𝐈𝐕

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Gyllos, aturdido, contemplaba el salón. Los cuerpos inertes de los soldados con los que solía charlar y comer yacían entre dos pilares de mármol manchados de sangre. Mesas, sillas, platos, comida, cubiertos, tripas y extremidades adornaban el piso, las baldosas de piedra negra y blanca cubiertas por una capa de rojo.

El aroma a sangre y muerte plagaba la cámara, un perfume al que Gyllos ya estaba acostumbrado. Sin embargo, los demás no, a excepción de Garson Martell y Dromin. Incluso los soldados braavosi y dornienses se mostraban incómodos, descompuestos, cansados.

Había guardias que se encargaban de acomodar los cadáveres, tanto de nobles como de criados y soldados. Algunos apenas eran reconocibles, mientras que a unos cuantos habían perdido extremidades o, directamente, la cabeza. Esos piratas no mostraron piedad con nadie, ni siquiera con un par de jóvenes, hijos de un mercader reconocido al que Gyllos frecuentaba para comprar carne, a quienes abrieron en canal, robándole sus joyas.

No obstante, su preocupación principal seguía siendo encontrar a Daeron, pero el caos general de la situación y el frenesí de la batalla impidió que se centrase en su paladín. Pero, en cuanto sus hombres se reagruparon, unieron fuerzas con los dornienses y empezaron a recuperar terreno, Gyllos pudo dedicarse a la búsqueda del platinado y la princesa de Dorne.

Y los halló, pero no ocultos debajo de una mesa o escondidos cerca de la tarima del regente, sino que Myriah estaba inconsciente y recostada en un pilar, con un hilillo de sangre descendiendo por su frente, y Daeron empuñaba un cuchillo roto y apuñalaba a un moribundo hombretón con aquella arma.

Horrorizado y sorprendido ante tal imagen, Gyllos se paralizó por un segundo. La ira con la que Daeron golpeaba el cuerpo del tyroshi era impresionante, asemejándose más a un animal que a un niño de siete años, inmerso en un frenesí de salvajismo puro.

Recuperando el control de sí mismo, la Primera Espada de Braavos envolvió a su alumno con sus brazos, apartándolo del pirata. El chico se debatió, retorciéndose como una anguila, tratando de zafarse de su agarre. No lo había reconocido.

Solo luego de unos momentos Daeron se calmó, pero en cuanto la furia de sus ojos violáceos desapareció, también lo hicieron sus fuerzas restantes. Se desmayó, y Gyllos pudo atraparlo en plena caída, impidiendo que chocara con el suelo ensangrentado. Intentó que se mantuviera despierto, temeroso de que no volviera a abrir los ojos, por lo que presionó su oído contra el pecho del joven, relajándose a medida que los latidos del corazón de su aprendiz sostenían un ritmo constante. Suspiró, aliviado, y contempló el rostro de Daeron, quien, a juzgar por el fino hilo de sangre que descendía por la comisura izquierda de sus labios y la tensión de su cuerpo, había recibido una buena tunda de parte del pirata que yacía muerto a un costado; Gyllos se arrepentía de no haber podido matarlo con sus manos y hacerlo pagar por tocar a su pupilo y a la princesa dorniense, la cual estaba acostada a su derecha, inconsciente.

Recostó a Daeron junto a Myriah, quedándose a su lado mientras los soldados terminaban de rematar a los últimos corsarios de la Triarquía, sintiendo los golpes asestados por los invasores transformándose segundo a segundo en moratones; los leves cortes y heridas escociendo bajo su ropa. Y, minutos después de que los enemigos cayeran, llegó Dromin, acompañado por tres docenas de cirujanos, que atendieron a los lesionados.

De acuerdo al propio Dromin, Myriah y Daeron no habían sufrido lesiones graves, pero sí necesitarían varios días de descanso. Los cirujanos colocaron a ambos jóvenes en camillas improvisadas, hechas con bancos de madera y manteles.

—¿Alguien quiere explicarme qué acaba de pasar? —cuestionó Garson Martell, serio, había rabia contenida en su voz. No despegaba sus ojos de su hija, viéndola a la par que dos cirujanos la atendían y revisaban; sus dedos apretando con fuerza las empuñaduras de sus dagas; la ira relampagueando en sus iris morenos.

—Hombres de la Triarquía —señaló Gyllos, apuntando a los cadáveres de varios piratas—. Myrienses y tyroshi. Reconocería esas barbas pintadas y ballestas en donde sea.

—¿Cómo entraron a Braavos? Creía que ustedes estaban en guerra.

—No, no en guerra —corrigió Dromin, que untaba un emplasto que mitigaba el dolor en la espalda de Daeron—, solo en desacuerdo. Después de que la Triarquía aumentara el precio de la cuota por su protección en los Peldaños de Piedra, decidimos romper cualquier trato comercial con Myr, Lys y Tyrosh —explicó—. Hace meses que no recibimos nueva mercancía por su parte.

—La pregunta persiste, norteño —dijo Garson, cruzándose de brazos—. ¿Cómo entraron?

—No lo sé —respondió Gyllos, envainando su espada—, pero lo averiguaré.

—¡Mi señor!

Todos voltearon, viendo a un soldado corriendo hacia ellos. El hombre, de rostro congestionado y empapado en sangre, con su peto abollado, se detuvo delante de Forel. Respiraba agitadamente, como si hubiera corrido por horas.

Gyllos frunció el ceño. Notó los raspones en su coraza y el daño en la armadura de su pecho. De no haberla portado, seguro estaría muerto por el golpe.

—¿Qué ocurre?

—Mi señor —dijo el hombre, luchando por recuperar el aliento—, el Puerto Púrpura está bajo ataque.

Conmocionado por la noticia, Gyllos miró a Dromin y a Garson. El dorniense entrechocó sus cuchillos, y Dromin asintió, acercándose al soldado para revisarlo y cerciorarse que ninguna de sus heridas fuera letal.

Dedicó una última mirada a Daeron. Aunque quisiera quedarse a acompañarlo y esperar a que se despertara, no podía permitir que más mercenarios y piratas invadieran el palacio de su señor. Tichero estaba a salvo en el tercer piso del edificio central, custodiado por doscientos soldados y su guardia personal. Sin embargo, dejar que la escoria de la Triarquía se esparciera por Braavos y se abrieran paso nuevamente al palacio no era una opción.

«Volveré», prometió a su paladín inconsciente, dándose media vuelta.

—Ustedes —clamó, señalando a varios soldados braavosi—, conmigo.

Los soldados se miraron entre sí, luego volvieron sus ojos hacia él y asintieron, firmes.

Gyllos, junto a una tropa de cincuenta soldados, Garson Martell y sus lanzas dornienses, se encaminó a la puerta del salón, la mano izquierda aferrada a la empuñadura de Escarlata.

Recorrieron los pasillos a toda velocidad, llegando a la entrada del palacio, un enorme portón de madera del ocaso reforzado con barrotes de hierro. Tras abrirlo, pasaron por un gran puente de piedra que conectaba la isla donde se había erigido el monumental edificio con las demás islas que conformaban la Ciudad Secreta.

Con prisa, el pequeño ejército se dirigió al Puerto Púrpura, un conjunto de muelles ubicado no muy lejos del palacio del Señor de Mar. Allí, solo atracaban los navíos exclusivamente de Braavos y las embarcaciones pertenecientes al regente o a su familia. Pronto, a medida que se acercaban a su destino, Gyllos atisbó a la lejanía los casos y velas púrpuras de los barcos.

Al arribar, se encontraron con una escena estremecedora.

Varios barcos ardían, siendo lentamente consumidos por las llamas, que se arremolinaban en torno a los mástiles. Soldados braavosis se enfrentaban con ferocidad a lysenos, myrienses y tyroshi, quienes luchaban por escapar del puerto. Los mercaderes, pescadores, marineros y trabajadores de los muelles huían despavoridos hacia la ciudad; Gyllos vislumbró que algunos estaban heridos.

—¡Que ninguno deje el puerto! —bramó a su tropa. Con un rápido movimiento de muñeca, desenfundó a Escarlata. Y, sin pensarlo dos veces, se arrojó de cabeza a la batalla.

Los soldados braavosi y dornienses que lo acompañaron desde la residencia de Tichero rugieron a sus espaldas, cargando detrás de él contra sus enemigos. Garson Martell lo alcanzó, blandiendo una daga en cada mano.

Desconcertados y aterrorizados, los invasores se vieron superados rápidamente. Eran un puñado de ciento veinte hombres, por lo que la fuerza combinada de los guardias del puerto y la tropa heterogénea de Gyllos no tuvo demasiadas complicaciones a la hora de vencerlos. Y con la aparición de los refuerzos de la guardia cívica, toda esperanza de victoria del enemigo se desvaneció.

A pesar de la rabia que sentía, la Primera Espada perdonó a los intrusos que depusieron sus armas y alzaron las manos. Sin embargo, no tuvo piedad con aquellos que se negaron a rendir sus pendones. Cada una de sus estocadas descargaba una ira latente, que atravesó acero, cota de malla, cuero, carne e incluso hueso.

«¿Cómo se atreven a atacar mi hogar?». «¿Cómo se atreven a dañar a niños, matar a gente inocente?». «¿Es que acaso no tienen honor, malditos?». Aun con la vorágine de pensamientos que abrumaba su mente, Gyllos no perdió la compostura. Mantuvo su característica rectitud en su postura y la fluidez en sus pasos.

Pero estaba enojado, muy enojado. Su sangre ardía bajo su piel, y su agarre, normalmente delicado y ligero, se había convertido en una firme tenaza que amenaza con doblar la empuñadura de Escarlata.

Blandió su espada con magistral elegancia y una rapidez comparable a la del viento, cortando el rostro de un hombre. El lyseno de ojos azules cayó al suelo, retorciéndose de dolor e intentando detener la sangre que manaba del horrible corte que ascendía como un relámpago por su mejilla derecha hasta el ojo izquierdo.

Gyllos apuntó al cuello del hombre con la hoja de Escarlata. El hombre, sollozando, alzó una de sus manos, suplicante, las lágrimas mezclándose con la sangre que escurría por sus dedos.

«Ellos no perdonaron a los invitados y criados del salón». «Ellos torturaron a Daeron». «Son esclavistas, piratas, mercenarios». «Monstruos». Presionó la punta de la espada en contra de la yugular del lyseno, que cerró los ojos, temblando como un animal asustado.

«Tranquilo como las aguas en calma», una voz familiar resonó en su cabeza. Una voz todavía recordaba perfectamente. La voz de su mentor, del hombre que lo guio durante sus momentos más obscuros.

Gyllos, serenando su ira, respirando profundamente, recordando las enseñanzas de su maestro, el código por el que se regía su vida, envainó su hoja, alejándose. Un par de guardias braavosi se llevó al lyseno herido con el resto de los prisioneros.

El puerto, con cadáveres de soldados, piratas y mercenarios regados en los muelles y flotando en el agua, era un escenario macabro. Gracias a los esfuerzos de los guardias y los marineros, el fuego de los barcos fue apagado, no sin antes hundir media docena de galeras y dañar severamente dos dromones, columnas de humo ascendiendo al cielo como pilares de oscuridad.

El olor a sangre y a madera chamuscada se esparció en las cercanías, arrastrado por la fresca brisa de otoño. Gyllos ordenó cerrar la zona, establecer un perímetro para que nadie se acercara, anticipándose a la muchedumbre de ciudadanos curiosos y asustados que no tardó en presentarse en el puerto.

Mientras los soldados de la guardia de la ciudad y del puerto impedían el paso de las personas, Gyllos se paseó por la zona, tratando de descifrar qué había ocurrido. Evidentemente, comprendía que los myrienses, lysenos y tyroshi entraron a escondidas en la ciudad de alguna manera, burlando a la aduana, escabulléndose hasta el palacio del Señor del Mar.

Sin embargo, no entendía por qué ni cómo.

No era ningún secreto que Braavos y las otras cinco Ciudades Libres no se encontraban en los mejores términos con la Triarquía, pero eso no era excusa para iniciar una guerra. Aquello, en realidad, sería un suicidio en toda regla. Nadie, ni siquiera el Alto Consejo de la Triarquía, haría un acto tan temerario, o estúpido, como atacar a una de las más poderosas naciones de Essos.

—Ser Gyllos —dijo Garson, acercándose al espadachín. Dos guardias lo escoltaban—, ¿está bien?

—Sí, lo estoy. ¿Y usted?

—Preocupado —respondió, cruzándose de brazos y sacudiendo la cabeza. Miró a su alrededor—. Mi hija... ella.

—Estará bien —afirmó Gyllos—. Se encuentra en buenas manos. No conozco a ningún maestre o cirujano tan bueno en su trabajo como Dromin.

Aun se preguntaba cómo la princesa de Dorne había terminado allí o por qué Daeron la había mencionado. No servía de nada hacer suposiciones al respecto, no cuando tenía que concentrarse en resolver el misterio del atentado a la casa de su señor.

—¿Quién cree que envió a esta escoria? —preguntó Garson, había rabia en su voz.

—No tengo la menor idea —confesó—. Descartar la posibilidad de que la misma Triarquía haya querido matar a Tichero sería apresurado, pero los piratas no parecían interesados en él. De lo contrario, lo hubieran perseguido o atacado mientras huía.

—El Señor del Mar no era su objetivo, entonces. ¿Algún magíster o noble en concreto que pueda haberse ganado la enemistad del Alto Consejo?

—Ningún noble braavosi se relacionaría con la Triarquía, hasta los más codiciosos rechazan sus acuerdos —contestó—. Al menos, oficialmente, los magísteres y comerciantes no han hecho tratos con Myr, Lys y Tyrosh desde hace meses. Aunque conozco a uno que otro noble tan estúpido o avaro como para pactar con la Triarquía y traicionarlos —mencionó, recordando un par de nombres.

No obstante, Gyllos empezaba a formular su propia teoría. Compartirla con Garson Martell era arriesgado, incluso atrevido, una afrenta, una acusación severa. Sin embargo, si alguien podía arrojar un poco de luz sobre el caso, ese era el regente de Dorne.

—Príncipe Garson —dijo Gyllos—, si no me equivoco, usted sigue aliado con la Triarquía, ¿no es así?

Garson lo miró, en sus iris oscuros aún se reflejaba su rabia. Respiró hondo y meneó la cabeza.

—Después de lo que aconteció hoy, romperé todo vínculo con la Triarquía. Han puesto en riesgo la vida de mi hija y sus hombres masacraron a personas inocentes que no estaban involucradas con la guerra en los Peldaños de Piedra.

—Es una sabia decisión, lord Garson —asintió Gyllos—. Una que solamente un hombre como usted tomaría. Quizá por eso la Triarquía atacó Braavos. Tal vez sabían sobre sus planes de visitar la ciudad y querían deshacerse de usted antes de que cambiara de decisión y retirara su apoyo. —Inquirió.

El dorniense frunció el ceño, conmocionado.

—Pero pasé por los Peldaños de Piedra para llegar aquí. Si me quisieran muerto, me habrían atacado en Tyrosh. ¿Por qué emboscarme en Braavos y no en su territorio? —interrogó, pensativo. Observó a los barcos destruidos, a los cuerpos regados por el puerto, y luego volvió a ver a Gyllos—. He participado en la guerra de la Triarquía, los Targaryen y los Velaryon casi desde su comienzo. Me dejé llevar por los rencores del pasado. Un error que prometo enmendar.

» Gracias a Tichero y a este desafortunado incidente, por fin veo la verdadera cara de esos malditos del Alto Consejo. En cuanto mi hija se recupere, partiré a Dorne y retiraré a mis soldados de los Peldaños de Piedra.

—Recomiendo que permanezca en Braavos, mi señor —sugirió Gyllos—. Es muy noble de su parte que reconozca su equivocación, pero si se marcha ahora, morirá. Para desembarcar en Dorne, primero debe cruzar el territorio de la Triarquía, y dudo que se alegren de verle con vida. En cuanto perciban sus embarcaciones a la distancia, atacarán. No puede arriesgarse así. Su muerte y la de su hija no sirve a nadie que no sea el Alto Consejo.

Por más que Garson Martell quisiera tomar acciones en contra del Alto Consejo de Myr, Lys y Tyrosh por su intento de asesinato, navegar por las aguas del mar Angosto era una muerte asegurada para el príncipe. Los Peldaños de Piedra formaban una muralla de pequeñas islas, que se habían convertido en un bastión inexpugnable para las fuerzas de las Tres Hijas.

Cualquier nave que osara evadir las patrullas de la Triarquía y no pagar sus impuestos, sería derribada al instante por las múltiples ballestas, catapultas y los infames escorpiones. Y Garson, que había sido aparentemente marcado como objetivo, no tendría oportunidad de cruzar vivo.

Al parecer, el Príncipe de Dorne era consciente de aquella realidad, pues arrugó la frente y chasqueó la lengua, desviando la mirada, frustrado.

—Estoy seguro de que Tichero lo recibirá con los brazos abiertos en su palacio —dijo Gyllos.

—¿Incluso después de lo sucedido? —cuestionó Garson, incrédulo—. Por mi culpa murieron decenas de personas, gente inocente, buenos soldados.

—No fue su culpa, mi señor. Usted no tenía forma de saber que la Triarquía lo quería muerto.

—No, pero debí haberlo visto venir —respondió, negando con la cabeza—. Ahora estoy atrapado en Braavos, lejos de mi hogar.

—Prometo que encontraré a los responsables. Descubriré quién metió a los piratas a la ciudad y me aseguraré de que usted regrese a Dorne lo antes posible —juró Gyllos, solemne, decidido—. La Triarquía pagará, mi señor.

—De eso no me cabe duda, Espada. Ninguna.

...

Gyllos condujo a Garson de regreso al palacio del Señor del Mar, que ya se encontraba siendo patrullado por muchos más guardias que de costumbre. Los cuerpos de los caídos en la batalla decoraban el patio interior y el gran salón, y los soldados Flaerys rastrillaban la zona en búsqueda de enemigos supervivientes o aliados heridos. Varios cirujanos iban de aquí para allá, auxiliando a los lesionados, ya nobles, ya criados, ya guardias.

La Primera Espada de Braavos guio al Príncipe de Dorne a la tercera planta del edificio, subiendo con rapidez las escaleras. Casi cuatro docenas de soldados de armaduras broncíneas apuntaron sus lanzas hacia ellos cuando pusieron un pie en el último piso. Al percatarse de quiénes eran, bajaron sus armas. Gyllos contó lo acontecido en el puerto y mandó a una decena de los centinelas a ayudar a sus compañeros en las plantas inferiores. Luego, junto a Garson, entró a una sala abovedada, de resplandeciente ladrillo pálido, finamente decorada por tapices, alfombras y artículos lujos; una mesa rectangular en el centro y media docena de sillas a los lados, dos más en cada extremo.

Tichero estaba allí, acompañado por Dromin, quien se encontraba sentado en una de las sillas. El regente caminaba por la larga habitación con pasos nerviosos y jugaba inquieto con sus manos. Gyllos se asombró de verlo así. No recordaba que reaccionara de tal manera a un acontecimiento desde... Bueno, supuso que era normal: cualquiera que hubiese sufrido un atentado en su propio hogar estaba en su derecho de mostrarse aterrado, pero Tichero parecía más bien preocupado.

Pese a su evidente consternación, el Señor del Mar recibió a Garson y a Gyllos con educación y cortesía. Después de que informaran sobre cómo había finalizado la batalla, Tichero y Garson comenzaron a charlar al respecto de sucedido y si el Príncipe de Dorne podía quedarse en su palacio, compartiendo sus sospechas de que la Triarquía los había marcado a su hija y a él como objetivos.

—Claro, será un placer —dijo Tichero, sereno, incluso emocionado, sentado en una gran silla hecha de madera de arciano. Parecía más calmado, pero Gyllos notaba la tensión en sus hombros y espalda—. Puede quedarse todo el tiempo que necesite.

—Muchas gracias, lord Tichero. —Garson hizo un gesto de agradecimiento con su cabeza, casi una reverencia—. Con ese asunto zanjado, quisiera saber si usted estaría dispuesto a ayudarme.

—Por supuesto que sí, todo lo que necesite, Príncipe Garson, lo tendrá cuánto antes.

—Si no es mucha molestia —empezó el dorniense—, me gustaría solicitar que, cuando zarpe a Dorne, una flota de sus naves nos escolte. Tres de nuestras cinco galeras fueron destruidas en la batalla del puerto y veinte de mis doscientos hombres fallecieron por las llamas y las espadas del enemigo. Si debo pagar por su protección, lo haré; el precio no es un problema si se trata de la seguridad de mi hija.

Tichero miró a Gyllos, quien estaba de pie a su derecha, luego volvió su vista a Garson. Forel temió la posible respuesta de su amigo.

—Ah, Garson. —El regente de Braavos suspiró—. Eso ya es un poco más complicado.

Garson frunció el ceño, confundido.

—¿Complicado?

—Verá, hemos recibido informes preocupantes, muy preocupantes. La Triarquía está expandiéndose, buscando nuevas costas que atacar y poblados que saquear. Hace no mucho, lord Baratheon, uno de nuestros socios mercantiles más acaudalados, nos avisó que el Cabo de la Ira ha sido blanco de piratas últimamente. Piratas myrienses, tyroshi y lysenos.

Gyllos arrugó la frente, sus dedos cerrándose con fuerza en torno a la empuñadura de Escarlata.

—Imposible —murmuró Garson—. La Triarquía nunca se aventuraría tan lejos de los Peldaños de Piedra.

—Pues, o se están volviendo cada vez más osados o están interesados en expandirse. Mis contactos en Pentos también me hablaron sobre avistamientos de barcos de la Triarquía cerca de sus costas.

—Juzgamos erradamente al Alto Consejo —dijo Gyllos—. Su ambición es mucho más grande de lo que creímos.

—A este paso —comentó el Señor del Mar—, no tardarán en fijarse en las costas del Norte y en...

—Las costas del sur. —Inquirió Garson, la furia refulgiendo en sus iris marrones—. Por favor, lord Tichero, pagaré cuánto oro sea necesario, me endeudaré con el Banco de Hierro, pero présteme su fuerza. Dorne carece de una flota naval con la que defender sus costas, mi gente estará indefensa.

Gyllos miró a Tichero, quien seguía viendo fijamente a Garson. El Señor del Mar meneó levemente su cabeza

—Me encanta negociar, Garson, y te considero un buen hombre, como te he dicho. Sin embargo, temo que el asunto de la flota braavosi no es negociable.

—¿Cómo dice? —Perplejo, el Príncipe de Dorne abrió sus ojos de par en par.

—No es que no quiera ayudarte. Adoro ayudar. Gyllos lo sabe mejor que nadie. Pero cederte la flota de mi país, aunque sea un cuarto de la armada, sería complicado, arriesgado.

—¿Arriesgado?

—Sí. —Tichero entrelazó sus manos sobre su vientre—. Como sabrás, Braavos es una nación basada en el comercio. Tenemos uno de los ejércitos navales más grandes y poderosos del Mundo Conocido, pero la mayoría de nuestros soldados no han visto ni entrado en combate hace veinte años. Hemos suprimido revueltas y enfrentado a piratas, pero un conflicto a gran escala sería demasiado, incluso para mi país. Ninguna nación, por más que gane, sobrevive a una guerra, Garson.

—Además —añadió Dromin, que había guardado silencio hasta entonces—, al escoltarlo de regreso a su hogar, estaríamos dejando desprotegidas rutas marítimas que no podemos perder bajo ningún motivo. La Triarquía ha tratado de apoderarse de ellas tantas veces que ya ni siquiera llevamos la cuenta.

Garson, dedicando una mirada fulminante a Dromin, entornó los ojos. El maestre ni se inmutó. Una incipiente preocupación comenzaba a crecer en Gyllos.

—Pensé que no estaban en guerra con la Triarquía.

—No lo estamos —afirmó Gyllos, rápidamente—. No nos han declarado la guerra porque están lidiando con Corlys Velaryon y Daemon Targaryen en los Peldaños de Piedra, y enemistarse con nosotros no los beneficiaría. Pero eso no impide que envíen pequeños grupos de dos o tres barcos a atacar a los nuestros.

—Entonces, ¿no me ayudarán? —preguntó Garson, volviendo su mirada hacia Tichero—. ¿Dejarán a mi gente morir? ¿Permitirán que esos piratas malnacidos los maten, violen, esclavicen y vendan?

—Yo nunca dije que me quedaría de brazos cruzados —dijo Gyllos, sereno pero firme—. Garson, entiendo que estés enojado. Han intentado matarte, han herido a tu hija y estas noticias no te tranquilizan en lo absoluto. Juro, por el apellido de mi familia, que voy a ayudarte. Pero todo a su tiempo. El tema del apoyo a Dorne debo discutirlo con los magísteres. Así que, por el momento, recomiendo que vayas con tu hija y descanses.

Gyllos, con una sensación amarga en su boca, se forzó a mantener sus labios cerrados. Por mucho que lo deseara, no había forma en que él pudiera ayudar a Garson. Era un simple jaque, un danzarín del agua con el título de Primera Espada de Braavos, el cual no otorgaba el poder de convocar al ejército de su país y marchar a una guerra. No, los privilegios que concedía su cargo eran mucho menos impresionantes.

Sin embargo, no se arrepentía de haber rechazado las propuestas de lord Essiris, Forassar y Faenorys, que lo tentaron con la oportunidad de convertirse en general de las fuerzas de sus familias. Gyllos era consciente de que no tenía madera de comandante.

«Soy un guerrero, no un general», recordó.

Garson, cabizbajo, impotente, desprendiendo un aura rebosante de rabia, se puso de pie, se despidió con un ademán de cabeza y se marchó de la sala de asambleas. Gyllos lamentaba profundamente no haber sido de ayuda.

—No te presiones —dijo Tichero, como si pudiera leer su mente—. Aunque fueras general, un magíster o el Señor del Mar, el resultado de esta reunión sería el mismo.

—Lo sé, lo sé. —Respiró hondo, pellizcando el puente de su nariz—. Necesitamos que todos los magísteres estén de acuerdo para ir en contra de la Triarquía, o al menos prestar un cuarto de nuestra flota a Garson.

Tichero asintió, acomodándose en su asiento. Aunque fuera el regente de Braavos, su título y posición no brindaban el derecho a hacer todo lo que anhelara. Al dictar sus leyes, por ejemplo, estas debían ser juzgadas y aceptadas por el resto de los magísteres, al igual que las decisiones de índole militar.

Dromin se desplomó sobre su asiento, masajeando sus sienes.

—Aunque tuviéramos mil buques de guerra, Forassar y sus seguidores no querrían prestar ni un barco a Garson.

—¿Y tú sí? —preguntó Gyllos.

—Claro que sí. Tal vez Garson me detesta, pero es porque no conoce mi lado encantador. —Dromin sonrió, acariciando su frondosa barba—. Además, no tengo nada en contra del hombre. —Arrugó el entrecejo, los ojos grises clavados en la mesa—. Está desesperado.

—Sí, lo está, y por debemos ayudarlo —sentenció Tichero, poniéndose de pie—. Mañana a la mañana citaré a los magísteres en el Palacio de Justicia.

—¿No sería mejor realizar la asamblea en el palacio, mi señor? —interrogó Gyllos.

—¿Hacer una reunión de magísteres en el mismo lugar en el que murieron cuarenta y cinco nobles, veinte criados y cincuenta soldados? —Dromin arqueó una ceja—. Tampoco me agrada la idea que lord Tichero abandone el palacio, sobre todo luego del ataque. Sin embargo, citar a los magísteres en otro sitio sería lo mejor.

Gyllos, a pesar de discrepar, no protestó.

—Muy bien —dijo Tichero, encaminándose hacia la puerta—. Trataré de coordinar la reunión. Por mientras, recomiendo a ambos que descansen. Tienen el día libre hasta mañana.

—Mi señor... —empezó Gyllos, pero el Señor del Mar lo detuvo alzando su mano.

—Tu paladín casi muere hoy, Gyllos, y tú debes recuperar fuerzas —advirtió, apuntando con su dedo a los vendajes que ocultaban la herida en su costado—. Estaré bien. Hay quinientos guardias repartidos en cada planta y cuatro docenas de soldados resguardando la entrada de mis aposentos. Ya hiciste suficiente por hoy. Mereces dormir unas horas y cuidar de tu muchacho.

Gyllos abrió la boca, pero enseguida la cerró. Por poco se había olvidado de Daeron, su malherido paladín. Concentrarse en su labor como Espada de Braavos lo había distraído tanto que apenas recordaba el estado del platinado.

«¿Cómo pude ser tan estúpido?». Una horrible sensación de vergüenza lo abrumó.

—Gracias, mi señor —atinó a decir, cabizbajo.

Tichero sonrió.

—Te veré mañana en el Palacio de Justicia.

El Señor del Mar abandonó la sala, dejando a solas a Dromin y a Gyllos. El maestre se levantó de su asiento, alisando su túnica esmeralda y caminando junto al espadachín a la puerta por la que momentos atrás había salido el regente.

—Me preguntaba cuándo lo recordarías —dijo Dromin. Gyllos lo miró, apenado, enojado consigo mismo. El norteño sacudió la cabeza, palmeando su espalda—. Tranquilo, el trabajo puede abstraerte de la realidad más seguido de lo que piensas.

—Es un niño, Dromin —respondió—, y yo lo dejé solo por horas.

—No está solo —repuso—. Los cirujanos están con él desde que te fuiste. Tienes un deber como Primera Espada de Braavos, Gyllos.

—Y también con él como su maestro —señaló.

«¿Cómo se supone que arregle esto?». Era consciente de los riesgos que implicaba adoptar un pupilo. Se trataba de un compromiso, una responsabilidad de tamaño e importancia semejante a la que poseía con su nación y sus habitantes. Supo desde el primer momento que no sería una tarea sencilla, pero, tras lo acontecido horas atrás, recién empezaba a entender el desafío que representaría estar ahí para Daeron y para Braavos.

—Fallé.

—No, no —replicó Dromin, deteniéndose delante de la puerta—. Al igual que él, estás aprendiendo. Aunque seas un espadachín consagrado, no eres un maestro, ni un dios que todo lo puede. No siempre estarás ahí para Daeron; tu trabajo como Protector de Braavos demanda mucho tiempo y atención, pero también tu papel como mentor. No será fácil. Habrá obstáculos en el camino, pero tengo fe en que encontrarás la forma de solucionarlo.

—¿Y si no? —preguntó, viendo a Dromin, consternado—. ¿Qué pasa si no lo logro y decepciono a Daeron y a Tichero? ¿Y si es imposible?

Había enfrentado a piratas, vencido a los más diestros y letales espadachines y ganando un sinnúmero de torneos, pero jamás había entrenado a nadie. Algunos creían que era capaz de conseguir hazañas impresionantes, hitos de los cuales nadie salvo él podía jactarse de haber concretado.

Sin embargo, no importaba lo rápido, habilidoso o talentoso que fuera. Aquellas aptitudes no lo ayudarían en lo absoluto en ser un buen maestro y cumplir a la vez con su deber como Primera Espada de Braavos.

Y, a pesar de su angustia, Dromin sonrió, posando una de sus manos en su hombro.

—Lo lograrás, Gyllos. Tú siempre logras lo imposible.

...

No estaba en Lys. Tampoco en Braavos. Se hallaba flotando en la nada, rodeado por obscuridad, hundiéndose en un infinito vacío.

«¿Es un sueño?». «No, si lo fuera, ellos estarían aquí».

Siempre que soñaba, su mente lo transportaba a la ciudad en la que había crecido, al orfanato, recordando aquello que su accionar había desencadenado. Revivía la matanza que no alcanzó a presenciar, pero sí a oír, el medio año que pasó a servicio de los Rogare y los diferentes castigos a los cuales Lysorro lo condenó.

Y aunque intentaba huir, taparse los oídos, rascarse las cicatrices o despertar, el mundo de las ensoñaciones lo mantenía cautivo, obligándolo a rememorar y experimentar una y otra vez aquellas horrendas vivencias.

Emma, los demás niños, las mujeres del orfanato, los chicos que golpeó en los reñideros de rata, el hijo de lord Rogare, Lysorro y el mismo señor de los Rogare se presentaban ante él. Lo miraban, quietos, en silencio, juzgándolo, maldiciéndolo, atormentándolo. Muchos habían muerto por su culpa, mientras que algunos, al parecer, deseaban continuar haciendo de su vida una miseria.

Pidió perdón más de mil veces a la joven septa de rostro gentil, a sus compañeras y a los infantes que fueron masacrados. Pero ellos no se movían, no hablaban, ni siquiera mostraban un ápice de ira u odio en sus inexpresivos semblantes. Admitió merecerlo. Aceptó que los espectros de sus difuntos conocidos lo persiguieran por toda la eternidad.

Sin embargo, rogó que entendieran que no había sido su intención, ¡que solo intentaba evitar que ese bastardo siguiera abusando de ellos! ¡Que había hecho lo que ninguno de ellos se atrevió a hacer jamás! No se creía más valiente que las septas que soportaron por años los abusos del hijo del magíster o los niños que, al igual que él, sobrevivieron al hambre, la sed y el dolor sin quejarse.

Era consciente de que no era un héroe; no había ayudado a nadie. Por sus actos decenas de niños y mujeres estaban muertos. Haber provocado el asesinato del hijo de lord Rogare no había desencadenado cambio alguno, solo la carnicería en el orfanato. No era un revolucionario, no era un libertador, no era un personaje de leyenda, sino un pobre niño enojado directamente responsable de las muertes de gente inocente, buena gente.

Pero lord Rogare y su asqueroso hijo no tenían derecho a aparecerse y recordar lo patético que era. ¡¿Cómo se atrevían?! Esos bastardos degenerados no eran mejores personas. No, se trataban de la peor escoria en el Mundo Conocido.

Había matado a Emma y al resto, intencionalmente o no, pero se arrepentía. Dudaba que los Rogare siquiera sintieran una pizca de lástima por los esclavos domésticos, guerreros y de cama que maltrataban y menospreciaban día y noche. Los consideraban inferiores, objetos, ¡menos que eso!

Eran peores que asesinos o violadores. Eran monstruos. Y se había prometido que, además de proteger a todos aquellos que no fueran capaces de defenderse por sí mismos, también los vengaría. Mataría hasta el último de los monstruos. Limpiaría el mundo de esa enfermedad. No obstante, las palabras de Dromin lo habían hecho vacilar.

«¿Realmente todos los nobles son como Rogare?». La respuesta a aquella pregunta por parte del maestre lo confundió, pero conocer a Myriah Martell abrió sus ojos.

Myriah era divertida, respetuosa y amable. Si bien era la Princesa de Dorne y la heredera de su padre, el actual regente, nunca lo consideró inferior ni se dirigió a él con desdén. En realidad, ambos la pasaron bien corriendo, escalando, comiendo y conversando Myriah parecía más una niña cualquiera, como las que conoció en el orfanato, que una noble caprichosa y engreída.

Gyllos, su maestro, de acuerdo a lo poco que Dromin contó sobre su pasado, también era de sangre noble. Y, aunque su primer encuentro fue... difícil, Forel, lejos de maltratarlo o hacer de su vida un infierno, lo alentaba a seguir, lo felicitaba por sus avances, bromeaba su lado, preguntaba si quería tomarse descansos cuando lo notaba cansado.

Quizás, al final, su promesa sería mucho más complicada de cumplir de lo previsto.

No era cuestión de matar a diestra y siniestra a cada noble que se cruzara en su camino. Como bien había dicho Dromin, eran personas. No todos los nobles eran tiranos y no todos los esclavos eran santos.

De repente, mientras divagaba en sus reflexiones, su visión se despejó. Chocó contra un suelo empedrado, pero la caída no dolió.

Confundido, entornó los ojos, intentando acostumbrarse a la resplandeciente luz del sol, que brillaba con fuerza en lo alto. En cuanto se acostumbró a la iluminación, se incorporó, mirando a su alrededor. Sin embargo, fue incapaz de reconocer en dónde se encontraba.

Altas paredes de piedra rojiza rodeaban el amplio jardín, adornado por hermosas plantas verdes y flores de colores vivos. Había una galería a un costado, un poco por encima del piso adoquinado, que también poseía un color carmesí. Daeron, volteó hacia atrás, notando con sorpresa varias mesas llenas de armas colocadas muy cerca de una de las paredes.

«Esto es o un jardín bastante bien equipado, o un patio de armas muy bien decorado», inquirió el platinado.

Miró en otra dirección, contemplando dos enormes puertas de bronce. No había nadie en las almenas de las murallas, ni en las torres que se erguían orgullosas a los costados del portón. Al volverse, quedó paralizado al ver que, frente a la imponente puerta, se alzaba un gigantesco castillo rojo de siete torres coronadas por baluartes de hierro, banderas negras con el símbolo de un dragón tricéfalo ondeando al viento.

Boquiabierto, dio un paso atrás. Estando conmocionado y con mil interrogantes en su cabeza, el solemne ritmo de unas pisadas metálicas lo hicieron darse vuelta velozmente, adoptando una postura defensiva.

El portón de bronce se abrió de par en par, como si una poderosa ráfaga de viento lo hubiera empujado desde el exterior. Daeron vislumbró la figura de un joven de cabellos e incipiente barba dorada acercarse más y más. Caminaba con un porte regio, elegante y seguro. Aquel misterioso muchacho andaba con naturalidad, como si la armadura de escamas negras que portaba encima no pesara nada.

«¿Y este quién carajos es?». Aún sin comprender lo que ocurría, cómo había llegado allí o qué persona tenía delante de él, Daeron se mantuvo firme, luchando contra sus instintos, que lo incitaban a huir.

Una vez el joven atravesó el portal, las puertas se cerraron. Su armadura estaba hecha de acero negro y las pequeñas escamas y placas se entrelazaban entre sí, formando y uniendo placas más grandes. No había aberturas, salvo por el fino visor del casco adornado con alas de dragón a los costados que sostenía bajo el sobaco, su mano derecha cerrada en torno a la empuñadura de una espada larga que colgaba de su cinturón.

Al tenerlo más cerca, Daeron se percató de que era seis u ocho años mayor y que sus ojos eran de un tono violeta. Sin embargo, su tez era clara, no tanto como la de Dromin, pero sí más pálida que su piel morena. Pero los rasgos de su rostro eran inquietantemente parecidos a los suyos.

Un escalofrío recorrió su espalda, pero no retrocedió. A pesar de estar desarmado y no portar ni un pedazo de armadura, Daeron no pretendía escapar. No obstante, el muchacho se quedó mirándolo, estudiándolo de pies a cabeza sin mover un músculo o pronunciar palabra alguna.

Con su corazón acelerando el ritmo de sus latidos poco a poco, luchó para no flaquear y controlar el leve temblor de sus manos y piernas.

El muchacho de imperturbable semblante sereno, luego de unos momentos de tenso e incómodo silencio, señaló con un dedo de su mano izquierda las mesas abarrotadas de espadas, hachas, dagas, lanzas, arcos y flechas.

—Elige —dijo en valyrio, firme, calmo.

Daeron, frunciendo el ceño, arqueó una ceja, mirando de soslayo en la dirección que apuntaba misterioso joven. No comprendía cuáles eran sus intenciones, pero desafiar a alguien mayor y armado hasta los dientes no era un riesgo que pensase tomar.

Lentamente, caminó de espaldas hacia las mesas, sin quitar ni por un segundo sus ojos del caballero, que lo siguió con su vista. Ambos sostuvieron un duelo de miradas, y en cuanto Daeron sintió su espalda chocar con una de las mesas, se dio vuelta, agarrando rápidamente una espada corta y, al girarse, vio a su oponente colocarse el yelmo alado.

—Prepárate —sentenció, sus iris púrpuras brillando con intensidad en las estrechas hendiduras de su negro casco.

El joven desenvainó su espada, una hoja más negra que las escamas de su armadura y la tela de su capa, la luz del sol refulgiendo por el acero. Ondulaciones y bucles oscuros recorrían el metal. Sin previo aviso, se abalanzó en contra de Daeron, acortando la distancia que los separaba en un instante.

El platinado trastabilló, lanzándose a un costado y esquivando un tajo vertical de su adversario que astilló la mesa que tenía detrás, haciendo saltar las armas por los aires.

—¡Mierda! —maldijo, reincorporándose.

Colocó su cuerpo de costado, sujetando el arma con fuerza, como si su vida dependiera de ello. El joven revestido con armadura se volvió, lanzándose hacia él de nuevo. Daeron hizo girar su espada, bloqueando un golpe desde arriba, chispas se desprendieron por el impacto del acero y un pequeño trozo de metal cayó al suelo.

Al elevar la vista, Daeron se percató de que la hoja de su adversario había hendido levemente la de su espada. Dio un salto, pateando el pecho de su oponente y tomando distancia. El mayor retrocedió, pero no perdió el equilibrio ni soltó su espada. Daeron, fugazmente, revisó la hoja de su arma, notando un corte superficial.

«Oh, no». Solo conocía un metal capaz de destruir otros metales, uno que cortaba el más duro de los aceros como si fuera mantequilla. Sospechaba que la aleación de la hoja de su adversario no era normal; no obstante, jamás imaginó que se tratara de una espada de acero valyrio.

«Estoy muerto», concluyó rápidamente. Aunque tuviera en su poder mil espadas, ninguna tendría una mínima oportunidad de destruir o aguantar un duelo prolongado contra el arma de su oponente.

Tal vez no era un gran conocedor de la historia del Feudo Franco las magias que se practicaron en sus días, pero todo el mundo, incluso un esclavo como él, sabía acerca de la indestructibilidad y el peligroso filo de las armas forjadas con aquel metal.

Sus instintos predadores gritaban que retrocediera, que huyera. Y, sin embargo, no lo hizo. Había algo que impedía que escapara. Una voz interna que gritaba que se quedara, que luchara. Su sangre hervía, su corazón latía con fuerza, como un tambor golpeado violentamente que amenazaba con reventar su pecho.

Fijó sus ojos violetas en el chico ataviado con la armadura de escamas negras. Un relámpago de determinación surcó sus iris violáceos, semejante a las llamas moradas que ardían en los orbes del joven caballero.

Daeron respiró hondo, reafirmando el agarre sobre la empuñadura de su espada y adoptando la posición de los jaques. Cuerpo de costado, hoja apuntando al rival, mano libre tras la espalda.

Aunque llevaba yelmo y no podía ver otro de sus rasgos que no fueran sus ojos, percibió que el muchacho misterioso parecía emocionado. Este, sin dudarlo, se impulsó hacia Daeron nuevamente, cerrando distancia en un instante.

El lyseno también corrió en dirección a su oponente. Realizó una falsa finta, inclinándose a la derecha, para luego girar y moverse a la izquierda. Su rival erró un golpe, chocando su espada con el empedrado. Daeron, aprovechando la abertura, propinó un contundente tajo en el muslo izquierdo, pero su hoja se estremeció y rebotó al impactar con el metal.

Retrocedió, aun con sus ojos clavados en su adversario, atento, peligroso. El caballero giró sobre sus talones, hendiendo el aire con un tajo lateral. La punta de su espada por poco alcanza a Daeron, que no se había alejado lo suficiente. El precio de su descuido fue una herida vertical en su nariz, la sangre manó, tibia.

Daeron, quien apenas había evitado el golpe al inclinarse hacia atrás, trastabilló, apretando los dientes. Una llamarada de dolor recorrió sus mejillas y nariz, pero lo ignoró, centrándose en el combate.

Contraatacó rápido como un destello, efectuando un tajo ascendente, raspando el peto y casco de su oponente. Sin embargo, era incapaz de atravesar su coraza. El caballero hizo un movimiento de barrido. Daeron, que estaba a no menos de dos palmos de distancia, se agazapó, oyendo la hoja silbar por encima de su cabeza.

Rodó, y luego se incorporó de un salto. Miró de soslayo a sus espaldas, encontrándose con que estaba al lado de las mesas llenas de armas. Volvió la mirada a su adversario, el cual comenzó a correr hacia él.

Daeron, sin tiempo para pensar, agarró lo primero que su mano libre encontró, se lanzó a un costado, evadiendo la embestida del joven acorazado, y se irguió. Su contrincante alcanzó a desviar su rumbo a tiempo, evitando destruir la mesa y acometiendo en su contra de nuevo.

Actuando por instinto, Daeron blandió lo que tenía en su mano izquierda, arremetiendo en la dirección del caballero. Vislumbró lo que parecía ser a todas luces una segunda espada, y el sonido del metal del arma resonando al impactar con el acero de la armadura de su oponente lo confirmó. Era idéntico al de la espada que sujetaba con su mano derecha.

Una sorpresiva patada del mayor lo desconcertó. Dio vueltas en el piso de piedra, y habría rodado mucho más si no se hubiera detenido al apoyar una de sus manos en el abrasador empedrado. Daeron alzó la mirada, luchando por recuperar el aire.

El caballero avanzaba rápidamente, sujetando con firmeza y decisión su espada larga, los rayos del sol refulgiendo en los bucles de su frío y negro acero. A pesar de llevar puesta una armadura de placas no mostraba señales de estar cansado. Ni siquiera había atisbado una mísera gota de sudor descender por su frente.

En definitiva, aquel muchacho no era cualquier espadachín. Sus golpes eran potentes, pero no destructivos. Demostraba una velocidad asombrosa, pero no era tan rápido como Gyllos. Aun así, seguía estando muy por encima de sus aptitudes. Además, portaba una armadura que, si bien lo hacía más lento, otorgaba una protección inquebrantable.

«¿Estará hecha de acero valyrio también?». No. Imposible. Nadie era tan loco o condenadamente rico como para gastarse una fortuna en aquellas armaduras. Se decía que poseían propiedades mágicas y que se arreglaban solas. ¡Una sola pieza valía un reino entero! Pero era rumores, mitos, leyendas, cuentos que Emma contaba en las noches.

Pero aquel joven caballero misterioso iba vestido con una, llevándola como si fuera parte de su ser, como si no pesara en lo absoluto, moviéndose con regia elegancia y una determinación abrumadora.

Sin embargo, no planeaba rendirse.

Armado con dos espadas cortas, Daeron se irguió, inspirando profundo por su nariz y exhalando por la boca. Miró a su oponente a los ojos, esos ojos que lo observaban con curiosidad, emoción.

El fuego en su interior ardía cada vez con más fuerza, abrasando su alma, quemando sus músculos. Su sangre fluía como un violento torrente de fuego valyrio. No iba a dar marcha atrás. Aquella era una prueba, lo presentía. Si podía vencer a un caballero equipado con una espada y una armadura de acero valyrio, no habría contrincante que pudiera derrotarlo.

Posicionado de costado, empuñó sus espadas en una pose extraña. Las hojas de ambas armas apuntaban a su adversario, y mientras una de las empuñaduras estaba a la altura de su pecho, Daeron sujetaba la otra por encima de su cabeza.

Esperó, escuchando el retumbar de su corazón, aislando todo ruido o estímulo externo. Enfocó su vista en el muchacho de coraza negra, el cual se había quedado quieto, hasta ese momento. Empuñando su espada larga, corrió hacia Daeron, que acometió en su contra.

La colisión de las tres hojas desprendió chispas anaranjadas y varios pedazos de metal, diminutos fragmentos de las espadas de Daeron. Como un violento tornado, el paladín de Gyllos Forel comenzó a danzar en torno a su enemigo. Un baile sin gracia, carente de ritmo, pero letal. Las hojas de Daeron golpearon una y otra vez la armadura de su oponente, que miraba y giraba en todas direcciones, tratando de asestar un tajo, una estocada, pero Daeron era un blanco difícil al que atinar, tanto por su delgadez como por su tamaño.

Cada descarga hacía que los brazos del platinado se estremecieran y sus espadas se desquebrajaran. Pero no se detuvo. Siguió rodeando al caballero, desencadenando una ráfaga de veloces ataques, el acero centellando en el aire.

El muchacho de armadura continuó debatiéndose, balanceando su espada en vanos intentos por golpear a Daeron, y aunque la estrategia del más joven aparentaba no dar resultados, no frenó su acometida ni por un instante.

Al cabo de unos momentos, su velocidad y la potencia de sus movimientos comenzaron a disminuir. Estaba empapado en sudor, y su respiración agitada presagiaba que sus energías se acabarían pronto. Aun así, quiso proseguir, pero en un descuido un repentino golpe vertical lo obligó a protegerse con sus espadas, que estallaron en decenas de cientos de esquirlas de acero.

Conmocionado, Daeron no reaccionó a tiempo, recibiendo el ataque previo sin poder bloquearlo. La hoja rasgó su camisa y carne desde el hombro derecho hasta su ombligo. Un súbito dolor lo asoló. Cayó de rodillas al suelo, apoyando las palmas de sus manos en el empedrado.

Sentía que el calor en su cuerpo se esfumaba, al igual que su vida con cada suspiro. La sangre manaba de su horrible herida en forma de pequeños hilillos de sangre que, lentamente, formaban un charco rojo carmesí. Quiso ponerse de pie, pero sus piernas no respondían, tampoco sus brazos.

Las empuñaduras de sus espadas se resbalaron de sus dedos. Como pudo, alzó la mirada, desafiante, entornando los ojos. No se vio frustrado al notar que la armadura de su oponente no había sufrido demasiado daño; las pequeñas abolladuras y diminutos cortes parecían cerrarse poco a poco, como si la armadura se sanara a sí misma.

El caballero lo contemplaba, no con orgullo, ni decepción, sino con solemnidad, como si lo estuviera juzgando. Daeron, frustrado, indispuesto a aceptar la derrota, trató de reincorporarse una vez más, la sangre fluyendo por su torso.

—No —dijo su enemigo, serio—. Has perdido.

Por un instante, dudó. Luego, recapacitó, redoblando su esfuerzo. Se incorporó, quejándose, tosiendo sangre.

—¿Y quién lo dice? —preguntó, apoyando sus manos en sus piernas. El cuerpo entero rogaba que se detuviera, que se desplomara y esperara a morir desangrado, pero, como siempre, se negaba a permanecer en el piso. Ya había caído cientos de veces, ¿qué costaba levantarse una más?—. ¿Tú? Ni siquiera me importa... lo que digas... No te conozco.

—La próxima, quizás, si me vences, te revelaré mi nombre —sentenció, casi como una promesa.

—¿La próxima? —Frunció el ceño, confundido. No entendía nada. Su herida era una sentencia de muerte, no habría ninguna próxima.

Tosió sangre, clavando una rodilla en el suelo. Se llevó una mano al pecho; la sangre empezó a escurrirse entre sus dedos. Los latidos de su corazón eran más y más débiles a cada segundo. Su vista se nubló y sus oídos fueron invadidos por zumbidos inteligibles. Pero pudo escuchar las últimas palabras del caballero negro.

—Sí. La próxima. —Se acercó, alzó su espada por sobre su cabeza, y luego bajó sus brazos, golpeando a toda velocidad.

Daeron no apartó la mirada, afrontando su destino. Había sido un idiota al no enfrentar a un rival de esa talla. Nunca estuvo a la altura. Nadie era responsable de su trágico y temprano final más que él.

Pero, para su sorpresa, cuando la espada impactó contra su cabeza, todo a su alrededor se desvaneció como por arte de magia. Y, al parpadear de asombro, se despertó en otro sitio, uno familiar.

Se incorporó de un salto, empapado en sudor, respirando entrecortadamente. Tocó su pecho en busca del horrible corte, pero no encontró nada, ni una mancha de sangre. En cambio, cuando la sorpresa inicial pasó, un lacerante dolor en su espalda y costado lo hicieron maldecir en voz baja.

Recorrió el lugar con su mirada. No había estado en la habitación con anterioridad, pero sabía, gracias a las paredes de piedra y el amplio ventanal de cristal por el cual se filtraba la grisácea luz de la madrugada, que se encontraba en Braavos. Había lámparas de aceite que iluminaban tenuemente la gran habitación repleta de camillas y mesas con instrumentos médicos, ungüentos y vendajes.

«Aquí debe ser donde trajeron a los heridos», pensó, recordando el atentado que había vivido hace no mucho y a...

«¡Myriah!».

Pero antes de que pudiera levantarse de la cama, un par de cirujanos, ataviados con sus túnicas color crema, lo detuvieron, sujetándolo con cuidado. Estaba demasiado débil como para liberarse, física y mentalmente. En su piel y carne todavía ardían los moratones en la espalda y el golpe en el costado y su reciente experiencia en el mundo de las ensoñaciones lo había dejado... aturdido.

Tenía muchísimas preguntas y ninguna respuesta. ¿Por qué los piratas habían atacado el palacio del Señor del Mar? ¿Cuáles eran los motivos de la Triarquía para invadir Braavos? ¿Dónde y cómo estaban Myriah, Gyllos y Dromin? ¿Quién era aquel caballero que lo visitó en sus sueños? ¿Por qué lo desafió? ¿A qué se refería con verlo la próxima si estaba letalmente herido?

No sabía contestar a ni una sola de las tantísimas interrogantes que lo abrumaban. Para su fortuna, antes de que su cabeza explotara, Gyllos se apersonó; aún vestía el mismo conjunto de antes.

Parecía cansado, como si no hubiera dormido en varias horas. Daeron advirtió que sonreía, no alegre ni burlón, sino aliviado. Su maestro despidió a los cirujanos y se sentó en un taburete de madera cercano.

Ambos se miraron mutuamente. Daeron no apartó la vista, por mucho que quisiera. Se sentía como un imbécil por haber creído que podría detener a un hombre que lo superaba tres veces en altura y cuatro o cinco en musculatura. Aquello quizás lo habría costado la vida de no ser por el empeño del pirata en secuestrar a Myriah.

Dispuesto a aceptar las consecuencias de sus actos, abrió la boca para hablar, pero Gyllos fue más rápido.

—Me alegra saber que estás bien.

—Yo... —Sorprendido, Daeron titubeó por un momento—. Gracias. ¿Cómo estás tú?

—Nada fuera de lo normal —contestó, encogiéndose hombros—. Un golpe en el costado y varios cortes superficiales. Tendré que estar lejos de la acción por unos días. Eso es lo peor.

—Dudo que los piratas hayan tenido oportunidad contra ti.

—Ah, Daeron, a veces hasta los peores combatientes pueden vencer a los mejores —mencionó—. Si hay algo más importante que la habilidad, el talento, la fuerza, la velocidad o la inteligencia en un combate, es la suerte. Uno de los tyroshi, el que me dio un golpe en el costado, estoy seguro de que me hubiera roto un par de costillas de no ser porque su arma estaba desgastada.

«Yo también tuve suerte», medió, bajando sus ojos hasta sus manos vendadas, que se aferraban a las frazadas que lo cubrían. «Si ese pirata no se hubiese distraído, yo estaría muerto y Myriah...».

Dirigió sus ojos a Gyllos, pero no supo cómo preguntar sobre la Princesa de Dorne.

—Esto...

El braavosi esbozó una sonrisa. Se inclinó hacia adelante, brazos apoyados en las rodillas.

—Myriah está bien —dijo, quizás inquiriendo lo que Daeron quería saber—. Se despertó hace poco. También estaba preocupada por ti. Dijo que ambos se escondieron juntos antes de que iniciara el ataque, que viste a los piratas acercarse.

—Sí... Eso pasó. —Desvió la mirada, avergonzado. Había sido un cobarde al ocultarse y no avisar a los demás. Decenas de vida se habrían salvado, la tragedia pudo haberse evitado. «Qué gran paladín resultaste ser», se reprendió, frunciendo el ceño y apretando la tela entre sus manos.

—Y compartió un relato muy interesante sobre cómo peleaste contra un pirata para salvarla.

Daeron elevó el rostro, incrédulo. Su maestro, cruzado de brazos, sonreía, divertido por su reacción.

«Ahora sí estoy muerto».

—Gyllos, por favor —dijo, nervioso—, puedo explicarlo...

—¿Explicar qué exactamente? ¿Que actuaste con inteligencia al resguardar a la princesa? ¿Qué corriste por un salón infestado de piratas que combatían en contra de la guardia de Garson Martell y la de Tichero? ¿O tal vez que, poniendo tu vida en riesgo, combatiste con un pirata del tamaño de un gigante para rescatar a Myriah?

—¡Gyllos, juro que...! ¡¿Qué querías que hiciera?! —clamó—. ¡Ellos estaban... Iban a...! ¡Todos peleaban y yo...! ¡Yo tenía que hacer algo! ¡No podía quedarme de brazos cruzados y ver como...! —Respiró hondo, serenando sus miedos—. Si no hubiese actuado, esos bastardos se habrían escapado con Myriah. Sé que fui estúpido, impulsivo e irresponsable. Debía buscarte a ti o a cualquier otro, pero no había tiempo. Hice lo que creía correcto. Si no quieres que sea más tu paladín, entonces...

De repente, Gyllos posó una mano en su hombro. Conmocionado, Daeron paró de hablar. Vio a su maestro, que seguía sonriendo. No comprendía si se burlaba de él o planeaba algo más.

—Daeron, fuiste muy valiente hoy —dijo Gyllos.

—¡No es cierto! —repuso el platinado—. Me escondí, no avisé a los guardias... Yo... Yo soy un cobarde. —«Siempre lo he sido», pensó. No era un héroe o un caballero, sino un niño que apuñaló por la espalda al hijo de un magíster, un niño que se ocultó de los piratas que atacaron el palacio del Señor del Mar. Un cobarde—. No merezco...

Daeron desvió la mirada, incapaz de ver a los ojos al hombre que lo salvó de la miseria. Gyllos lo rescató, lo adoptó, lo entrenó, y en vez de agradecérselo al comportarse como un paladín ejemplar, había actuado cual miedoso.

No era digno de llamarse a sí mismo alumno de la Primera espada de Braavos. No era digno de vivir en el palacio de Tichero. No era digno de los cuidados de Dromin y Gyllos. No era digno de respirar, no cuando era el directo responsable de la muerte de decenas, cientos de personas.

Tras unos segundos de silencio, Gyllos se sentó en la camilla, al lado de Daeron, y puso su mano en su espalda. El chico se estremeció, apretando los puños con fuerza, rabia, impotencia.

—Durante mi primer duelo —empezó Gyllos—, me paralicé. Fue hace quince años, cuando era joven. Quería mostrar lo hábil que era, así que ingresé a un torneo que se celebra cada año en Braavos. Guerreros de todas partes del mundo vienen a enfrentarse y demostrar quién es el mejor. Yo confiaba en mi destreza, en mi velocidad.

» Resultó que, a la hora de la verdad, con el público viéndome desde las gradas de madera y las tarimas flotantes, mi cuerpo se congeló. Tuve miedo, pánico, terror. Me aterraba la idea de decepcionar a mi hermano, de manchar el dañado apellido de mi familia, de probar que las mentiras y rumores que los nobles decían de mí eran verdaderas.

» Y entonces recordé las palabras de mi hermano: «Solo cuando tenemos miedo podemos ser valientes. No se trata de dominarlo o aislarlo, sino de enfrentarlo y superarlo, aceptarlo». Me moví justo antes de que mi oponente me asestara un golpe. Perdí la palea, pero el miedo no me venció. Y a ti tampoco.

—Pero yo me escondí —replicó Daeron—. Solo salí a rescatar a Myriah porque... porque...

—Porque derrotaste tu miedo. No escapaste, no te quedaste bajo la mesa, sino que peleaste. Eso, Daeron, no es fácil de lograr con ocho años.

—Gyllos, no estás...

—¿Qué es lo que no entiendo? Adivinaré: tú ni siquiera pensabas en las consecuencias, tú no analizaste la situación, tú no revisaste si ibas armado o no, tú corriste hacia el peligro, tal como lo haría una Espada de Braavos al ver a alguien inocente en apuros. ¿Sabes cuántos hubieran hecho lo que tú este día? Dos o tres personas de cada mil. Gracias a ti, una niña está a salvo y no camino a un prostíbulo en Tyrosh, Lys o Myr. Si hay alguien que merezca ser mi aprendiz, mi paladín, eres tú.

Daeron, desconcertado, volvió a mirar a Gyllos. No percibió malicia en sus ojos, ni mentira en sus palabras. Siempre recibía elogios de Forel por sus esfuerzos y avances, pero jamás lo había escuchado decir algo semejante, ni a él, ni a nadie, de hecho.

En las calles de Lys, las personas preferían insultarse, robarse y matarse entre sí antes que trabajar unidos o brindar apoyo a otros. Cada quien estaba por su cuenta, y la nobleza no era mucho mejor. Vivían dedicando miradas desdeñosas a sus rivales y a los esclavos que trabajaban para ellos. A lo sumo, el mayor cumplido al que podía aspirar un esclavo en su vida era: «buen trabajo».

Daeron, luego de haber escapado de la masacre del orfanato, había sido golpeado y humillado, tanto por los nobles que lo maltrataron como por esclavos que intentaron robar su ropa y comida en los callejones. Nunca conoció lo que era el cariño tras la muerte de Emma, quien había muerto por su culpa.

No merecía que nadie lo consolara cuando las pesadillas lo asolaban en las frías noches. No merecía que lo cuidaran y velaran por su bienestar. No merecía la empatía de Gyllos, Dromin ni Myriah. No merecía poder comer o dormir tranquilo. No merecía estar vivo. Merecía sufrir, ser azotado hasta desvanecerse, padecer hambre, sed y frío y un millar más de males y castigos. Merecía que el resto de su existencia fuera tormentosa, que los dioses, si es que eran reales, desataran en su contra cuanto castigo se les ocurriera a sus retorcidas mentes. Merecía el odio del mundo, el odio de las personas, el odio de las deidades.

Pero, por alguna extraña razón, Gyllos no lo veía así.

El braavosi se preocupaba por él, genuinamente. No solo lo felicitaba por sus pequeños logros, sino que procuraba que estuviera cómodo... feliz. Sin embargo, Daeron se resistía a aceptarle, a abrazar la idea de que alguien quisiera reconfortarlo o contradecir su pensamiento.

Era un cobarde. Había dejado morir a sus amigos y a la mujer que por tantos años lo cuidó.

No merecía cariño, lástima o compasión. Había provocado la muerte de decenas y, en vez de oponerse a los esclavistas, se había arrodillado ante ellos por años, peleando en sus reñideros, sirviendo vino en sus copas, guardando silencio cuando apalizaban a los suyos.

Pero... Pero quería cambiar las cosas.

Jamás deseó la muerte de sus conocidos del orfanato, menos aún la de Emma. Se arrepentía profundamente de aquel acontecimiento. No había defendido las acciones de los amos y magísteres. Las repudiaba y haría todo a su alcance con tal de evitar que más tiranos siguieran abusando de su posición y poder. Anhelaba liberar a los esclavos, protegerlos como un danzarín del agua.

«Hoy he protegido a Myriah», recordó. «No soy un cobarde». El miedo lo dominó por un instante, pero lo había vencido al correr en medio de una batalla campal para evitar que se llevara a Myriah, no porque fuese su amiga, sino porque no iba a dejar que esos piratas se escaparan con una niña inocente.

Hubiera sido Myriah o cualquier persona, Daeron hubiese saltado a su rescate y enfrentado al pirata. No permitiría que nadie, sin importar su fortuna, «pureza» de sangre u origen, fuera encadenado o sufriera las mismas cosas horribles que soportó en Lys.

Sí, Gyllos estaba en lo cierto. No era un cobarde.

Tal vez había más personas en el mundo capaces de encarar y derrotar el miedo, pero, al menos ese día, triunfó. Aun creía que Gyllos se equivocaba, que había gente en Essos y Poniente dignos de sus enseñanzas y de portar el título de paladín. Sin embargo, no desaprovecharía la oportunidad que la vida y la casualidad habían puesto frente a él. De hacerlo, estaría desechando una posibilidad por la que cientos matarían, insultando a la memoria de los niños asesinados y a Emma, renunciando a su sueño.

Se relajó, bajando la guardia. Gyllos seguía sentado a su costado, sonriendo, su mano apoyada en espalda.

—Gracias, Gyllos —dijo Daeron—. Significa mucho para mí.

—No hay de qué. —La sonrisa del braavosi se amplió—. Solo hablo con la verdad.

Daeron asintió, esbozando una sonrisa.

—Entonces, ¿cuánto estaré aquí?

—Si puedes moverte, no veo razón para que no vuelvas a tu cuarto —respondió Gyllos.

—¿Entrenaremos mañana?

—No. —Meneó la cabeza—. Los hombres que nos invadieron entraron por varios lugares del palacio, mayormente por los patios, así que nuestros no podremos entrenar por dos o tres días, quizás una semana.

«Demonios», pensó, frunciendo el ceño.

Gyllos se puso de pie, parándose delante de Daeron, a los pies de su camilla, los brazos cruzados.

—Y aunque los patios no estuvieran regados de cuerpos y sangre, no te hubiera dejado blandir una espada hasta que sanaras por completo.

—Estoy bien —replicó, sintiendo su costado arder.

—¿Seguro? —Gyllos arqueó una ceja—. Daeron, casi te parten la espalda en tres y de milagro no tienes ninguna costilla rota. Debes descansar —aseveró, firme, pero calmado—. No tocarás una espada hasta que mejores.

Daeron abrió la boca, dispuesto a protestar, pero no dijo nada. En el fondo, por mucho que no quisiera aceptarlo, sabía que Gyllos estaba en lo cierto. Entrenar o moverse demasiado en su estado actual empeoraría sus heridas, y no pretendía pasar más tiempo en cama de lo necesario.

Debía mejorar, pronto. Su escaso entrenamiento lo había fortalecido lo suficiente como para dar pelea a un pirata curtido. Sí, perdió, rotundamente, pero ¿qué otro niño de ocho años podía jactarse de tal hazaña?

Asintió, resignado. Gyllos suspiró, se acercó, sacó algo del bolsillo de su chaleco púrpura. Daeron volvió a tensarse ligeramente, pero se relajó al ver como su maestro depositaba una caja de madera a su costado, donde se había sentado momentos atrás.

Daeron, confundido, extendió la mano, tocando la superficie lisa con sus dedos. Era una caja sencilla, sin adornos, símbolos, nada. Miró a Gyllos en busca de respuestas.

El braavosi sonrió.

—¿Recuerdas que te daría algo por tu progreso?

—¿Sí?

—Bueno, ahí está —señaló a la caja—. Ábrela y descubre qué te ganaste.

Con cuidado, Daeron tomó la caja entre sus manos y, lentamente, la abrió. Sus ojos se iluminaron como dos estrellas violetas al ver lo que contenía en su interior. Volvió a ver a Gyllos, quien sonreía, satisfecho por su reacción

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