━━𝟑𝟒

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La cueva entera se estremeció de un momento a otro. Paredes y techo empezaron a desprenderse, un rugido ensordecedor de piedra y metal llenó cada gruta en aquella mina oscura. Para cualquiera que no lo supiera y anduviese cerca, aquello sería algo así como un terremoto a gran escala, lo suficientemente potente como para notarse desde la otra punta del mapa.

Lai se asustó al ver el maremágnum de piedras y grava cayendo desde todas partes y bajó hasta donde Altair se encontraba. El metal de aquella enorme criatura ya la había repelido, pero se encontraba en una situación en la que no sabía muy bien qué hacer. Había revivido al Coloso, sí, pero pagando el precio de que toda la cueva se les cayese encima.

Lai revoloteó a su alrededor, nerviosa por encontrar una forma de escapar de allí. De una forma u otra, serían aplastadas. Si no era por las piedras, sería por el Coloso, quién seguro las terminaría pisando por accidente.

No obstante, las dos subestimaron al Coloso, que sabía muy bien que ambas estaban allí, a sus pies.

Cuando se irguió, el Coloso inclinó su cuerpo hacia delante, lo suficiente como para que la lluvia de piedras y arena no cayese sobre ellas. Estando ya en pie, en una postura equilibrada, el Coloso se inclinó más aún, chirriando, y tendió una gigantesca mano metálica hacia Altair. La pequeña dudó, aunque terminó subiéndose a ella.

Fue como subir a un elevador descomunalmente grande. De un momento a otro, pasó de estar en mitad de las tinieblas de una mina, a estar en mitad de la niebla amarillenta en manos de una criatura gigantesca.

Altair se dio la vuelta y se topó con sus ojos. Unos enormes orbes naranjas que la miraban fijamente.

Definitivamente, el Coloso de Metal era mucho más grande que el de Madera. Su cuerpo parecía una ciudad en sí misma, recubierta de dibujos complicadísimos. Su rostro tenía esos mismos matices, luciendo una cara con algún atisbo de humanidad entre sus filigranas, adornos y engranajes. Sus ojos estaban bordeados por una especie de antifaz que se alargaba por fuera de su cara, creando varios brazos en múltiples direcciones. Eran casi como las alas de un ave o algún ser similar, pero cuidadosamente talladas en metal, con una precisión inhumana.

El Coloso de Metal aterraba por sus dimensiones y, al mismo tiempo, era un ser muy complicado para dejar de admirar. Tenía una combinación hermosa entre lo grácil y la robustez que resultaba poderosamente llamativa.

El gigantesco ser se la quedó mirando durante un rato, hasta que percibió el parpadeo de su luz. Era incapaz de hablar en esa forma, por lo que esa mirada debía de poder servir como agradecimiento por el momento.

No debía hacerle perder más el tiempo, así que, sopló.

Sopló despacio, como quien busca deshacer despacio la cúpula de un diente de león.

 El viento hinchó las aletas de Altair y poco a poco, con ese aire metálico que cada vez se hacía más fuerte, descendió a Oz, planeando.

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