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Drenarse luz a sí misma para sanar a Lai, utilizarla para iluminar el camino en lugares oscuros, y además esa carrera contra un ser humano enloquecido, estaba agotándola todavía más rápido.

La montaña estaba volviéndose hasta resbaladiza. Tuvo la impresión de que cada vez eran más numerosas las piedras y las grietas con las que podría llegar a tropezarse. Las prisas no mejoraban nada la situación.

Más que nunca, se sentía demasiado desamparada. Además, no creía siquiera que Lai estuviese segura en sus brazos. Si la acechadora las alcanzaba, mal. Y si Altair tropezaba y caía, peor. Le producía una angustia tremenda que Lai pudiese acabar mal no solo de una forma, sino de múltiples.

La humana que las seguía de cerca parecía una auténtica alimaña. Era peor que los animales salvajes. Los animales, por lo menos, sentían algo, tenían límites. Ella no. Daba igual lo que se presentase delante de ella, los estorbos que tuviese por el camino, absolutamente ninguno de ellos significaba nada. Los apartaba del medio con una facilidad incoherente, casi como si fuesen telas livianas, incluso sin con ello debía herirse a sí misma.

Estaba cegada. No como Ankra le dijo. Altair tuvo la sensación de que era aún peor.

Era solo con una, y ya tenía problemas. Si más de ellos estaban repartidos por la montaña y tenía la mala suerte de topárselos...

Llegó a un punto en el que casi tuvo que andar a cuatro patas. Ni siquiera en el bosque deseó tanto poder volar.

La humana la seguía de cerca, saltando de un lado a otro unas veces solo con sus piernas y otras con las cuatro extremidades. Prefería mil veces las miradas persistentes de los observadores, el trabajo incesante de los habitantes del abismo... por muy egoísta que pareciese. Eso era, lo más parecido en Oz, a ser perseguido por un auténtico monstruo. Además, ellos estaban mucho más familiarizados con el lugar. Habían tenido toda una vida para acostumbrarse a caminar por allí, o a lo que hiciese falta. Se conocerían la montaña de arriba a abajo, mucho mejor que nadie. Tenían demasiada ventaja.

Era como si supiera dónde y cómo pisar, en cada centímetro de la ladera. Altair empezaba a pensar que la mujer la terminaría atrapando tarde o temprano, y dejó de enfocarse en huir. Ya eso no serviría. No al menos con la acechadora siguiéndola tan de cerca. Tenía que encontrar una manera de refugiarse. Lo que fuera, un sitio por el que escurrirse. Algo similar al lugar desde el que vio a la mujer antes de salir corriendo, pero más estrecho. Lo suficiente para que ella no pudiese alcanzarla.

Logró llegar a una zona algo más llana en mitad de la pendiente, como un desnivel. No dejaba de mirar en todas direcciones, buscando la primera rendija por la que pudiese caber solamente ella.

La mujer la seguía a todos lados como un mosquito del que no había forma de desprenderse. Literalmente, ningún obstáculo, ninguna ruta la frenaría. Quizás su plan tampoco funcionaría contra ella, pero era lo único que se le ocurría.

Trató de no resbalarse y de no mirar pendiente abajo para no ponerse aún más nerviosa. Tuvo ganas de parar a la mujer en seco para gritarle que había ido allí a salvarles, no para servirles de cena. Sin embargo, ni podía hablar, ni tampoco les serviría de cena, por más que lo intentasen.

Una grieta, una grieta. Algo, lo que fuera.

Sin nombre se lanzó al vacío. Altair sintió una sensación de vértigo en el estómago. Nunca había sentido nada parecido, y deseó no haberlo sentido nunca. No le pareció nada agradable. Se encogió en manos de la estrella negra, buscando calor y protección en el frío. De golpe, todos los miedos que había ido guardando esos días, salieron a la vez. Había llegado el momento. Iba a ir a Oz. Contra la voluntad de Scuti y de varias más en el Consejo.

Contra todas las expectativas, incluso hasta las de sí misma.

Lai se acercó y se aferró firmemente a su hombro, haciendo ventosa.

La nebulosa de Sin nombre ondeó, y ambas vieron el inmenso mar de estrellas lejanas a su alrededor.

La caída se fue acelerando, y sin embargo, Sin nombre no estaba nerviosa. Tenían que llegar deprisa al agujero de gusano, Altair no debía perder mucha energía en el camino.

Sin nombre sabía adónde iba, cómo llegarían y cuándo. Daba la impresión de que ya había recorrido esa senda muchas veces, quizás más que años tenía la propia Altair. Era cierto que Sin nombre sabía mucho mejor el lugar al que iba que Alnilam, pero Altair no se imaginaba que tanto. Las historias que le contó sonaban lejanas, como cuentos que conocían algunas estrellas. Ese día, Altair pensó que no podía habérselo contado porque sí.

Era como si Sin nombre le hubiese revelado una pequeña porción de sí misma que no compartió con nadie más.

La calma de Sin nombre era contagiosa y Altair terminó por relajarse ligeramente. El firmamento era aún más hermoso visto a través del vestido de nebulosa de Sin nombre.

Sabía, dentro de su corazón, que con Sin nombre estaba a salvo.

Incluso cuando comenzaron a ver las ondas del agujero de gusano. El portal.

Era algo nuevo para Altair. Como si una gota de agua hubiese caído sobre una explanada de agua completamente serena.

Como si ellas mismas fuesen en camino a convertirse en esa gota.

Altair dio un último empujón y se deslizó hábilmente por el suelo hasta colarse por una fina grieta al pie de un saliente. La humana la siguió de cerca, pero la estrechez de la hendidura fue suficiente para detenerla. Trató de entrar de múltiples formas, ofreciendo ante Altair un espectáculo grotesco. Estaba tan obsesionada con capturarla que no miraba un ápice por sí misma, incluso si con ello tenía que contorsionarse.

La pequeña no tenía mucha idea de cómo funcionaba al completo la fisionomía humana, más allá de lo que había visto en los libros. Sin embargo, esa forma de retorcerse por la grieta, al punto de casi aplastar sus propias costillas, no le pareció muy normal que digamos.

Altair se hizo un ovillo, lo más apretada que pudo contra el fondo del hueco. Con brazos y piernas trataba de envolver a Lai. Tenía que protegerla a ella sobre todo de los acechadores quienes, atraídos por el alboroto de la que había estado persiguiéndola, habían acudido para ver qué pasaba.

La protagonista seguía siendo la humana que lo empezó todo. Intentaba por todos los medios que su cuerpo cupiera por ahí, desesperándose con cada intento fallido. Estiraba el brazo, y sus dedos larguiruchos casi podían rozar a la estrella. Altair podía prácticamente sentir su piel polvorienta y rasposa sobre ella. A ese ritmo, fuera como fuese, terminarían capturándola. Estaba viendo de lo que eran capaces. Si tenían que destrozarse físicamente con tal de llegar a ella, lo harían sin dudarlo.

Altair no hacía más que aplastarse contra la pared, retirándose lo máximo posible de las manos que entraban por la grieta. Poco a poco, los humanos luchaban entre sí por tratar de entrar o al menos, por meter aunque fuese un brazo. La estrella bajó las aletas, enmarcando su rostro con tristeza. Estaba perdida. Todos esos brazos, esos dedos llenos de ceniza y heridas... Tarde o temprano, cualquiera de ellos la atraparía.

Podía volver a usar su hhe'lir para derretir la piedra tras ella, pero descartó la idea al momento. No sabía adónde iría a parar, ni cuánta cantidad necesitaría. Podía ser poco, pero cabía la posibilidad de que se desangrase mucho antes de llegar a ningún sitio útil.

Miró en todas direcciones, buscando encontrar un modo de salir de allí y estar fuera del alcance de esas personas al mismo tiempo. De fondo, no paraban de gruñir y soltar alaridos, como si hubiesen vivido toda su vida como salvajes y nunca se hubiesen planteado aprender a hablar.

Los dedos de esos humanos seguían rozándola de cuando en cuando, mientras ella se apartaba lo suficiente como para fusionarse con la pared si fuese posible.

Tendría que haberlo pensado mejor, se dijo.

Tendría que haber seguido corriendo montaña arriba, tal vez. No lo sabía.

Ya era tarde.

No podía salir.

En cuanto saliera...

No. En cuanto saliera de allí, no. Aún estando ahí adentro, una de esas manos logró agarrarle un brazo.

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