✦ 𝐄𝐩𝐢́𝐥𝐨𝐠𝐨 ✦

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Recordaba el agujero de gusano mucho más caótico de lo que fue esa vez. La primera, lo atravesó llena de dudas e inseguridades. Pero esa vez, lo había atravesado con más paz que nunca.

Ella misma esperaba regresar a la misma ciudadela de la que salió, pero sabía que no sería así. Se encontró en unos jardines cósmicos que no reconocía. Se sentían salvajes, sin cuidar. Como un lugar recién creado en el vacío. Lai revoloteó a su alrededor, con la misma curiosidad que ella.

—Hola. Soy Deneb. Encantada —la saludó alguien por la espalda.

Cuando se giró, resultó ser una estrella un poco más grande que ella. Sobre su cabeza, tenía lo que parecían ser el cuerpo y el caparazón de una tortuga. Su brillo era azul, muy similar al de Alnilam.

Altair no supo qué responder, ni por dónde empezar a preguntar.

—¿Cuál es tu nombre? —Le preguntó Deneb.

Altair fue a contestar, pero no le dio tiempo.

Una estrella apareció por detrás de Deneb.

—¿Altair...? —Dijo, fascinada—. ¿Eres tú...?

Deneb se hizo a un lado.

Altair se quedó en blanco al verla.

Otra estrella estaba acercándose. Brillaba con un sutil color anaranjado. Era un poco más grande que Altair. Era fina y esbelta, y casi la mitad de su máscara con el ojo pintado estaba rota. Sobre su cabeza, dos aletas de mantarraya ondeaban, mucho más cortas que las de Altair.

Nada más la vio, se quedó bloqueada, pensando en si aquello sería un sueño.

—De verdad eres tú... —dijo Vega.

La pequeña salió corriendo al oír aquellas palabras. Se abalanzó sobre su hermana y las dos se fundieron en un abrazo. Deneb las dejó, observando desde lejos, contenta. Aquella debía ser la hermana pequeña de la que Vega le había hablado tanto.

—Estás tan cambiada... Santo vacío... Casi no te reconozco. Tienes incluso un satélite...

Las dos se separaron. Altair juró que aquella era la vez en la que más sorprendida había visto a Vega en su vida.

—V... Vega... —casi no le salían las palabras.

A su hermana casi le dio un vuelco su corazón de estrella.

—Altair, hablas...

Esta vez fue ella la que le devolvió el abrazo.

—¿Qué has hecho todo este tiempo tú sola...? Cuánto has tenido que crecer... Perdóname, Altair. Perdóname por no haber podido volver.

Altair ya sabía que en realidad no fue porque la abandonase. Durante mucho tiempo pensó que así había sido. Sin embargo, gracias a su travesía por Oz, comprendió el peso de los deseos en las estrellas. Y lo mucho que éstos cambiaban el curso de la vida de una.

—Espero que Alnilam te tratase bien.

Las dos se rieron.

Después de eso, se quedaron calladas. El silencio más reconfortante que tuvieron ambas por mucho tiempo. Cerró los ojos. De todas las estrellas del firmamento... el destino había vuelto a unirla con Vega.

Cuando abrió los ojos, vio de lejos a una mantarraya pequeña, muy similar a Lai. Se estaba acercando a ellas.

—Altair —le explicó una madre a su hijo, señalando la salida del sol.

Estaba amaneciendo en Oz, una vez más desde aquella noche en la que la niebla se fue para siempre. Noche que ya parecía muy, muy lejana.

No fue fácil reconstruir la tierra de la devastación de Akaun, y aún los rastros de los tres Colosos seguían presentes, a pesar del paso del tiempo. Las enormes estatuas coronaban lo que una vez fue la torre del malvado Mago de Oz. La naturaleza las fue reclamando con el paso de los años, y nadie tuvo intención de quitarlas de allí.

Sería como un recuerdo, un recuerdo de lo que nunca debería volver a repetirse.

Eones sin luz, que ahora parecían estar tan atrás en el tiempo...

Su sol, Altair, iluminaba el cielo cada día con fuerza. Una luz que a veces era blanca y otras, parecía dorada.

Ankra siempre se levantaba temprano para verla llegar. Su luz le daba vida a ella y llenaba de energía la enorme plantación de luces alfa alrededor de su casa. Gracias a la pequeña estrella, ahora podían volver a ver las estrellas en el cielo y en los campos de Oz.

Y, aunque ya no pudiese volver a verla de cerca como aquella vez, le alegraba sentir que seguía teniéndola a su lado.

Altair... Pensaba.

Nunca se olvidaría del día en que la conoció.

No fue fácil. Deneb, Altair y Vega, unidas por una estrecha línea, lograron fundar pequeñas ciudadelas hermanas, que, con el tiempo, formaron una alianza y una ciudad más grande. No era muy ostentosa ni demasiado espectacular, pero sí resaltaba en el firmamento desde algunos puntos del cosmos.

Alnilam se asomó desde el observatorio. Qué lejos quedaba ya su sanción por dejarla ir. Qué lejos quedaba el día en el que Stephenson reapareció. Habían celebrado un Consejo hacía poco, para dejar partir a otra estrella con un deseo entre manos. Fue un proceso muy rápido. Ahora, tan solo lo exponían para que todas estuviesen al tanto, pero no votaban a favor ni en contra. Todas las estrellas tenían derecho a partir de inmediato. Desde que Stephenson se convirtió en líder, las cosas habían cambiado mucho por allí. Ahora, se respiraba paz.

Scuti se había planteado abandonar la ciudadela. Sin embargo, por la decisión de Stephenson, le pareció contraproducente.

La líder ahora era relativamente novata, pero sin duda, mucho más justa. No hubo nada mejor que una estrella venida directamente del distrito de estrellas menores para asumir los mandos. Necesitaban una estrella como ella, que velara tanto por las Estrellas Ancianas como por las menores.

Desde el día en que Stephenson le impuso su castigo, Scuti pasó a ser un fantasma en el Palacio. Hablaba poco con las demás y, con el tiempo, había dejado de preguntar por los temas relacionados al Consejo. Seguía relacionándose con algunas estrellas, pero sin duda alguna, aquel duro golpe la cambió drásticamente.

Con los años, se fueron acostumbrando a la nueva Scuti. Era irónico. En más de una ocasión, sintieron lástima por ella.

Ese día, como todos los demás, subió al observatorio. Era una costumbre, desde que percibió su luz, nueva y vibrante en el cielo.

Alnilam vio las tres ciudadelas. Un resplandor azul, otro anaranjado, y otro, de un color dorado y hermoso. Cada vez que lo veía, le era inevitable sonreír.

—Por fin estás con ella, Altair. Cuánto has crecido, pequeña. Algún día volveremos a vernos.

Las ciudadelas hermanas crecieron, y con ello, la ciudad. Hicieron falta muchos eones de trabajo para lograrlo.

No eran estrellas demasiado grandes las que empezaron a formar el Consejo, sin embargo, eran estrellas muy queridas por los distritos menores.

Varias estrellas esperaban en la sala a que llegasen las demás para reunirse. Algunas se pusieron a hablar entre ellas y dejaron de prestar atención. Vega se sentó al lado de Deneb, como siempre.

Sin embargo, cuando volvieron a mirar, apareció por el portón otra de las Estrellas Ancianas que faltaban. Para su sorpresa, no era una de las estrellas grandes, pero sí una de las venerables. Una de las tres fundadoras. Dejaba tras de sí una estela hermosa de color dorado, acompañada de un poderoso resplandor.

Avanzó por la sala hasta su asiento, dejando que su cabello, dos enormes aletas de mantarraya, ondearan con elegancia.

Las demás estrellas del Consejo la observaron. Dos pequeñas mantas la seguían. Una, se llamaba Lai.

 Y la otra, se llamaba Oz.

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