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Durante el viaje de vuelta nos dedicamos a hablar de trabajo el mayor tiempo posible.

Acaso lo más sano que pudimos haber hecho ya que reflotar el tema del sexo nos conduciría únicamente a una culpa mutua, una suerte de callejón sin salida moral para ambos.

— ¿Te llevo a tu casa? — preguntó.

— No hace falta, dejáme en la oficina...

— No me cuesta nada...dale...—parpadeó como ternerito a punto de ser sacrificado.

Con el atardecer pegándonos de lleno en los cristales del auto, le indique cómo llegar a casa.

— Gracias por todo, buen fin de semana — le dije y para cuándo me quise levantar del asiento, él me tomo de la mano.

En silencio, me sonrió, con un brillo especial en sus ojos.

— Sos especial...demasiado...hasta el lunes...

Y colorín colorado, esa historia se ha acabado.

¿O no?

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Movilizada por el remordimiento, complací en todo a mi hijo: gastando un dineral en salida al cine, dándole monedas para jueguitos, invirtiendo fortunas en las tiendas de ropa, cubrí con plata mi malestar.

Sintiéndome horrible, con un dolor de panza espantoso, llegué a la oficina el día lunes.

— ¿Y? ¿Qué onda el viaje? — a Érika sólo le faltaban los pochoclos.

— Nada. Bien— resumí. Demasiado.

— ¿Nada, bien? Es re cartón, ¿no?

— ¿Re cartón?

— Tiene pinta de paquete. Como que no sabe nada de nada.

— No, por el contrario.

— ¿Es un tapado?

— Si — y en todo aspecto.

A la media hora de evadir las preguntas insidiosas de Érika, Astor llegó a la oficina. Cordialmente, saludó al grupo general, en el cual estaba yo.

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