Capítulo 33: Las ruinas de la Torre de Babel

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Le tomó una noche descubrir el paradero de la carta. Elliot ya sospechaba que la referencia del cielo blanco y la estrella azul era una pista que lo guiaba hacia la tierra de Israel, pero al intentar descifrar el simbolismo de la torre en ruinas, se acordó de uno de sus libros favoritos de la infancia, en el cual leyó una fascinante teoría de la autora que decía que la ciudad de Jerusalén era la mítica Torre de Babel, y entonces, Elliot creyó dar con el mejor lugar para empezar a buscar la carta. Ahora sólo quedaba viajar allí para confirmarlo.

—Estoy oliendo a la carta, cachorro —anunció Paerbeatus—. No está tan lejos.

—Sigo teniendo ese mal presentimiento, Elliot —añadió Astra con sus ojos también iluminados; había hecho aparecer unas pequeñas luces a su alrededor para iluminar el desierto.

Elliot asintió y luego se giró a ver a Raeda.

—Será mejor que vuelvas a tu carta, Rider —dijo—. Gracias por traernos acá.

—Sí, sí —contestó Raeda—. Como sea, no te pongas azucarado.

Sin embargo, una mirada atenta dirigida hacia Elliot reveló un poco de preocupación plasmada en su rostro.

—No bajes la guarda, ¿eh, mocoso? —dijo justo antes de desaparecer, a lo que Elliot sonrió.

Estaban en las afueras de Jerusalén. Era una zona algo escarpada del desierto, lleno de montañas arenosas y vegetación reseca. Desde la colina en la que se encontraban podía verse el brillante techo de oro de la Cúpula de la Roca iluminado taciturnamente por las luces nocturnas de la ciudad.

La vista de Elliot alcanzaba apenas hasta donde la luz mágica de Astra terminaba, a solo unos metros a su alrededor.

—¿Hacia dónde, Parby? —preguntó el chico.

Paerbeatus señaló hacia al frente, en dirección de un lugar indeterminado en plena oscuridad del desierto frente a ellos.

A la distancia, un lince con cuernos de gacela y ojos anaranjados los observaba sin parpadear.

─ ∞ ─

En medio del desierto oscuro de Jerusalén, nadie podía verlo. Era así porque nadie más que Elliot, o cualquiera que hubiera tocado las cartas del tarot, podía ver la luz que venía de la magia de Astra, lo que era una ventaja increíble. Hasta ahora no se habían tropezado con nada peligroso; sólo con pequeñas serpientes, arañas, y lagartijas del desierto. Sin embargo, encontrarse con gente peligrosa en aquel paraje era posible según las noticias, así que Elliot no quería bajar la guardia a pesar de la tranquilidad que sentía en su pecho. Después de todo, Raeda le había dicho que tuviera cuidado; esa era otra cosa que de alguna manera lo reconfortaba.

—Siento que la carta está allí, cachorro, pero —Paerbeatus se giró a verlo con verdadera preocupación en el rostro.

Frente a ellos, se levantaban las ruinas de piedra de una construcción antigua. Los ladrillos de piedra caliza estaban amarillos y desgastados por la erosión del viento y la arena del desierto; también había paredes a medio desmoronarse, y pedazos del techo y de las ventanas se habían desprendido y caído dentro del edificio llevándose otras partes de la construcción en el proceso. Aun así, buena parte de su forma original permanecía en pie. Era una especie de casa grande o de templo, por las dimensiones del lugar. Elliot no podía decirlo con seguridad, pero por las grandes aberturas abovedadas de la entrada, que se asemejaban a grandes ventanas, el chico pensó que probablemente se trataba de lo segundo.

—¡Pero qué olor tan horrible! —exclamó Astra mientras se cubría la boca y la nariz—. En ese sitio hay algo peligroso...

—¿A... a-allí es donde está la carta? —preguntó Elliot sin despegar la mirada del edificio en ruinas.

Absolutalmente, cachorro —contestó Paerbeatus—. Está por aquí cerca, pero el rastro viene de allí...

Sus ojos ya se habían apagado sin que por ello hubiera duda en su voz.

—Pues entonces no tenemos más opción que entrar.

—¡Pero Elliot, acuérdate de aquella vez en la playa de...! —intentó decir Astra pero fue rápidamente interrumpida por una voz que venía por encima de sus cabezas.

—Las personas como tú van y vienen en esta vida, muchacho —dijo el desconocido—. Intrépidos, valientes, tontos; y lo único que puedo hacer es atestiguar cómo esos aventureros con grandes sueños terminan convertidos en defensores de causas perdidas...

Todos permanecieron callados, prestando atención inconsciente a la mirada oscura y algo triste de un hombre de piel blanca y cabeza calva, algo subido de peso, que portaba una espada rota en sus manos. A pesar de aquellos rasgos desgarbados, había algo en su porte que lo hacía ver imponente. Era, por supuesto, el fulgor de sus profundos ojos morados que brillaban como pequeñas estrellas.

—Si entras a mi casa no podrás dar marcha atrás a lo que se desatará sobre tu vida —añadió.

—¿Eres... un espíritu del tarot? —preguntó Elliot con educación.

—Así es —contestó el hombre.

Inmediatamente se puso en pie, con algo de dificultad debido a la armadura que llevaba puesta. Sobre su pecho reposaba una enorme cruz roja que brillaba sobre la tela amarillenta. Era la marca de los Caballeros Templarios, algo que Elliot reconoció enseguida debido a las incontables noches que se había pasado leyendo historias y jugando videojuegos sobre las Cruzadas.

—Entonces no tengo más opción que entrar a buscar tu carta para que puedas ponerme una prueba —le respondió Elliot con firmeza.

El espíritu cruzado cerró sus ojos y negó con cansancio.

—Ah, pequeño... eso no será necesario —dijo—. Verás, yo soy Domus Dei, y no necesitas una prueba para ganarte mi favor. A diferencia de los otros espíritus que te acompañan, mi compañía es una maldición, no una bendición.

—Eso no me importa —le contestó Elliot—. Yo le hice una promesa a Paerbeatus y a los demás, y no pienso romperla.

Domus Dei lo miró directo a los ojos sin decir nada. Elliot creyó leer en su mirada que el hombre lo estaba compadeciendo. Al final, sin embargo, el espíritu pareció resignarse a la voluntad del chico.

—Si eso es lo que piensas, no puedo impedirte hacer lo que viniste a hacer —dijo con cansancio—. Mi carta está allí adentro. Como ya te he dicho, no necesitas una prueba para hacerte con mi lealtad porque esta es una carga. Si logras alcanzar la carta y leer mi nombre, estaré a tus servicios de ahora en adelante...

Elliot se acercó a la entrada de aquel templo derruido decidido a acabar con aquello lo antes posible, pero no había dado ni tres pasos cuando el Templario le volvió a hablar:

—Pero te lo advierto, pequeño —decía con lentitud—. Si recibes mi poder, tu vida jamás volverá a ser la misma... ¿entiendes?

Elliot, confiado, le sonrió con un poco de soberbia antes de contestarle.

—Mi vida ya no es lo que era antes, así que no veo cómo podría ser peor.

Se había encogido de hombros. Subía corriendo la escalinata de la entrada para perderse dentro de la oscuridad de las ruinas, seguido de cerca por Astra y Paerbeatus.

«Siempre puede ser peor, pequeño... siempre», dijo el hombre en voz baja mientras lo veía entrar en el edificio derruido.

─ ∞ ─

Elliot dio un par de pasos con cuidado. Dentro de las ruinas el aire era denso y sofocante; lleno de polvo y del aroma a tierra de la piedra vieja y reseca. La luz de Astra flotaba sobre su cabeza, adentrándose junto a él a través de los laberinticos pasillos de paredes derruidas y ruinosas. El suelo a sus pies era inestable, y estaba cubierto de arena y restos de animales muertos. El chico temía que los cimientos pudieran estar socavados y que la estructura, al no soportar el peso de su cuerpo, colapsaría en cualquier momento.

—¡Puag, el olor es cada vez peor! —se quejó Astra a través de los dedos que le cubrían la boca.

A diferencia de la mujer, Elliot no podía oler más que la tierra y el polvo a su alrededor.

—A Recordatorio no le gustaría nada de nada que yo esté aquí —dijo Paerbeatus asustado mientras también se cubría medio rostro con ayuda de su sobretodo.

—No nos podemos ir de aquí sin la carta, chicos. Tenemos que seguir buscando.

El camino estaba bloqueado por una pared caída; Elliot la saltó y luego se agachó y cruzó de rodillas el umbral quebrajoso de un arco de piedra, antiguamente imponente, que llevaba a una gran sala con criptas a lo largo y ancho de las paredes. Entre las grutas de piedra quedaban restos resecos de velas consumidas hace muchísimo tiempo. Ahí adentro el piso se había hundido, dejando ver los niveles inferiores del edificio.

Elliot se asomó por el hoyo oscuro, pero sus ojos no alcanzaron a ver el fondo. Cuando estaba a punto de girarse para buscar otro camino, el suelo vibró con un fuerte estremecimiento, y la roca bajo sus pies se desmoronó. Elliot soltó un grito y batió sus manos en el aire tratando de aferrarse a algo.

—¡Elliot! —exclamó Astra asustada.

Rápidamente le extendió sus manos al chico, pero sus reflejos no fueron tan rápidos y sus dedos apenas rozaron los de Elliot mientras caía en el agujero.

—¡Paerbeatus, rápido! —gritó Astra.

De inmediato el espíritu se desvaneció en el aire y se materializó casi al instante en el fondo del agujero, colocándose en cuatro patas, con su espalda extendida hacia arriba para atajar la caída de Elliot.

—¡¿Elliot?! ¿Estás bien? —dijo Astra preocupada.

Las estrellas que había conjurado descendieron lentamente por el agujero, iluminando el fondo del foso.

—¡Estoy bien, Astra! Paerbeatus amortiguó la caída... creo —respondió Elliot mientras se ponía de pie y se limpiaba la ropa.

—¡A eso le llamo yo un back-to-back, como en la película que vimos el otro día! —exclamó Paerbeatus triunfante—. Oye, no es por nada, cachorro, pero deberías ponerte a dieta. Estás un poco...

Pero antes de terminar de hablar, el espíritu se interrumpió a si mismo mientras soltaba un alarido que le taladró los tímpanos a Elliot a causa de lo estrecho del agujero.

—¡Santísimo Dios Gato! ¡¿Qué cosa es eso?! —exclamó señalando con el dedo a un punto vacío al otro lado del hoyo.

Elliot observó con cuidado el sitio que señalaba el espíritu, pero por más que lo intentó, no pudo ver nada.

—Yo no veo nada Paerbeatus.

—¡AH! ¡Créeme que...! ¡AAAHHH! Se movió, SE MOVIÓ —gritó mientras se alejaba lo más que podía de lo que estaba viendo.

—¿Pero qué...

Elliot no entendía qué sucedía, pero antes poder preguntar, Paerbeatus lo empujó rápidamente con fuerza, lanzándolo al otro lado del hoyo. Elliot cayó al suelo, y escuchó como otro estremecimiento sacudía el lugar.

—¡RÁPIDO! ¡Sal de allí, Paerbeatus, te está buscando a ti! —le gritó Astra desde arriba.

—¡Pero el cachorro...!

—¡Elliot va a estar bien, esa cosa no puede escucharlo a él, pero a ti sí! —exclamó Astra—. ¡Mientras sigas allí abajo Elliot corre más peligro!

Paerbeatus estaba casi petrificado del miedo.

—¡No te preocupes por mí, Paerbeatus, ve! —dijo Elliot mientras el espíritu lo veía con preocupación.

Paerbeatus finalmente terminó por asentir, pero antes de desaparecer, apuntó con una mano a una de las criptas que había en la pared frente a él.

—La carta... está allí —dijo con preocupación antes de esfumarse—. Cachorro, ¡ten cuidado!

Con mucha precaución, Elliot caminó en dirección a la carta cuando escuchó que Astra le gritaba. Todavía no sabía por qué los espíritus habían enloquecido de pavor, pero se supuso que si no podía ver nada, no debía tratarse de nada tan peligroso.

—¡Por allí no, Elliot! Tienes que caminar por el borde de la pared —grito Astra.

Su voz se escuchaba casi aterrorizada.

—Ok, ok —convino Elliot mientras asentía sin despegar los ojos de la cripta que le había señalado Paerbeatus.

No había dado más de cinco pasos cuando Astra le dio otra indicación.

—¡Cuidado, cuidado, muévete más hacia la derecha! La cosa está justo frente a ti.

Elliot hizo lo que la mujer le decía. Por casi diez minutos estuvo esquivando algo invisible, aun cuando el lugar no tenía más de cinco metros cuadrados. Cuando por fin estuvo frente a la cripta, observó con atención la tétrica imagen frente a él: una mano esquelética sostenía la carta entre sus dedos muertos.

—¡Rápido, Elliot, va hacia ti! Toma la carta y muévete hacia tu izquierda —le gritó Astra apremiándolo.

Elliot nunca había sido muy religioso, pero la idea de profanar el cuerpo de un muerto tampoco le hacía mucha gracia. Al final se resignó a cerrar sus ojos y, luego de susurrar un escueto "lo siento", estiró una de sus manos y le arrancó la carta al cadáver, mientras sentía cómo los huesos acartonados del muerto se quebraban entre sus dedos al manipularlos.

—¡Cuidado, cuidado, cuidado! —gritaron Astra y Paerbeatus al unísono.

Elliot sintió de pronto un escalofrío en la columna que le puso toda la piel de gallina. Rápidamente se lanzó hacia su izquierda mientras medio cuerpo del cadáver se aferraba a él como si siguiera aún con vida, enganchado a un preciado tesoro.

Una sacudida atemorizada de Elliot quebró al esqueleto por la mitad, a lo que el chico se cubrió como pudo de la lluvia de huesos rotos. Iluminado por la luz de la estrella mágica de Astra, se fijó en los detalles de la carta entre sus manos. Al ver que dibujo del espíritu faltaba, Elliot recordó al Templario que lo esperaba afuera del edificio. En ese momento lo más importante, la clave para superar la regla de la identidad, era el nombre, y pletórico de alegría y curiosidad, Elliot lo leyó desde el delicado dibujo del estilóbato de mármol.

«DOMVS DEI», decía. Apenas lo leyó, Elliot sintió enseguida un ardor recorriéndole desde la punta de los dedos que sostenían la carta hasta que, finalmente, concluyó en sus ojos. Pestañeó varias veces sin poder evitar que un par de lágrimas impertinentes se les escaparan a sus ojos, empañándole la vista. Cuando por fin pudo volver a ver con claridad, un vómito agrio se abría paso por su garganta, pero en vez de vomitar ácido, de sus labios sólo salió el alarido de terror más horrible que Elliot jamás hubiera podido proferir.

─ ∞ ─

El grito perforó el velo de la noche mientras los ojos de Elliot procesaban la imagen de aquella cosa monstruosa a sus pies.

Era paralizante. Sus movimientos renqueantes eran mórbidos y grotescos, como un octeto de extremidades rotas y latigueantes, unidas deformemente al cuerpo húmedo y baboso de un escorpión de proporciones inauditas. Era, al menos, metro y medio de un exoesqueleto insectoide verde oscuro, tornasol, y negro. La criatura agitaba sus tenazas y atacaba indiscriminadamente hacia todos los lados; lo hacía con un zarandeo y una violencia descontrolada. Pero lo peor de todo no era la forma de su cuerpo, sino la forma de sus ojos.

El aire alrededor se agrió con rapidez. El corazón le latía agitado como nunca antes. Elliot estaba petrificado del miedo, pero por más que quería dejar de ver a la criatura, no podía dejar de hacerlo; especialmente sus ojos. Poco a poco, la cosa comenzó a arrastrarse en su dirección en medio de un serpenteo caótico, de movimientos inconclusos y brincos desesperados y erráticos. Elliot gritó; esta vez el alarido sí fue acompañado por el vómito que comenzó a desparramarse por su boca y que terminó mezclado con la arena del suelo.

—¡Elliot, apártate de allí! ¡QUÍTATE YA! —gritó Astra, pero su voz se escuchaba a kilómetros de distancia a los oídos de Elliot, cuyo cuerpo se negaba a responderle.

El chico seguía sin poder apartar su mirada de aquellas cuencas vacías que lloraban negro, como si el color se hubiera vuelto agua, sangre o brea, supurada desde la profundidad de ese vacío que habitaba en aquellos ojos hipnotizantes. Se sentía preso de un embrujo: uno mórbido y siniestro, que lo arrastraba sin piedad hasta la celda más tenebrosa que se escondía entre sus pensamientos.

«Es un escorpión... es un escorpión... es un escorpión...»

Las palabras eran disparadas por su mente como una metralla que le inyectaba adrenalina a su memoria. De pronto, Elliot ya no estaba en medio de unas ruinas en el desierto de Jerusalén, sino en las orillas de los viñedos de su abuela en Italia. Tenía cinco años y su pequeña mano no dejaba de palpitarle caliente y adolorida. El veneno le recorría la piel del brazo hasta alcanzarle el hombro. Sobre él estaba la sombra preocupada de la Nonna, quién intentaba consolarlo en vano. Su primo Julio también lloraba desesperado.

—Va bene amore mio. Tutto va a stare benne —murmuraba la mujer mientras lo cargaba y tomaba a su otro nieto por la mano para meter a ambos niños a la casa con ella—. Io sono qui con te. La tua nonna è qui...

Las palabras de su abuela regresaron a su memoria como si lo estuviera viviendo todo de nuevo. Pero, aquel escorpión que lo mordió en su infancia había sido uno pequeño, de tamaño insignificante en comparación con este; apenas un par de centímetros. Si una picada de aquel había dolido como el infierno, la picada de esta cosa que tenía frente a él era indudablemente letal, incluso si llegaba apenas a rozarlo.

—¡ELLIOOOOT! —volvió a gritar Astra desesperada.

La criatura estaba cada vez más cerca. Elliot no reaccionaba; apenas podía temblar y estrecharse desesperadamente contra la pared a sus espaldas, tratando de escalarla de la manera más torpe posible. Los espíritus estaban desesperados, y no sabían qué hacer para salvar a Elliot de aquella abominación desconocida.

Entonces un rugido atronador se hizo escuchar seguido de un fuerte destello. Una lluvia de arena inundó la cripta subterránea. Al instante una fuerte corriente eléctrica le sacudió todo el cuerpo a Elliot de pies a cabeza, haciendo que la saliva se le espesara y que la mandíbula se le cerrara con tanta fuerza que el choque entre sus dientes le dolió. El impulso de la onda eléctrica lo empujó y terminó por lanzarlo al suelo sobre uno de sus costados, mientras el ruido y el destello se volvían a repetir una segunda y una tercera vez. La electricidad estática le quemaba el cuerpo allí donde su piel entraba en contacto con su ropa.

—¡¿Qué estás haciendo?! ¡Lo vas a matar, vas a matar al cachorro! —gritó Paerbeatus con pánico en la voz.

—Le estoy salvando la vida —respondió enseguida la voz del recién llegado—. No te detengas, Kairoh... mantén a esa cosa alejada del niño.

Mientras le daba la orden a su Quimera, el hombre se arrodilló sobre el suelo crepitante y dejó caer una soga dentro del hoyo justo sobre Elliot.

—Niño, toma la cuerda, rápido.

Elliot, reanimado con el golpe eléctrico que acababa de recibir, se lanzó como un desesperado sobre la cuerda como si de un bote salvavidas se tratara.

Sin soltar la carta de Domus Dei, Elliot se amarró de manera precaria la soga a la cintura mientras forcejaba por aferrarse a la piedra de las paredes para acelerar su acenso. Si no hubiera subido las piernas de un brinco apresurado, la cosa con forma de escorpión le habría arrancado una pierna con una de sus tenazas. Al subir, Elliot veía como los relámpagos parecían estar saliendo de ninguna parte, golpeando en el suelo en los alrededores de la criatura.

—Dame tu mano —escuchó.

Cuando estiró su brazo en dirección al sonido, una mano fuerte se aferró a su antebrazo y tiró de él con violencia, terminando de sacarlo del agujero y dejándolo con un fuerte dolor en la articulación del hombro. Ya una vez sobre el suelo de los pisos superiores, Elliot gateó asustado y se alejó lo más rápido que pudo del abismo. Entre el desespero de volver a respirar, el vómito volvió a escaparse de su boca para mancharle las manos que lo aguantaban del suelo, justo bajo su rostro.

—¡Elliot, ¡¿estás bien?! —gritaron los espíritus colmados de nervios.

—Te dije que esta mierda no era para ti, chico. Te lo dije muy claro —le reprochó el hombre que lo había sacado del agujero.

Elliot levantó la mirada para ver de quien se trataba y lo reconoció enseguida.

—Tú... —dijo jadeando mientras se limpiaba el vómito de los labios y las manos.

El hombre lo sujetó por los brazos para ayudarlo a ponerse en pie.

—Si hubiera llegado un segundo más tarde habrías muerto —dijo mientras se alejaba de Elliot y miraba dentro de la cripta—. Y habría sido una muerte muy dolorosa.

Astra y Paerbeatus no dejaban de abrazar a Elliot con mucha fuerza.

—Estoy bien, chicos —decía él para calmarlos—. ¡Yo también los quiero... no se preocupen! ya estoy bien, estoy bien...

—No gracias a ellos, por lo que pude ver —dijo el hombre mientras se acercaba hasta su Quimera y le acariciaba el hocico—. Bien hecho, preciosa, lo hiciste bien.

El enorme felino con cuernos ronroneaba mientras dejaba que su amo la acariciara. Elliot cayó en cuenta sorprendida de que ahora sí podía verla. Sus ojos anaranjados, aunque parecían salvajes, también se veían de algún modo lúcidos y majestuosos.

—Dónde está la otra mujer, la china —preguntó el hombre en dirección a Elliot.

—¿Te refieres a Temperantia? No... no la traje conmigo.

—Otra prueba más de que no eres más que un niño estúpido.

Astra, enfadada ante el insulto del extraño, se colocó abruptamente entre el chico y el adulto.

—¡No te vamos a permitir que le hables así a Elliot! —exclamó molesta.

La Quimera del recién llegado reaccionó con un rugido salvaje. Sus dientes afilados quedaron amenazantes al desnudo.

—Tranquila, preciosa, son sólo niños, recuérdalo —dijo el hombre; aun así, la criatura no bajó la guardia.

—Si tanto te molesto... ¡¿por qué me ayudaste?! —le preguntó Elliot saliendo de detrás de Astra—. Si hubieras dejado que esa... cosa... me matara, te podrías haber quedado tú con la carta.

El hombre se encogió de hombros mientras recogía la soga a sus pies. Su ropa negra estaba sucia por el polvo y los tatuajes de sus brazos resaltaban sobre su piel blanca a la luz de las estrellas de Astra.

—Me das lástima, supongo —dijo con indiferencia—. Y como ya te dije en su momento, al final terminaré quedándome con todas las cartas que consigas.

—Sí, bueno, yo no contaría con eso —contestó Elliot mientras se asomaba al foso para volver a ver la criatura que renqueaba en el fondo.

Rápidamente sus ojos se encontraron con los pozos de brea que eran los de la bestia, y enseguida un escalofrió le recorrió la espalda. De inmediato que darse la vuelta para quitarle la mirada.

—Da miedo ¿no es así?

El hombre se colocó a su lado; estaba mirando también a la criatura. Elliot asintió mientras sentía como las arcadas lo atacaban de nuevo.

—¿Qué es eso? Me imagino que no es una bestia mágica corriente, ¿cierto? Lo digo por sus ojos...

El hombre suspiró con fastidio.

—Supongo que es una criatura con la que no te gustaría tropezarte muy seguido —dijo—. No sé cómo se llaman, ni me importa tampoco. Sólo me importa saber que son bastante peligrosos, y que por lo general la magia no les hace daño.

Elliot recordó como la criatura había recibido un impacto de relámpago sin siquiera inmutarse.

—¿Y... usted, señor? ¿Quién es usted? —dijo Elliot; lo estaba viendo directo a sus ojos, recordando la vez que se conocieron en Ámsterdam—. Yo soy Elliot. Quizás lo recuerde de la última vez que nos vimos.

El hombre le devolvía a Elliot una mirada dura y penetrante, expectante de alguna manera.

—Roy —dijo él escuetamente; acto seguido le extendió una mano, a lo que Elliot la tomó con firmeza.

—Muchas gracias por haberme ayudado, señor Roy, yo...

—Roy, solo Roy —lo interrumpió él con brusquedad.

—Lo siento —contestó Elliot apenado.

Roy asintió y le soltó la mano. Dio un par de pasos alrededor para inspeccionar las ruinas con calma. Mientras la luz de Astra iluminaba su silueta, Elliot pudo ver unos tatuajes asomándose también desde su nuca, por debajo de su camisa.

—No te recomiendo que te quedes mucho rato por aquí, niño. Jerusalén es un sitio peligroso para gente como nosotros.

—Yo no soy un mago.

—Mucho peor entonces...

Roy se volteó a ver a Elliot directamente a los ojos con una mirada seria y grave.

—Esta es tu segunda advertencia, Elliot —dijo—. Y por mi parte ya no habrá una tercera, ¿me entiendes?

Elliot negó con la cabeza.

—No estoy ent...

—La próxima vez que nos veamos, me darás tus cartas voluntariamente. Si no lo haces, seremos enemigos —lo interrumpió de golpe—. No voy a tener compasión. Te lo estoy advirtiendo, y espero por tu bien que esta vez sí me escuches.

Elliot, confundido, no respondió nada. La tensión entre ambos permaneció en el aire por unos segundos. Al final, fue Roy quien rompió el silencio.

—Hasta nunca, chiquillo —dijo sin más antes de marcharse.

Pero a Elliot algo le decía que Roy no hablaba en serio. Algo le decía que aquel hombre lleno de tatuajes y de aspecto tosco era una buena persona, a pesar de sus palabras. Quizás fuera por el hecho de que le acababa de salvar la vida; en fin, era una verdad ya prácticamente inamovible para Elliot; una de esas que se aferran con fuerza y que buscan, a toda cosa, mostrarse como ciertas por más que comienzan siendo nada más que una teoría. En su mente ya la idea se había sujetado con fuerza y candidez a la vez, y no había dudas al respecto: no quería juzgar a este tal Roy a pesar de las apariencias engañosas. En pocas palabras, no podía evitar sentirse agradecido, y por eso quería confiar en él.

─ ∞ ─

«Como prueba de tu logro y por orden de mi hechizo, solo a vos obedezco y mi poder os brindo» dijo Domus Dei. Elliot sintió un peso extraño caer sobre sus hombros cuando el templario le estrechó la mano, pero la sensación fue tan fugaz que pensó que quizás simplemente lo había imaginado. Sin embargo, el nuevo espíritu lo miraba con tristeza en medio de la oscuridad del lugar.

—Ahora tienes contigo la visión de la armonía, pequeño. Lo siento —y después de decir aquello, se desvaneció en aire.

Elliot no lo entendió, pero no le dio mucha importancia. Cuando cruzó el umbral de la puerta y estuvo de vuelta en la Tour du Ciel, un escalofrió repentino le puso toda la piel de gallina. Un fuerte palpitar le estremecía el cuerpo, inundándole la cabeza y los ojos, haciendo que se mareara y que tuviera que sostenerse de la piedra fría de la almena para no caer de rodillas al piso.

La última aventura lo había dejado hambriento como nunca y bastante cansado, por lo que en las únicas dos cosas en las que Elliot podía pensar en aquel momento era en la máquina de golosinas de la bóveda y en su cama caliente. Y con esas dos cosas en mente, comenzó a caminar rumbo a los dormitorios de los chicos.

Eso sí, algo raro pasó aquella noche, ya una vez en el Fort Ministèrielle. Cuando iba por las escaleras, le pareció ver una silueta moviéndose entre las sombras del observatorio, pero cuando se giró para ver de quien se trataba, no vio a nadie por ningún lado.

—¿Pasa algo, cachorro? —preguntó Paerbeatus con curiosidad.

—No, nada —negó Elliot confundido—. Creo que solo estoy más cansado de lo que me imaginé.

El fin de semana pasó y una nueva semana comenzó. Preocupado por las palabras del nuevo espíritu, Elliot se mantenía alerta, pero no había distinguido nada que fuera novedoso o que se sintiera como una "maldición". Bueno, quizás el domingo, cuando le pareció ver por el rabillo del ojo que alguien salía de un salón de clases mientras él caminaba distraído hablando con Colombus y Pierre, pero ese día, cuando se detuvo para revisar mejor, se dio cuenta que no había nadie allí.

Por suerte, Colombus y Jean Pierre sólo se habían burlado y no le habían dado mucha importancia a aquello. El lunes cuando volvieron al salón de clases, Elliot pudo sentir la cólera de Saki aun flotando en el aire. La chica tenía el rostro arrugado al momento en que Felipe entró risueño en el salón. Era evidente que su compañero de teatro (y oficialmente nuevo amigo) se estaba sintiendo mejor. Felipe lo saludó soplando un beso en su dirección, a lo que Elliot rio y negó con la cabeza, mientras se acercaba a Madeleine y le daba un fuerte abrazo que la dejó un poco confundida. Ella, a pesar, le devolvió el abrazo con cariño hasta que Felipe la soltó.

—Felipe ¿por qué...? —comenzó a decir Madeleine, pero el chico la interrumpió.

—Sólo quería darte las gracias por haberme defendido la otra vez, y también quería disculparme contigo por mi actitud de antes. Sólo estaba siendo un gafo insufrible.

El chico venezolano esbozó una sonrisa que se reflejó enseguida en el rostro de Madeleine.

—No sé qué significa gafo, pero no suena muy bonito, así que acepto tus disculpas —respondió Mady entre risas junto a Felipe—. ¡Me encanta la trenza que traes hoy!

Con suma confianza le acarició el largo cabello al chico y este sonrió aún más.

—Si quieres te puedo enseñar a hacerla, no es tan difícil.

Madeleine aceptó de inmediato. A los pocos minutos Madame Gertrude entró al salón; rápidamente todos tomaron sus asientos y guardaron silencio para comenzar con las clases. Así fue pasando la semana, los días y las clases: todo iba transcurriendo con sonora normalidad.

En una de esas noches, cuando Elliot regresaba de su baño nocturno, Colombus lo esperaba sentado en el escritorio con las piernas cruzadas y una mirada de enfado bastante marcada en su mirada.

—¿Hermano, acaso tienes algo que contarme? —le preguntó a Elliot con seriedad mientras señalaba el artículo de la WikiHow que se leía todavía en la pantalla de la computadora y que Elliot había estado leyendo antes: «The Gay Guide: ¿Cómo seducir a un chico heterosexual?»

—Bus, no es lo que estás pensando —contestó Elliot mientras se apresuraba a cerrar la laptop.

—¿Ah, no? —preguntó Colombus incrédulo y con algo de sarcasmo en la voz que molestó un poco a Elliot—. Porque a mí me parece que sí, Elliot. Ya yo sabía que algo raro estaba pasando desde que durante el viaje a Ámsterdam preferiste estar hablando con un hombre desconocido en medio de un callejón en vez de ver a las bailarinas...

—Eso no significa nada. ¿Qué tiene que ver él con todo eso?

—¿Cómo qué no significa nada? ¿Acaso prefieres estar con tu novio antes que...

—¡¿Qué?! —contestó Elliot riendo nervioso— ¡¿Crees que tengo novio?! ¿Pero qué rayos, Bus? Tú me conoces mejor que nadie, sabes que...

—Entonces por qué te escapaste después del hotel esa noche. Por qué querías estar a solas con él.

—Es que... yo... agh, ¡yo no...! ¡tú no entenderías nada lo que está pasando! No sabes de lo que estás hablando.

—Al contrario, hermano, por supuesto que sé de qué va todo esto —le dijo Colombus preocupado mientras tomaba a Elliot por los hombros y lo sentaba en su cama—. Ese hombre es mayor que tú y te está seduciendo, Elliot, pero no puedes dejar que...

—A mí nadie me está seduciendo, Colombus, no seas estúpido.

—¿Sí, Elliot? ¿Estás seguro que soy yo el estúpido? —soltó Colombus también furioso al ver que su amigo se negaba a escucharlo—. ¿Sabes qué es lo que más me duele de todo esto? No es que seas gay, eso me da lo mismo porque igual yo seguiría siendo tu amigo. Lo que me duele de verdad es que no hayas confiado en mí lo suficiente como para contármelo...

—Colombus, yo —pero el chico lo interrumpió y no dejó que Elliot contestara.

—Sólo te digo que si ese sujeto es tu novio, es un pedófilo, Elliot. Tú solo tienes catorce años, y ese tipo tenía como cuarenta.

—Que no es mi novio, y tampoco soy gay, Colombus. Créeme, por Dios, ¡eres mi mejor amigo! Sabes que si lo fuera no tendría ningún problema en decírtelo.

—Pero entonces qué haces leyendo cosas como esta —Colombus señaló una vez más a la laptop—, además te inscribiste a la obra justo cuando supiste que había que darle un beso a un hombre y...

—Colombus, escúchame. Esto es tal como cuando te pedí ayuda para ir a Ámsterdam. Necesito que confíes en mí. Eres mi mejor amigo. Si algún día puedo explicártelo, lo haré, pero ahora, necesito que entiendas que no puedo dejar de hacer estas cosas que me has visto hacer desde que empezó el año escolar. Es algo así como una... Bucket List, o Yes, sir... o incluso Nerve ¿Te acuerdas de esas películas?

—Ajá.

—Pues... es simple, ¡tengo que hacer estas cosas! Sí, estoy en una obra en la que hay besar a un chico, y sí, estoy intentando seducir a un chico heterosexual, y —«es el novio de Mady, por cierto», estuvo a punto de decir, pero prefirió contenerse por si a las dudas—, simplemente tienes que creer en mí. Todo esto es algo así como una apuesta. Es lo más divertido que he hecho en mi vida, ¡y es lo máximo! Pero no quiero que me malinterpretes ni que desconfíes de mí... eres mi hermano, y tú siempre sabrás quien soy yo.

—Ya veo... entonces estás metido en uno de esos foros extraños de retos de la Deep Web, ya lo entiendo —dijo Colombus con una mirada de pánico y preocupación al mismo tiempo—. Mira, Elliot. Te amo, eres mi hermano en un mundo muy loco, pero... ¡tienes que tener cuidado con lo que sea que andas haciendo! Me preocupas, en serio...

—Te prometo que tendré cuidado, Bus. Por favor... confía en mí. Te lo pido.

Colombus, un poco más tranquilo, le obsequió a Elliot una mirada repleta de curiosidad.

—Entonces... ¿sigues siendo heterosexual?

—Sí.

—Qué mal. Me habrías podido ayudar a conquistar chicas más fácilmente de la otra manera.

Elliot y Colombus se echaron a reír con aquel comentario.

—Aunque, por el lado positivo, ya no tengo que pedirle a Jean Pierre que sea mi nuevo wingman —añadió Colombus entre risas—. ¿Te lo imaginas? ¡Eso sí que habría estado para morirse de la risa!

─ ∞ ─

Delmy seguía sin aparecer por la oficina del club de jardinería. De hecho, el martes cuando se había asomado por el invernadero, Elliot se encontró con los otros miembros del club. Todos estaban muy preocupados por la desaparición tan dramática de la chica y temían que el Consejo Estudiantil se enterara y cancelara las actividades del club o, peor aún, que la expulsaran.

—A mí tampoco me contesta las llamadas, y cuando la voy a buscar a su cuarto no me da la cara —le dijo Felipe a Elliot durante el ensayo del martes para responderle si sabía algo de ella.

Por más que lo intentaba, ese día fue particularmente difícil concentrarse en sus líneas, lo que hizo que se ganara unos cuantos gritos tanto de Leona como de Felipe. Por alguna razón no podía dejar de sentir como si alguien lo mirara fijamente desde atrás, o como si más gente de lo normal estuviera en el auditorio, incluso a pesar de que sólo veía a los miembros del club.

Durante su ensayo privado con Levy tampoco le fue muy bien, y cuando sintió que un ligero dolor de cabeza le comenzaba a arañar el cerebro, prefirió terminar temprano aquel día, esperando que la noche le sirviera para descansar... pero no fue así. El miércoles en la mañana, cuando Colombus lo despertó al ver que él no se levantaba por cuenta propia, Elliot podía sentir como si la cabeza se le fuese a abrir a la mitad del dolor. No podía ni siquiera mantener los ojos abiertos sin que la luz y el esfuerzo por enfocar la vista empeoraran el dolor. Al final Colombus tuvo que acompañarlo a la enfermería, donde le dieron una pastilla y lo dejaron sobre una camilla para que pasara el día acostado mientras la enfermera del Instituto, Madame Anaïs, se hacía cargo de él. Durante un momento del día, Elliot sintió que había mucha gente caminando de un lado para el otro dentro de la enfermería, pero cuando se las arreglaba para abrir los ojos a pesar del dolor, lo único que podía ver eran las camillas vacías a su alrededor.

—¿Estás bien, chico? —Domus Dei le preguntó en una oportunidad, pero Elliot no pudo responderle—. Ya pronto pasará el dolor, te lo prometo.

Y así fue. Después del mediodía, la prensa que le torturaba la cabeza y le comprimía el cráneo se fue aflojando y el dolor pasó. Ya sin dolor, Elliot pudo dormir hasta el día siguiente sin pesadillas y sin sueños. Solo había blanco y calma dentro de su cabeza. Cuando se despertó se sentía completamente lleno de energía y brutalmente hambriento. A pesar de la preocupación de sus amigos, incluido Jean Pierre (quien ya parecía haber hecho las paces con Mady después de su pelea por culpa de Saki), Elliot volvió a clases como si nada hubiera pasado. Pero más allá de aquella sensación de ardor que Elliot había estado sintiendo, algo sí había cambiado.

Sin saber por qué exactamente, Elliot podía ver sombras extrañas en algunos lugares del castillo, y alguna de esas siluetas parecían estar al acecho. Al comienzo no eran más que borrones traslúcidos a sus ojos, pero a medida que él día pasaba, Elliot notó cómo las siluetas se hacían cada vez más nítidas, y cómo el aire alrededor cuando veía a estas cosas se sentía extrañamente vacío. Era la tarde del jueves. En eso estaba pensando mientras caminaba con sus amigos rumbo a la clase cuando un llanto desesperado atravesó las conversaciones cotidianas que circulaban por el pasillo.

—¡No, por favor! ¡Ya... déjenme en paz! ¡Ya basta!

Todos los estudiantes y profesores que había en el pasillo se giraron para ver quién gritaba de aquella manera. De súbito, varias chicas soltaron grititos asustados y otros se sujetaron a las paredes mientras los cristales de las ventanas vibraban estremecidas por el temblor, amenazando con romperse en cualquier momento.

—¡Déjenme en paz, por favor... por favor!

Delmy estaba sollozando tirada en el piso en medio del pasillo mientras se aferraba la cabeza con ambas manos y trataba de cubrirse los oídos.

—¡Delmy! —exclamó Elliot mientras se acercaba rápidamente hacia ella y se arrodillaba a su lado.

Justo en ese momento lo escuchó: una respiración moribunda y marchita que devoraba el aire con dificultad. El sonido era perturbador y sin saber por qué, Elliot giró el rostro para encontrarse de frente con un par de ojos rojos que lo miraban sin parpadear.

—¿QUÉ...? ¡¿Qué es esa cosa?! —preguntó asustado al sentir cómo toda la piel se le erizaba y sus nervios le gritaban que saliera huyendo de allí.

Delmy se giró a verlo con ojos desorbitados, sorprendidos y bañados en lágrimas.

—¿Tú puedes...? —balbuceó incongruente.

Sus palabras fueron inmediatamente interrumpidas por la voz del profesor Rousseau.

Allez-y, allez-y ! ¡Aquí no hay nada que ver! —dijo el profesor levantando la voz lo más que pudo.

Sus manos se sacudían con fuerza e imperantes, ordenándole a los estudiantes que siguieran con su camino.

—Por favor, continúen con su camino o de lo contrario llegaran tarde a sus clases.

—¿Delmy, estás bien? ¿Qué pasó? —dijo apresuradamente la profesora Ever.

Acababa de llegar junto al profesor Rousseau y se había acercado a Delmy y a Elliot, arrodillándose a un lado de ellos.

—Lo que pasó es que la rara comenzó a gritar de repente, profesora, ¡eso fue lo que pasó! —dijo Saki antes de que Delmy pudiera contestar.

Uff... ahora sí que cruzó la línea —dijo Colombus riendo por lo bajo, incrédulo.

Todos los que permanecían allí voltearon a verse con una sorpresa cohibida.

—No estaba pidiendo su opinión, señorita Shunzui, pero como parece que le gusta hablar más de la cuenta, la espero mañana después de clases en mi despacho —dijo la profesora Ever con una seriedad que Elliot nunca antes le había visto.

—¡Pero, profesora, yo...!

—Disculpe, señorita, pero no recuerdo haber pedido su permiso —añadió la profesora—. Retírese a su salón de clases. Nos vemos mañana.

Saki entornó los ojos y bufó exasperada antes de marcharse.

—¡Profesora, Elliot también lo vio! ¡Él también puede...!

Delmy no paraba de sollozar mientras se ponía de pie, a lo que la profesora la interrumpió para que se calmara.

—Ya Delmy, ya. Ven, levántate y vayamos a mi despacho —le decía la maestra—. Tú también vienes conmigo, Elliot.

—¿Yo? Pero... yo tengo clases de...

Elliot estaba muy nervioso, especialmente con lo que acababa de ver hacía tan sólo un instante. Lo que más quería hacer era escabullirse a su clase, con la esperanza de distraerse entre las lecciones de Historia Universal de Rousseau.

—No pasa nada, Elliot, puedes acompañar a la profesora —le dijo el profesor a un lado—. Tu próxima clase es conmigo, así que no te preocupes por la falta.

Elliot volteó a verlo preocupado, y cuando lo hizo, pudo notar, ahora más que nunca, que sus ojos eran dos gotas de oro fundidas en su rostro.

—Gracias, Louis —le dijo la profesora.

—¿Puedes encargarte de todo por tu cuenta, Norma?

—Sí, no te preocupes.

—Perfecto —Rousseau le dirigió la mirada al resto de estudiantes—. Ahora, esto va con ustedes, Apollinaires. ¡Si llego al salón y aún no están allí, se ganarán una falta que pesará para la calificación de final de año! Así que vamos, andando.

Tras sus palabras, los alumnos se esfumaron casi en el acto del lugar dejando a la profesora Ever, Delmy y Elliot solos.

─ ∞ ─

Delmy hablaba con desesperación.

—Era uno de ellos, profesora.

—¿Ya te sientes mejor? —preguntó la señorita Ever.

—¡Era uno de ellos! Usted sabe de lo que estoy hablando. Un errante...

Un silencio reinó en el despacho. La respiración agitada de Delmy poco a poco se había calmado. Elliot estaba sentado a su lado, sin dejar de verla ni por un instante. Tras pensar con calma sus palabras, la profesora le contestó.

—Delmy, cariño, sabes que eso es imposible —dijo—. Ya hemos hablado de esto. Por más que ahora el castillo esté un poco abierto, simplemente los Restauradores se habrían encargado de ahuyentarlo.

—¡Elliot, dile que lo viste, por favor! ¡Díselo! —exclamó Delmy viendo al chico con nerviosismo.

—Yo, bueno...

—Delmy, eso es imposible, Elliot no es...

—Es cierto, señorita —dijo Elliot interrumpiendo a la profesora—. Yo... también lo vi. Sus ojos eran rojos, y de su boca salía un silbido cuando respiraba...

Norma, al escuchar aquello, buscó a Delmy con la mirada. Se veía confundida y desconfiada a partes iguales.

—Yo no le he dicho nada, profesora —le dijo la chica—. Se lo juro, él lo vio... es la verdad.

—Pero, ¿cómo...? —musitaba la profesora mientras se sentaba en su escritorio.

Justo entonces, Elliot volvió a hablar.

—Señorita, usted... ¿usted también puede ver a esas cosas?

La mujer asintió fijando sus ojos marrones y cálidos en él.

—No tanto como los ve Delmy, pero... sí, puedo verlas, Elliot —dijo pensativa—. Lo que me sorprende es que ahora tú también puedas hacerlo.

Los ojos de la señorita estaban anclados a los suyos. Repentinamente Elliot tuvo la idea de que aquella mujer podía buscar en su mente y desenterrar sus secretos mientras siguiera viéndolo a los ojos, así que apartó la mirada con una repentina desconfianza.

—Yo... no... no sé qué decir.

—No importa —dijo la señorita Ever—. Si lo que están diciendo es cierto, no podemos dejar que un demonio ande por los pasillos del Instituto, por más insignificante que sea.

—Me quiero ir de aquí, profesora. ¡Ya no quiero estar más en este castillo! —exclamó Delmy de pronto.

Elliot se quedó aturdido al escuchar aquello. Él no quería que Delmy se fuera, pero sentía que si decía algo la chica sólo lo insultaría.

—Pues solo tienes que levantar el teléfono y llamar a tus padres, Delmy —contestó la profesora—. Pero tú sabes mejor que ninguno de nosotros que eso no cambiará absolutamente nada. Solo estarás huyendo de tus problemas una vez más y llevándotelos contigo a otra escuela, como ya lo hiciste antes al llegar aquí.

Delmy escuchaba con atención mientras le sostenía la mirada a la profesora Ever. Estaba llorando otra vez, pero aun así no desviaba la mirada.

—Ya estoy cansada —dijo entre lágrimas.

Elliot no pudo evitarlo más; escuchar aquello fue suficiente para que el impulso de hacer algo le asaltara.

—¡Pero ya no estás sola! —exclamó.

El chico llevó sus manos hasta las de Delmy y las envolvió con las suyas. Ella, sorprendida, se giró a verlo.

—Yo estoy aquí —continuó Elliot—, y... los dos podemos lograr pasar esto juntos... como amigos. No tienes por qué aguantarlo sola. He estado tratando de decírtelo todo este tiempo.

Delmy no dijo nada.

—Tener problemas que nadie puede entender no es algo malo, Delmy —dijo la profesora Ever con su usual voz maternal—. Es algo muy normal, pero, ¿sabes cuál es la mejor solución para ellos? ¡Encontrar a alguien que sí pueda hacerlo y que realmente se preocupe por ti! Recibir ayuda no es nada de lo que sentirse avergonzada.

Llegada la noche, Elliot estaba acostado sobre el piso de la Tour du Ciel. Mientras veía las estrellas no podía dejar de recordar el día, especialmente el haber hablado con la señorita Ever y de haber logrado consolar a Delmy al menos un poco. El lugar estaba desolado como siempre, pero, aun así, Elliot podía sentirse vigilado por alguien. Instintivamente llamó a Domus Dei, y el caballero se materializó a su lado. A los pocos minutos, la sensación de ser observado terminó por disiparse.

—¿Por qué puedo ver estás cosas ahora? —le preguntó Elliot.

—Porque ahora estás en la cima de la Torre, muchacho. Te has vuelto una atalaya; ya no puedes dejar de estar alerta al enorme mundo que te rodea. Esa es la armonía que fluye de mí: la vigilancia sobre aquello que se oculta, lo que normalmente no se puede ver —le respondió el templario taciturno.

—¿Y... esto será así siempre? —respondió Elliot enseguida.

—Me temo que sí —fue la respuesta del espíritu, y Elliot sintió pena en su voz.

«¿Es esto lo que Delmy tiene que vivir? ¿Lo que significa... ver cosas?», no pudo evitar pensar. Tras un minuto de silencio, el chico suspiró agobiado.

—Hay tantas cosas que no sé —dijo con más melancolía de lo que pretendía y sus sentimientos alcanzaron a los otros espíritus que se materializaron junto a él.

Paerbeatus, Astra, Temperantia, e incluso Adfigi Crucis y Raeda (y Amantium, curioseando en silencio por allí), estaban ya allí junto a él.

—Nuestras vidas han cambiado mucho desde que nos encontramos, pero nosotros no somos los únicos que estáncambiando —dijo Temperantia con aire solemne en la voz.

—¡Sí, cachorro! Pero no tienes nada de qué preocuparte, no estás solo, ¡nos tienes a nosotros! —dijo Paerbeatus mientras veía como Elliot se ponía en pie y se acercaba más a él.

—Y nosotros siempre estaremos allí para ti, Elliot... como una familia —le sonrió Astra y Elliot le devolvió la sonrisa.

—Si no fuera por ustedes, chicos... —dijo mientras abrazaba a Temperantia y Astra y Paerbeatus se unía al abrazo con efusividad.

—Yo no pienso abrazar al mocoso —protestó Raeda de inmediato y todos rieron, incluso Adfigi Crucis.

En ese momento Elliot pensó en Delmy y en su soledad, y sintió pena por ella. Sintió pena por no poder ayudarla, y de alguna manera, deseó poder compartir aquella felicidad con ella.

«A pesar de todo lo malo... la verdad es que soy muy feliz», pensó, y su corazón latió con fuerza en su pecho.

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