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Capítulo 4

Para cuando logró abrir los ojos sintió que el cansancio se había apoderado de su cuerpo por completo. Desorientado, moviendo los músculos de su rostro con dificultad, como si le hubieran golpeado la mandíbula, divisó a esa mujer que lo había asaltado la noche anterior entre sueños. Rigidizó su espalda, incómodo.

¿Era este un nuevo sueño o ahora se trataba de una situación real?

Impulsando sus muñecas hacia adelante, en un movimiento tosco y seco, notó que estaba esposado y a su vez, amarrado a un muro de piedra mediante unas cadenas de grueso eslabón. El dolor se sentía verdadero, abatiendo la fantasía.

La mujer, de vestimenta color blanco ceñida al cuerpo, tenía largo y ondulado cabello rubio y boca carnosa. Era bella por donde se la mirase; sin dudar, era la gran hechicera Seelie quien estaba frente a él esperando que despertara.

— No sé qué hacían usted y los suyos en la "Laguna Encantada", pero no creo que fuera para una simple visita.

— Estábamos en el valle de Svandhill...― un quejido salió de su boca.

Ella elevó su mirada y en tono ladino, expresó:

— ¿Ha usted recorrido Svandhill? ¿Ha visto un solo sitio bonito allí? Pues no, señor. La "Laguna Encantada" está dentro de nuestro reino y como máxima autoridad de la región, mi deber es neutraulizar a los extranjeros.

— ¿Hemos entrado a Sinicel así como así?

— El problema no es entrar a Sinicel sino salir de aquí, hombre, téngalo bien en claro ― su tono era dulce, balsámico, casi rozando lo peligroso.

— ¿Cómo es que llegué aquí dentro? ¿Y mis hombres? ― por acto reflejo, Declan tironeaba de las cadenas sin lograr desamarrarse.

— Lo único que conseguirá es lastimarse inútilmente si continúa haciendo eso ― la mujer le señaló las manos ―. No le haré daño mientras obedezca. Aquí, quien manda, soy yo― se arrodilló frente a él, a un Declan de piernas abiertas sobre el piso y desganado. Para cuando la tuvo cerca el pulso se le aceleró ―. Tus hombres están en otros calabozos, con agua y alimento a discreción ― confirmó ella, recorriéndole los rasgos, comprendiendo que el atractivo físico le nublaba el juicio. El General tragó fuerte, siendo consciente de la sensualidad de este hada hechicera que parecía saber muy bien cómo intimidar a un hombre. Ella tomó distancia.

— Yo soy Declan Laughlin...y venimos de Svandhill. Queremos ir hacia Caendel.

— No me subestime, señor Laughlin, jamás podría llegar a Caendel atravesando Sinicel si viene desde el oeste. Además, los hombres de Svandhill son más jovenes y menos...vigorosos ― apuntó a tres metros de su ubicación. Declan se sonrojó ante el elogio. Él conocía de su poderío masculino sobre todo, entre las mujeres comprometidas. Seelie se mantenía sin deponer su altivez ―. Hasta que no me diga qué es lo que quiere aquí, no lo soltaré. Ni a usted ni a sus muchachos ― él creyó que ocultando el verdadero motivo de su arribo, ganaría tiempo. Debía ser más astuto que la mujer. ¿Qué sabría ella sobre él?, se preguntó con dudas.

— Nunca la subestimaría, reina...

— ...Seelie. Reina Seelie ― confirmó las sospechas iniciales de Declan.

— Seelie, mi reina.

— No soy su reina, señor. Usted no es hijo ni habitante de Sinicel.

— Su Majestad, Seelie ― acomodó sus dichos ― , somos comerciantes que nos hemos perdido. Venimos de Svandhill, lo aseguro ― y en parte así era; de no haberse enfrentado al tirano Ezra, no podrían haber llegado hasta allí.

— Fingiré que está esforzándose por convencerme y le daré el beneficio de no asesinarlo por el momento.

— Entonces, ¿por qué no liberarme ahora si no le represento peligro alguno?

— Porque no tengo quinientos años en el poder por nada, Declan. Usted vino con un objetivo en mente, no porque se perdió. El cielo de Svandhill se tiñó de un extraño y desconocido, para muchos, color azul solo atribuible a la desaparición de Ezra Yutz ― sus ojos verdes se encendieron, con una chispa de malestar.

— ...pues...en efecto, nos lo hemos cruzado de camino...

— ¿Sigue reclutando niños para sus filas?

— Claro que sí...

Seelie tenía la certeza de que ese hombre no era un sujeto como cualquier otro y mucho menos, como los oriundos de la ciudad vecina de Svandhill, quienes en su mayoría poseían tez muy blanca y pelo azabache, con una contextura física mediana y ojos oscuros como el cielo mismo de su reino.

Él, Declan Laughlin era rubio como el sol de Sinicel y de ojos turquesa como el agua de la "Laguna Encantada".

— ¿De qué modo han logrado eludir a Ezra y escapar con vida de su tierra?

— Nos ha extorsionado; parte de las ganacias debemos entregárselas a nuestro regreso ― continuaba con el improvisado pero firme discurso.

— ...entiendo...― el soldado notó que algo en ella parecía aceptar su relato...excepto por una pregunta que no tardó en llegar ―: respóndame, señor Laughlin ¿en sus negocios también incluía la venta de la espada mágica de Ezra? ― el prisionero se mostró descolocado; en efecto, no solo no tenía su espada sino ninguna de sus armas. Ni siquiera llevaba su abrigo con lana de cordero.

Seelie podía notar el nerviosismo de Laughlin y en cierto modo, disfrutaba verlo en desventaja, aunque más no fuera durante el tiempo que le quedara al frente de su reino. Enarcando una ceja, se acercó quedando a muy poco de su perfil. Sus alientos se rozaban.

— Para la próxima vez que nos veamos, quisiera que me reciba con una excusa mejor, Declan. No me gustaría saber que esconde un plan macabro y no está dispuesto a compartirlo conmigo ― él lo miró fijamente. Y ella, a él ―. ¿Sabe de qué modo nos deshacemos de los traidores aquí, en Sinicel?

Declan empalideció, ni Ezra ni mucho menos las puertas de Teenaum lo habían logrado intimidar tanto como esa mujer etérea y extremadamente bella.

— No...― tragó en seco.

— Le arrancamos el corazón con nuestras propias manos y nos lo comemos en una ceremonia de la que participa todo el pueblo.

¿Eran capaces esas mujeres de aspecto angelical y míticos hechizos de semejante atrocidad? Antes de responderse mentalmente, ella se echó a reír disfrutando de la gota de sudor que comenzó a bajarle por la sien derecha al soldado.

― Hasta luego, Sir Declan Laughlin ― llamarlo con su título honorífico le daba la pauta que colarse en sus sueños, había sido adrede. Él meneó la cabeza, notando el ridículo al que había sido expuesto todas estas horas ―, espero pueda meditar con su propio eco lo que irá a decirme esta misma noche ― atravesando el portal del calabozo, ella cerró la enorme puerta y puso candado, cayendo de a poco, en un estado de enamoramiento adolescente.

***

Sintió un chorro de agua tibia correr por su cuerpo adolorido. De inmediato se sobresaltó y para cuando sus ojos reaccionaron, encontró a dos bellas jovencitas dándole un baño.

— ¿¡Pero qué...!? ― mudas, se apartaron de la tina ante su expresión desorientada. Recostada sobre el marco de la puerta de acceso de lo que parecía ser un enorme y privado sector de aseo, se encontraba la reina Seelie, viéndolo todo.

— Gracias muchachas, pueden dejarnos a solas ― ella chasqueó los dedos y para entonces, las mujercitas se retiraron entre risas tímidas. Con algo de pudor, Declan tapó sus partes íntimas llevando ambas manos bajo el agua.

Enredado en la mirada furtiva del hada con aspecto humano, le fue inevitable sentir la calidez del ambiente; en efecto aquella era una gran sala, con ventanales de madera y cristales en tonos de azul . Unas pequeñas velas desperdigadas por doquier teñían el ambiente de un interesante halo de seducción.

Seelie tomó una cubeta, próxima a la tina, la cual llenó de agua para, acto seguido, volcarla sobre los pies de un inquieto Declan. Lo hizo unas tres veces, hasta que él se relajó, comprendiendo que solo estaba siendo amable.

— ¿Cómo es que cada vez que despierto me encuentro en un sitio distinto?¿Quién me trae hasta aquí y bajo qué efecto? ― a una pregunta le siguió otra.

— Magia ― ella respondió, misteriosa y bromista en partes iguales. Seelie dejó la cubeta para arrodillarse sobre el piso, a su lado ―. Por tratarse de alguien que se dedica a los negocios, las heridas en su cuerpo son bastante extrañas, ¿no lo cree? ― ella lo desafiaba, quería llevarlo al límite, arrinconarlo hasta que le confesara el motivo de su visita a Sinicel y de ese modo, confirmar definitivamente sus trágicas profecías.

— ¿Qué espera que le diga? ― él necesitaba estar dos pasos delante de ella, algo que no había conseguido hasta entonces.

— La verdad: ¿qué es lo que lo trajo aquí a usted y a los suyos? ― Seelie conocía la respuesta mejor que nadie.

— ¿Y qué ganaría con saberlo?

— Decidir si debo asesinarlo a sangre fría o darle la oportunidad invaluable de dejarlo salir con vida de Sinicel, aunque, claro está, con las manos vacías.

— ¿Y qué si le digo que hemos venido a derrocarla? ― finalmente, lo confesaba. Continuar con el juego era inútil.

— ¿Pretenden conquistar Sinicel? ¿A quién se le ocurriría semejante estupidez?

Esta vez, él no cedió un centímetro, se sentía ganador. Agazapado, se aferró a los lados fríos de la tina e inclinó su cuerpo en dirección a la autoridad máxima de aquel reino, quien inmediatamente se puso de pie. Seelie no bajó su mirada ni por un segundo, sostenida a la altura de los ojos masculinos y famélicos. Pasando saliva, evitó mirarle sus partes privadas.

— Soy el General Declan Laughlin y vengo de Bjak a conquistar Sinicel, el último de los reinos del este. No me iré de aquí sin ser coronado como rey supremo.

— Es injusto que quiera quitarnos la libertad en pos de un poder absurdo.

— Yo, como hijo de Lucas y Phillipa, prometí regresarle "La Trinidad" a mi reino y gobernar las tierras que han sido nuestras desde tiempos ancestrales.

— ¿Y es capaz de prometerle a este reino que no lo diezmará como lo han intentado hacer otros durante siglos?

— Le doy mi palabra, señora.

Uniendo sus miradas en un hilo imaginario, fue Seelie quien retrocedió apartándose de la escultural figura del soldado, sabiendo que su reino no estaba preparado para una lucha de armas. Ellas no eran amazonas, tenían sus propias reglas y su vida se sobrellevaba lejos de la sangre del combate. Los hombres, confinados a tareas de menor envergadura que las de prepararse para el poder, estaban mínimamente entrenados.

Ella, sin embargo, tampoco era la misma joven que había enfrentado al asesino de sus padres; ya tenía en su haber el conocimiento que el final de Sinicel estaba dictaminado por los dioses.

Como reina madre, debía proteger a las de su especie durante todo el tiempo que le fuera posible; Declan había llegado para destronarla mas no para diezmar Sinicel.

Entonces, de no ser él, ¿quién era el causante de la destrucción que sus sueños vaticinaban?¿La traicionaría?

— ¿Es usted realmente un hombre de palabra, Laughlin? ― Seelie se sintió en una extraña encrucijada, pero no debía claudicar; ella había experimentado la muerte de sus padres siendo muy pequeña, en manos de Letanía, hombre de Caendel, cuando él y sus hombres habían incinerado la vieja ciudad de Sinicel. Gracias a un conjuro letal, no saldría vivo del reino y como consecuencia de su accionar, Seelie se alzaría con la corona siendo una chiquilla de apenas dieciseis años.

— Por supuesto ― la miró desconfiado y con algo frío. Seelie recogió una cobija tibia y se la arrojó por lo alto, permitiéndole que se cubiera.

Declan se rodeó con el paño mullido y aroma a flores. A paso firme, esquivando las velas que teñían de color ámbar aquel recinto oscuro, quedó a escasa distancia de la delicada reina que mostraba su lado débil por primera vez en lo que iba de sus encuentros.

— Entonces comprenderá que no quiero que se derrame sangre de ningún tipo. Yo he sido la reina de este imperio por casi quinientos años, lo he visto crecer, defenderse de los atropellados ataques foráneos. Yo hice de este lugar una tierra fértil, organizada, mágica, que más de muchos quisieran tener ― ella impostó la voz, enérgica.

— ¿Pretende que firmemos un pacto?

— Estoy dispuesta a cederle mi trono a cambio de mantener con vida a mi gente y que usted me demuestre que realmente es merecedor de estas tierras prósperas ― no por nada era la hechicera suprema; una verdadera reina que se sacrificaba por su pueblo y deseaba negociar.

Seelie volteó su cuerpo y frente a él, sosteniéndole la mirada en alto, afirmó con determinación:

— ¿Trato hecho, Sir Laughlin? ― Declan dudó; Seelie era una mujer con poderes sobrenaturales, pero nada que su espada, sus hombres y su potencia fisica no pudieran corromper en caso de ser necesario aplicar la fuerza bruta.

Él había sido capaz de leer el acertijo de Teenaum, guiar a sus hombres hacia Svandhill, había librado una batalla épica con Ezra y ahora estaba en paños menores frente a un hada...o algo por el estilo. ¿Qué podía salir mal? ¿Qué podía poner en jaque su hombría?

— Acepto, ¿pero a qué tipo de pruebas quiere someterme?

— Primero, deme la mano...

— ¿La mano?

— Para sellar el pacto ― ella extendió la suya, con la picardía de saber con anticipación que este hombre pecaba de confiado y ella, de visionaria.

Declan presionó el nudo de la toalla con una mano para entregarle su otra palma, con una idea en la mente que podía resultar tan ganadora como frustrante. Tras conectar sus pieles, una corriente eléctrica se apoderó de sus cuerpos, una energía extrasensorial que los hizo trasladarse visualmente a otro escenario; en tanto que a ella se le figuraban dos cuerpos fundiéndose con el calor de las noches oscuras de Sinicel, Laughlin supo que esa mujer no sería una más del montón, una de las tantas mujeres con las que había descargado su sexualidad masculina tras alguna batalla. Declan, con treinta y dos años, era un hombre deseado por la mayoría de las mujeres de Bjak pero que a ninguna dejaba entrar a su corazón por una simple razón: no deseaba que nadie cuestionara su actividad militar y mucho menos, le fuera obstáculo para ir a la lucha.

A sabiendas de que tarde o temprano debería escoger a una reina que lo acompañase, de momento solo pensaba en su madre como la más apta para ese rol.

Seelie apartó su mano y rumbo a la salida, se tomó un instante para voltear a verlo:

— Mis criadas le traerán ropa limpia y serán quienes lo guíen hacia su habitación. Allí se le servirá la cena.

— ¿Cuál es el menú?

— Carne de venado estofada ― a él le chispearon los ojos. Su abuela Tesea, solía preparársela los domingos. Seelie lo sabía y comenzar a enarbolar la bandera de la paz entre los dos con la comida como ofrenda, era un gran comienzo.

— ¿Usted no come?

— Si.

— Y...¿Quién la acompaña? ¿No tiene rey consorte?

— Hasta mañana, Declan ― ella lo miró por sobre su hombro. Él se aferró al nudo de su toalla, sabiendo que había pegado donde más le dolía: su eterna soledad.

— Al menos ya me llama por mi nombre de pila.

Seelie sonrió tímidamente, dándole el lujo de quedarse con la última palabra.

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