Capítulo 11: La última puerta

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Elliot iba cayendo con velocidad galopante. El viento le golpeaba con fuerza en el rostro a la vez que un vacío agobiante le nacía en la boca del estómago. Era como si estuviera cayendo de la mismísima punta de la Tour du Ciel. A su alrededor había una completa negrura; parecía que estaba adentrándose en las fauces ennegrecidas de una bestia gigante.

Después de un instante que se sintió más como una eternidad, Elliot sintió su cuerpo chocando contra el agua. Su cuerpo se hundió con rapidez en aguas muy negras; tan negras como la tinta de un calamar. Apenas asomó la cabeza por fuera del agua abrió la boca como un maniático. Sus ojos apenas veían, y sus pulmones ansiaban el aire con desespero. Una considerable cantidad de agua salía de sus labios, expulsados por la tos.

Estaba completamente desorientado. No tenía ni la menor idea de lo que acababa de pasar, y a diferencia de la prueba de Paerbeatus, la prueba de Astra se sentía mucho más aterradora y misteriosa. Al menos así fue, hasta que abrió sus ojos, y quedó boquiabierto.

Frente a Elliot, en el cielo nocturno de dónde quiera que se encontrara, había un millar de estrellas, sino un millón, que brillaban con gran intensidad ante sus ojos. Tras un momento de introspección, a Elliot le pareció que se trataba de la Vía Láctea. La belleza de aquel cielo estrellado parecía haber desnudado al mismísimo universo para lucirlo frente a él. Eran infinitas estrellas de un intenso color plateado que bailaban con descaro y que se arremolinaban con suavidad, como pequeñas volutas de polvo estelar sopladas por un viento que podría haber sido el mismísimo aliento de la vida.

Sin pensarlo mucho más, Elliot se acomodó para buscar una orilla a la cuál nadar. No fue poca su sorpresa al darse cuenta de que sus manos no tardaron prácticamente nada en chocar contra el fondo arenoso de aquel pozo. Confundido y sin saber cómo era aquello posible, Elliot se puso de pie, aún dentro del «gigantesco océano de oscuridad en el que hacía unos instantes se estaba ahogando», y vio que éste, en realidad, apenas le cubría los tobillos. Estaba seguro de que no se había movido en ningún momento de lugar. Aunque acababa de estar a punto de morir ahogado en aquel lugar, ahora, sorprendentemente, estaba de pie, justo en el centro de lo que parecía ser un minúsculo estanque.

A su alrededor se veía una colina extensa y verde que parecía no tener fin. Árboles extraños y frondosos extendían sus ramas con melancolía hacia el cielo, y a Elliot le pareció ver que algunas estrellas aventureras se colaban entre sus ramas más altas y el firmamento. Caminó para salir del agua y tan sólo cinco pasos bastaron para lograrlo. Sus pies mojados anduvieron por un camino de grandes lajas de piedra pulida, franqueado por inmensos pilares blancos a los lados; éstos estaban cubiertos por enredaderas de espinas que se veían realmente salvajes, incrustadas en la mismísima piedra.

—¿Qué opinas de este lugar y de esta noche, Elliot? —preguntó una voz que lo sacó de sus cavilaciones.

Era una voz áspera y profunda, de un hombre y una mujer al mismo tiempo, que parecía venir de ninguna parte y, al mismo tiempo, de todos lados. Aunque era intensa y autoritaria, Elliot también podía sentir bondad y calma en ella. Estaba haciendo todo su esfuerzo por localizar su origen.

—No hace falta que te preocupes. Es normal para los humanos no saber cuál es el camino a seguir. Es por eso que existe la noche; y también es por eso que las estrellas dejan sus rastros en el cielo, pintados a través del destino, para guiarlos hacia allá, a donde no poden llegar por ustedes mismos.

Elliot subió su mirada hacia el cielo, hacia las estrellas, y respondió:

—¿Quién...? ¡¿Quién eres?! ¿D-dónde estoy? —preguntó.

—¡Ah, las preguntas! —musitó la voz con calma; había felicidad y complacencia en ella—. Si tan sólo las preguntas realmente fueran necesarias, a pesar de la gran falta que hacen las respuestas acertadas...

—¡¿Qué?! No entiendo... No, no creo estar entendiendo —respondió Elliot ansioso.

Sus ojos rápidamente capturaron algo con una mirada curiosa: frente a él, a lo lejos, había un imponente castillo. Estaba hecho enteramente de cristal y tenía cuatro torres y una cúpula central que llegaba casi al cielo. La cúpula del castillo reflejaba el brillo de las estrellas, y parecía refulgir con tanta luz cómo lo hacían ellas también.

—Entender sólo es necesario cuando no nos conocemos a nosotros mismo aún —dijo la voz—. Entender es la necesidad de analizar; analizar la melodía que se teje a nuestro alrededor, y que nos acaricia hasta darnos la forma que tenemos sin que siquiera necesitemos darnos cuenta. Entender es perder el tiempo, Elliot... cuando el tiempo lo único que quiere es sentir.

Elliot pensó que la voz provenía de aquel castillo, e intentó caminar hasta él. Pero cuanto más caminaba en su dirección, más la imagen del castillo parecía alejarse de su alcance.

—¡Yo sé quién soy! —respondió Elliot con terquedad—. Yo soy Elliot Arcana.

—Eso es tan sólo una fracción de quien realmente eres, Elliot Arcana —respondió la voz, y a Elliot le pareció que su dueño/a se reía de él en silencio—. Pero eso aún no lo sabes porque en realidad no sabes que eso no es todo lo que eres, ni tampoco sabes qué es lo que significa ser Elliot Arcana.

De pronto, una de las estrellas que colgaba del cielo comenzó a brillar con mucha intensidad, como si estuviera envuelta por un fuego crepitante y abrumador. La estrella comenzó a caer al estilo de un cometa o una estrella fugaz, dejando una estela de polvo dorado tras ella. Continuó con su camino hasta que quedó justo frente a Elliot, quien retrocedió sorprendido, mientras se cubría los ojos para protegerse del brillo excesivo que emanaba de ella.

—Tómala. Es un regalo para ti. Feliz cumpleaños —dijo la voz.

Elliot dudó de acercarse a la estrella al ver cómo el fuego emanaba de ella con violencia.

—No tengas miedo. Nada aquí puede hacerte daño. Sólo escúchala, así como siempre escuchas a las estrellas.

Sin mucho protestar, Elliot obedeció. Una ráfaga de viento cálido lo envolvió, y Elliot pudo sentir cómo algo pequeño y suave se removía entre sus manos. Sorprendido, bajó la mirada para verse las manos.

—Ja, una elección peculiar. Inesperada y peculiar, pero aún interesante —dijo la voz con diversión.

Entre sus manos apareció un cachorrito de suricato con gafas de pasta negra y una mochila de estudiante. El cachorrito estaba extrañamente recubierto por una pelusilla fina como la de las plumas de las aves al nacer, muy fina, y de un color amarillo terroso, como las arenas de un extenso desierto. Su cuerpo era rechoncho. Las gafas le daban un aire extraño e intelectual a sus diminutos ojos dorados. Cuando el animalito por fin subió sus ojos hasta el rostro de Elliot, una mueca de espanto se plasmó en su mirada.

—¡¿UN HUMANO?! ¡¿PARA ESTO NACÍ?! ¡No, no, no! Será mejor que me dejes en el suelo. ¡Yo me voy de aquí!

Pero al escuchar hablar a la criatura, Elliot no pudo evitar quedar más sorprendido de lo que ya estaba. Aquello enfadó aún más al cachorro.

—¿Es que acaso eres sordo o qué? ¿Ni siquiera eres capaz de entender tu propia lengua? ¿Hay algo en esa cabecita tuya aparte de alimañas y piojos? —preguntó, llevándose sus bracitos a la cintura con terquedad—. ¿Tanto esperar y al final termino con un HUMANO? ¡Increíble!

—Para ser un roedor tan pequeño sí que eres malhumorado —contestó Elliot saliendo de su estupor.

—¿R-roe... ROEDOR?

El cachorrito chilló con indignación mientras daba un respingo y se ponía tan rígido como una tabla

—¡¿A quién estás llamando roedor, niño?! ¡Yo no soy ninguna alimaña rastrera! ¡Yo soy una QUIMERA! ¡Así que será mejor que vayas cuidando tus modales si no quieres perder esa lengua tuya! Y ahora, ponme en el suelo de una buena vez, ¡me voy de aquí! —ordenó furioso.

Cuando Elliot se disponía a poner a la criatura en el suelo, la voz volvió a hablar y el chico se detuvo.

—No seas tan duro con Elliot. Es gracias a él que tienes forma para hablar y caminar. Ya sabes que sus existencias están conectadas.

—¡Sí, sí, YA LO SÉ! —respondió el animalito girándose para ver a Elliot con fastidio.

Hasta ese momento Elliot no se había dado cuenta que las patitas del animal también se parecían a las de un ave.

Después de un instante de incómodo silencio y de muchos quejidos refunfuñones, el cachorrito se dignó a ver a los ojos a Elliot y hablarle directamente sin parecer tan enfadado.

—Ni modo, supongo que tendré que darte una oportunidad... ¡Pero más te vale que no la desperdicies! Así que vamos, di mi nombre para que podamos terminar con esto de una buena vez.

—¿Tu nombre? —preguntó Elliot confundido—. ¡¿Y cómo se supone que sepa cómo te llamas?! ¡Ni siquiera sé qué es lo que estoy haciendo aquí!

—¡Piensa muchacho, ya escuchaste al jefe! Tú y yo estamos conectados, así que mi nombre está en algún rincón de esa cabeza hueca que tienes. ¡Piensa!

—Sólo cierra tus ojos, Elliot —dijo la voz profunda, resonando en todo el lugar—, y deja que el universo resuene a través de ti. Hazlo hasta que la respuesta fluya de tus labios como una melodía. Sólo siente y escucha, siente...

—¡Ok, ok! Lo voy a intentar —respondió Elliot cerrando los ojos, entre resignado y preocupado. Tenía miedo de decepcionar a aquella voz.

El chico cogió aire y esta vez trató de concentrarse en sí mismo. Trató de poner la mente en blanco y de pensar sólo en el pequeño animal extraño, cuyo peso podía sentir en las manos. Pensó en su pelaje de plumas, en sus pequeños anteojos, en sus patitas de ave y en la mochila que cargaba a cuestas. Pensó en las estrellas, en sus colores plateados y chispeantes, y en cómo esa criatura había salido de una estrella fugaz. Así duró unos minutos, concentrándose en cada detalle, pensando en lo muy tranquilo que se sentía al estar ahí, en ese lugar, y recordó la sutil sensación de cosquilleo en su estómago cuando escuchaba aquella misteriosa voz y, especialmente, cuando escuchaba su propia voz interior, hablándose a sí mismo.

Poco a poco Elliot se observó en la distancia, aun con los ojos cerrados. Estaba pequeño, estaba más grande; crecía. Diana, la tía Gemma, Massimo, la Nonna, Colombus, Madeleine, Pierre, Paerbeatus, Rousseau... todos ellos estaban ahí, pero no era a ellos a quienes veía, sino ellos quienes lo veían a él. Era como si Elliot pudiera verse a sí mismo a través de los ojos de las otras personas, y pudiera notar cada uno de los detalles de su cuerpo, su figura, sus gestos, su mirada, lo que se escondía detrás de ella, y era como si Elliot quisiera quererse y conocerse, darse un abrazo, hablar consigo mismo y vivir aventuras junto a su propio reflejo. Era como un llamado, un sonido: algo resonaba por dentro, entremezclado con la voz de sus pensamientos y los latidos de su corazón. Aquel era su sonido, y fue la primera vez que lo escuchó.

«Kr... Kr... ys... t...»

Pasó un instante, pasó otro, y entonces, finalmente lo escuchó con claridad. El nombre de aquella criatura apareció claro como la luz del sol frente a sus ojos, y sus labios se movieron por sí solos. Una vibración extraña le recorría todo el cuerpo. Era como si de pronto lo hubieran encerrado en un campanario con millones de campanas. Fue tan fuerte que Elliot cayó de rodillas al suelo. El animalito se aferró con fuerza a uno de sus dedos para no caerse. Elliot abrió los ojos, y los fijó sobre la Quimera con atención.

«Krystos...», dijo, y una sonrisa se le dibujó en el rostro...

—Tu nombre es... Krystos...

Los ojos dorados del animal brillaron con fuerza. Todo el plumaje se le erizó, y una pequeña ráfaga de viento le hizo elevarse un par de centímetros en el aire antes de volver a descansar sobre una de las manos de Elliot.

—Bravo, Elliot. Ya estás listo para enfrentar la enorme tarea que te espera. Ve y da tus primeros pasos en el camino que lleva hacia tu destino...

Esas fueron las últimas palabras de la voz. Las estrellas parpadearon con tanto vigor en el cielo que parecían fuegos artificiales.

─ ∞ ─

Una ventisca golpeó el rostro de Elliot con fuerza, haciéndole cerrar los ojos. Cuando los abrió nuevamente, el palacio de cristal y la planicie habían desaparecido para darle paso a un enorme desierto, cuyas dunas calientes se extendían arenosas a sus anchas frente a sus ojos. Las estrellas también habían desaparecido, y el cielo nocturno había sido reemplazado por un inclemente cielo de mediodía. Estaba en plena tormenta de arena.

—Por un momento pensé que no podrías escucharlo, pero tal parece que no eres tan tonto después de todo —dijo Krystos mientras se encogía de hombros—. Supongo que es cierto eso de que no se debe juzgar al libro por la portada.

La Quimera se colocó en cuatro patas y trepó por el brazo de Elliot hasta quedar de pie sobre su hombro izquierdo.

—¿Ya estamos listo para irnos? ¿Sabes a dónde tenemos que ir? —le preguntó a Elliot mientras se sentaba en su hombro y se aferraba a su sweater para no caerse.

—La verdad no, pero tampoco puedo seguir parado aquí sin hacer nada. Algo habrá que hacer...

Elliot elevó su mirada al cielo en busca de alguna señal que lo guiara. Por su mente pasaban incontables preguntas.

—¡Allí! —gritó Krystos mientras señalaba una estructura en la distancia—. ¡Hay un faro!

Elliot observó con cuidado el edificio, cubriéndose los ojos de la tormenta. Cada vez había más brisa y más arena.

—¡Vayamos entonces! —dijo a Krystos.

Cuando estaban lo suficientemente cerca, en la cima, Elliot pudo ver la silueta de una mujer asomada desde la ventana. Parecía estar esperando a alguien.

—¿Quién es ella? —se sintió obligado a preguntar.

—¿Quién? ¿Dónde? —respondió Krystos.

—¿No la puedas ver?

—¿De qué hablas? No veo a nadie...

Desde ese momento, algo en el corazón de Elliot le dijo que no podía decir más nada sobre aquella mujer. Se sentía asustado de tan sólo mencionar su presencia, pero no podía ni quería dejar de pensar en ella. Súbitamente la tormenta se hizo más violenta y Elliot corrió lo más rápido que pudo hasta el faro. El corazón le latía tan fuerte que le dolía. Apenas alcanzó la puerta la abrió de un tirón y se adentró en las entrañas de aquel faro, pero ya protegerse no era el motivo de su ímpetu. Quería subir hasta el tope; saber más sobre «ella», quien quiera que fuera. Subía con desesperación por el espiral sombrío de las escaleras, pero a medida que daba pasos arriba se iba sintiendo cada vez más y más cansado, como si su cuerpo envejeciera un año por cada escalón que dejaba atrás. Su mente galopaba con furia, y de su boca salían resoplidos y quejas. Sus ojos estaban fijos en la luz que provenía de la cima, y su mente sólo podía pensar en aquella mujer.

Cuando alcanzó la puerta que daba al balcón del faro la abrió con violencia, a la vez que una letra, tan sólo una, se formaba en sus labios y le desgarraba la garganta, los recuerdos y el corazón...

—A.

Fue todo lo que logró decir.

La palabra se esfumó de su boca tan súbitamente cómo había llegado, sin siquiera llegar a ser pronunciada. De sus ojos se derramaban lágrimas que marcaban gruesos surcos en su rostro. Una tristeza abrumadora y pesada se apoderó de él. La estancia estaba vacía y la mujer no estaba.

—E-Elliot, ¿te... te encuentras...? —preguntó Krystos confundido.

—Sí, estoy bien, Krystos... no pasa nada —respondió Elliot con rabia extraña y desconocida.

Pero aunque sus labios decían una cosa, sus ojos lloraban por otra.

─ ∞ ─

El polvo de la estancia olía a siglos y se arremolinaba con pesar en el suelo. El lugar estaba abandonado. Las telarañas cubrían a sus anchas el techo y las paredes del lugar. La cúpula del faro parecía más un ático embrujado que cualquier otra cosa. De pronto, el graznido de una bandada de gaviotas llamó la atención de Krystos, quien se apresuró hasta la ventana.

Afuera el desierto había desaparecido. Un hermoso litoral amurallado, bañado por el brillo rojizo del sol al atardecer, había aparecido en su lugar. Las olas chocaban contra la orilla rocosa y las gaviotas graznaban con soltura en el cielo de la costa. Apenas Elliot vio el paisaje, reconoció el lugar. Aquellos muros amarillos y aquella costa rocosa ya los había visto antes cuando estuvo en Almería.

—Una vista hermosa —dijo Krystos.

—Sí, pero más importante, es reveladora, Krystos. Aquí fue donde empezó todo, con la gitana.

Tras ver la ciudad, Elliot sintió ganas de buscar a la gitana otra vez, a ver si ella podía darle las respuestas que necesitaba. Rápidamente comenzó a bajar por las escaleras. Krystos se sujetaba con fuerza a la chaqueta de Elliot mientras el chico iba bajando los escalones de la escalera de caracol casi que a brincos. Varias veces se vio obligado a sujetarse con fuerza de las barandas para no caer por las escaleras al saltarse un escalón.

—Oye Elliot, si sigues así nos vas a matar a ambos —se quejó Krystos, pero Elliot no dijo nada.

En la mente del chico había ansia, calor y una angustia sobrecogedora. La imagen de una espiral en llamas que lo quemaba sin que él pudiera hacer nada apareció súbitamente ante sus ojos, haciéndolo fallar un peldaño de la escalera y golpearse en la caída. «¿Qué fue eso?» pensó Elliot mientras se levantaba adolorido. Krystos se subió rápidamente una vez más sobre sus hombros. Por un momento Elliot no pudo evitar sentirse como un autómata controlado por los hilos invisibles y caprichosos de un titiritero maestro. Otro asalto mental inesperado golpeó y sus rodillas se flexionaron con violencia contra el suelo. Un jadeo y una respiración profunda fue todo lo que hizo falta para que cerrara los ojos, y la imagen de las llamas volvió a surgir en su cabeza.

El escenario cambió. Ahora sus manos estaban apoyadas sobre una espesa alfombra morada que el fuego iba chamuscándose con peligrosa violencia, acercándose cada vez más hacia él. Naipes ennegrecidos y carbonizados contaminaban el aire con una oleada de humo negro espeso. Elliot se sintió desvalido, inmóvil, hasta que una mano pálida y delgada atravesó las llamas en dirección suya. Obedeciendo a una corazonada, Elliot aplicó todas sus fuerzas para estirarse y alcanzarla. Los dedos delicados y delgados se aferraron a su piel con fuerza. Con un solo tirón lo halaron contra el muro de llamas. «¡Demonios, demonios!», pensó Elliot aterrado ante la posibilidad de morir quemado, pero cuando abrió los ojos su mano estaba aferrada al pomo de la puerta del faro y él se encontraba ya afuera del edificio.

El litoral de Almería había desaparecido. En su lugar, un amplio puente de piedra oscura bordeado por farolas antiguas en sus extremos se presentaba frente a él, en lo que parecía ser un gigantesco set de teatro al aire libre. Había grandes extensiones de tela oscura, como si de telones extendidos a sus anchas se tratara, y de todos lados pendían suspendidas en el cielo pequeñas estrellas de papel mache de diferentes colores y extrañamente iluminadas desde adentro, como luces fantasmales. Cortinas rojas a los bordes de la oscuridad, cámaras de video, asientos, luces... todo flotaba misteriosamente en la distancia, apuntando en su dirección. Hacia el final del puente Elliot pudo ver una puerta morada tenuemente iluminada por la luz de las farolas y de las estrellas de papel.

«¿Esa es la salida?», se preguntó. Lo cierto es que no había más lugar a donde ir. Fue en ese momento cuando lo escuchó. Un sonido corriente pero con el poder de helar la sangre y poner la piel de gallina.

«Cadenas... arrastrándose».

Cómo si su cuerpo se moviera impulsado por la fuerza violenta de un resorte, Elliot se giró de golpe y allí la vio. Era una criatura brumosa y encorvada, de aspecto frágil, hecha enteramente de humo y negrura. Aunque no podía verle el rostro, Elliot sabía que aquella cosa lo estaba viendo. Después de un silencioso y tenso momento, fue ella la primera en romper la frágil quietud que los arropaba. La criatura se movió y se combó hacia un costado como si de un arco se tratara, haciendo que las cadenas volvieran a sonar.

—¡Corre, Elliot! —gritó Krystos—. ¡Tenemos que alcanzar la puerta al otro lado, vamos!

Elliot dio un paso hacia atrás para alejarse de la criatura. El sonido de las cadenas y el continuo chocar de dientes que provenían de debajo de la capucha le hacían sentir asco y terror. «Voy a morir», pensó. El corazón casi se le escapa por la boca cuando vio a tres criaturas más, muy parecidas a la primera, paradas frente a él. Estaba rodeado. El sonido de las cadenas se multiplicó en los oídos de Elliot atormentándolo, reclamándolo, empujándolo a los rincones más lúgubres de su mundo interior.

Las sombras, al ver a su presa tan cerca, abrieron los brazos y se abalanzaron contra el chico, encaramándose sobre él y cubriendo todo su cuerpo con su oscuridad. El peso era demasiado grande para que Elliot pudiera seguir de pie. Sus rodillas chocaron con fuerza contra el suelo de piedra y, una vez más, sus manos se posaron frías sobre el suelo. Su mente rápidamente se inundó de pesadillas.

Las manos acababan de sacarlo del fuego. La alfombra morada había desaparecido. El olor a chamuscado ya no estaba en el aire, pero «¿dónde estoy?», se preguntó. Una risa ahogada le hizo darse la vuelta. Era Lila. «Lila... tú... ¿me salvaste?», pensó Elliot confundido. Ella iba vestida con uno de esos vestiditos holgados de los años 20. Los dos estaban juntos sobre el tejado de un edificio muy alto; parecía ser Nueva York. Sin embargo, algo de la ciudad era distinto: como si el paisaje perteneciera más al pasado que a la actualidad. Ella se acercó hasta él y, sin decir nada, lo tomó de las manos y comenzaron a bailar. La música sonaba, la pieza apenas acababa de empezar. Ambos disfrutaban. Tanto Elliot como ella reían despreocupadamente. «No sé bailar», decía él, a lo que ella respondió: «no te preocupes, yo te llevo». Así iban y venían, y aunque ella cada vez lo iba llevando más al borde y Elliot lo sabía, igual se sentía seguro estando allí con ella, bailoteándole de alguna manera al Jazz que sonaba desde las calles y los balcones de la ciudad. Por momentos ella lo atraía hacia sí, recostando toda la silueta de su cuerpo sobre él; momentos en los cuales Elliot no podía evitar ahogar un suspiro de placer. A veces ella también lo hacía alejarse de su cuerpo, casi soltando sus manos, pero aun manteniendo sus dedos entrelazados. La pieza estaba a punto de terminar. El borde estaba cada vez más cerca; ya casi no quedaban centímetros que los separaran de la caída. Cuando el sonido de la música calló, Lila sonrió juguetona una última vez antes de soltar una lágrima desde la altura del rascacielos. Sus ojos se volvieron tan rojos como la sangre, y Elliot ya estaba cayendo. Lila se hacía cada vez más pequeña, y los edificios cada vez más alargados y terroríficos. El abismo quedó atrás. La sensación fue tan real que Elliot sabía que estaba a punto de morir.

«¡Mamá! ¡Tía Gemma! ¡Alguien!»

—¡Vamos, Elliot, despierta! —le gritó Krystos, mientras le daba pequeños golpes en la mejilla con las almohadillas suaves de sus patitas—. No te dejes vencer por las sombras. ¡Reacciona!

Elliot abrió los ojos con violencia. Más sombras se habían arremolinado sobre su cuerpo, envolviendo todo a su alrededor. Algunas intentaban capturar a Krystos con sus tentáculos, pero la Quimera las apartaba de sí lanzándoles pequeños rayos dorados desde sus patas delanteras. Los ojos le centellaban con intensidad.

—Elliot, ¡espabila de una buena vez! ¡Piensa en toda la gente que se preocupa por ti y deja de ser un egoísta sabelotodo por una vez en la vida! ¡DESPIERTA!

«Mamá... papá... tía Gemma... abuela... Colombus, Mady...», inevitablemente la lista de las personas que Elliot más quería se paseó violentamente por su mente, y todos tenían un mismo destino final: «MUERTE». Así iban y venían más nombres, ordenados todos en categorías de confianza, cariño, buenos recuerdos, lecciones aprendidas, etc. «¡No me dejen!», sintió Elliot atemorizado. «NO ME DEJEN. NO QUIERO PERDERLOS...».

Krystos colocó una de sus patas sobre la frente de Elliot y disparó uno de sus rayos dorados directo a la mente de Elliot.

«...Pero eso es justo lo que pasará si mueres, si desapareces, si te rindes ahora a mitad de camino...»

Un calor intenso se apoderó de toda su cabeza. Fue justo en ese momento en que la vio. Una estrella fugaz de un delicado color amarillo verdoso surcando la oscuridad que era el cielo frente a sus ojos.

«...y Krystos... y Paerbeatus, ¿verdad? Sí... Paerbeatus, las cartas, la aventura...», pensó. La imagen frente a él, su vista, sus ojos, alternaba violentamente entre las imágenes de su cabeza y las imágenes de la realidad.

—¿Ya... se acabó todo? —musitó Elliot, justo al sentir cómo caía pesadamente sobre unos brazos firmes que no lo dejaron estrellarse contra la contundencia de la muerte.

—Todavía no es momento, Elliot —escuchó que le decía un hombre familiar.

Cuando levantó la vista un par de ojos tan azules como los suyos le devolvieron la mirada. Era justo como él, justo como él se vería si tuviera unos 50 años aproximadamente, después de haber vivido una larga y próspera vida. Era un reflejo extraño, o así le pareció a Elliot, que más que reflejar el presente reflejaba el pasado y el futuro al mismo tiempo.

El vértigo se apoderó de su estómago mientras el hombre desaparecía y él abría sus ojos. Sus ojos rápidamente regresaron a la realidad, y lo primero que captaron fue la cola de Krystos, quien a pesar de su pequeño tamaño estaba apoyado en sus cuatro patas, rugiendo como una bestia salvaje.

«Concéntrate, Elliot.... CONCÉNTRATE, CONCÉNTRATE DE UNA BUENA VEZ».

Elliot rápidamente se incorporó, apoyándose de sus rodillas y de sus manos. Cerró sus ojos y se dejó llevar por la sensación. Era fresca y revitalizadora, y en sus oídos se escuchaba como si un tornado le cubriera desde adentro. Súbitamente una ráfaga de viento le golpeó el cuerpo y le hizo caer de lado, alborotándole el cabello. Era tan fuerte el vendaval que todas las sombras que revoloteaban sobre Elliot salieron disparadas en todas las direcciones y varias de las estrellas de papel que colgaban del techo se rompieron, dejando escapar sus brillantes núcleos, que bañaron el puente con una luz blanca y caliente.

Una vez más su mente calló; su vista parpadeó otra vez. En su mente apareció la imagen de algún chico encapuchado en medio de una calle. El niño, con mucho esfuerzo, absorbía y atrapaba todas las luces de una ciudad muy parecida a Tokio y las dirigía hasta una carta en sus manos que tenía estirada hacia el cielo. La ciudad titilaba, la gente gritaba, el mundo colapsaba por completo: militares, aviones cayendo, alarmas, mucho pánico y descontrol. Todos parecían haber perdido la cabeza, haberse vuelto locos, y Elliot no pudo evitar preguntarse si realmente estaba tan loco como lo había pensado alguna vez si podía darse cuenta de todo aquello, de todo lo que estaba sucediendo...

Tras varios parpadeos, Elliot observó cómo una violenta ráfaga de aire salía disparada del pequeño hocico de Krystos. Apenas la Quimera acabó de rugir cayó exhausta al suelo.

—¡Krystos! —gritó Elliot con preocupación al ver tendido al animal en el piso. Rápidamente se levantó y lo tomó entre sus manos.

—No hay tiempo para cursilerías, Elliot —respondió Krystos, entre enfadado y cansado—. Yo estoy bien, pero la puerta... ¡tienes que llegar a ella antes de que vuelvan las sombras!

Cuando Elliot levantó la vista hacia la puerta vio cómo poco a poco las sombras se arremolinaban sobre los corazones de las estrellas, y estas se convertían nuevamente en estrellas de papel. Las imágenes atacaron a Elliot una vez más.

Una enorme letra A encerrada en un círculo apareció volteada, escrita en pintura negra sobre una oscura pared de concreto. Era como el símbolo de la anarquía pero al revés. Rápidamente la pared se abrió y dio paso a un despacho grande en el que animales disecados cobraban vida y brotaban de las paredes como gusanos que surgen de una fruta podrida, y todos se apresuraban a atacarlo.

Pero a pesar de las imágenes que lo asaltaban repentinamente, Elliot se puso de pie y corrió en dirección a la puerta. Apenas llegó hasta ella tomó el pomo entre sus manos y tiró con fuerza. Las sombras se lanzaban sobre él, los animales lo perseguían, pero ya Elliot estaba en la salida. La puerta se abrió con facilidad. Elliot rápidamente atravesó el umbral. Apenas puso un pie del otro lado, sintió cómo unos brazos se aferraban a su cuello con fuerza a la vez que un aroma a hospital le inundó la nariz.

─ ∞ ─

El aire frío de la noche lo golpeó con fuerza en el rostro. La noche era oscura y casi no había estrellas en el cielo. El lugar le parecía extrañamente familiar.

—Sabía que ibas a estar aquí —dijo en su oreja la extraña chica que lo tenía fuertemente abrazado.

Elliot no supo qué responder o cómo reaccionar.

—Ehm...

Ella, al darse cuenta de su confusión, se apartó de él.

—Oye niña, casi me matas aplastado —le riñó Krystos mientras extendía un puñito en su dirección.

—¡Y parece que ya tienes a la rata-pájaro contigo! —exclamó la niña con diversión—. Tan patética como siempre.

—¿A quién estás llamando rata, mocosa? —protestó Krystos indignado. Ella tan sólo le sacó la lengua de vuelta.

La chica llevaba puesto una sudadera que le quedaba enorme y le ocultaba casi todo el rostro. A pesar de la oscuridad de la noche, Elliot pudo reconocer unos ojos azules muy tiernos escondidos en su mirada.

—Disculpa, pero... ¿quién eres tú? ¿Nos conocemos? —le dijo.

Ella sonrió con amargura.

—Qué irónico, ¿no? —respondió mientras se quitaba la capucha para mostrar su rostro—. Ahora eres tú quien no me reconoce a mí...

Su voz y sus ojos polares se expresaban con tristeza, pero aun así seguía sonriendo con dulzura. Con un vistazo rápido, Elliot se dio cuenta que estaba de vuelta en la Tour du Ciel. La prueba de Astra parecía haberse terminado.

—No lo entiendo... nunca antes te había visto. ¿Qué haces aquí? ¿Eres alumna del Instituto?

En ese momento el estruendo de los fuegos artificiales interrumpió la conversación bañando de colores el cielo de Fougères. Elliot rompió el contacto visual con la desconocida, sorprendido por el espectáculo luminoso, sin escuchar la respuesta a su pregunta.

—Veas lo que veas a continuación, no olvides que por nada en el mundo tienes que tener miedo, ¿entiendes? —dijo la chica obteniendo su mirada de vuelta.

—¿Cómo dices?

—Sólo vete, ¡vete ahora! Ya no te queda mucho tiempo —añadió apremiándolo, mientras lo empujaba en dirección a la escalera.

Justo antes de separarse de él para hacerle bajar por las escaleras, la niña le robó un beso inocente, como los que se dan únicamente los mejores amigos de una vida o los miembros de una familia, y dijo: «ya no puedes decirme que es inapropiado». Elliot se giró a verla una última vez, muy confundido, mientras descendía por las escaleras de piedra. Lo último que creyó ver de ella fue una sonrisa plasmada con nostalgia y melancolía en su mirada.

─ ∞ ─

Desde el interior del castillo provenían ruidos característicos de una celebración. Música, gente gritando, vítores, aplausos. Arrastrado por una fuerza imantada imposible de resistir, Elliot comenzó a correr por los pasillos del castillo. Después de explorar por una hora más o menos, notando cambios aquí y allá en las decoraciones (y uno que otro salón cambiado de lugar), Elliot finalmente llegó a la cancha techada del Instituto. Todos los chicos iban vestidos con elegantes esmóquines, y las chicas con suntuosos vestidos de todos los colores que uno se pudiera imaginar. Sólo Elliot estaba vestido de manera diferente, con su sweater de lana azul oscuro y su pantalón casual, pero nadie parecía reparar en él.

El lugar, estaba adornado de manera brillante con telas sedosas que colgaban de las paredes y del techo, mientras un centenar de globos azules, dorados y blancos flotaban contra el techo. La música salía con euforia desde la plataforma del DJ en un rincón. Todos los jóvenes y adultos estaban embriagados con el ambiente, y movían sus cuerpos bailando y riendo. En ese momento, Elliot supo lo que estaba pasando. «El baile de graduación», murmuró para sí mismo.

—Por Dios... la «música» que escuchan estos niños de hoy en día —resopló Krystos con fastidio, pero Elliot no hizo más que ignorarlo.

En ese momento, un pensamiento cruzaba con violencia por su cabeza: por algún motivo, no podía dejar de sentir que aquello ya no era un sueño y que todo lo que estaban viendo sus ojos era real; auténticamente real.

«Colombus», pensó inmediatamente. «Tengo que encontrar a Colombus».

Rápidamente se puso en marcha y comenzó a caminar por la pista de baile, mientras estiraba la cabeza para ver por encima de la multitud. Las personas a su lado lo empujaban y lo apartaban con los codos cuando les pasaba muy cerca. Después de unos minutos de búsqueda los encontró.

Pierre y Madeleine estaban bailando entregados a la música; abrazados el uno con el otro. Los brazos de Pierre sujetaban a Mady por la parte baja de su espalda y ella reposaba los suyos en los hombros de Pierre. Se veían felices, y aunque Elliot luchaba contra la idea, no podía negar que parecían estar enamorados el uno del otro. Pero había algo muy distinto en ellos que al inicio le costó reconocer, y fue tan sólo después de un par de minutos de analizar que finalmente pudo entenderlo. Era exactamente el momento en que un muchacho robusto, de brazos fuertes y bastante alto llegaba con un trago en cada mano. Ya habiéndolo entendido todo, Elliot lo reconoció de inmediato.

«Colombus», pensó. «Y... Mady... Y Pierre, pero están mayores, mucho más mayores. Éste no es sólo el baile de graduación. Es NUESTRO baile de graduación...».

—Eh... chicos, no volteen ahora, pero un niño muy raro nos está observando fijamente desde allá —dijo Colombus a los muchachos, señalando disimuladamente a Elliot.

Pierre y Madeleine voltearon a verlo inmediatamente, desobedeciendo como de costumbre a Colombus. Los tres amigos estaban de pie frente a él, pero parecían no reconocerlo. Madeleine se quedó observándolo y, pasados unos segundos, dejó de bailar para prestarle más atención. Pierre quería seguir bailando, pero Colombus y Madeleine no dejaban de observar fijamente al niño; Elliot.

—Hola... ehm, ¿estás bien? ¿estás perdido? —preguntó Colombus a Elliot desde su puesto.

«¿Perdido?», pensó Elliot confundido.

—De seguro es un mocoso de primer año, ya déjenlo en paz —dijo Pierre.

—¡Pierre! —gritó Madeleine—. ¡Quizás necesite nuestra ayuda! Vamos, acerquémonos.

«No... no entiendo», se decía Elliot a sus adentros. «¿No me reconocen?».

Y los tres amigos empezaron a caminar hasta Elliot.

—¡Colombus... Madeleine, Pierre! —les dijo Elliot alzando la voz—. ¡¿No me reconocen?!

—¡Lo dudo mucho! ¡Estoy segura de que me acordaría de un chico tan lindo como tú! —respondió Madeleine con una tierna sonrisa, alcanzándolo e inclinándose para ponerse a su altura—. ¿Cómo te llamas?

Su rostro estaba más precioso que nunca. Las facciones de su cara se habían estilizado con los años, y más que una niña, ahora parecía una mujer joven muy hermosa.

—Yo... soy... ¡yo soy Elliot! ¿No me recuerdas? Soy tu... tu amigo.

Pero por más que Madeleine no pudiera recordar a ningún chico como él, su mirada no se mostró confundida. En cambio, todo su rostro se enterneció muchísimo con aquella respuesta.

—¡Vaya Pierre, ni siquiera tú haces que le brillen los ojos de esa manera! —dijo Colombus burlándose.

—Colombus, haz silencio, ¿sí? Creo que me merezco más respeto como el novio de Madeleine. En fin, si quieren quédense aquí con este chiquillo. Yo estaré en la barra por si me necesitan...

Después de decir aquello, Pierre se largó, no sin antes darle una última mirada a Elliot. Sus ojos, al momento de hacerlo, más que enfadados parecían confundidos y muy atentos, cómo si algo no estuviese en su sitio. Era la mirada de Pierre para esas ocasiones que, de una forma u otra, le robaban verdaderamente el aliento y lograban impresionarlo.

—¡Me caes bien, pequeño! Lograste en un instante lo que yo no he podido en cinco años. ¡Alejarlo de mí, jajajajaja! —dijo Colombus con mucho afecto entre sus palabras—. Pero estamos en plena fiesta de graduación. Por mí podrías quedarte, pero no creo que a los demás les guste mucho la idea.

—Deberíamos llevarlo a la enfermería, ¡o con la señorita Ever! ¿Qué opinas Colombus? No quiero dejarlo aquí solo —decía Madeleine entre preocupada y emocionada, pero antes que Colombus pudiera responder algo, Elliot intervino.

—¿En serio no se acuerdan de mí, muchachos? ¿Mady, tú? ¿Colombus, mi mejor amigo en el mundo... tú tampoco?

Pero no hubo ninguna respuesta. La mirada de preocupación y confusión en el rostro de sus amigos fue todo lo que Elliot necesitó ver para salir corriendo de aquel lugar.

«¡Espera, no te vayas!», le gritaron sus amigos, preocupados y con un afecto extraño y desconocido, quizás hasta incómodo. Aquello tan sólo hacía que a Elliot el corazón le diera más vuelcos todavía.

─ ∞ ─

Elliot siguió corriendo hasta que encontró otra puerta morada, justo a la mitad de los campos del Fort Ministèrielle. Al cruzarla se encontró de súbito frente a un sembradío de trigo, con altas espigas meciéndose en la brisa. Era de día, tarde, amanecer... cualquier hora en la que hubiera un sol tenue y sutilmente cálido entre un cielo nublado. No sabía dónde estaba ahora, pero eso a Elliot ya no le importaba. Sólo quería escapar de allí cuanto antes, así que siguió corriendo tan lejos como pudo.

Apenas su piel tocó las espigas, el dolor fue insoportable. A medida que atravesaba el campo de trigo corriendo, las espigas le cortaban la piel del cuerpo con violencia, abriéndole heridas en los brazos y en el rostro. Poco a poco su ropa se fue haciendo jirones. Tenía la piel rasgada y el cuerpo completamente desnudo y lastimado cuando por fin cruzó el trigal. Al final cayó de rodillas al suelo, jadeando y llorando.

—Elliot... ya falta poco... mira —dijo Krystos preocupado mientras saltaba del hombro de Elliot y se paraba frente a él—. No te rindas.

Pero Elliot estaba llorando. Demasiados recuerdos quebrados recientemente, demasiados miedos y angustias, demasiado dolor forzado. No sabía qué hacer. En su mente sentía que ya ni siquiera podía distinguir el mundo en el que estaba de la realidad. Krystos, preocupado por él, señaló una hilera de puertas extrañas que se alineaban una detrás de la otra en medio del trigal. Se veían a lo lejos pero aun lo suficientemente cerca como para distinguirla.

—Sólo unos pasos más, vamos —le dijo la Quimera casi arrastrando al chico a levantarse y seguir con el camino.

Él no opuso gran resistencia; no tenía ni las ganas ni la energía para hacerlo. Tras unos minutos de caminata, finalmente alcanzaron las puertas. Eran de un suave y delicado color púrpura, y sobre la primera podía verse en todo el centro la letra "I" grabada en una placa de oro.

—Ya no puedo más, Krystos. Todo esto... duele mucho —sollozó Elliot mientras cerraba los ojos y se abrazaba a sí mismo con fuerza, llorando.

—No digas eso. No te puedes rendir ahora... no después de todo lo que has pasado.

Krystos colocó una de sus diminutas patas sobre una de las piernas de Elliot, con mucho cuidado de no maltratar una de sus heridas.

—Confía en mí... ya falta poco... no te rindas.

Pero aunque Elliot no quería continuar, tampoco quería quedarse en ese lugar. Pasó casi veinte minutos en silencio, pensativo, hasta que finalmente se aclaró la garganta y dijo: «sigamos». Se limpió los ojos con el dorso de la mano, y tomó una gran bocanada de aire antes de colocarse frente a la primera puerta. No estaba seguro de con qué se encontraría ahora, pero en su interior sabía que Krystos tenía razón. No se podía rendir todavía.

«Si hay al menos una oportunidad de volver a verlos a todos... quiero tomarla», pensó.

El chico tomó el pomo de la primera puerta y lo giró. La puerta se abrió con facilidad y la atravesó. Sorprendentemente, no pasó nada. Elliot quedó justo en medio de dos puertas entre el sembradío. Al otro lado del umbral sencillamente lo esperaba una segunda puerta, exactamente igual a la anterior, con la única diferencia de que esta tenía grabado un "II". Elliot tomó el pomo de esta, lo giró y está también se abrió sin oponer resistencia. Pasó exactamente lo mismo. Una tercera puerta esperaba a Elliot al cruzar la segunda, pero ahora estaba escrito "III" sobre ésta y Elliot entendió de inmediato que se trataba de una sucesión de puertas enumeradas, una tras otra. Así continuó, atravesando puerta tras puerta, hasta que después de atravesar la puerta "XXI", se encontró con una puerta que no tenía ningún número que la identificara. Elliot se acercó a esta con precaución, tomó el pomo y, cuando intentó girarlo, no se movió ni un solo centímetro en ninguna dirección. Estaba firmemente cerrada.

«Está cerrada», pensó, y así le dijo a Krystos.

—¿Estás seguro? —preguntó su Quimera con extrañeza.

—Sí... totalmente seguro.

Tras unos segundos de escuchar al sonido que hacían las espigas de trigo cuando el viento las sacudía, una voz que parecía venir del cielo habló. Era Astra.

—Parece que has llegado a la última puerta, Elliot. Bien, ¿ya sabes cuál es esa pregunta que nunca te habías hecho hasta ahora?

Elliot tenía una idea vaga de qué responder, pero, al momento de considerar su respuesta, no se sintió tan perdido como quizás lo habría creído en un inicio.

—¿Puedo... pensar con calma mi respuesta? —dijo.

—Tienes todo el tiempo si así lo quieres —respondió Astra—. Sólo recuerda que deberás responder para poder acabar la prueba.

Elliot volteó a ver hacia atrás, como si quisiera hallar así todo el camino recorrido. Las puertas entreabiertas, una detrás de la otra, eran mecidas por el viento entre las espigas de trigo. El paisaje era casi infinito; el cielo, las nubes grises. Una tras otra quedaban las puertas. No había sido para nada difícil cruzarlas, pero sí había sido muy difícil haber llegado hasta ellas, haber sobrevivido a cada contratiempo del camino, a cada pesadilla, cada sombra que lo había intentado atacar. Sin embargo, lo más difícil había sido luchar contra sus propios pensamientos, contra sus propios miedos; contra cada una de esas imágenes que lo habían asaltado durante el camino. Miedos, soledad, fracaso, traición, olvido, muerte.

—Y aun así, Elliot, aquí estamos —dijo Krystos acariciando uno de sus cachetes—. Desde aquí no se ve tan difícil, ¿verdad?

Elliot quiso sonreír, pero le costó.

—Supongo —contestó—. No habría podido llegar hasta aquí sin ti.

—Bueno, es que no estás solo —fue la respuesta de su Quimera—. Nunca lo has estado. Mira, yo sé quién eres, y aun así aquí estoy. Siempre hay y siempre habrá alguien cuidándote, lo sepas o no. Ya sean espíritus o humanos.

Una sonrisa muy inocente se plasmó en la mirada de Elliot.

—Sentí miedo, pero también sentí muchas ganas de estar con todos ellos —dijo.

—Normal, chico. Es difícil reconocer el valor de algo que sientes que nunca podrás perder porque de ese modo pensarás que siempre estará allí, y que por eso puedes darte el lujo de dejarlo de lado. Pero ahora que sabes cuánto quieres a las personas que más quieres, sabes que debes cuidarlas tanto como ellas te cuidan a ti.

—S-sup... supongo que sí, que tienes razón. Nunca antes lo había pensado.

—Puedo imaginármelo, pero bueno, no pasa nada. ¡Para eso estoy aquí! —exclamó la Quimera mientras asumía una pose heroica—. ¿Sabes? Creo que para ser un humano no estás tan mal. Tienes potencial. Pero no puedes rendirte nunca, ¿eh?

—Sí, lo sé... lo sé. Lo sé —respondió el chico.

Tan pronto como dijo eso, una súbita adrenalina le invadió el cuerpo. Otra serie de imágenes llegó a su cabeza con violencia, pero a diferencia de las anteriores, estas no eran propias de una pesadilla, si no de los mejores recuerdos que Elliot tenía en su vida. Entre todas las cosas aparecieron Italia, Londres, muchas vacaciones y fines de semana especiales, muchos sabores de helado, películas, videojuegos, libros, historias por doquier, libros de historia y libros de aventura, bibliotecas y librerías, ferias de cómics y disfraces, amigos, Colombus, Madeleine, el rubor en sus mejillas y las enormes ganas que siempre tenía de abrazarla y decirle todo lo que sentía por ella, cuidarla y hacerle saber que contaba con él, e igual con Colombus y Pierre, y su tía Gemma y... y... y...

«... y Paerbeatus... y...»

En fin, casa. Una serie de imágenes que hacía que todo aquel recorrido hasta esa puerta hubiera valido la pena, del mismo modo que valdría lo que sea que hubiese del otro lado, y todo lo que él hubiera dejado atrás en el lugar de cada uno de esos recuerdos. Y el espíritu de Paerbeatus, la magia, el Tarot, aquel viaje a Almería. Todo eso también habría hallado de alguna manera su lugar en el lado de los buenos recuerdos, de los mejores recuerdos, por más que Elliot intentara negarlo. A estas alturas ya lo tenía muy claro. «La magia...», hay algo allí, pensaba. Hay algo que falta, otra respuesta, otra búsqueda; y la vida había cobrado un color distinto, ni siquiera un sentido porque antes ya lo tenía, pero sí un tono, algo así como una «escala musical» que había modulado hacia una tonalidad superior. Así se sentía la vida ahora, y Elliot lo sabía bien.

«Sólo hay una dirección ahora, y es a través de la siguiente puerta, de la última...».

Aquello que faltaba, aquello que siempre había faltado se hacía eco en su cabeza y especialmente en su corazón. El chico la sabía. «¿Estoy listo?», se preguntó. Quería pasar la prueba de Astra y seguir viendo qué sucedería más adelante. «Quizás... no esté tan mal. Incluso a pesar del miedo, a pesar del peligro...». Elliot nunca se había sentido como lo estaba haciendo justo en ese momento. Su mente volaba, su corazón corría, su alma soñaba aunque sus pies estaban quietos, y eso era lo único que había que corregir.

«Creo que... creo que lo tengo...».

El tiempo pasó hasta que finalmente respondió.

—S-sí, creo que ya lo sé. Es algo que nunca me había preguntado hasta este momento...

—¿Y qué es eso? —preguntó con suavidad la mujer.

—Qué es lo que más temía perder, y... qué es lo que más quiero tener siempre conmigo, a mi lado. Sí, creo que... la respuesta exactamente es: ¿qué es lo que realmente quiero y qué tan lejos estoy dispuesto a ir para encontrarlo? ¿no... es así? —dijo al final, un poco nervioso, pero lo suficientemente confiado como para no sentir tanto miedo por su respuesta.

—Increíble, Elliot... ¡felicitaciones! —exclamó Astra con mucha emoción—. ¡Sí, esa era exactamente la pregunta!

Al escuchar aquello, Elliot y Krystos estallaron en risas de alegría, bailoteando como niños.

—¡Sabía que lo lograrías! —continuó diciendo Astra—. Eres un chico muy listo y muy valiente. ¡Ya veo porque Paerbeatus te tiene tanta fe! Por ahora, y en lo que al presente de tu destino le concierne, esa pregunta es la única llave que necesitas para ir al otro lado de la puerta que está frente a ti.

Tras decir aquello, la voz de la carta se desvaneció. Las estrellas comenzaron a caer como una lluvia de pequeñas luces sobre Elliot, acariciándole el cuerpo y sanando sus heridas, a la vez que la negritud del espacio sideral parecía apoderarse de todo el paisaje desde la distancia. Elliot extendió la mano, y tomó con ella nuevamente el pomo de la puerta. Esta vez, cuando lo giró, el pomo cedió y la puerta frente a él se abrió de golpe.

Un intenso resplandor blanco lo obligó a cerrar los ojos con fuerza.

─ ∞ ─

Colgando sobre su cabeza una enorme lámpara fluorescente bañaba todo su cuerpo con una luz blanca y estridente que le hacía ver puntitos rojos flotando en el aire aquí y allá. Sin saber cómo había llegado hasta allí, Elliot se dio cuenta que estaba acostado sobre una superficie plana, bastante incómoda. Confundido, y con sus ojos aun acostumbrándose al resplandor blanquecino, notó que había alguien a su lado.

—Colombus.... ¿eres t —pero la pregunta murió en sus labios antes de que el pudiera terminar de decirlas.

A su lado estaba sentada una chica de facciones esbeltas y mirada dura, con ojos tan negros como el carbón. Una cinta roja atada al brazo izquierdo con la frase «O.R.U.S Inmaculado» confirmó las sospechas de Elliot. La chica lo escaneaba con atención con sus ojos negros.

—¿Dulces sueños? —dijo con desdén.

Elliot no sabía cómo reaccionar.

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