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Capítulo 5

Por años esperó al amor de su vida y por años, se desilusionó. Después de todo, tenía los mismos sentimientos que cualquier humana y deseaba experimentar muchas de las cosas que veía dentro de su población: el enamoramiento, el dar a luz, el besar a un hijo.

Ella tenía poder, el don máximo de su especie.

Dueño de un aura y un carisma especial, apenas conoció que tropas provenientes de Bjak avanzaban sobre Teenaum, envió a sus hombres de confianza a averiguar quién estaba al mando; para entonces, ella había vuelto a soñar con Declan bajo el antiquísimo roble en el terreno de la cabaña en la que ella vivía cuando era una niña, en la pequeña aldea de Yamaan, la cual se había mantenido intocable por tantos años.

Desvelada, entristecida, Seelie fue hacia la cocina a primera hora de la mañana, donde los criados hicieron las reverencias correspondientes.

— ¿Aún no se ha levantado el invitado? ― preguntó a Theeta, la cocinera.

— No, su majestad.

— Pues apenas termine de desayunar, díganle que vaya hacia el parque.

— Por supuesto, mi señora.

Avanzando por los amplios corredores de su castillo, saludaba a las jóvenes hechiceras con una sonrisa enrarecida.

¿Qué sería de ellas en poco tiempo más?

¿Debería avisarle a su pueblo que les convenía estar preparados para un posible ataque?

No quiso fomentar el pánico, prefiriendo que todos vivieran en la ignorante felicidad hasta que la tragedia cayera sobre Sinicel.

― Mi reina, ya está todo listo ― Copel, su enamorado secreto, indicó. Por la noche, Seelie le había ordenado que preparara todo lo necesario para pasar cinco días en la aldea de Yanaam, en las colinas verdes de Sinicel, en su cabaña paterna.

Su súbdito se había asombrado ante semejante pedido: en quinientos años de reinado, ella ni siquiera había regresado a ver la reconstrucción de esa casa tras la muerte de sus padres. Sin anteponer preguntas, su lacayo obedeció y junto a los otros sirvientes, alistaron las instalaciones de aquel sitio inhóspito y alejado de la ciudad donde la reina pretendía marcharse.

Iniciándose como hada protectora de los lagos, no fue sino a sus 16 años que tomó posesión del trono de Sinicel, cuando logró vencer con un embrujo ejemplar al verdugo de sus padres y de su región.

Alistando su caballo de nombre Ártico,  blanco como la nieve, aguardó por Declan en el parque del palacio. Secundado por Copel y Farris, Declan apareció algunas horas más tarde, ya desayunado. Dejándolo frente a ella, los servidores se apartaron de la reina.

— Espero que haya descansado lo suficiente, tenemos un largo viaje que emprender ― Seelie se le acercó, con andar seductor, cortándole ligeramente la respiración: lucía radiante, con un brillo especial en los ojos y las mejillas sonrosadas. Las ondas de su cabello se asemejaban a las olas de uno de los tantos mares hermosos que bordeaba a Bjak y fue para entonces que una puntada en su entrepierna le recordó que hacía mucho tiempo que no se ligaba íntimamente con una mujer.

— Sí, gracias. Aunque para serle franco, me causa intriga saber dónde están mis hombres, mis armas, mi caballo y de dónde ha sacado esta vestimenta ― señaló sus flamantes ropas.

— Por lo primero no se haga problema, estoy dispuesta a que ellos sean parte de la negociación como así también lo es su caballo, con respecto a las armas evaluamos fundirlas o incluso reforzar nuestro modesto ejército y por lo último, en Sinicel hay hombres que no se pasean desnudos por las calles ― ella sonrió causándole una cosquilla tímida en su pecho masculino. Nunca una mujer lo había logrado desestabilizar y seducir en esa proporción; esa hechicera aún sabiendo que mantenía a su reino con un hilo de vida, no se dejaba amedrentar. Era imponente desde su menudo cuerpecillo.

— ¿Qué es lo que tiene pensado para mí?

— No se apresure. Iremos a los confines de Sinicel a pasar... unos días ― ella le llevaba un paso de distancia. El solo tuvo ojos para esa interesante mujer de curvas suaves y no para notar las múltiples estatuas de mármol y las enormes obras de arte que rodeaban el patio más grande del palacio. Mucho menos reparó en los jardines y los cerezos en flor plena.

— ¿Nosotros dos?¿Solos? ― Declan chilló frunciendo el ceño, ciertamente extrañado. ¿Lo asesinaría sin testigos? Un sudor frío surcó su espalda.

— ¿Acaso me tiene miedo? No comemos humanos aquí, Laughlin ― otra vez lo puso contra las cuerdas y ese juego perverso despertó su hambre masculino.

La reina avanzó por el parque pisando el mullido y espeso césped, el cual se extendía por varios metros cuadrados. Una galería con arcos de medio punto y pilares tallados, lo enmarcaba.

El castillo era enorme, vistoso y pulcro. Poca gente merodeaba solitariamente a excepción de algún lacayo que llevaba elementos de limpieza o comida. A esas horas, las jóvenes hechiceras estaban tomando algún tipo de lección en las aulas, en las salas que la reina  había acondicionado para tal fin dentro del palacio.

— Por aquí, soldado ― ella lo invitó a acompañarla cuando por primera vez, Declan distrajo su mirada de la grácil figura del hada.

— ¿Quiénes viven aquí? ― él quiso salir de dudas.

— Algunos criados, jóvenes hadas que están iniciándose en sus artes mágicas.

— ¿Usted no tiene familia?

— Tengo más de quinientos años, ya nadie de mi clan vive ― él bajó la cabeza, comprendiendo el tono empleado por el hada.

Para cuando se alejaron de la enorme construcción de piedra, llegaron a un establo. La puerta de acceso era de madera robusta, dura, recordándole a Declan el portal de Teenaum. Dudó que ella pudiera abrirla por sus propios medios, por lo que se adelantó ofreciéndose caballerosamente, a hacerlo por su cuenta:

— Gracias, pero podía hacerlo sola.

— Usted es la reina aquí, Seelie. No puede ensuciarse las manos con estas nimiedades.

— Tampoco tendría que estar escuchando parlanchines de segunda y sin embargo, aquí estamos ― sonó graciosa y su sonrisa alumbró aun mas el cielo de Sinicel.

Pasando tras ella, Declan visualizó varios cubículos con caballos, pasturas secas apiladas en grandes paneles y toneles de agua.

— Escoja el que más le guste ― caminando a la par del líder de Bjak, ella acarició la crin del primero de los animales en asomar la cabeza, un corcel negro de brillante pelaje ―. Esta es Odisea. Tiene un galope veloz y es muy fiel...como las mujeres de Sinicel ― una mirada traviesa se posó sobre los ojos del General quien rápidamente tomó el gesto para sí.

— ¿Es cierto que se convierten en humanas si se emparejan con un hombre no nativo?

— Veo que los rumores se esparcen por todos lados muy fácilmente.

— Las historias que se cuentan de Sinicel son atrapantes...como sus mujeres ― Declan avanzó, quedando a un mínimo espacio de la boca de la dama.

— Tanto como lo son los hombres de Bjak ― el ida y vuelta era picante y agradable para los dos. No temían quemarse con fuego.

Laughlin acarició las crines de Odisea, pero le fue inevitable preguntar por "Eternum".

— ¿Dónde está mi caballo?

— Estaba muy lastimado, no se preocupe por él. Mi gente lo está cuidando. Se nota que lo echaba de menos a usted; apenas mi lacayo Copel quiso sujetarlo de las riendas, se le abalanzó, poniéndolo de espaldas al piso.

Seelie continuó el recorrido; a su paso acomodaba el heno y no dudaba en cargar con agua los bebederos de los caballos. Aquel simple gesto de humildad y despojo cautivó al soldado, acostumbrado a ver las diferencias entre las criadas y las señoritas de alcurnia, con quienes su madre intentaba emparejarlo desde hacía muchos años.

— Declan, él es Thor ― le señaló un caballo gris, del color del humo.

— Como el dios del trueno.

— Exactamente.

A su lado, un ejemplar de color cobrizo movía su cabeza, pidiendo una caricia.

— Le presento a Gunther, el más joven de los tres, inquieto y muy cariñoso ― ella le pasó la mano sobre el hocico , con un efecto amansador.

Envuelto en un sopor romántico, el General no podía dejar de admirar a esa dama celestial tan fuerte, pero de aspecto endeble. Su reino estaba en riesgo y ni siquiera estar frente al futuro rey, quien la sacaría del trono, la amedrentaba. Y no solo eso, contaba con la tranquilidad de saber que lo había dado todo por su gente, gesto gratificante para cualquier líder. Incluso, para él, quien aun se sentía en deuda con Bjak y su amigo Photts.

— Escogeré el corcel, Su Alteza. La fidelidad es un bien muy preciado para los hombres de guerra como yo ― sujetando la montura que la hechicera le dio, el halo de seducción que los atrapó fue ineludible.

Seelie evitó una respuesta que la pusiera en un lugar incómodo, por lo que dio un paso hacia el costado; saliendo del establo junto a Declan y su caballo, se topó con sus hombres de confianza.

— Es un finiceo, mi reina ― Copel le recordó que era un extranjero que podía hacerle daño. Él tenía la espada de Ezra, la leyenda de Svandhill y ese era un detalle no menor para los de Sinicel.

— Sé muy bien lo que hago, muchachos. ¿Cuándo les he fallado?

— Nunca, mi reina ― su servidor hizo una reverencia, en desacuerdo, desconfiando de ese hombre que de la noche a la mañana había conseguido la atención de su reina.

— El señor Laughlin es algo más que un huushie aquí ― utilizó el término empleado a los simples huéspedes ―. Es un...amigo de la casa ― enarcó una ceja en dirección a Declan, varios metros por detrás de ellos.

El de Bjak, a lo lejos, intuyó que no estaba siendo bien conceptuado por los residentes locales y que de seguro, estaban advirtiéndole a su reina que era un riesgo que se marchara junto a un soldado como él.

Preparando los caballos para la partida junto a los víveres para el camino, éstos estuvieron listos al cabo de algunos minutos.

Laughlin comenzó a hablarle a su caballo:

— Tu reina me ha dicho que eres muy fiel. Espero que nos llevemos bien en esta aventura que no sé adónde nos llevará ― miró hacia Seelie, quien cubría su cabeza con la capucha celeste de su capa. Las aletas de su nariz se abrieron, incorporando ese extraño y desconocido sentimiento de encantamiento en su cuerpo.

— ¿Vamos o continuará de plática con Odisea? ― ella pasó por su lado, provocándolo.

Declan no dudó en montar al corcel entre sonrisas y seguirla hacia la salida, en dirección al estrecho puente que vinculaba el enorme castillo de Sinicel y la ciudad. En dirección a Yanaam, Declan recordó a su madre contándole historias fantásticas sobre aquella tierra de ríos turquesas y fríos, y sus dos lunas llenas, de tintes maravillosamente morados y brillantes por las noches.

Nada había resultado ser una leyenda sino una estremecedora realidad que estaba experimentando en carne propia.

A medida que surcaban las callejuelas de Sinicel, la gente inclinaba su torso ante su autoridad suprema, desconociendo que sería su última y más antigua reina.

Tomándole la delantera por un par de pasos, Seelie marcó el sendero; a la hora de viaje, el sol comenzó a esconderse detrás de la planicie verde y fértil.

— Imaginaba a Sinicel de otro modo ― por sobre el repiqueteo de los cascos, asumió Declan.

— ¿Se ha figurados muchos arco iris de colores y jovencitas voladoras sobre las flores?

— Algo así ― dio un resoplido por la nariz, reconociéndose un poco prejuicioso y naif.

— Pues las hechiceras somos mujeres como las humanas. Sólo que por las noches, adoptamos nuestra forma de fantasía para perfeccionar nuestras prácticas.

— ¿Tendré el placer de ver a la reina convertirse en un hada?

— Me temo que sí, ¿tiene miedo? ― apresurando el galope súbitamente, Seelie le sacó varios cuerpos de ventaja; Declan clavó su talón en el lomo de su animal, dispuesto a no darle tregua.

Persiguiendo el rayo de sol que se surcaba el cielo, exigieron a sus caballos enredándose en un cortejo infantil para el que ambos se prestaron y del que disfrutaron como chiquilines. Seelie era una gran jinete; cubierta con una capa celeste y larga, la estela que formaba junto a su cabello largo se confundía con la línea del horizonte.

Para cuando disminuyeron su tranco, algo agitados, Seelie fue la primera en bajar, amarrando a Ártico a un roble cercano a la cabaña donde pasarían sus días. Declan la secundó y sin perder más tiempo, vencido por su necesidad de hombre de carne y hueso, le rodeó la cintura con ambas manos con el afán de conocer el sabor de sus labios.

Sorprendida pero entusiasmada, Seelie dejó que la lengua del soldado le recorriera la boca en busca de la suya. Enardecido, Declan la arrinconó contra el tronco para sentir su calor.

— No, General, no corresponde que hagamos esto ― ella lo detuvo y él, sin oponerse, trató de desentenderse de lo que su cuerpo le pedía.

Seelie se escabulló bajo el brazo de Laughlin para atravesar el bosque y fundirse entre los árboles de espeso follaje y miles de años de antigüedad. Declan, dejando hipnotizarse por la danza propuesta por la reina, la siguió.

Sonriéndose nerviosamente, como dos amantes que recién se conocían, eran dueños del atardecer hasta que, a la vera de un arrollo, sobre un tronco abandonado, un velo brillante y blanco, marcó el inicio de la transformación.

Ante un atónito militar, Seelie mostró su faceta mágica; sus alas casi translúcidas salieron de su espalda, desplegándose, mostrando su esplendor y delicadeza en tanto que sus pies levitaron. Conservando sus rasgos delicados, incluso la misma estatura, sus ojos eran más brillantes.

Girando en el aire, destellando en tornasoles y con su cabello adoptando la forma del viento, la reina era el ser más hermoso que alguna vez hubiera visto Declan; estupefacto, con la mandíbula desencajada por el magnetismo provocado, el contraste del cuerpo celestial de la reina con las dos lunas de fondo, conformaban un espectáculo sin precedentes.

Aleteando con velocidad, Seelie posó sus pies sobre la arena de esa estrecha playa, desde donde lo invitó a perseguirla, sin éxito inmediato. Declan no bajó los brazos hasta que finalmente, tuvo su recompensa: logrando sujetarla de la mano, la atrajo hacia él, notándole la piel de un color marfil casi transparente.

— Nunca he visto una criatura tan inmensamente bella como tú, Seelie ― afirmó él, dejando los títulos de lado, atrapándole el rostro entre sus manos ásperas del combate.

Ella se dejó manipular, sin recelo. Muchos amantes la habían conocido como tradicionalmente se dejaba ver: humana, estricta; ninguno, a excepción de Declan, como la protectora de los lagos.

Con la noche impuesta, Seelie regresó a su cuerpo diurno con un gran esfuerzo; la conversión la debilitaba y en efecto, cuando la demostración terminó y volvió a su forma humana habitual, cayó desplomada a los pies de Declan, consciente pero sin fuerzas.

Caballerosamente aunque nervioso ante el desconocimiento por lo sucedido, él le acarició las mejillas y sosteniéndola entre sus brazos, caminó a la par de los animales rumbo a la construcción de madera, su destino previsto.

Seelie era liviana como una pluma.

Laughlin le susurraba palabras bellas y animadas que ella respondía con una sonrisa sentimental. Al llegar a la encantadora casita de madera ubicada sobre un estrecho cauce de agua, Seelie consiguió mantenerse de pie.

Lejos de la amplitud del castillo, de las ostentaciones reales, esa casa era salida de cuento fantástico.

— ¿Te quita resto físico volverte una humana?

— No somos inmortales, pero hacerlo nos quita tiempo de vida ― ella se detuvo en mitad de la sala, sosteniéndose de la mesa, decorada con una gran cesta con frutas. Había dos sillas de madera tallada que su propio padre había construido cuando ella era una pequeña que intentaba iniciarse en la hechicería. Lo único que vio Declan fueron leños arrumbados en un rincón y un caldero de bronce con tres patas; deseó que no sean usados para ninguna clase de ritual que lo tuviera como víctima.

— ¿Te sientes mejor? ― ignorando sus pensamientos, pasó el dorso de sus dedos por sobre el rostro níveo del hada.

— Sí, es falta de costumbre ― abocada a sus tareas de reina y sin un amante que valiera la pena, sus transformaciones eran escasas, lo que, en parte, explicaba su longevidad. La conversión, era un ritual que muchas hadas usaban para emparejarse, para deslumbrar a su pretendiente.

— ¿Cuáles serán las pruebas a las que seré sometido? ¿Acaso esta es una de ellas?

— ¿Esta? ¿Cuál? ― preguntó Seelie, aun mareada.

— Resistir a tus encantos ― reconoció ruborizado, con tono gracioso.

— Eso sería jugar sucio, jugar con tus sentimientos y yo no soy así ― reflexionó la muchacha ―. Te he traído hasta aquí, a los confines de Sinicel, para que me demuestres cuán digno eres para ocupar mi lugar. Exponerte ante el pueblo solo los pondría nerviosos, especularían el motivo de tu llegada y cuestionarían el por qué de mi pasiva actitud.

— ¿No crees que ya sospechan de tu ausencia?

— Ellos pensarán que eres el nuevo capricho de la reina, una reina con el corazón frío que jamás se enamorará ― y rogó que así fuera aunque no debía subestimar a su gente.

— Y...¿no es el verdadero motivo?

— Tendrás que averiguarlo por ti mismo ― lo miró de lado, batiendo las pestañas descaradamente.

— ¿Debo creer en que no me has echado un polvo mágico ni esas cosas de brujas? ― ella rio con entusiasmo, resintiendo su propia energía.

— No, Declan, somos hechiceras, no mentirosas. ― Seelie tomó una manzana, la mordió para cobrar fuerza y súbitamente, en un arrebato, él la giró en volandas y en un rápido movimiento, la subió a la mesa, provocando que las frutas rodaran y cayeran desparramadas en el piso.

Embravecido, como en pleno combate, Declan desanudó su braccae el cual quedó a la altura de sus rodillas, arrastró la túnica de lino del hada hasta sus caderas femeninas y la tomó sin miramientos, como a una humana, dejándole sobre el cuello una lluvia de besos de guerrero.

Seelie le tocaba las cicatrices del rostro con delicadeza, imaginando el momento en que se las habría hecho. Sintiéndolo dentro de ella, potente, voraz, comenzó a despedirse de la corona que en buena ley había ganado en su adolescencia y que en poco tiempo más, en manos de un mortal, abandonaría para siempre.

Abrazándose al cuerpo del soldado, de luchador, ella se entregó plena aun sin haber visto si el futuro los encontraba juntos o ella perdería la cabeza tras una sola noche de amor como esta.

Asimismo, Declan sentía que ese acto tan íntimo y privado no tenía semejanza con nada y que estar a su lado era un privilegio al que no renunciaría jamás.

***

A la mañana siguiente, Declan despertó sobre aquella manta compacta rellena de plumas y con las cobijas revueltas a su lado. Desnudo, se refregó los ojos y de pie en dirección a la ventana, encontró a Seelie peinando las crines de ambos caballos.

Parecía completamente recuperada de su conversión y de la maravillosa noche de pasión a la que ambos se habían entregado.

El General se vistió rápidamente para ir a su encuentro; arrancando unas margaritas del porche, cuidando de no hacer crujir las maderas de los escalones que separaban la construcción del césped, aprovechó que ella estuviera de espaldas para sellarle la boca con un beso.

La reina fue receptiva. Declan la miró con férrea devoción; Seelie lo hipnotizaba, lo llevaba a un mundo paralelo, de fantasía, donde todo era perfecto y hermoso.

— ¿Por qué has aparecido en mis sueños? Tu me has dado la respuesta al enigma de Teenaum y luego has querido que renuncie a mi viaje a Siniciel. No entiendo...

— Quería poner a prueba mis propias visiones, Declan. Yo te vi antes de conocerte, supe que venías en busca del reino ― él se sonrió: había tenido la osadía de engañarlo. Gran jugada. Ella continuó ―. Habías llegado a las puertas sagradas, habías sabido leer la consigna, estaba escrito que no debías morir en Teenaum y yo necesitaba que destruyeras al viejo Ezra.

— ¿Por qué detenerme en la laguna?

— Ya estabas en Sinicel, tan solo quise advertirte qué podía sucederte de continuar con tu plan.

— Pues ya me ves, de no ser por mi obstinación no estaría aquí.

— Lamento contradecirlo soldado ― presionando la punta de su dedo en el pecho fuerte de Declan, Seelie le sonrió ―: De no ser por mí ayuda, no estarías aquí.

— Iba a descubrir el acertijo, era cuestión de tiempo ― acababa de lastimar su orgullo masculino ―, como ahora, que quiero descubrir si un hada siente cosquillas ― tomándola por asalto, cayeron sobre la hierba fresca, a pura carcajada y sinrazón.

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Braccae: era una prenda en forma de usada por varios pueblos en la y la , en y característico de la indumentaria de los . Se sujetaban a la cintura con un cordón y se usaban bien cortos ―que llegaban hasta la rodilla― o largos.

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