrando la punta de su lanza en el pecho del enemigo. La sangre manó de la herida enseguida.

Daeron, sin tiempo para asimilar lo acontecido, miró a su alrededor en busca de Myriah, pero solo contempló muerte, sangre.

La guardia de Garson Martell había formado una barrera con sus escudos cerca de la gente que todavía escapaba, defendiéndolas de los piratas que intentaban desesperadamente romper el muro de escudos. Los soldados del palacio, revestidos con sus armaduras broncíneas manchadas de sangre y cascos coronado con plumas, combatían ferozmente contra los grupos más numerosos de piratas, blandiendo sus espadas cortas y sus lanzas con gran habilidad.

Sin embargo, estaban desorganizados y los invasores los superaban en número. Eran cuarenta soldados braavosi y veinticuatro dornienses en comparación al centenar de piratas, cuya cifra crecía más y más, entrando por las ventanas dos o tres tyroshi cada que uno era abatido.

Por un momento, juraría haber visto a Gyllos. Una mancha borrosa de color morado se movía a una velocidad indescriptible, desapareciendo y apareciendo entre las filas enemigas, los cristales vibrando bajo sus pies al desplazarse. Los tyroshi se desplomaban en el suelo a su paso, con las gargantas degolladas o agujeros del tamaño de una aguja en sus pechos.

Garson Martell, armado con dos dagas curvas con forma de colmillos de serpientes, bramaba órdenes a los soldados esparcidos por todo el salón, luchando por organizar a sus tropas mientras se defendía de los enemigos.

Daeron recorrió con su mirada el salón con rapidez, corriendo en dirección a un pilar, pegando su espalda a este y agazapándose. Se asomó por uno de los costados, escondiéndose de nuevo y evadiendo un varios dardos de metal disparados por los ballesteros piratas.

«Myrienses...». El cabello negro, los ojos oscuros y el manejo maestro de las ballestas que portaban acabaron por delatarlos. «Myrienses, tyroshi... solo faltan los lysenos». «¿Por qué la Triarquía atacaría el palacio del Señor del Mar?». «¿Cómo es que siquiera entraron a Braavos?».

Sin embargo, no pudo especular al respecto, pues, por el rabillo del ojo, percibió a un gigantesco hombretón que cargaba sobre uno de sus hombros a Myriah, un fino hilo de sangre bajaba por la frente de la princesa. El pirata de brazos fornidos y barba corta se encaminaba a uno de los ventanales rotos.

«No, no pienso permitirlo».

La sangre en sus venas ardió como fuego valyrio, su corazón latiendo frenéticamente. Corrió en dirección al pirata, arrancando de sus frías manos una ballesta al cuerpo de un myriense. Saltó, esquivando a un dorniense y un tyroshi que peleaban, y se deslizó por debajo de una mesa, rodando por el suelo e incorporándose velozmente.

Y, cuando estuvo cerca, lo suficiente para confiar en que no erraría el disparo, apuntó la ballesta y, sin dudar, apretó el gatillo.

Un rugido de dolor brotó de la boca del tyroshi al sentir los tres dardos incrustándose en su espalda. Se tambaleó, dejando caer a Myriah. Daeron lanzó la ballesta a un costado, corriendo hacia Myriah. Respiraba, eso era una buena señal. Lo más rápida y cuidadosamente posible, la arrastró hasta uno de los pilares cercanos, recostándola contra este.

Pero, entonces, un potente golpe lo mandó volando por los aires. El piso se elevó a su encuentro, recibiéndolo con dureza, frialdad. Daeron ahogó un grito de dolor, su brazo y costado izquierdo entumecidos por el impacto.

Se reincorporó cómo pudo, apretando los dientes y sacudiendo la cabeza, intentando recobrar el sentido. Se dio media vuelta, descubriendo con horror que ante él se erguía el tyroshi al que había disparado. Maldijo para sus adentros, oyendo a sus instintos más primitivos ordenándole huir.

No obstante, permaneció de pie, quieto, desafiante, mirando a los ojos a aquel pirata. Su mueca era de ira pura, los labios del tyroshi torciéndose en una macabra y dorada sonrisa. El miedo lo abrumó por un segundo, pero se concentró en el dolor, en el fuego que quemaba su sangre, en el sabor metálico en su boca, en las lecciones de Gyllos, en su mantra.

«Tranquilo como las aguas en calma». «Veloz como un ciervo». «Fuerte como un oso». Fiero como un carcayú». «El miedo hiere más que las espadas», su mente evocó los lemas de los danzarines del agua, recordando lo poco que había aprendido durante las dos últimas semanas.

Inspiró hondo por la nariz. Colocó su cuerpo de costado. Exhaló por la boca, y dedicó una mirada imbuida en una abrasadora determinación al pirata.

—Vamos —dijo, firme, serio, sus latidos lentos, poderosos; las cicatrices ardiendo como el infierno—. ¡Muéstrame lo que tienes!

—Maldito mocoso —gruñó el portento tyroshi, desenvainando su espada.

Daeron no intentó golpearlo, sino que, al estar desarmado, corrió a una de las mesas aledañas, que estaba tumbada de costado. Debía hacerse con un arma, fuera cual fuese.

El tyroshi lo persiguió de cerca, escupiendo insulto tras insulto. Daeron se detuvo cerca de la mesa, y cuando su oponente alzó el brazo de la espada para asestar un golpe, se inclinó a un costado, evadiendo el ataque. La hoja se enterró casi diez centímetros, sobresaliendo por el otro lado.

Pero, al tratar de desencajar su arma, el tyroshi se vio incapaz de sacar su espada de la mesa. Daeron, con un veloz movimiento, rodeó al pirata, robando el cuchillo que escondía en su bota izquierda.

Lamentablemente, la decepción no tardó en golpearlo cuando descubrió que el puñal no era más que la empuñadura y un trozo de metal partido pegado a esta con resina.

«Maldición». Su plan había fracasado.

El tyroshi, que había renunciado a su espada, aprovechó su desconcierto, pateándolo en el pecho. Daeron rodó por el suelo, embarrándose con la sangre de los caídos. La patada de su oponente lo dejó tendido sin aire. Luchaba por recuperar el aliento. Empezó a levantarse, girando entre las piernas de su contrincante y esquivando un puñetazo que lo hubiera desorientado aún más.

Se reincorporó de un salto, sujetando el puñal. Se volteó, retrocediendo mientras evadía los salvajes golpes del pirata, en cuyos ojos ardía una furia asesina. Y aunque percatarse de aquello lo sacudió, Daeron no dejó que lo amedrentara.

Afirmó su agarre sobre la empuñadura del cuchillo roto, y cuando el tyroshi lanzó uno de sus golpes, se inclinó a un costado y lanzó un tajo al brazo del hombre. El filo mugroso del arma hirió el antebrazo de su oponente, que trastabilló, gruñendo, maldiciendo.

Daeron corrió hacia él, incrustando el cuchillo en su rodilla derecha. El grito del hombre sonó como un trueno en el salón, retumbando en los pilares de mármol. El platinado desencajó la hoja rota, pero tardó demasiado. Un rodillazo del pirata lo levantó en el aire, y luego un golpe de ambas manos del hombre lo mandó al suelo.

Todo su esqueleto se estremeció y sus músculos protestaron por el tremendo impacto. Sus oídos zumbaban, sus piernas, no respondían, y su visión comenzaba a nublarse. Su espalda dolía y su nariz sangraba, el sabor del hierro impregnado en su boca.

—Asqueroso bastardo —espetó el tyroshi—, ¡me cortaste!

Con sus últimas fuerzas, Daeron intentó ponerse de pie, pero el pirata lo frenó en seco al pisar su espalda. Un quejido de dolor escapó de los labios del valyrio, que luchaba por reincorporarse. No podía dejar que desaparecieran con Myriah. No podía dejar que lo hicieran las mismas cosas horribles que a él. No podía fallar otra vez.

El tyroshi elevó su pie, bajándolo con rabia sobre su lomo, descargando su frustración. Daeron, incapaz de moverse, apretó los dientes, las manos, los párpados, ahogando sus alaridos de ira, de impotencia, de dolor. Sintió que por poco perdía el conocimiento, pero se mantuvo despierto, aferrándose a esa misma sensación lacerante, a la rabia, al deseo de proteger.

Su oponente empezó a retirarse, caminando en dirección a Myriah, que seguía apoyada en el pilar, quizá creyendo que no iba a volver a levantarse.

«Grave error».

Haciendo acopio de sus energías restantes, ignorando el ardor de sus cicatrices y la sangre en su boca, Daeron se reincorporó y, en un destello, se desplazó hasta la espalda del tyroshi, saltando sobre este. Elevó la mano con la que sujetaba el cuchillo y lo enterró tan profundo, que alcanzó el hueso del hombro.

Nuevamente, el tyroshi aulló de dolor, pero Daeron no frenó ahí. Sacó el puñal, y luego lo clavó debajo de la axila del hombre, desagarrando cuero, carne y raspando el hueso. El pirata se debatió, intentando con desesperación atraparlo. Pero él no dejó de apuñalar y apuñalar.

—¡Quítate de encima, mocoso!

«No hasta que caigas», pensó Daeron, colgándose a su adversario como una garrapata a un perro.

Siguió incrustando aquel cuchillo una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Perdió la cuenta de cuántas puñaladas propinó al pirata que intentó secuestrar a la princesa, pero no paró ni disminuyó la intensidad de sus ataques.

Manchado de sangre, adolorido y con el corazón a punto de estallar en su pecho, Daeron observó cómo el tyroshi, sangrando por más de una docena de heridas, se desplomaba de bruces en el piso.

Y, sin embargo, a pesar de estar encima de su enemigo, derrotado y aparentemente muerto, no se detuvo. Su mano subió y bajó media docena de veces, apuñalando hasta el cansancio al pirata. El mundo en torno a él se desvaneció. Zumbidos inteligibles abrumaban sus oídos y la rabia nublaba sus pensamientos, descargando en cada golpe su furia, su impotencia.

—¡Basta, Daeron! —clamó una voz que se escuchaba lejana, casi como un susurro fantasmal.

La hoja rota de la daga se rompió, finalmente. Pero, aunque solo tuviera en su poder una empuñadura inofensiva, continuó apaleando el cadáver del tyroshi.

Finalmente, unos brazos lo envolvieron por detrás, separándolo de su enemigo muerto. Daeron, cegado por un frenesí violento, intentó librarse del agarre ajeno, retorciéndose como una anguila.

—¡Cálmate, Daeron! —clamó la voz, más nítida, cercana, había preocupación en su tono—. ¡Se terminó, basta!

«Reconozco esa voz», pensó, los latidos de su corazón y el ritmo de su respiración serenándose poco a poco. Al girar su cabeza y ver el rostro de quien lo sujetaba, una súbita sensación de paz y alivio lo golpeó. Soltó su arma y abrazó a Gyllos, no reparando en que ambos estaban embadurnados en sangre.

—¡Estás bien!

—Sí —respondió Gyllos, desconcertado y notablemente preocupado. Se separó de él, escrutando en su rostro y cuerpo en busca heridas—. Dioses... Mírate. Tu nariz sangra demasiado...

—Estoy... ¡Myriah! —Miró en todas direcciones, desesperado, agitado—. ¡¿Dónde está la...?!

—Hey, hey. Tranquilízate, Daeron.

—No, tengo que... —De repente, sus piernas y brazos se sintieron de gelatina. Su espalda dolía mucho y su cabeza daba vueltas.

«Ay, no...». Gyllos lo atrapó a la mitad de la caída, impidiendo que chocara con el suelo. Su vista se nublaba más y más y sus párpados pesaban como dos yunques. Aunque intentó mantenerse despierto, el cansancio terminó venciéndolo. 

Cerró sus ojos, y luego todo fue obscuridad. 

...

Nota del Autor:

Buen fin de semana a todos, espero se encuentren muy bien. Este capítulo es el más extenso que he escrito, teniendo literalmente poco más de diez mil palabras. Como es bastante largo, tómense el tiempo necesario para disfrutarlo y digerirlo poco a poco. No olviden dejar sus votos y comentarios y, sobre todo, gozar de esta historia. Éxitos y muy buena suerte a todos.

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