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Caras largas, bocas fruncidas y nervios. Sensaciones comunes de todos aquellos que entraban y salían del despacho de Graff, donde los nuevos jefecitos (ninguno superaba los 35 años de edad) realizaban las tan mencionadas entrevistas laborales.

Mi turno no llegaba; no así mi ansiedad.

Para colmo de males por la noche no había podido dormir: Iñaki estaba con temperatura y mocos y Julián, de muy mal genio, había aceptado quedarse con él. Gracias a este careo laboral, no había podido tomarme el día para cuidar a mi hijo.

Nerviosa por la ropa, maquillándome más de la cuenta me repetí mil veces que no debía impresionar a nadie por mi aspecto sino por mi foja. No tenía maestrías en el extranjero ni becas estudiantiles en Europa, pero me sentía orgullosa de mi título obtenido en la Universidad de Buenos Aires, los cursos de liquidación de sueldos y jornales y los distintos congresos y capacitaciones empresariales a las que había concurrido en este tiempo.

La experiencia no era un dato menor. Y eso, me jugaba a favor.

Mirando el celular cada dos segundos, olvidar que Julián estaba con Iñaki me era imposible; una lluvia de mensajes preguntando dónde estaban sus galletas predilectas, las sábanas para su pequeña cama y el baúl con sus juguetes preferidos, hacían que al caos se le sumara su propio malestar.

Perdida en la pantalla de mi computadora, un Excel con fórmulas que cualquier mortal tildaría de indescifrables, me aseguré que nadie sospechara que pensaba en cualquier cosa menos en números.

Mordisqueando mi uña, me reprendí por despintarla; quedándome hasta las 2 de la mañana, hora en que mi hijo se durmió, había elegido usar un rosa más fuerte de lo que estaba acostumbrada a usar.

— Magali Carranza... ¡Carranza! — el vozarrón de Graff me sobresaltó.

Torpe, tiré el cubilete con lápices al piso y maldije con la mandíbula rígida lo desatenta que estaba.

Tragando fuerte ignoré el desorden y avancé por el pasillo, ¿yo, nerviosa?

— No te van a comer, Magu — susurró Graff cuando estuve a punto de pasar a la puerta de su oficina.

Yo solo fui capaz de sonreír con timidez, pues era incorrecto responderle que ya había experimentado el hecho de ser devorada por ese jovencito que ahora mismo se estaría burlando a carcajadas de mi estupidez.

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