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Comportándome como un torpe instructor, intenté controlar mis ansias por un poco más de Magali. Este affaire necesitaba de un punto final; ambos teníamos que seguir con nuestras vidas y alimentar al monstruo de la infidelidad, no era bueno.

Divirtiéndonos a pesar de jugar a seducirnos sin tocarnos, pasamos una tarde inolvidable en el Club. Magali era divertida y muy inteligente.

De regreso en el hotel, aunque las ganas por pasar esta última noche en su habitación me consumían, fingí tener algunos asuntos que resolver y que lo mejor sería pedir "room service". Como era de esperar, ella aceptó sin objeciones y agitó su mano esbozando un "hasta adiós".

— Te extrañé mucho, mucho —María Clara ponía voz sensual —. ¡Y todavía no me vino! No fue más que algo de sangrado del bendito fibroma ese... —festejó. Yo, sinceramente, estaba agotado de hablar sobre su período, días fértiles y horas para tener relaciones.

— Yo también...estos días fueron de locos. De un lado al otro —me sentí una basura mintiéndole así, pero debía sonar convincente.

— ¿Te gustaría que amase pizzas para esperarte? —fue dulce. Más de lo que necesitaba en este momento.

— Dale. Si. Acá comí puro pescado —afirmé con el pesar de tener a una mujer esperando por mí, la cual ignoraba lo mal esposo que era yo.

— Te amo.

— Yo también —y evadiendo espejarle esas dos palabras que en algún momento le supe decir a menudo colgué el teléfono con la daga de la consciencia atravesando mi pecho.

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El viaje de regreso fue soso. Hablando de trabajo, criticando los trajes ochentosos de Arismendi y lo aristocrático del Club de Golf, las horas pasaron sin pena ni gloria. Dejándola en la esquina de su casa a pesar de su negativa inicial, retuve su mano por un instante, lamentando que las cosas no se habían dado en el momento correcto.

Al llegar a casa, María Clara estaba llorando.

— Euuu... ¿qué pasa? —me puse de rodillas frente a ella al borde de nuestra cama, en planta alta, y acuné su rostro empapado.

— No quería que me vieras así...—se limpió la nariz con el puño y en posición fetal, se acurrucó.

Acerqué la silla que usaba frente a su espejo con maquillajes y la tomé las manos. Las besé suavemente.

— Me vino...

— Linda... ¿y qué con eso?

— Que como que siga así, nunca voy a poder darte un hijo —continuó con el llanto.

— Clari...ya vamos a ser padres. No hay apuro.

— Me vas a dejar...

— ¿Qué? ¿Qué decís?

— Que si no te doy un hijo me vas a dejar, yo lo presiento —acongojada, se equivocaba groseramente.

— Un hijo no va a cambiar lo que siento por vos —acaricié su pómulo, húmedo.

— ¿Me lo prometés?

— Por supuesto...

Y colocándome tras de ella, supe que aquí y ahora, debía estar con ella y no jugando al picaflor.

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