𝗜. Hᴇʀᴍᴀɴᴀs Gʀɪsᴇs

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𝟎𝟏𝟐. ┇🌊 🦚 𝖦𝗋𝖺𝗒 𝗌𝗂𝗌𝗍𝖾𝗋𝗌

Helena y Annabeth los esperaba en un callejón de la calle Church. Percy quedó impactado de ver a Helena, ese estilo sí que le quedaba.

-Parece que ni te curé Annabeth. - Reprendió a su amiga

-Perdón, tuve que evitar unas bolas de fuego. - Exclamó con ironía

Después de unos minutos llegaron Tyson y Percy, Helena al ver al chico arregló su cabello y sonrió, sus ojos brillaron al verlo. Helena al ver como este se acercaba, corrió a abrazarlo con mucho cariño obviamente el hijo de Poseidón le correspondió, escondió su cabeza en el cuello de la mexicana la abrazaba por la cintura, al separarse ambos se sonrieron.

-No sabes, cuanto te extrañe. -Ambos tenían sus mejillas sonrojadas

-Yo soy el que más te extrañe. - Los mejores amigos se abrazaron

Annabeth rodó los ojos, cuando ambos se separaron por fin la de ojos grises pudo hablar.

-¿Dónde lo encontraste? -preguntó la rubia, señalando a Tyson.

Helena le dio un codazo a su amiga, en señal de reproche y esta bufó, Annabeth lo veía con fiereza, como si él fuese el problema.

-Es amigo mío -le dijo el azabache

-¿Es un sin techo? -

-¿Qué tiene eso que ver? Puede oírte, ¿sabes? ¿Por qué no se lo preguntas a él? - Contestó esta vez Helena viéndola con reproche

Ella pareció sorprendida.

-¿Sabe hablar? - Interrogó la hija de Atenea

-Hablo -reconoció Tyson-. Tú eres linda. -

-¡Puaj! ¡Asqueroso! -exclamó apartándose de él la rubia

Tyson vio esta vez a Helena, le sonrió.

-Tú debes ser Helena, eres más hermosa en persona. Percy habla todo el tiempo de ti. - Helena soltó una risilla nerviosa

-Gracias. - Le sonrío

Percy aún con las mejillas sonrojadas vio con reproche a Tyson, para ver las manos de este que estaban en perfecto estado.

-Tyson -dijo con incredulidad-. No tienes las manos quemadas.

-Claro que no -dijo Annabeth entre dientes-. Me sorprende que los lestrigones hayan tenido las agallas de atacarte estando con él.

Tyson estaba fascinado con la belleza de Helena. Intentó tocar su cara, pero ella le apartó la mano con suavidad.

-No me gusta que me toquen la cara Tyson, por favor no lo hagas. - Le sonrío con amabilidad, Percy veía todo con molestia

-Annabeth -dijo el de ojos verdes-, ¿de qué estás hablando? ¿Lestri... qué?

-Lestrigones. Esos monstruos del gimnasio. Son una raza de gigantes caníbales que vive en el extremo norte más remoto. Ulises se tropezó una vez con ellos, pero yo nunca los había visto bajar tan al sur como para llegar a Nueva York...

-Lestri... lo que sea, no consigo decirlo. ¿No tienen algún nombre más normal?

Ella reflexionó un momento.

-Canadienses -decidió por fin

-Xenófoba. - Regaño con los ojos bien abiertos y su ceño fruncido

-Y ahora, vamos. Hemos de salir de aquí. - Ignoró a la niña

-La policía debe de estar buscándome. -

-Huy, ¿Otra vez fugitivo? - Sonrió Helena - Ése es el menor de nuestros problemas -dijo-. ¿Has tenido sueños últimamente?

-Sueños... ¿sobre Grover? -Su cara palideció.

-¿Grover? No. ¿Qué pasa con Grover? - Se preocupó la mexicana al instante, al igual que Annabeth

Le conto su pesadilla.

-¿Por qué me lo preguntas? ¿Sobre qué has soñado tú? -

-Yo no, Annabeth es que los ha tenido. -La expresión de sus ojos era sombría y turbulenta, como si tuviera la mente a cien mil kilómetros por hora.

-El campamento -dijo por fin Chase-. Hay graves problemas en el campamento.

-¡Mi madre me ha dicho lo mismo! ¿Pero qué clase de problemas?

-No lo sé con exactitud, pero algo no va bien. Tenemos que llegar ahí cuanto antes. Desde que salí de Virginia me han perseguido monstruos intentando detenerme, me encontré con Helena si no hubiéramos venido en el territorio de su Padre nos hubieran atacado. ¿Tú has sufrido muchos ataques?

Meneó la cabeza.

-Ninguno en todo el año... hasta hoy.

-¿Ninguno? ¿Pero cómo...? -Se volvió hacia Tyson

-. Ah. -Espetó Helena está vez

-¿Qué significa «ah»?

Tyson levantó la mano, como si aún estuviera en clase.

-Los canadienses del gimnasio llamaban a Percy de un modo raro... ¿Hijo del dios del mar?

Annabeth, Helena y Percy se vieron. No sabían cómo explicárselo.

-Grandullón -dijo-, ¿has oído hablar de esas viejas historias sobre los dioses griegos? Zeus, Poseidón, Atenea...

-Sí.

-Bueno, pues esos dioses siguen vivos. Es como si se desplazaran siguiendo el curso de la civilización occidental y vivieran en los países más poderosos, de modo que ahora se encuentran en Estados Unidos. Y a veces tienen hijos con los mortales, hijos que nosotros llamamos «mestizos».

-Okey -dijo Tyson. -esperando que llegara a lo importante.

-Bueno, pues Helena, Annabeth y yo somos mestizos -Habló-. Somos como... héroes en fase de entrenamiento. Y siempre que los monstruos encuentran nuestro rastro, nos atacan. Por eso aparecieron esos gigantes en el gimnasio. Monstruos.

-Okey.

Lo miró fijamente. No parecía sorprendido ni desconcertado, lo que le sorprendió y desconcertó a Percy.

-Entonces... ¿me crees?-Tyson asintió.

-Pero ¿tú eres... el hijo del dios del mar?

-Sí -reconoció -. Mi padre es Poseidón.

El frunció el ceño. Ahora sí parecía desconcertado.

-Pero entonces...

Se oyó el aullido de una sirena y un coche de policía pasó a toda velocidad por delante del callejón.

-No hay tiempo para esto ahora -dijo Annabeth-. Hablaremos en el taxi.

-¿Un taxi hasta el campamento? -demando-. ¿Sabes lo que nos puede costar?

-Tú confía en mí. - Contraatacó Helena

Titubeó.

-¿Y Tyson? No podemos dejarlo aquí -decidió-. Se vería metido en un buen aprieto.

-Ya. -Annabeth adoptó una expresión sombría

-Tenemos que llevárnoslo, no hay duda. Vamos. - Le sonrío a Tyson. -Vamos.

El tono de Annabeth fue, como si Tyson fuera una enfermedad maligna que requiriera hospitalización urgente. Aun así, fueron hasta el final del callejón. Los cuatro se fueron deslizando a hurtadillas por los callejones del centro, mientras una gran columna de humo se elevaba a sus espaldas desde el gimnasio de la escuela.

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-Un momento. -Helena se detuvo en la esquina de las calles Thomas y Tremble, y rebuscó en su mochila-. Deja que saque algunas. -

Su aspecto era incluso peor de lo que le había parecido al principio a Percy. Tenía un corte en la barbilla y un montón de ramitas y hierbas enredadas en su cola de caballo, como si llevara varias noches durmiendo a la intemperie. Los desgarrones del dobladillo de sus vaqueros se parecían sospechosamente a las marcas de unas garras.

-¿Qué estás buscando? -preguntó

Sonaban sirenas por todas partes. Percy supuso que no tardarían en pasar más policías por allí delante, en busca de unos delincuentes juveniles especializados en bombardear gimnasios. Seguro que Matt Sloan ya había hecho una declaración completa, y probablemente había tergiversado tanto las cosas que ahora los caníbales sedientos de sangre eran Tyson y Jackson.

-He encontrado una, alabados sean los dioses.

Helena sacó de la mochila una moneda de oro. Era un dracma, la moneda oficial del monte Olimpo, con un retrato de Zeus en una cara y el Empire State en la otra.

-Helena -le dijo el azabache-, ningún taxista de Nueva York va aceptar esa moneda.

-Stéthi -gritó ella en griego antiguo-. ¡Ó hárma diabolés! -

Como siempre, en cuanto se puso a hablar en la lengua del Olimpo, Percy ya le entendía sin dificultades. Había dicho: «Detente, Carro de la Condenación.» Fuera cual fuese su plan, aquello no le inspiraba mucho entusiasmo precisamente a Jackson.

Helena arrojó la moneda a la calle. Pero en lugar de tintinear como es debido, el dracma se sumergió en el asfalto y desapareció. Durante unos segundos no ocurrió nada. Luego, poco a poco, en el mismo punto donde había caído la moneda, el asfalto se oscureció y se fue derritiendo, hasta convertirse en un charco del tamaño de una plaza de parking... un charco lleno de un líquido burbujeante y rojo como la sangre. De allí fue emergiendo un coche. Era un taxi, de acuerdo, pero a diferencia de cualquier otro taxi de Nueva York no era amarillo, sino de
un gris ahumado. Tenía unas palabras escritas en la puerta Hermanas Grises. El cristal de la ventanilla del copiloto se bajó y una vieja sacó la cabeza. Unas greñas grisáceas le cubrían los ojos, hablaba raro, farfullando entre dientes, como si acabara de meterse un chute de novocaína.

-¿Cuántos pasajeros?

-Cuatro al Campamento Mestizo -dijo Helena

Percy no dejo que Helena abriera la puerta, y lo hizo él y le indicó que subiera.

-¡Agg! -chilló la vieja-. No llevamos a esa clase de gente. -Señalaba a Tyson con un dedo huesudo.

-Ganará una buena propina -prometió Helena-. Cinco dracmas más al llegar.

-¡Hecho! -graznó la vieja.

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Subieron al taxi a regañadientes. Tyson se embutió en medio y Annabeth subió la última, Helena era cargada por Percy ya que no había más espacio. El interior también era de un gris ahumado, pero parecía bastante sólido; el asiento estaba rajado y lleno de bultos, o sea que no era muy diferente de la mayoría de los taxis. No había un panel de plexiglás que los separase de la anciana dama que conducía... Un momento... No era una dama. Eran tres las que se apretujaban en el asiento delantero, cada una con el pelo grasiento cubriéndole los ojos,
con manos sarmentosas y vestidos de arpillera gris.

-¡Long Island! -dijo la que conducía-. ¡Bono por circular fuera del área metropolitana! ¡Ja!

Pisó el acelerador y Helena casi se golpea la cabeza con el respaldo, si no hubiera sido por que Percy puso su mano en la frente de esta. Por los altavoces sonó una voz grabada:

«Hola, soy Ganímedes, el copero de Zeus, y cuando salgo para comprarle vino al Señor de los Cielos, ¡siempre me abrocho el cinturón!»

Helena bajó la vista y encontró una larga cadena negra en lugar del cinturón de seguridad. Decidió que tampoco era tan imprescindible... al menos de momento. El taxi aceleró mientras doblaba la esquina de West Broadway, y la dama gris que se sentaba en medio chilló:

-¡Mira por dónde vas! ¡Dobla a la izquierda!

-¡Si me dieras el ojo, Tempestad, yo también podría verlo!

La conductora viró bruscamente para esquivar un camión que se les venía encima, se subió al bordillo con un traqueteo como para astillarse los dientes y voló hasta la siguiente manzana.

-¡Avispa! -le dijo la tercera dama a la conductora-. ¡Dame la moneda de la chica! Quiero morderla.

-¡Ya la mordiste la última vez, Ira! -contestó la conductora, que debía llamarse Avispa-. ¡Esta vez me toca a mí!

-¡De eso nada! -chilló la tal Ira.

-¡Semáforo rojo! -gritó la que iba en medio, Tempestad.

-¡Frena! -aulló Ira.

En lugar de frenar, Avispa pisó a fondo, volvió a subirse al bordillo, dobló la esquina con los neumáticos chirriando y derribó un quiosco.

-Perdone -dijo Jackson -. Pero... ¿usted ve algo?

-¡No! -gritó Avispa, aferrada al volante.

-¡No! -gritó Tempestad, estrujada en medio.

-¡Claro que no! -gritó Ira, junto a la ventanilla del copiloto (o del artillero, en las películas).

Miró a Helena.

-¿Son ciegas?

-No del todo -contestó ella-. Tienen un ojo.

-¿Un ojo?

-Sí.

-¿Cada una?

-No. Uno para las tres.

Tyson soltó un gruñido a su lado y se aferró al asiento.

-No me siento bien.

-Ay, dioses -exclamó, recordando cómo se mareaba en las excursiones del colegio y, la verdad, no era algo que le apeteciera presenciar a menos de quince metros-. Aguanta, grandullón. ¿Alguien tiene una bolsa o algo así?

Las tres damas grises iban demasiado ocupadas riñendo entre ellas como para prestarle atención. Miró a Annabeth, que se agarraba como si en ello le fuera la vida, y le echó una mirada de cómo-me-has-hecho-esto-a-mí.

-Bueno -le dijo-, el Taxi de las Hermanas Grises es la manera más rápida de llegar al campamento.

-¿Entonces por qué no lo tomaste desde Virginia?

-Eso no cae en su área de servicio -replicó, como si fuera la cosa más evidente del mundo-. Sólo trabajan en la zona de Nueva York y alrededores.

-¡Hemos llevado a gente famosa en este taxi! -exclamó Ira-. ¡A Jasón, por ejemplo! ¿Lo recuerdan?

-¡No me lo recuerdes! -gimió Avispa-. Y en esa época no teníamos taxi, vieja latosa. ¡Ya hace tres mil años de aquello!

-¡Dame el diente! -Ira intentó agarrarle la boca a Avispa, pero ella le apartó la mano.

-¡Sólo si Tempestad me da el ojo!

-¡Ni hablar! -chilló Tempestad-. ¡Tú ya lo tuviste ayer!

-¡Pero ahora estoy conduciendo, vieja bruja!

-¡Excusas! ¡Gira! ¡Tenías que girar ahí!

Avispa viró por la calle Delancey y Helena se vio estrujado entre Tyson y la puerta. Ella siguió dando gas y salieron propulsados por el puente de Williamsburg a ciento y pico por hora.
Las tres hermanas se peleaban ahora de verdad, o sea, a bofetada limpia. Ira trataba de agarrar a Avispa por la cara y ésta intentaba agarrársela a Tempestad. Mientras se gritaban unas a otras con los pelos alborotados y la boca abierta, Helena se dio cuenta de que ninguna de ellas tenía dientes, salvo Avispa, que lucía un incisivo entre amarillento y verdoso. En lugar de ojos, tenían los párpados cerrados y hundidos, con excepción de Ira, que sí disponía de un ojo verde inyectado en sangre que lo escrutaba todo con avidez, como si no le pareciera suficiente nada de lo que veía.

Finalmente fue ella, Ira, que llevaba ventaja con su ojo, la que logró arrancarle el diente de un tirón a su hermana Avispa. Esta se puso tan furiosa que rozó el borde del puente de Williamsburg, mientras chillaba:

-¡Devuélvemelo! ¡Devuélvemelo!

Tyson gimió y se agarró el estómago.

-Por si alguien quiere saberlo -dijo el azabache-, ¡vamos a morir!

-No te preocupes -hablo Helena, aunque sonaba super preocupada-. Las Hermanas Grises saben lo que hacen. Son muy sabias, en realidad.

Corríamos a toda velocidad por el borde mismo del puente, a cuarenta metros del East River.

-¡Sí, muy sabias! -Ira les lanzó una ancha sonrisa a través del retrovisor y aprovechó para lucir el diente que acababa de apropiarse-. ¡Sabemos cosas!

-¡Todas las calles de Manhattan! -dijo Avispa fanfarroneando, sin dejar de abofetear a su hermana

-. ¡La capital de Nepal!

-¡La posición que andas buscando! -añadió Tempestad.

Sus hermanas se pusieron a aporrearla desde ambos lados, mientras le gritaban:

-¡Cierra el pico! ¡Ni siquiera lo ha preguntado!

-¿Cómo? -Espetó el hijo de Poseidón -. ¿Qué posición? Yo no estoy buscando...

-¡Nada! -dijo Tempestad-. Tienes razón, chico. ¡No es nada!

-Dímelo.

-¡No! -chillaron las tres.

-¡La última vez que lo dijimos fue terrible! -dijo Tempestad.

-¡El ojo arrojado a un lago! -asintió Ira.

-¡Años para recuperarlo! -gimió Avispa-. Y hablando de eso, ¡devuélvemelo!

-¡No! -aulló Ira.

-¡El ojo! -se desgañitó Avispa-. ¡Dámelo!

Le dio un golpe a Ira en la coronilla. Se oyó un ruido repulsivo -¡plop!- y algo le saltó de la cara. Ira lo buscó a tientas, intentó atraparlo, pero lo único que logró fue golpearlo con el dorso de la
mano. El viscoso globo verde salió volando por encima de su hombro y fue a caer directamente en el regazo de la hija de Zeus. Dio un salto tan brutal que se golpeó la cabeza con el techo y el globo ocular cayó rodando.

-¡No veo nada! -berrearon las tres hermanas.

-¡Dame el ojo! -aulló Avispa.

-¡Dale el ojo! -gritó Annabeth.

-¡Yo no lo tengo! -Gritó Helena

-Ahí, lo tienes al lado del pie -dijo Annabeth-. ¡No lo pises! ¡Recógelo!

-¡No pienso recogerlo!- Frunció el ceño la morena

El taxi golpeó la barandilla y continuó derrapando, pegado a aquella barra de metal, con un espantoso chirrido de afilar cuchillos. El coche temblaba y soltaba una columna de humo gris, como a punto de disolverse por pura fricción.

-¡Me voy a marear! -avisó Tyson.

-Annabeth -Alzó la voz Perseus-, ¡déjale tu mochila a Tyson!

-¿Estás loco? ¡Recoge el ojo! -

Avispa dio un golpe brusco al volante y el taxi se separó de la barandilla. Se lanzaron hacia Brooklyn a una velocidad muy superior a la de cualquier taxi humano. Las Hermanas Grises chillaban, se daban golpes unas a otras y reclamaban a gritos el ojo. Al final, se armó de valor.

Se giró en dirección a Percy, al estar a centímetros él se sonrojó. - ¿Te importa? - Señaló la camiseta de éste que ya estaba hecha jirones de tan chamuscada, el negó entendiendo. -Aquí voy. -recogió el globo ocular

-¡Buena chica! -gritó Ira, como si supiera de algún modo que su preciado ojo se hallaba en su poder

Percy tomó el ojo, dejando confundida a la contraria.-. ¡Devuélvemelo!

-No lo haré hasta que me digas a qué te referías. ¿Qué era eso de la posición que estoy buscando?

-¡No hay tiempo! -chilló Tempestad-. ¡Acelerando!

Vieron por la ventanilla. No había duda: árboles, coches y barrios enteros pasaban zumbando por su lado, convertidos en un borrón gris. Ya habían salido de Brooklyn y estaban atravesando Long Island.

-Percy -Le advirtió Annabeth-, sin el ojo no podrán encontrar nuestro destino. Seguiremos acelerando hasta estallar en mil pedazos.

-Primero han de decírmelo -contestó -. O abriré la ventanilla y tiraré el ojo entre las ruedas de los coches.

-¡No! -berrearon las Hermanas Grises-. ¡Demasiado peligroso!

-Estoy bajando la ventanilla.

-¡Espera! -gritaron las hermanas-. ¡Treinta, treinta y uno, setenta y cinco, doce!

-¿Y eso qué es? ¡No tiene ningún sentido!

-¡Treinta, treinta y uno, setenta y cinco, doce! -aulló Ira-. No podemos decirte más. ¡Y ahora devuélvenos el ojo! ¡Ya casi llegamos al campamento!

Habían salido de la autopista y cruzaban zumbando los campos del norte de Long Island. Ya se veía al fondo la colina Mestiza, con su pino gigantesco en la cima: el árbol de Thalia, que contenía la energía vital de una semidiosa heroica.

-¡Percy! -dijo Helena con tono apremiante-. ¡Dales el ojo ahora mismo!

Decidió no discutir. Soltó el ojo en el regazo de Avispa. La vieja dama lo agarró rápidamente, se lo colocó en la órbita como quien se pone una lentilla y parpadeó.

-¡Uau!

Frenó a fondo. El taxi derrapó cuatro o cinco veces entre una nube de polvo y se detuvo chirriando en mitad del camino de tierra que había al pie de la colina Mestiza. Tyson soltó un eructo monumental.

-Ahora mucho mejor.

-Está bien -les dijo el de ojos verdes a las Hermanas Grises-. Díganme qué significan esos números.

-¡No hay tiempo! -Annabeth abrió la puerta-. Tenemos que bajar ahora mismo.

Iba a preguntar por qué, cuando levantó la vista hacia la colina Mestiza y lo comprendió. En la cima había un grupo de campistas. Y los estaban atacando.

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Helena vio al campamento, había dos toros, y no toros cualquiera, sino de bronce y del tamaño de elefantes. Y por si fuera poco, echaban fuego por la boca. En cuanto se giraron, las Hermanas Grises salieron a escape en dirección a Nueva York, donde la vida debía de ser más tranquila. Ni siquiera aguardaron a recibir los cinco dracmas de propina. Se limitaron a dejarlos a un lado del camino. Allí estaban: Helena y Annabeth, con su mochila y su cuchillo por todo equipaje, y Tyson y Percy, todavía con la ropa de gimnasia chamuscada.

-Oh, dioses -dijo Annabeth observando la batalla, que proseguía con furia en la colina.

Lo que más le inquietaba a Helena no eran los toros en sí mismos, ni los diez héroes con armadura completa tratando de salvar sus traseros chapados en bronce. Lo que le preocupaba era que los toros corrían por toda la colina, incluso por el otro lado del pino. Aquello no era posible. Los límites mágicos del campamento impedían que los monstruos pasasen más allá del árbol de Thalia. Sin embargo, los toros metálicos lo hacían sin problemas.

Uno de los héroes gritó:

-¡Patrulla de frontera, a mí! -Era la voz de una chica: una voz bronca que le resultó conocida.

«¿Patrulla de frontera?», pensó Helena. En el campamento no había ninguna patrulla de frontera.

-Es Clarisse -dijo Helena-. Vamos, tenemos que ayudarla.

Los guerreros que iban con ella se habían dispersado y corrían aterrorizados ante la embestida de los toros, y varias franjas de hierba alrededor del pino habían empezado a arder. Uno de los héroes gritaba y agitaba los brazos mientras corría en círculo con el penacho de su casco en llamas, como un fogoso mohawk. La armadura de la propia Clarisse estaba muy chamuscada, y luchaba con el mango roto de una lanza: el otro extremo había quedado incrustado inútilmente en la articulación del hombro de un toro metálico.

Helena fue la primera en ir en su ayuda, y llegar hacia donde estaba Clarisse. Esta se echó a correr para sacar su espada y con un temblor empezó a crecer, a hacerse más pesado, y en un abrir y cerrar de ojos tuvo la espada de bronce Stormborn en sus manos.

-Tyson, quédate aquí. No quiero que corras más riesgos.

-¡No! -dijo Annabeth-. Lo necesitamos.

El la vio.

-Es un mortal. Tuvo suerte con las bolas de fuego, pero lo que no puede...

-Percy, ¿sabes quiénes son ésos de ahí arriba? Son los toros de Cólquide, obra del mismísimo Hefesto; no podemos combatir con ellos sin el Filtro Solar FPS Cincuenta Mil de Medea, o acabaremos carbonizados.

-¿Qué cosa... de Medea?

Annabeth hurgó en su mochila y soltó una maldición.

-Tenía un frasco de esencia de coco tropical en la mesilla de noche de mi casa. Tenía que haberlo traído, mierda.

-Mira, no sé de qué estás hablando, pero no voy a permitir que Tyson acabe frito.

-Percy...

-Tyson, mantente alejado. -Alzó su espada-. Vamos allá.

Él intentó protestar, pero Percy ya estaba corriendo colina arriba, hacia Clarisse, que ordenaba a gritos a su patrulla que se colocara en formación de falange; era una buena idea. Los pocos que la escuchaban se alinearon hombro con hombro y juntaron sus escudos. Formaron un cerco de bronce erizado de lanzas que asomaban por encima como pinchos de puercoespín. Por desgracia, Clarisse sólo había conseguido reunir a seis campistas; los otros cuatro seguían corriendo con el casco en llamas. Annabeth se apresuró a ayudarlos. Retó a uno de los toros para que la embistiera y luego se volvió invisible, lo cual dejó al monstruo completamente confundido.

Después el toro confundido fue detrás de los campistas, hasta que fue golpeado por una bola de energía escarlata. Y después hubo otras dos iguales, el toro se giró en dirección a la atacante. Esta le seguía lanzando bolas de energía, y se echó a correr para alejar al animal de bronce. El otro corría a embestir el cerco defensivo de Clarisse. Percy estaba aún a mitad de la cuesta, no lo bastante cerca como para echar una mano. Clarisse ni siquiera lo había visto. El toro corría a una velocidad mortífera pese a su enorme tamaño; su pellejo de metal resplandecía al sol. Tenía rubíes del tamaño de un puño en lugar de ojos y cuernos de plata bruñida, y cuando abría las bisagras de su boca exhalaba una abrasadora columna de llamas.

-¡Mantengan la formación! -ordenó Clarisse a sus guerreros.

De Clarisse podían decirse muchas otras cosas, pero no que no fuera valiente. Era una chica más bien grandullona, con los ojos crueles de su padre, y parecía haber nacido para llevar la armadura griega de combate. Aun así, Percy no veía cómo se las iba a arreglar para resistir la embestida de aquel toro. Por si fuera poco, salió un tercer toro, girando sobre sí, se situó a espaldas de Clarisse, dispuesto a embestirla por la retaguardia.

-¡Detrás de ti! -chilló -. ¡Cuidado!

No debió haber dicho nada, porque lo único que consiguió fue sobresaltarla. El toro n.° 1 se estrelló contra su escudo y la falange se rompió; Clarisse salió despedida hacia atrás y aterrizó en una franja de terreno quemada y todavía llena de brasas. Después de tumbarla, el toro bombardeó a los demás héroes con su aliento ardiente y fundió sus escudos, dejándolos sin protección. Ellos arrojaron sus armas y echaron a correr, mientras el toro n.° 3 se dirigía hacia Clarisse para liquidarla.

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Mientras tanto Helena corría lo más alejado de los campistas, el toro iba detrás de ella. La chica se escondió detrás de unos arbustos confundiéndolo, suspiró para buscar al animal que estaba a sus espaldas.

-¡Hey tú! - El toro se giró al verla

Gonzáles se puso en posición de ataque, esperando al toro. Este corría a su dirección, gracias a sus reflejos lo evitó y le lanzó un golpe con su espada, que no le hizo nada, probó con otros y nada, con uno de los cuernos le quito la espada de las manos, para lanzarla por los aires haciendo que impactará con un árbol, esta gimió de dolor. Tenía su vista borrosa cuando la aclaró rápidamente hizo un pequeño escudo de energía, pues él N⁰2 estaba a centímetros de su cara Helena estaba aterrada, estaba utilizando todas sus fuerzas, su espada estaba lejos al igual que sus compañeros.

Quiso utilizar su control mental, pero no hubo respuesta. No supo cómo sacó disparado al animal, le dio un poco de tiempo para pararse, el toro rápidamente se reincorporó enojado. Este bufo con fuerza, corrió hacia su atacante, está lanzaba bolas de energía, una tras otra pero ninguna parecía afectarle solo lo retrasaba. Lo hizo levitar utilizando todas sus fuerzas, sus manos estaban cansadas de mover tanto los dedos, para mover una de sus manos hacia el cielo llamando rayos los cuales fueron en su ayuda, a diferencia de los de su padre los de la niña eran color escarlata. su brazo izquierdo estaba abrazado de rayos los cuales brillaban, con un ademan los lanzo al toro desintegrándolo, ella se dejó caer cansada eso había ocupado mucha energía.

Al llegar ya no había ningún toro, al ver a Percy corrió a revisarlo pues este se encontraba en el suelo, para este al verla fue a abrazarla con fuerza se encontraba asustado por ella pues había desaparecido.

-Dime que estás bien, por favor. - Susurró escondiendo su cabeza en el cuello de esta

-Estoy bien, tranquilo. - Ambos se siguieron abrazando

Clarisse se quitó el casco y vino a su encuentro. Un mechón de su grasiento pelo castaño humeaba todavía, pero ella no parecía darse cuenta.

-¡Lo has estropeado todo! -Le gritó al chico-. ¡Lo tenía perfectamente controlado! - Lo que los hizo separarse de golpe

-Deberías estar agradecida Clarisse, Percy te salvo el trasero. - Reprendió Helena levantándose de golpe

Todos se quedaron sorprendidos, ambas estaban en un duelo de miradas a ver quién era la jefa, Percy jamás la había visto enfrentarse a Clarisse.

-Yo también me alegro de verte, Clarisse.- Dijo entre dientes Chase

-¡Arggg! -gruñó ella-. ¡No vuelvas a intentar salvarme nunca más! - Quitó la mirada de Gonzáles

-Clarisse -dijo Annabeth-, tienes varios heridos.

Eso pareció devolverla a la realidad; incluso ella se preocupaba por los soldados bajo su mando.

-Vuelvo enseguida -masculló, y echó a caminar penosamente para evaluar los daños.

Los tres vieron a Tyson.

-No estás muerto. - Helena se encontraba confundida

Tyson bajó la mirada, como avergonzado.

-Lo siento. Quería ayudar. Te he desobedecido.

-Es culpa mía -dijo Annabeth-. No tenía alternativa, debía dejar que Tyson cruzara la línea para salvarte, si no, habrías acabado muerto.

-¿Dejarle cruzar la línea? -preguntó Helena no sabía que sucedía -. Pero...

-Percy -dijo ella-, ¿has observado a Tyson de cerca? Quiero decir, su cara; olvídate de la niebla y míralo de verdad.

La niebla hace que los humanos vean solamente lo que su cerebro es capaz de procesar, y él sabía que también podía confundir a los semidioses, pero aun así... Vio a Tyson a la cara; no era fácil. Siempre le había costado mirarlo directamente, aunque nunca había entendido muy bien por qué. Creía que era porque siempre tenía mantequilla de cacahuete entre sus dientes retorcidos. Se obligó a concentrarse en su enorme narizota bulbosa y luego, un poco más arriba, en sus ojos.

No, no en sus ojos.

En su ojo. Un enorme ojo marrón en mitad de la frente, con espesas pestañas y grandes lagrimones deslizándose por ambas mejillas.

-Ty... son -Tartamudeo -. Eres un...

-Un cíclope -confirmó Helena-. Casi un bebé, por su aspecto. - Le sonrío de manera suave a este

-Probablemente por esa razón no podía traspasar la línea mágica con tanta facilidad como los toros. Tyson es uno de los huérfanos sin techo.- Completó Chase

-¿De los qué?

-Están en casi todas las grandes ciudades -dijo Annabeth con repugnancia-. Son... errores, Percy. Hijos de los espíritus de la naturaleza y de los dioses; bueno, de un dios en particular, la mayor parte de las veces... Y no siempre salen bien. Nadie los quiere y acaban abandonados; enloquecen poco a poco en las calles. No sé cómo te habrás encontrado con éste, pero es evidente que le caes bien. Debemos llevarlo ante Quirón para que él decida qué hacer.

-Déjalo en paz Annabeth, él no te ha hecho nada en realidad, solo fue grosero con su cumplido. - Defendió al más alto - Está presente ¿Sabes? Es una persona, tratalo de manera civilizada. - Percy jamás la había visto molesta

-Pero el fuego... ¿Cómo...?

-Es un cíclope. -Annabeth hizo una pausa, como si estuviese recordando algo desagradable-. Y los cíclopes trabajan en las fraguas de los dioses; son inmunes al fuego. Eso es lo que intentaba explicarte. - Ignoró a Helena

Percy estaba completamente estupefacto. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta?

Después de unos minutos bastante tensos, Clarisse regresó y se limpió el hollín de la frente.

-Jackson, si puedes sostenerte, ponte de pie. Tenemos que llevar los heridos a la Casa Grande e informar a Tántalo de lo ocurrido.

-¿Tántalo?- Preguntó Helena confundida

-El director de actividades -aclaró Clarisse con impaciencia.

-El director de actividades es Quirón. Además, ¿dónde está Argos? Él es el jefe de seguridad. Debería estar aquí.

Clarisse puso cara avinagrada.

-Argos fue despedido. Ustedes han estado demasiado tiempo fuera. Las cosas han cambiado.

-Pero Quirón... Él lleva más de tres mil años enseñando a los chicos a combatir con monstruos; no puede haberse ido así, sin más. ¿Qué ha pasado? - Alegó Helena triste

-Pues... que ha pasado -Le espetó, señalando el árbol de Thalia.

Todos los campistas conocían la historia de aquel árbol. Tres años atrás, Helena, Grover, Annabeth y otros dos semidioses llamados Thalia y Luke habían llegado al Campamento Mestizo perseguidos por un auténtico ejército de monstruos. Cuando los acorralaron finalmente en la cima de la colina, Thalia, una hija de Zeus, había decidido hacerles frente allí mismo para dar tiempo a que sus amigos se pusieran a salvo. Su padre, Zeus, al ver que iba a morir, se apiadó de ella y la convirtió en un pino. Su espíritu había reforzado los límites mágicos del campamento, protegiéndolo contra los monstruos, y el pino había permanecido allí desde entonces, lleno de salud y vigor.

Pero ahora sus agujas se habían vuelto amarillas; había un enorme montón esparcido en torno a la base del árbol. En el centro del tronco, a un metro de altura, se veía una marca del tamaño de un orificio de bala de donde rezumaba savia verde. Fue como si un puñal de hielo le atravesara el pecho a Helena. Cuando murió Thalia y se convirtió en pino, ella conversaba con el árbol, sabía que ahí estaba su hermana la cuidaba y la amaba, pero ahora sentía como si en realidad estuviera muriendo, y esta vez ya no podría salvarla.

Ahora comprendía por qué se hallaba en peligro el campamento: las fronteras mágicas habían empezado a fallar porque el árbol de Thalia se estaba muriendo.

Alguien la había envenenado.

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