Capítulo 35: Liebe ist Heimweh

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Aquella casa vieja y destartalada no era más que un caparazón vacío, una concha resquebrajada que no servía ni como recuerdo de días mejores. No había nada en ella salvo la tristeza y la dejadez de una mirada de ojos blancos, vacíos, incapaces de recordarse a sí mismos más allá de la muralla que era la muerte. En todas las paredes los grafitis habían sustituido las pinturas que alguna vez había colgado de ellos. El suelo mohoso y quebradizo chirriaba bajo el paso ligero de las alimañas; en algunas partes, se quebraba para caer peligrosamente al piso inferior. A las escaleras le hacían falta peldaños. Entre los restos incipientes de lo que antaño fue una chimenea, las ratas anidaban; el agua de la lluvia lo había convertido en el nido perfecto para el moho y la descomposición.

Sin embargo, aquel era su hogar; el refugio perenne de esos ojos vacíos. Sus ropas seguían limpias. Su cabello tan rubio y delgado como hebras de oro seguía prolijamente amarrado en un moño alto. Su rostro tenía un aire tranquilo, a pesar del tiempo que había vivido en soledad en medio de aquellas cuatro paredes decadentes. Apoyada junto a la ventana, podía sentir cómo la cabeza le palpitaba. Tenía la sensación de que su mente estaba tratando de empujar a la superficie un recuerdo tiempo atrás enterrado. Pero era inútil. Por más que lo intentara, no recordaría. De pronto escuchó sus risas. ¿Quiénes serían sus nuevos invitados, esos que la ignorarían con descaro mientras se burlaban de su casa?

«Vienen los niños», anunció a la nada mientras las lagunas blancas de sus ojos se fijaban en el exterior. No hubo respuesta alguna, pero no le importó. «Parecen ser buenos, no creo que debamos preocuparnos por ellos...».

Cuando volvió a mirar por la ventana, pudo ver el destello de unos ojos azules. El dueño de aquellos ojos parecía preocupado mientras caminaba distraído junto a sus amigos. Sus pasos eran taciturnos, siempre lo eran; aun cuando no lo parecía, el azar se las había arreglado para recomponer lenta y pausadamente los pedazos desperdigados de un alma en un reposo silencioso y distante. La mujer sintió pena.

—Parecen buenos niños —murmuró.

Afuera, ellos se acercaban.

—Esto es una mala idea... una muy mala idea —decía Colombus mientras iba casi arrastrado por sus amigos a través de la calle de tierra que llevaba hasta la casa abandonada.

Madeleine iba a la cabeza del grupo chequeando la dirección en su móvil mientras sonreía abiertamente.

—¡No seas aguafiestas, Bus! ¡Es Halloween! —exclamó.

—Por eso mismo es una mala idea, chicos, ¡soy muy torpe para correr! —respondió Colombus con los ojos muy abiertos—. Si esto sale mal, ¡el primero en morir seré yo! ¿Acaso ninguno de ustedes ha visto nunca una película de terror?

—En realidad creo que serías uno de los últimos en morir, Colombus —respondió Felipe con sarcasmo y diversión en la voz—. En orden de prioridades siempre matan primero a los homosexuales y a los negros, es decir Leona y yo, luego a los latinos, es decir Delmy, después matan al quarterback descerebrado, que serían Levy y Jean Pierre, luego a la rubia, que en este caso serás tú, Mady... y por último, a la nerd sexy, es decir a Elliot. Ahora que lo pienso, ni siquiera entras en la lista, ¡así que no tienes nada de qué preocuparte! —dijo riendo—. Si comienza la matanza, tendrás tiempo suficiente para salir corriendo.

Todos los chicos rieron en complacencia.

—Aquí es, chicos, esa es la casa...

Madeleine apuntaba hacia adelante, a la entrada de una casa antigua en medio de un terreno desolado a las afuera de la ciudad de Bergen. La noche estaba callada y tranquila, y la poca brisa que había en el aire mecía la maleza crecida alrededor; el matorral alcanzaba casi el metro y medio de altura. Detrás se escondía la destartalada fachada de aquellas paredes de madera desconchada. Al verla, Elliot suspiró; no supo muy bien por qué. Había sido un suspiro silencioso, casi lleno de miedo.

Los chicos no dejaban de hacer bromas y conjeturas sobre lo que habría en su interior. Lo que en su momento pudo haber sido una casa de campo acogedora, ahora parecía la guarida de una criatura siniestra, pero ¿acaso era la casa la criatura en sí misma? A simple vista la puerta de madera parecía ser la boca hambrienta del monstruo, y las ventanas de la fachada, los ojos rotos y vacíos de la criatura, ciegos durante la noche, pero ávidos de nuevas presas...

Madeleine miró aquella casa a través de la vegetación, y más por sugestión que cualquier otra cosa, una sensación de intranquilidad se apoderó de su estómago. La casa en sí no le daba miedo, no en realidad; pero algo en ella, quizás la profunda tranquilidad que la rodeaba, le recordaba a algo... o, mejor dicho, a alguien. Sin entender muy bien por qué, la chica buscó entre sus amigos la mirada a Elliot. Allí estaba él, con su semblante serio y sus ojos claros fijos en la casa frente a él, como esperando ver algo asomarse de alguna de las ventanas de los pisos superiores, pero, aun así... tranquilo.

—¿Están listos para entrar? —preguntó a sus amigos sin dejar de mirarlo a él.

Elliot volteó al escucharla. Sus ojos quedaron de frente, una vez más, de esos ojos verdes que desde siempre le habían agitado el corazón y la mente, la parte baja de su cuerpo, las manos, las rodillas, el estómago. Pero ella no pudo notarlo, porque esa noche, su mirada parecía perdida; lo estaba, de hecho. Sus ojos sólo querían encontrar algo que, entre la turbulencia y la paciencia, esperaba en el embrujo de la casa.

El chico le sonrió enseguida, de esa forma en la que ella lo había visto sonreír un motón de veces antes, con seguridad y con naturalidad.

«¿Tendrá miedo?», se preguntó Madeleine, pero si Elliot estaba asustado, sus ojos no lo mostraban; honestamente, no expresaban más que indiferencia y melancolía al mismo tiempo. «Quizás... me pregunto qué pasará por su cabeza...», pero aun pensando aquello, Madeleine comenzó a caminar por el camino que aun podía verse entre la maleza y que llevaba hasta la entrada de la casa. Mientras lo hacía, sintió cómo unos dedos buscaban su mano y se entrelazaban cariñosamente con los suyos.

Cuando se volvió para ver de quien se trataba se encontró de frente con otro par de ojos azules que le sonreían y que le hablaban sin necesidad de hablar. Aquellos ojos se parecían bastante a los de Elliot, pero estos eran aún más claros y brillaban de una forma distinta. Levy le sonrió a su novia con un gesto que, de alguna manera, Madeleine no pudo dejar de percibir como una disculpa silenciosa. Algo importante pasaba en la mente de él, de Levy, de su novio. Ella lo supo de inmediato, y no hizo más que responder con la cabeza otorgando una sonrisa de vuelta.

«Lo siento...»

«No, no tienes nada de qué disculparte...»

Cuando llegaron frente a la puerta, la chica respiró profundo. La adrenalina le hacía latir el corazón muy deprisa. Sin soltar la mano de Levy, se volteó para ver a los demás.

—¿Listos? —preguntó nerviosa.

Todos asintieron entre bromas y risas inquietas.

Madeleine sonrió y se giró para tomar el pomo oxidado de la puerta con determinación.

—Entonces entremos —dijo al final, y la puerta frente a ellos crujió lentamente.

─ ∞ ─

—Pido el sofá —gritó Levy.

El chico atravesó la sala corriendo y se lanzó con fuerza sobre la enmohecida tela del mueble que había justo en medio de la estancia. Como la madera estaba carcomida por las termitas y la tela estaba vencida y acartonada por el sucio y el polvo de (al menos) varias décadas, cuando Levy cayó sobre el mueble, la estructura cedió y se rompió. El chico cayó al suelo de manera pesada, a duras penas amortiguando el golpe con el relleno desgastado de los cojines, en medio de una nube de polvo y de carcajadas distorsionadas por la tos. Todos los demás se cubrieron el rostro en un intento vano por escapar del polvo que también los había hecho toser y estornudar.

—¡Nunca vas a madurar ¿verdad?! —le reclamó Felipe mientras pasaba a su lado y lo empujaba con uno de sus pies, a lo que Levy sólo respondió soplando un beso en su dirección—. ¡Payaso!

Si desde afuera a todos les había parecido que la casa se veía casi en la ruina, ahora que estaban dentro pudieron verificar lo indudable de sus conjeturas. No había un solo sitio en todas aquellas paredes en donde no hubiera un grafiti obsceno o vulgar. Insultos de toda clase, penes y vaginas distorsionados por el trazo de la sorna, declaraciones de amor y de odio en aerosol, auténticas obras de arte urbano desconocido; no había una marca de la forma original de aquellas paredes en ningún lugar. La juventud, en su paso inevitable por el tiempo de décadas desamparadas, se había encargado de dejar su huella y borrar la faz de la antigüedad.

El suelo estaba cubierto por restos de periódicos viejos y amarillentos, de revistas a medio desojar, de polvo, de excremento de ratas. El aire era agrio, como el de la leche descompuesta o el de los huevos podridos; el particular perfume de la humedad sobre la madera se podía sentir en cada rincón. Lo que antes había sido una chimenea era ahora sólo nido de harapos y de botellas de licor barato.

—¡AAAAHHH! —gritó Mady despavorida.

—¡¿Qué?! ¡¿Qué ocurre?! —exclamaron todos sobresaltados.

—¡Creo... creo que vi una cucaracha por allí...! —dijo ella señalando hacia una esquina.

—Pero ¿qué...? ¡¿Acaso me quieres matar de un susto, Mady?! ¿Por qué gritas así? —preguntó Jean Pierre ofuscado y evidentemente ruborizado.

Había poca luz. Además de la que podía colarse de la luna por las ventanas, los chicos tenían iluminado el lugar con sus teléfonos celulares. Nadie dijo nada más, todos voltearon a ver a Madeleine con incredulidad en el rostro.

—¡Era una cucaracha bastante grande...! ¡Lo juro! —dijo ella apenada y algo sonrojada.

La risa regresó. El aire se aligeró un poco. La verdad es que todos estaban igual de asustados. Levy se quedó observando a Mady, quien hablaba animadamente con Leona y se reían juntas por algo que habían leído en la pared. Pero casi de inmediato sus ojos tropezaron con la espalda de Elliot y no pudo evitar que se le formara un nudo en el estómago. Sin querer, sus dedos buscaron sus labios de forma distraída. Al darse cuenta de lo que hacía dejó caer el brazo antes de que su mano llegara a su destino, mientras su mente le repetía las imágenes de su beso con Elliot y lo mucho que lo había disfrutado.

Besarlo había sido raro, mágico, diferente. Ya Levy había besado a un chico en el pasado, un viejo amigo de su casa en Holanda, pero nunca había besado a un chico con ganas de saber si podía gustarle. Eso fue algo que Elliot logró ganarse a pulso durante todo el tiempo que habían pasado juntos del último mes, durante cada uno de los ensayos y, especialmente, durante el épico momento de la obra de la que justo venían de celebrar. Elliot era un mago, sin dudas, o al menos eso pensaba Levy: «un mago del teatro». ¿Cómo hizo para... robarse el show, así sin más?

«Te robaste un pedazo de mí, Elliot. Te robaste la parte de mí que dudaba...».

Ya Levy no quería negarlo. Elliot, aquel chico cariñoso y preocupado, quizás inseguro, introvertido, era más apuesto de lo que se creía él mismo. Era alguien capaz, valiente, atractivo, misterioso de alguna manera. Quizá Levy sólo estaba confundido, pero ya no quería verlo así. Cuando antes se había fijado en el atractivo de un chico, nunca se había planteado realmente si le habría gustado besarlo, por muy guapo que este fuera. Pero mientras veía a Elliot hablar con Madeleine y verlos reír a ambos, a pesar de lo intranquilo que parecía, Levy no dejaba de pensar en lo mucho que quería besarlo una vez más...

«¿Desde cuándo me siento así?», se preguntó, pero no lo sabía realmente. Simplemente había pasado en algún momento entre tanto compartir con él. Cuando sus labios se encontraron durante aquel beso, ya era demasiado tarde para encontrar una respuesta a esa pregunta. Se trataba de un sentimiento voraz, impetuoso, apasionado y ardiente. Algo que lo hacía sentir despierto y alocado.

«Quiero volverlo a besar», pensó con excitación. «Pero...»

Lo volteó a ver, y vio cómo la mirada de Elliot se perdía con cariño en Madeleine. Era ese cariño de amigos que sueñan con ser más que eso; ese mismo cariño con que él lo veía a él justo en ese mismo instante.

«...está bien. Eso también puedo sentirlo, pero no importa. Gracias de todos modos... nunca olvidaré el momento que compartimos».

Por primera vez, Levy sintió amor de verdad; por primera vez, probó el sabor de la nostalgia en sus labios, a la vez que recordaba el profundo significado de aquel beso. Si bien para Elliot había sido una experimentación que no aportaría ningún cambio en su vida, para él sí sería así. Levy lo supo y atesoró ese hecho como no lo había hecho con nada en el mundo, pues esa era la pregunta que nunca se había hecho antes, su propia prueba de la carta de La Estrella, la que pertenece al mundo de los sueños y las ilusiones. Y ahora que sabía la respuesta, sabía que su vida jamás volvería a ser la misma, y, quizás, aquella melancolía no era suya...

—¡AAHHH! —gritó esta vez Colombus al sentir cómo una rata pasaba por sus pies, escapando de una botella que acababa de patear Leona.

El pensamiento viviría por siempre y, quizás, Levy sólo estaba tomando prestada la melancolía de aquella casa.

─ ∞ ─

La rata corrió despavorida y asustada. Colombus soltó un grito asustado y agudo mientras se aferraba con fuerza a uno de los brazos de Felipe, quien estaba justo a su lado. Al final el animal corrió escaleras arriba, perdiéndose de vista en el segundo piso, mientras los chicos abajo reían y se burlaban de Colombus.

—¡Ja, al parecer eso de que los elefantes les tienen miedo a los ratones como que no es tan mentira! —se mofó Pierre mientras caminaba hacia la cocina.

—¡Ah, fuck you, Jean Pierre! —le contestó Colombus.

—¡Ya lo conoces, Bus! No le hagas caso —dijo Mady risueña mientras seguía a Jean Pierre a la cocina.

De camino le acarició el brazo con ternura, regalándole una sonrisa conciliadora a su amigo asustadizo. Colombus le devolvió un gesto de cariño.

—Lo siento, babe —se disculpó Leona—. No era mi intención lanzarte una rata a los pies.

—No le tengo miedo a las ratas —Colombus negó con la cabeza—. Es solo que me tomó por sorpresa —exclamó.

El chico no mentía al decir aquello. Realmente nunca le había tenido miedo particular a ningún animal, pero la angustia que le trasmitía aquel lugar, en cambio, era abrumadora. Aun agarrado del brazo de Felipe, ambos chicos caminaron tras los otros. Juntos atravesaron la sala, pasando en frente de la escalera que daba al segundo piso, y entraron por una puerta (que no era más que un rectángulo angosto recortado en la pared) a lo que en algún tiempo lejano habría sido una cocina bastante acogedora, pero que ahora no era más que un mal recuerdo desfigurado por el sucio, el deterioro y la soledad.

La estancia era pequeña. Su cocina era como las que habían visto en el Museo de la Vida Campestre de ahí mismo de Bergen, el primer día de la excursión: se trataba de una hoguera con rejillas y un tubo metálico expulsaba el humo al exterior y calentaba los pisos superiores. Los anaqueles de las paredes estaban destartalados; a la mayoría le habían arrancado las puertas, y las que quedaban, colgaban fúnebres de un frágil gozne herrumbroso y chirriante. Las paredes habían estado cubiertas alguna vez por un papel decorativo de grandes girasoles, o eso era lo que se podía apreciar a través del sucio y de los jirones arrancados y manchados, amarillentos por el paso de los años.

Antes quizá aquella cocina había sido acogedora, pero ahora su soledad amenazaba con arrancarle el estómago de un mordisco a Colombus, quien podía sentir cómo la piel se le erizaba en anticipación a la agresión imaginaria. Y aun así, él no era ajeno a aquella extraña sensación, ahora que lo notaba con una claridad abrumadora. Él ya había sentido algo similar antes, hace poco más de un año, justo cuando había conocido a Elliot. Y al pensar en su amigo, Colombus recordó la soledad que siempre había visto en él.

«Él siempre ha necesitado su espacio», pensó enseguida recordando la soledad de su amigo, mientras lo veía inspeccionar una alacena con mucha atención, como si aquel estante lleno de botellas vacías y de latas viejas fuera verdaderamente interesante. «Siempre le ha gustado estar solo... guardarse las cosas... incluso de mí», pensó con una melancolía que no era suya per se. Estaba asustado, y como cada vez que lo hacía, Elliot siempre había logrado transmitirle seguridad cuando lo había necesitado.

Sin querer, sus ojos se tropezaron con Mady y con Jean Pierre. Ellos estaban revisando una alacena alta en la pared contraria de la cocina, y pensó que tal vez ellos nunca habían notado la melancolía de Elliot como él sí lo hacía. Por alguna razón le decía hermano, después de todo: los dos eran hijos únicos, apostados por las fuerzas de la vida a convivir juntos en un castillo francés para vivir del arte. Por eso siempre se había preocupado por él, y por eso, cuando lo trataba como un hermano, lo hacía de verdad. A pesar de las peleas, de las diferencias, de las dificultades de la convivencia; aun así, aunque Elliot y él no compartieran la misma sangre, ellos eran hermanos. Y más aún, lo eran por voluntad, lo que hacía que el lazo que los unía fuese aún más fuerte.

Entender a su mejor amigo nunca fue tarea fácil, pero poco a poco Colombus fue aprendiendo a entender sus silencios y a respetar sus momentos de introspección; momentos en los que tenía que dejarlo ser, sin interrupciones. Elliot siempre había sido muy callado, incluso aunque en los últimos meses hubiera estado un poco más suelto. También había sido siempre muy observador, así que nunca tuvo problemas para captar las cosas que Colombus no le decía con su boca, pero sí con la mirada.

Ver a Elliot así, tal como estaba mientras caminaba por la casa, era como volver a verlo a través del tiempo, a través del pasado. Era como volver a tenerlo cerca cuando se conocieron, como fue durante todo el primer año, como era antes de reencontrarse después de las vacaciones en la excursión a Almería. Colombus estaba atónito ante ese hecho: ante la manifestación distante de esa soledad que su amigo siempre tuvo, y que él nunca había podido atestiguar tan clara como lo hacía justo en este momento.

Elliot había cambiado mucho desde entonces. Nadie lo sabía cómo él, como su mejor amigo, como Colombus. Aunque últimamente Elliot estuviera metido en cosas raras, Colombus igual iba a estar ahí para él cuando fuera necesario. Tal como había sido desde el primer día, y como era justo en este instante de poder darse cuenta de algunas cosas que nunca antes se había preguntado...

«Aun si no sé en qué andas metido, viejo... pero sea lo que sea, ya sabes que te amo y que no estás solo», pensó con entusiasmo para tratar de disipar aquel sentimiento tan vacío que le encogía el estómago. Elliot lo notó y pasó junto a él para reconfortarlo.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Colombus asintió.

—Creo que todavía tengo la ropa interior limpia, así que creo que estamos bien por ahora —le dijo en broma mientras reía junto a Elliot y Felipe.

─ ∞ ─

Aquella casa parecía aferrarse a él, comprimirlo y estrujarlo a media que él se adentraba más en ella. Por instantes a Elliot le parecía que las paredes se le venían encima, que cada crepitar de la madera bajo sus pies era un alarido de reproche, de angustia, de bienvenida. Era raro, y aunque no supiera el porqué, aquellas paredes desconchadas y llenas de grafitis le causaban mucha melancolía. Sin poderlo evitar y sin saber realmente por qué o qué era lo que estaba pasando, al entrar en aquella casa, Elliot sintió como si su cabeza, su cuerpo y su alma se hubieran fragmentado en pedazos que se alejaban en direcciones distintas. Mientras su cuerpo permanecía allí con sus amigos y aunque él los escuchara hablar y reír, e incluso interviniera en su recorrido por la casa, su mente estaba confusa y retraída dentro de sí misma, sintiéndose cada vez más vieja.

—¡Hora de subir al segundo piso! —dijo Mady entusiasmada mientras Leona guiaba el camino con la linterna de su móvil.

Todos siguieron a la chica entre risas y con pasos apurados de nerviosismo.

—¿Vienes, viejo? —lo llamó Colombus al darse cuenta que él no se movía.

Elliot estaba pasando sus dedos por el horno de la estufa de leña como si tratara de encontrar algo que era imposible de encontrar.

—Sí... voy —musitó distraído y comenzó a caminar justo detrás de Colombus y Felipe cerrando la marcha en dirección a la segunda planta.

—Merde —exclamó Jean Pierre molesto.

Su pie acababa justo de quedar atrapado entre dos peldaños de madera rotos. Para más desgracia del chico, fueron Levy y Felipe quienes lo ayudaron, y aunque se puso rojo como un tomate, quizá fue más por vergüenza que por orgullo, por lo que terminó agradeciéndoles con algo de cariño a los dos.

—Volviste a llamarme por mi nombre. Eso sí es un avance —dijo Felipe con entusiasmo en la voz, haciendo que todos se rieran.

—Sí, sí... lo sé, no me presiones —contestó Jean Pierre—. Sé que todavía me toca disculparme por las veces que no lo hice antes, así que...

Felipe, emocionado por lo que acababa de escuchar, le dio un abrazo rápido, aceptando sus disculpas. Jean Pierre no dijo nada, sólo se ruborizó ante la mirada perpleja de todos, incluida Madeleine.

Elliot miró hacia arriba para seguir a Pierre con la mirada. Casi no se le salió el corazón por la boca al ver como dos ojos morados lo observaban desde arriba. Eran dos puntos encendidos, fijos en él, provenientes de una criatura contorsionada en medio del pasillo para acomodar su cuerpo deforme y alargado. Delmy, quien también se percató de la presencia del espíritu, se giró para ver a Elliot con la duda pintada en el rostro. Pero el chico estaba tranquilo, a pesar de todo; eso la alivió.

Todos sus amigos tomaron el pasillo que daba hacia la izquierda, pero Mors tomó el de la derecha mientras gateaba y se escurría por las paredes como la sombra demente de una pesadilla. Ahora que lo veía fuera de la carta, Elliot pensó que aquel espíritu se parecía mucho al esqueleto de una película de Tim Burton que su tía Gemma siempre le hacía ver juntos para Navidad.

«Si no fuera, claro porque las rayas de Jack son de estilo gótico; Mors, en cambio, lleva el traje de un prisionero judío de la segunda guerra mundial...».

Por un momento Elliot no supo qué hacer y se sintió con los pies clavados al suelo. Así estuvo por varios segundos, en los que sin darse cuenta comenzó a escuchar con claridad el latido de su corazón. Estuvo impaciente ante la melodía agitada de su palpitar, hasta que Mors volvió a asomar su cabeza por detrás de la pared del pasillo, y sus ojos morados se volvieron a fijar en él.

Los dos se vieron en silencio por casi un minuto, en el que ni el espíritu ni el niño quitaron la mirada. Elliot porque no quería, y el espíritu porque no podía. Al final, el esqueleto extendió una de sus manos huesudas apuntando en una dirección. Mors quería que Elliot lo siguiera, y por primera vez, Elliot sintió miedo de uno de los espíritus del tarot...

Aun así, Elliot lo siguió.

─ ∞ ─

La suciedad y la mugre eran sofocantes, y el aroma a orine rancio que provenía de la puerta abierta del baño a mitad del pasillo le erosionaba las fosas nasales. Con sumo cuidado y algo de asco en el semblante, Jean Pierre extendió una de sus manos para cerrar aquella puerta mientras se dirigían a una de las habitaciones de aquel lugar. No le gustaba estar allí, y mucho menos el tener que ver como Madeleine y su novio se sonreían y se tomaban de las manos. Eso era lo que más le dolía.

La casa era indescriptiblemente asquerosa, y no era sólo por los desperdicios, las botellas llenas de líquidos amarillentos en su interior que florecían en el piso mohoso y las ratas que se movían entre las paredes del lugar. Eso Jean Pierre podía tolerarlo. Lo que sí le ponía los nervios de punta, era la cantidad de envoltorios de condones y bolsitas de lubricantes usados que habían regados por todo el piso de aquella casa inmunda. Eso era lo que más asco le daba. Eso, y los grafitis obscenos.

Jean Pierre no era hipócrita consigo mismo, así como no lo era con los demás. Él se sabía una persona conservadora, difícil de llevar, y eso no lo molestaba; simplemente se aceptaba tal cual era. Pero con todo y lo arrogante que sabía que podía llegar a ser, en algunos momentos hasta inoportuno, para qué negarlo, Jean Pierre era incapaz de ver a ninguna mujer de la manera en la que se describían en aquellas paredes desconchadas. Los preservativos era lo que más lo indignaba.

«¿Qué mujer podría aceptar algo como aquello?», pensó con tristeza mientras sus ojos buscaban con urgencia la figura de Madeleine, aquella chica que era su mejor amiga y, al mismo tiempo, la carcelera de sus emociones y sentimientos, la dueña de su corazón.

Al abrir un armario, un par de murciélagos salieron volando despavoridos asustando a todos, en especial a Madeleine, quien se aferró con fuerza al brazo de Levy mientras escondía su rostro en la tela del sweater del chico.

«Ese podría haber sido mi brazo», no pudo evitar pensar con melancólica tristeza y se maldijo a si mismo por ser tan estúpido. Odiaba sentirse tan vulnerable y tan atrapado por lo que sentía, y anhelaba con desespero recuperar su libertad. Anhelaba con angustia que el aire de sus pulmones le perteneciera a él y solamente a él una vez más y, quizás, sin darse cuenta de lo que hacía, al pensar aquello sus ojos buscaron con premura por aquel de entre sus amigos que podía darse el lujo de ostentar semejante libertad.

«¿Dónde está Elliot?», pensó confundido cuando sus ojos no encontraron al chico en aquella estancia junto a ellos, pero su pensamiento no se tradujo en palabras audibles. Sin embargo, aquel pensamiento si atravesó la mente de Jean Pierre con la envidia de lo que se desea y no se posee. Frente a él, quien sufría por su encierro autoimpuesto y tácito, Elliot le restregaba en sus narices la libertad que él no tenía. Elliot, el amigo que sabía ser lo que Mady soñaba, el único amigo que sentía que podía entender sus sentimientos, y más que nada, ayudarlo a ser cada vez una mejor persona, en fin, lo que Madeleine se merecía. Él era tan libre que simplemente podía desaparecer... hacer lo que le diera la gana... cuando mejor le provocara y... simplemente nadie lo notaría.

«A nadie le importaría», pensó Pierre con amargura. Odiaba tener que admitírselo a sí mismo, pero su mente era incapaz de dejar pasar aquello y le mostraba lo celoso que él se sentía de su amigo, porque Jean Pierre era honesto. Honesto hasta el punto de la crueldad. Honesto con todos... y eso lo incluía a él. Envidiaba a Elliot, en realidad siempre lo había hecho, aun cuando se empeñaba en mentirse a sí mismo. Lo envidiaba y no podía evitarlo, incluso cuando no quería hacerlo, incluso cuando quería estar agradecido con él. Pero así era: lo envidiaba aunque lo quería, realmente lo hacía, incluso aunque no quisiese hacerlo. Qué fácil sería para los demás mentir, fingir, pretender ser algo que no se es; qué fácil es ser honesto cuando sabes que a nadie le importara. Pero ser honesto y ser una persona difícil es como ser una granada: a nadie le gusta estar cerca de las cosas que explotan.

Quizá por esa razón, porque lo quería, Jean Pierre podía ver otra cosa en la libertad de Elliot que no envidiaba y que más bien le aterraba, porque, si él mismo era como un planeta atrapado por la órbita de un sol deslúmbrate y cegador, Elliot era como un cometa a la deriva en medio del oscuro y frío universo, un globo de helio arrancado de las manos de un niño y que ahora vagaba arrastrado por el aire hasta espicharse y morir... solo.

«Sin sentido, con un final aterrador y sombrío», o eso era lo que veía en los ojos de su amigo cada vez que sus miradas se encontraban. Por lo menos Jean Pierre tenía a Madeleine para anclarlo al mundo, a la realidad, por muy dolorosa que esta fuese. Pero Elliot no tenía nada. Elliot estaba...

«...solo».

Y aunque el pensamiento fue amargo, Jean Pierre de alguna manera se sintió reconfortado.

─ ∞ ─

«...solo, ya no estoy solo», no pudo evitar pensar Felipe mientras se reía por el chiste de Leona y el hecho de que Colombus estuviera aferrado con tanta fuerza a su brazo. «Ya no...». Aquel agarre tan firme lo lastimaba un poco, pero de alguna forma extraña lo hacía sentir bien, completo... acompañado. Aunque estaba asustado, el estómago le dolía de tanto reír.

Felipe no podía recordar cuando fue la última vez que había reído tanto hasta el punto en el que se le salieran las lágrimas o sintiera ganas de salir corriendo al baño antes de orinarse encima, pero su corazón le decía que hacía mucho tiempo desde que eso había pasado. Quizá no lo hubiera hecho desde que había abandonado Venezuela con su mamá.

En aquel momento no lloró. Ni siquiera cuando sabía que muy probablemente no volvería a ver a su abuela o a ninguno de sus primos. Por más que intentó hacerlo, no pudo. A diferencia de su madre, que había llorado incluso mientras dormía sentada en su asiento de avión, sus ojos se habían mantenido secos en todo momento. Ni siquiera la voz le tembló cuando dijo chao por última vez.

Quizás había estado mal, pero aun así no lloró. Por más que los quería, las lágrimas no acudieron a él. Después de todo, aunque aquellas personas eran su familia, ninguno de ellos era su hogar.

«Ellos no lloraban por mí», pensó mientras veía las nubes afuera de la ventanilla; lo recordó en medio de la soledad polvorienta de aquellas paredes olvidadas que en algún momento habían sido el hogar de alguien...

«Lloraron por mi mamá, porque era a ella a quien iban a extrañar... no a mí».

Unas cuantas palabras habían bastado para que todas aquellas personas se volvieran tan frías y mustias como aquella casa vieja y abandonada. Por eso Felipe tenía ya un par de años sintiendo que no pertenecía a nada, que no encajaba... que no tenía un hogar al cual volver. Incluso con Delmy a su lado y formando parte del club de teatro, él siempre se había negado a abrirse por completo por el miedo que sentía de volver a ser echado a la calle como un cachorro indefenso al menor descuido, a la menor equivocación... pero ahora, sin darse cuenta, en medio de aquel lugar sucio, de aquella casa muerta, riendo con aquellas personas que parecían aceptarlo sin condiciones, sin peros y con sinceridad, Felipe se sentía completo.

«Incluso Jean Pierre, porque él no ha dejado de ser quien es por mí», pensó. Por eso sabía que sus disculpas habían sido sinceras, que el chico, odioso y conservador, quería aun así estar con él y compartir a su lado, como en una verdadera familia. Para Felipe era como si por accidente hubiera tropezado con algo que resultó ser más que un refugio temporal; como si por fin había encontrado un hogar, uno muy diverso y peculiar.

«Elliot», pensó con agradecimiento. «Todo esto es culpa de Elliot...»

El pensamiento fluyó en medio de un nuevo ataque de risa y atravesó el miedo que le pellizcaba el corazón. Aunque tenía miedo, ya no quería estar solo, y Elliot le había tendido una mano para sacarlo de aquel sentimiento tan corrosivo.

Elliot con sus ojos azules de mirada cálida; con su sonrisa franca, con su rostro arrugado por el esfuerzo de pensar. Elliot que era tan guapo y a quien estuvo a punto de robarle un beso. Elliot que parecía ser un chico cariñoso a pesar de su seriedad. Elliot... Elliot... Elliot...

Sí, definitivamente, a Felipe le gustaba Elliot. No pudo dejar de pensar que, cuando le tocara, iba a ser un excelente esposo y un padre amoroso, lo que hizo que inevitablemente sintiera una pizca de envidia en sus entrañas por la chica que fuera merecedora del corazón de su amigo.

Un ruido de pisadas sobre sus cabezas resonó. Felipe sintió cómo Colombus se aferraba a su brazo con más fuerza, mientras él también se apretaba contra el cuerpo del chico algo asustado.

—No me sueltes, gordito —le susurró con nerviosismo mientras miraba hacia el techo con expresión de terror en su rostro.

—No te preocupes... no lo haré —contestó Colombus mientras negaba con la cabeza—. Post-data: no soy gordito, soy pachoncito...

Ambos rieron, pero cuando Felipe sintió que una mano fría se aferraba a la suya, un alarido de pavor le aporreó la garganta y le puso los pelos de punta a todos los que estaban allí con él. Al final el grito de todos rompió el silencio de la noche, y vibró en todas las paredes de la casa como si proviniera de la madera muerta y atormentada.

─ ∞ ─

La sensación la embargó de súbito, como una arcada indetenible tras la que su mente vomitó todas las imágenes de un solo golpe. No era la primera vez que aquello le pasaba, pero sí una de las pocas veces que le pasaba con tan brutal intensidad mientras aún estaba despierta. El empujón de las emociones que siguieron a las imágenes fue tan profundo que la chica perdió el equilibrio y se tuvo que aferrar a lo primero que consiguió para no caer.

De inmediato escuchó el alarido de varias personas a su alrededor, pero Delmy ya estaba lejos, muy lejos, sumergida en lo profundo de aquella visión invasora esperando a que alguna imagen concreta se formara ante sus ojos. Tuvo miedo; miedo de ver algo que quería, que no debía, del dolor que le comenzaba a oprimir los pulmones y el corazón, de la angustia y el vacío...

«¡¿Y si le pasó algo a mi mamá?!» se preguntó asustada y a punto de llorar. «¡No! ¡Dios, por favor! ¡Que no sea ella, que no le haya pasado nada a mi mamá!», pensó con violencia al sentir el calor humano de una mujer apoderándose de sus sentidos.

Aquella era sin duda una de las visiones más abrumadoras que hubiera tenido jamás, y aunque no tenía razones para pensar que a su madre le hubiera pasado algo, Delmy podía recordar con claridad que las únicas veces que había tenido premoniciones tan violentas, había sido cuando estas tenían que ver con su familia. La muerte de su tía-abuela, la muerte de una prima de su mamá, la infidelidad del esposo de su hermana con aquella chica con la que trabajaba, la azafata; la más horrible de todas también, la del accidente de tránsito de su padre. Todas habían sido muy fuertes. Por eso cuando lo primero que captaron sus ojos fue la silueta de Elliot, no pudo evitar sentirse muy confundida.

Delmy se giró con brusquedad. Allí estaban esos ojos blancos que la miraban sin posarse en ella realmente, iluminados por la luz de la luna que entraba a través del cristal sucio de la claraboya frente a ella. Sus facciones remendadas y su cuerpo fracturado eran en realidad un reflejo de un algo que había sido pero que ya no era. Instintivamente Delmy se alejó de la sensación que le producía el estar tan cerca de aquella mujer de tez blanca y cabello rubio. Ella sabía que aquella mujer no pertenecía al mundo real por más real que se viera.

Su ropa antigua, sus botas de cuero que le llegaban a la altura del muslo, su peinado anticuado y prolijo... eran los atuendos que solían usar las campesinas de la zona durante los últimos años del siglo XIX. Delmy lo sabía porque lo recordaba de lo que les habían mostrado en el Römstedthaus, el museo de la granja y la vida campestre en Bergen.

Delmy la veía acercándose en dirección de Elliot. Él hacía lo mismo, como un autómata. Ambos se movían perfectamente sincronizados, como si uno fuese el reflejo del otro en un espejo resquebrajado, pero entonces, Delmy notó que algo no andaba bien. A medida que Elliot se acercaba más a la mujer, su piel iba perdiendo color poco a poco. El azul de sus ojos se apagaba, el rosado de su piel se consumía como una flor marchita y pálida, bajo sus parpados aparecían profundas marcas violáceas, y su cuerpo se movía con cansancio y pesadez con cada paso que daba en dirección a los brazos abiertos de aquella mujer que parecía querer abrazarlo con todas sus fuerzas... y entonces, Delmy las vio... las grietas delgadas como hilos de telaraña apareciendo a lo largo de la piel del chico que parecía irse rompiendo mientras caminaba.

De inmediato pudo sentir el dolor acumulado bajo su piel y... algo más allí, pero no reconocía qué era. Si de algo estaba segura era que si Elliot llegaba a encontrarse con aquella mujer, terminaría por perderse a sí mismo, rompiéndose en fragmentos tan diminutos que sería imposible volverlo a reconstruir. Sería imposible salvarlo...

—¡Elliot! —llamó en medio de un jadeo—. Si continuas con esto... vas a morir —dijo en medio de un mar de lágrimas que ya no podía contener.

La mujer se giró a verla con sus ojos ciegos con una máscara de absoluta indiferencia. Parecía perdida en medio de la tormenta de sus memorias rotas e inconexas. Pero Delmy no le hizo caso, sus ojos estaban fijos en el chico.

—¡Elliot! —volvió a llamarlo—. ¡Por favor... no vayas a...!

El reflejo de Elliot giró su rostro para verla y ella se asustó tanto que se empujó a si misma fuera de aquella habitación destartalada y abandonada, lejos de aquella mujer y de aquel Elliot abandonado a la oscuridad. Ése era un Elliot que, aunque sonreía, tenía uno de sus ojos completamente blancos, cegado por la necesidad de compensar algún remordimiento que ella no podía entender bien.

—¡Delmy, chama! ¡Me asustaste, coño! —escuchó que le reclamaba Felipe mientras ella volvía a su cuerpo.

Lo vio directamente a los ojos. Los suyos estaban recuperando el mismo negro de siempre mientras abandonaban el ligero brillo grisáceo que su amigo no notó por culpa del pánico y los nervios.

—¿Estás bien? —le preguntó con vergüenza mientras se reía en complicidad con los otros chicos.

Ellos también habían comenzado a reírse de sí mismos por su reacción exagerada.

La visión duró sólo un par de segundos, aunque Delmy sentía dentro de sí que había estado en aquel ático de muerte por varios minutos. Rápidamente buscó a Elliot con la mirada y al no encontrarlo, supo que el chico estaba en un peligro del que ni él mismo era consciente.

—¿Delmy? —preguntó Colombus al apuntar su linterna al rostro de la chica y ver lo pálida que estaba.

—¡¿Donde está Elliot?! —contestó ella de vuelta.

Aquello fue lo único que hizo falta para que todos notaran la ausencia de Elliot. Todos se habían absorbido dentro de sus propios pensamientos. Era el efecto del aura de aquella casa; el alba melancólica que despertaba en la mente de cada uno de ellos. Sin previo aviso, Delmy se soltó del agarre de Felipe y salió corriendo de la habitación. Tenía un mal presentimiento, pero ya sabía a dónde ir.

─ ∞ ─

«No... no es a la carta a quien le tengo miedo», pensó Elliot mientras terminaba de subir la destartalada escalera de la casa abandonada y se adentraba en el pasillo detrás de Mors. Sus pies iban pesados y sus pasos lentos. Sentía la boca reseca y un picor en la piel que le recorría todo el cuerpo. Tenía miedo de seguir caminando y, al mismo tiempo, tenía miedo de detenerse. A mitad del pasillo, Mors pareció fundirse con los muros de lugar. Todo estaba muy oscuro. Elliot sólo podía arrastrar los pies en dirección al lugar donde el espíritu parecía haber desparecido.

Cuando llegó hasta allí, Mors lo esperaba con sus ojos brillantes flotando en medio de la negrura como dos farolas de luz morada que aguardaban en lo alto de otra escalera, esperando por él.

—¿Qu-quiéres que suba? —preguntó mientras carraspeaba para luchar contra la resequedad de su garganta.

Mors permaneció en silencio mirándolo sin pestañear.

—¿Acaso esta...?

Elliot calló al ver que Mors se movía muy despacio, dejando que su cuerpo se escurriera a través de las paredes y de la puerta cerrada que había a sus espaldas. Elliot quedó a oscuras en medio de aquel pasillo mal oliente.

La escalera chirriaba bajo sus pies. El corazón le palpitaba en los oídos y le retumbaba en la cabeza como un tambor que marcaba los pasos de una marcha fúnebre, por extraño que pareciera. Elliot sentía nostalgia, miedo, ímpetu: por alguna razón no dejaba de decirse tonterías como que aquella no era la primera vez que subía esas mismas escaleras.

Por un momento, Elliot sintió como si un recuerdo se disparara dentro de su memoria. Pero era un recuerdo tan viejo y amarillento que parecía completamente ajeno a él. Como si se pudiera recordar algo que en realidad no se podía recordar. El fragmento de un recuerdo... una brizna... algo visto a través de un cristal sucio o de unos ojos ajenos.

Cuando estuvo frente a la puerta dudó. El pomo se sentía frío. La sensación de intentar recordar algo que ya no estaba en la memoria se incrementaba ahora que su mano se aferraba con fragilidad al dispositivo de metal, que poco a poco cedía al agarre de sus dedos. Por un momento creyó escuchar pasos a su espalda, pero cuando se giró para ver quién estaba detrás de él... no había nadie allí, solo una amarga sensación de extrañeza.

Al final terminó por empujar la puerta; sonó el chasquido y un chirrido, dejándole el camino libre dentro de una estancia grande que era iluminada únicamente por el brillo de la luna que se filtraba a través del hueco de la claraboya sin cristales que había en el techo inclinado. El ático estaba igual o más sucio que el resto de la casa. Los dibujos vulgares en las paredes hacían juego con la cantidad de condones usados y dejados allí hasta quedar resecos. También había restos de madera rota y el piso, donde no estaba resquebrajado, podrido o inflado por la humedad, estaba cubierto de polvo, papeles viejos y tampones usados.

Pero... a pesar de eso, aquella habitación estaba llena de una corriente de melancolía y tristeza que hizo que a Elliot se le pusiera la piel de gallina, que se le hiciera un nudo en el estómago y que las lágrimas se le amontonaran detrás de los ojos, amenazando con derribar la represa que eran sus parpados en aquel momento. Por un instante a Elliot le pareció ver una sombra colgando en medio de la habitación de la viga central del techo, pero antes de poder confirmarlo, sus ojos azules y llorosos se encontraron de golpe con la mirada estoica de Mors, quien ahora parecía estarle sonriendo con su boca cadavérica de dientes blancos.

Mientras Elliot más lo miraba, más parecía que Mors sonreía; su mueca fue tan terrorífica que Elliot se puso a llorar sin saber por qué. Gruesas lagrimas se le derramaron de sus ojos con dolor y angustia mientras se llevaba una mano al pecho y se apretaba la piel por encima de su corazón. Podía sentir cómo el pobre le latía dolorosamente agitado. Elliot jadeó calladamente en medio del llanto, adolorido y asustado, y Mors imitó su jadeo haciendo un sonido por primera vez, pero a diferencia del de Elliot, el jadeo de Mors fue bajo, trémulo, ronco, atemorizante.

Sin dejar de mirarlo mientras él lloraba, Mors sonrió como lo haría un búho hasta que su cuerpo se esfumó en el aire, dejando a Elliot solo con el corazón angustiado en medio de aquel ático lleno de recuerdos que no podía ver. Elliot jadeo más desesperado al sentir que el dolor en su pecho era tan grande que le impedía respirar.

«Yo no... yo... qué... si... a...»

Elliot estaba muy confundido, cada vez se sentía más mareado. Al poco tiempo sintió que su cuerpo desfallecería. Sus jadeos eran roncos y erráticos ya entonces. Quería salir corriendo, pero no sabía exactamente hacia donde huir. Sus dedos sabían salados por las lágrimas que los mojaban, y los mocos que se escurrían aguados por la nariz en medio del llanto caían por último en sus labios. De pronto, el aire regresó a sus pulmones.

Elliot sintió como una avalancha de emergencia lo devolvía a la vida. Como pudo agitó su cabeza, buscando el hueco de la claraboya sin saber por qué, y entonces, la vio por primera vez, y encontró sus ojos... aquel par de ojos blancos como la leche que parecían ver de largo, a la distancia, al mismo tiempo que lo veían directamente a los suyos con semblante ausente y desprovisto de alguna emoción real.

Era ciega. En realidad no podía verlo, pensó él, pero, en realidad, sí lo estaba haciendo; Elliot supo apenas se tropezaron que ella podía verlo a pesar de su ceguera blanca... lo sabía, sabía que él estaba allí. Rápidamente se secó los ojos con afán y avidez para tratar de disimular el hecho de que había estado llorando, a pesar de que sabía que ella no podía verlo realmente.

—¿Quién e...? —intentó preguntar, pero un sorbido de su propia nariz lo hizo detenerse.

Tenía la cara roja por el llanto y la vergüenza. Mientras la veía, un sentimiento... o más bien una sensación que no podía identificar, comenzó a enardecer dentro de sus tripas.

—¿Eres real? —preguntó ella de pronto viendo a la nada sobre su cabeza antes de enfocar sus ojos blancos en su rostro—. ¿Me ves?

Su voz era calmada y suave; casi dulce si se tenía en cuenta que estaba desprovista de emociones.

—Yo...

—Lo siento, hoy no voy a poder pintarte —lo interrumpió a modo de sentencia con amabilidad.

Tras decir aquello, se giró para fijas sus ojos en el paisaje que se colaba por la claraboya.

Elliot no había podido dar ni un solo paso en dirección de ella cuando sintió que alguien lo tomaba con fuerza de una de sus manos y lo jalaba hacia atrás.

—Delmy... —jadeó al reconocerla.

—Lo que estás a punto de hacer es muy peligroso, Elliot —dijo la chica con preocupación.

—¿De qué hablas? Yo sólo... sólo iba a —pero cuando se giró, la mujer del ático ya no estaba por ningún lugar—. ¡¿A dónde se fue?! —le preguntó a la chica volviéndose a mirarla una vez más.

—Eso no importa, garoto —dijo Delmy con aprensión en la voz para disgusto de Elliot—. Yo no sé qué estás pensando, pero sea lo que sea, olvídalo, por favor. Es peligroso.

Elliot entornó la mirada con recelo.

—Eres nuevo en esto, Elliot —le interrumpió ella sin dejarlo terminar de hablar—. No importa lo que creas que viste o lo que creas haber sentido... es peligroso. Por favor, olvídalo ya —había suplica en su voz—. Por favor...

Las manos de ambos estaban estrechadas. Elliot estaba a punto de responder justo cuando los demás chicos aparecieron en el ático en un escándalo de pasos, risas y conversaciones. Al verlos tomados de las manos, todos quedaron en silencio. De inmediato siguieron las bromas y las insinuaciones de una posible relación que, por la tensión en el aire, ni siquiera ellos mismos se molestaron en negar.

—¿Y? —preguntó Mady luego de un instante cuando las risas se detuvieron—. ¡¿Vieron al fantasma de la casa?!

Elliot sintió como el estómago se le revolvía al escuchar la palabra fantasma, mientras el impulso de salir corriendo lo obligaba a permanecer callado. Delmy, por su parte, ya no estaba de humor como para seguir perdiendo el tiempo en aquel lugar, persiguiendo cosas que ella sabía que era mejor no perseguir. Cuando contestó a la pregunta de Madeleine, no pudo controlar la indignación y la frustración de su voz.

—Los fantasmas no existen —dijo tajante antes de encaminarse fuera del ático, escaleras abajo y sin mirar atrás, con la intención de salir cuanto antes de aquella casa.

Nadie supo qué pasó, pero tampoco nadie se atrevió a preguntar. Todos simplemente comenzaron a seguirla desconcertados.

Cuando Elliot se dispuso a cerrar la puerta del ático, volteó a ver una vez más tras él. En lo profundo de aquella casa, ante la luz de la luna que se colaba por la ventana, le pareció volver a ver a la mujer asomada por la claraboya. La puerta se cerró con lentitud. En realidad no había nada; no había nadie allí. Sólo un gran espacio vacío y una sensación de pesar en el aire.

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