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Citándola después de una convulsionada conversación con Clara, en la que me insistía con ir al cumpleaños del hijo de una amiga que ni siquiera la llamaba para su propio cumpleaños, finalmente me senté a hablar con Magali.

Trabajando como dos completos profesionales, fue tiempo de confesarle lo extraño que me había sentido al regresar a mi casa y fingir frente a mi esposa que todo era de lo más normal.

Ella no acotó nada y deduje que el problema era sólo mío.

Confirmándole que debíamos regresar a Mar del Plata en unas semanas más, Magali pareció no estar del todo contenta. Evité mostrarme sorprendido.

¿Habría vuelto con su esposo? 

— ¿Yo también tendré que ir?

— Por supuesto, sos la genia que hizo todo el trabajo. ¿O preferís que los laureles se los lleve otro?

Magali me regaló una sonrisa hermosa, pero no muy distinta a las que solía hacer a menudo en la oficina y a cualquiera que le cayera en gracia.

Yo ya no tenía la exclusividad de sus carcajadas, de sus miradas penetrantes y probablemente, menos aún de sus besos; aquietando mi necesidad interior de batallarla a preguntas me mantuve al margen, comportándome como un verdadero jefe.

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Decorando con guirnaldas, juntando dinero para reunirnos a comer, los empleados ponían lo mejor de sí para que la integración entre" los nuevos" y "los viejos" fuese lo más natural posible. Conforme con la iniciativa, a todo decía que sí y quienes se encargaban de los presupuestos, eran mis socios.

Arreglando los detalles para nuestro próximo viaje a Mar del Plata, conseguir reservar en el mismo sitio había resultado un caos; casi toda la capacidad hotelera estaba repleta y los valores habían trepado al doble.

Encaprichado, movilizado por un absurdo, concreté la operación a valor histórico.

Y me contenté con esa migaja.

— Dale, es sólo un ratito antes de ir al cumple — Clara insistió del otro lado del teléfono.

— Bueno, te espero en la esquina entonces. Esmeralda y Corrientes, donde está la obra en construcción—cité con mayor precisión—. Te espero.

Molesto por la terquedad de mi esposa, sentí que ya a nada podía decirle que no; gracias a la culpa de tener el culo sucio, doblegado por su sueño de madre que no se concretaba y pagando el precio de mi cobardía, salí corriendo de la oficina donde todo era algarabía y preparativos.

Mezclados entre los empleados, José María y Tadeo ayudaban a colocar los vasos y bebidas; al primero de estos palmeé la espalda y advertí que en breve regresaría.

Viendo que las puertas del ascensor estaban cerrándose me apresuré, puse la mano y alguien desde dentro apretó el botón para abrirlas nuevamente. Algo agitado ingresé y encontré a Magali, con rostro algo inquieto, pero con la sonrisa siempre a flor de piel.

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