━━𝟔𝟑

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Tras su ascenso a líder, comenzó el proceso de reconstrucción de la ciudadela. Prometía ser largo, aunque las Estrellas Ancianas se lo tomaron con la mayor tranquilidad posible. Lo más importante era evaluar los daños, más por las estrellas menores que los daños materiales.

Desde el principio, el Consejo notó las diferencias entre Scuti y Stephenson. La nueva líder lucía temible, aunque no era la misma imagen que proyectaba al hablar.

Aquel día, Alnilam y Sin nombre fueron citadas con ella, acompañadas de Scuti. Las dos se imaginaban que podía ser un último intento desesperado por tener alguna represalia. Esperaron pacientemente, y Aldebaran apareció también un poco más tarde. Ella se imaginaba por lo que habían ido a la sala de la líder, y no quería huir de su propia responsabilidad después de haberse dicho a sí misma que la asumiría.

La líder las hizo pasar a las cuatro. Junto a la líder, parecían seres diminutos, incluyendo a Scuti, quien había perdido gran parte de su porte.

En efecto, la reunión era por el motivo que ellas se imaginaban. Su flagrante traición al Consejo, su decisión de dejar a Altair marchar a espaldas de las demás Estrellas Ancianas.

Scuti prestaba atención con una sonrisilla molesta, mientras Stephenson daba su discurso. Ninguna de las tres la interrumpió.

—Como comprenderéis, debo garantizar que esto no vuelva a suceder en el futuro.

Las tres asintieron.

—Es una traición en toda regla —continuó—. No estaría haciéndolo bien como líder dejándolo correr.

Scuti las miró con malicia.

—No obstante, debo añadir, que de cierta manera llego a empatizar con los motivos de vuestra traición.

Las tres levantaron la cabeza, y Scuti miró a su alrededor, preguntándose si había oído bien.

—Dado que los motivos de vuestra traición se deben a motivos injustificados dentro del Consejo.

Scuti abrió la boca para decir algo, pero se quedó en silencio. Las otras tres estrellas se quedaron mirándola. No podía ser. Ella estaba allí para ver cómo las castigaba. Se lo había contado para ganarse su favor. Para empezar con buen pie con ella.

—¿Con qué motivo denegaste la partida a Altair aun cuando el deseo que encontró se adaptó a su propio tamaño? He hablado con los cometas del Consejo también, Scuti. Es importante no olvidar que ellos tienen oídos como nosotras, y boca para hablar.

Scuti casi sintió cómo su hhel'ir se helaba de un segundo a otro.

—Lo denegué porque era una estrella pequeña, y nunca había aceptado nada semejante antes. No estaba preparada.

—¿Y no es para eso para lo que los deseos llegan a nosotras? ¿Para prepararnos? ¿Para hacernos crecer más deprisa? Es un riesgo, de acuerdo. Lo reconozco. Pero si el propio deseo se adaptó a ella, el deseo mismo era consciente de su potencial. Y tú lo sabrás mejor que yo, supongo. Dada tu... experiencia.

Scuti frunció el ceño.

—Te he hecho venir porque no solo se trata de ellas tres. También se trata de ti —prosiguió Stephenson.

—¿De mí? —Preguntó Scuti.

—¿Vas a fingir inocencia? ¿Vas a mentir a tu líder?

—No, pero...

—Scuti. Lo sabes mejor que ninguna —sentenció Stephenson—. Durante tu época de liderazgo, tu mandato ha consistido en pasar por alto el bienestar de las estrellas menores. Tu conducta con ellas ha sido cuanto menos, pobre. Y, por si eso no fuera poco ya de por sí... eres también culpable de que una estrella menor haya pasado siglos encerrada en su propio hogar a causa de un rápido crecimiento repentino.

—Yo no sabía...

—Sí lo sabías —reafirmó Stephenson, dando un golpe sobre la mesa que tenía delante—. Por las calles del distrito hay comentarios. Comentarios que pueden oírse desde dentro pero con los que no puedes interactuar. Y dado que yo fui esa estrella, no tengas la osadía de seguir mintiéndome.

Scuti balbuceó.

—No solo denegaste la partida de una estrella menor sin razones, más allá que tu desprecio obvio por las estrellas menores. También pasaste por alto el estado del distrito, nos ignoraste durante siglos, y fuiste la culpable de mi enclaustramiento por negligencia. Has jugado con la vida de cientos de estrellas solo por odio.

Alnilam se quedó sobrecogida. Ni ella lo habría expuesto tan bien.

—La traición es un delito, igualmente. Alnilam, Sin nombre, Aldebaran. Con la intención de que no vuelva a repetirse, os sanciono a no formar parte del Consejo de Estrellas Ancianas durante trescientos amaneceres del Gran Atractor.

Antes de que Scuti le diese tiempo a alegrarse lo más mínimo, se giró hacia ella para añadir:

—En cuanto a ti, Scuti... La traición es un delito, aunque en este caso, puedo comprender de dónde provenía. No puedo dejarlo impune, eso sí. Sin embargo, la negligencia y poner vidas ajenas en juego no se compara en magnitud. No eres digna de ser líder, ni aquí, ni en ninguna otra ciudadela. Quedas expulsada del Consejo de Estrellas Ancianas de manera irrevocable. No se contará con tu opinión. Podrás quedarte en la ciudadela si lo deseas, pero no podrás volver a entrar a los Consejos. Ni aquí, ni en ninguna otra ciudadela. No permitiré más negligencias si puedo evitarlas.

Después de aquello, el mundo entero dejó de existir para Scuti. No se dio cuenta de cuándo terminó la reunión con la nueva líder, ni de cómo salió de la sala. Alnilam, Sin nombre y Aldebaran la vieron perderse por los pasillos del Palacio. Ellas también habían recibido un castigo severo. No obstante, por mucho que se lo mereciera, ninguna de las tres pudo evitar sentirse consternada al escucharlo.

La luz empezó a brotar con fuerza desde la mano de Altair. El Mago de Oz abrió la boca, para gritar o replicar algo, pero no lo consiguió. Ninguno de los Colosos hizo nada y la bruja, que había caído al suelo por culpa del esfuerzo, observaba la escena sujetándose las heridas.

El Mago de Oz se acordó de cuando vio a sus compañeros en aquella situación. De cuando creyó que esa situación sería para siempre. Ellos se quedarían confinados en un cuerpo gigantesco, y él sería el único Mago en el reino. Jamás se esperó que ellos hubiesen pedido un deseo a las estrellas y que se les fuese a ser concedido, tantos años después.

Y que ahora, fuese él quien se arrodillara.

La luz perforó cada fibra de Akaun, iluminando todo su ser desde dentro hacia afuera. Durante un segundo, su cuerpo resplandecía casi como el de la propia Altair, justo antes de sucumbir.

La luz de Altair se hizo tan potente, que solo pudieron ver dos siluetasen medio de la blancura. Una, estaba de pie. Y la otra, estaba desintegrándose, como una pila de cenizas que se dejan llevar por el viento.

Fue un momento breve, pero triste.

La silueta de Akaun se fue desdibujando, hasta el punto de no quedar ni un rastro de él. Solo silencio, el silencio que creó con la niebla y que ahora, se marchaba con él.

La bruja bajó la cabeza. Una vez fue su mentor. Tener que observarle morir fue un momento lleno de sentimientos encontrados.

Ojalá jamás hubiese tenido que terminar así.

Akaun desapareció en medio del resplandor de Altair, hasta que llegó a su culmen, y ya ninguno pudo ver nada más.

Nada más que una enorme onda de luz llegada directamente de las estrellas, que apagó el incendio y destruyó definitivamente la horrible niebla que había gobernado Oz durante siglos.

 Una luz de estrella que dio fin a una era y comienzo a otra, en la que los tres Colosos dejaron de estar malditos, y volvieron a ser humanos otra vez.

Toda Oz se quedó en silencio, pero era un silencio distinto al que estaban acostumbrados. La onda de luz se fue dispersando despacio, dejando ver un techo oscuro y lleno de estrellas sobre sus cabezas. Los humanos, desde todas las regiones de Oz, se quedaron estupefactos. Durante muchas generaciones, nadie había vuelto a ver el cielo más allá de la niebla. Nadie había podido ver más que bruma.

Para los habitantes de Oz, aquella sería una noche que recordarían durante toda su vida.

Desde todas partes, se oyeron vítores y celebraciones. Cada humano, liberado de su sufrimiento, gritaban de alegría al viento. Hasta en la Montaña de Fuego se escuchaban.

Poco a poco, en la colina donde antes descansaba la torre de los Magos, fueron recuperando la visión.

La bruja parpadeó unas cuantas veces, creyendo que una figura venía hacia ella. Entrecerró los ojos para distinguirla, pero logró verla justo cuando la tenía delante.

Era aquella pequeña estrella que llegó a Oz para cambiarlo todo, y ahora, le tendía la mano para ayudarla a levantarse.

Ankra tomó su mano y se puso en pie. Tras ellas, el barquito de papel quela había guiado durante toda su travesía, enfocó su silueta al cielo y creó una nueva senda, de un color diferente. Era liviana, de todos los colores y de ninguno. La señal de que había terminado su cometido.

Las dos miraron a los tres Magos.

Las efigies de los Colosos se habían quedado petrificadas en torno a la torre y ellos, habían salido de sus cuerpos, como si nunca hubiesen sido aquellas criaturas.

Eran ancianos, pero se les veía enérgicos y entusiasmados. Aysab, Ardriel y Atdras.

Aysab, quien fue el Coloso de Madera, estaba siendo ayudado por los otros dos. Se distinguían aún retazos verdes en su cabello canoso, y unos ojos amarillos adornaban su cara, con una enorme sonrisa de alivio.

Atdras, quien fue el Coloso de Metal, era el más alto de los tres. Se percibía un color rubio ceniza en su pelo, y un rostro imponente y serio. Pese a ello, un brillo de felicidad se atisbaba en sus ojos grises. Grises, como las piezas de armadura que adornaban su túnica.

Por último, Ardriel, quién fue el Coloso de Piedra, parecía el más jovial. Era bajito, con el cabello y la barba largos, de un color caoba entrecano. Iba vestido con pieles, como los acechadores. Parecía un bárbaro.

Sin embargo, su rostro bonachón contaba cosas muy distintas sobre él.

Ankra no pudo evitar sonreír al verlos regodearse, habiendo recuperado su forma humana. Se le saltaron las lágrimas, y Altair se giró hacia ella.

—Nos has devuelto la vida a todos, pequeña. No sé cómo darte las gracias. Has hecho más de lo que se te pidió. Oz siempre estará en deuda contigo.

Altair miró fijamente a la bruja, y recordó algo. Gracias a toda la luz que absorbió del volcán, no había vuelto a pensarlo. Pero ese parecía un buen momento.

La estrella abrió su arca del vacío y sacó de ella dos plantas. Las dos últimas luces alfa que le quedaban. La bruja se sorprendió al ver que aún le quedaban. Daba por sentado que las habría consumido todas, cosa para la que las mantuvo en el sótano hasta que llegó a su cabaña.

Altair le tendió la mano y se las dio. Al principio, la bruja no supo si cogerlas o no, pero Altair parecía tan decidida que acabó haciéndolo casi por inercia.

—Plantar. Otra vez.

La bruja abrió los ojos de par en par. No solo Altair se sentía endeuda, sino que tenía la idea de que las luces alfa volvieran a poblar Oz como antaño. Sin duda, era mucho más de lo que la bruja se esperaba, y eso la emocionó.

Y para rematar, ahora la pequeña hablaba.

Los Magos las observaron a lo lejos, comprendiendo que ellas tuvieron un vínculo más fuerte, aunque fuera por poco tiempo.

—Lo haré, pequeña.

Altair tomó las manos de la anciana por última vez, alegremente.

—Altair —le dijo—. Llamo Altair.

Sintió una enorme satisfacción al decirlo al fin, y a la bruja se le iluminó el rostro al oírlo. Fue como su hubiese estado ese momento solo para poder decírselo de una vez. Aquella estrella tan joven... No solo les había salvado. Había crecido ella misma, por sí sola.

—Altair —repitió la bruja—. Un nombre precioso. Nunca se me olvidará.

Desvió la mirada hacia la nueva senda que se había creado, y después, volvió a mirarla.

—Ve, Altair. Y cuídate mucho allí arriba. Ahora nos tocará encontrar el equilibrio en Oz por nosotros mismos.

La joven estrella se quedó quieta al pie del nuevo camino. Lai la miró. Se había quedado pensativa. Ante ella tenía la oportunidad de volver con Alnilam. De volver a ver a Sin nombre.

Sin embargo, solo de recordar el estado en el que se encontró Oz, cómo estaba cada reino, la niebla, los padecimientos de sus habitantes...

Recordó al acechador que se cayó por la montaña. Lo famélicos que estaban los trabajadores en el Abismo de Tierra. El hombre colgando de un árbol en el bosque.

Ahora que no estaba el Mago, tal vez encontrasen la manera de restaurar la luz. Por otro lado, Altair no se sentiría tranquila dejándolos así, sin más. Sentía como si eso fuera abandonar su labor, como si los abandonase a todos ellos. Como si todo lo que hizo no hubiera servido para nada, después de tanto.

Recordó la estrella que iluminaba Oz, lo que Ankra le contó. Definitivamente, pensó que se sentiría mucho más tranquila si pudiese tomar ella su lugar.

Y entonces, Altair entendió lo que Alnilam quiso decirle aquel día. A veces el destino, antepone cosas, cosas que acaban siendo más importantes de lo que se esperaba. Contratiempos, nuevas responsabilidades.

El día que Alnilam le dijo, el día en el que entendería todo eso, había llegado.

Alnilam... Sin nombre...

Quería volverlas a ver. Pero algo tenía claro. Apretó los puños y cerró los ojos tras la máscara.

Oz no podía volver al punto en el que la encontró.

Con la decisión tomada, se dio media vuelta. Miró a los tres Magos, y después a Ankra.

—No ir —dijo la pequeña—. Traeré amanecer.

Los ojos de Ankra se abrieron como platos. Entendió lo que quería decir.

Pero antes de que pudiese decirle nada, Altair se marchó hacia el cielo, siguiendo la última senda trazada por el barco.

Altair...

 El nombre de su nuevo sol.

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