Capítulo 36: Esos ojos vacíos

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En un enorme salón decorado con toda la parafernalia típica de la fiesta del día de brujas, la mayoría de invitados bebían ponche de frutas y comían bocadillos; otros bailaban al ritmo de la música electrónica que sonaba por los altavoces del lugar. Nadie pareció haber notado la ausencia de todo el grupo.

—¿Te estás divirtiendo? —preguntó la tía Gemma haciendo que Elliot se sobresaltara—. ¿Dónde estabas?

No había reclamo en su voz; en cambio, en su rostro brillaba una sonrisa radiante que denotaba el orgullo que sentía por su sobrino en aquel momento.

—Ví que saliste con tus amigos, pero no dije nada porque no quería ser aguafiestas —añadió guiñándole un ojo de forma cómplice.

Elliot se sacudió la cabeza, un poco apenado.

—Pensé que no te gustaba que me escapara —dijo siguiéndole el juego a su tía.

—Mientras no haya un vuelo internacional de por medio y un posible secuestrador esperándote yo no tengo ningún problema. Tampoco vengas ahora a querer hacerme quedar como la mala de la película.

Aunque Elliot podía ver con claridad que su tía estaba jugando con él, pudo sentir la preocupación bajo sus palabras.

—De veras lo siento, Tía Gemma —dijo él.

No podía escapar a los sentimientos de cuidado y amor que armonizaban en las palabras de su tía. «Tal como mi mamá...», transitó en su cabeza y el pensamiento lo aguijoneó con fuerza. Al ver el cambio en la mirada de su sobrino, esa sombra de tristeza en sus ojos, Gemma lo tomó entre sus brazos y lo abrazó con fuerza, sin importarle que Elliot pudiera reclamarle después por avergonzarlo frente a sus amigos.

—¡Mi vida, nunca me perdonaría si algo malo llegara a pasarte! —exclamó—. Conociendo a Diana como la conocía, sería capaz de venir a jalarme por los pies de por vida si dejo que algo malo te pase —riendo con mucho cariño le besó cada mejilla—. Yo amaba a mi hermana, pero aun así debo decir que era una loca.

Elliot se rió al escuchar aquello y su tía lo volvió a besar.

—¡Hola, señora Gemma! ¿Me vio bailar? —preguntó de pronto Colombus mientras llegaba a donde estaban Elliot y su tía en compañía de los demás chicos y un plato de bocadillos en una mano.

—Estuviste increíble, Bus, te felicito —dijo Gemma sonriéndole y separándose un poco de Elliot para darle su espacio—. De hecho, ¡te tomé varias fotos! Ya se las mandé a tu tío y todo.

Colombus casi no se ahogó con la bolita de carne que se estaba comiendo.

—¿Qué...? ¿Qué le pasó qué a mi tío? —preguntó entre tosidos y carraspeos con sus ojos negros fijos en la mujer frente a él.

—Las... las fotos de tu presentación —dijo Gemma algo confundida al ver la cara de espanto en el rostro del mejor amigo de su sobrino—. ¡Yo no sabía que tú bailarías, pero cuando te vi en el escenario pensé que Titus a lo mejor querría verte y compartir las fotos con tu mamá y tu papá! ¿No debí hacerlo?

—No... no se preocupe, no hizo nada malo —dijo Colombus tratando de sonreír mientras apagaba su teléfono con disimulo.

—Velo por el lado positivo, gordo. Si tus papás no sabían que había una Billy Elliot en la familia, ya no tendrás que preocuparte por como contarles —dijo Pierre en tono burlesco.

Colombus le habría mostrado el dedo en aquel momento, pero se contuvo porque no quería quedar como un grosero frente a la tía Gemma, así que se contentó con sonreírle hipócritamente.

—Billy Elliot era un artista... así que gracias, Jean Pierre. Este insulto sí te ha salido fenomenal...

—No le hagas caso, Colombus, te puedo asegurar que a las chicas nos encantan los chicos que saben cómo mover los pies, además de tener un buen sentido del humor como tú —le dijo la tía Gemma al chico mientras le peinaba el cabello con afecto. Colombus estaba sonrojadísimo.

—¡Gra-gracias, señora Gemma!

—Señorita —corrigió ella y le guiñó un ojo con cariño—. Pero bueno, no los entretengo más tiempo. Sigan disfrutando de la fiesta mientras yo sigo intentando emborracharme con el ponche.

—Pensé que el ponche era de frutas solamente —dijo Mady confundida.

—Por eso estoy haciendo mi mejor esfuerzo —contestó la Tía Gemma antes de alejarse caminando en dirección al profesor Rousseau.

Durante toda la noche los chicos disfrutaron de la fiesta. Después de la experiencia en la casa embrujada, el haber hablado con su tía logró que Elliot se sintiera mejor. Todo había sido muy raro, especialmente la mirada perdida y «¿...familiar...?» en los ojos de aquella extraña mujer. El solo hecho de recordarla le producía a Elliot un sutil estremecimiento en el cuerpo; así fue incluso durante el viaje de regreso a Francia.

—¡Ya quiero que sea fin de año para volver a tenerte conmigo en Londres! —dijo la Tía Gemma al despedirse en Alemania—. Si todo sale como lo tengo planeado, quizás te tenga una sorpresa para esas fechas...

Durante todo el fin de semana los chicos no hicieron más que hablar de lo genial que había sido el viaje a Alemania. Leona estaba eufórica porque había conseguido acumular una buena cantidad de puntos extras para la postulación universitaria. Aunque a la larga, lo que se robó el show, fue el momento en el que Colombus recibió un mensaje de su tío con un link a un video de YouTube. Cuando Colombus lo abrió, lo recibió el video de su presentación de ballet.

Todos rieron y volvieron a felicitar a Colombus quien, al ver el video, más que apenarse, no dejó de notar lo bien que había salido su presentación y lo bien que lucía su cuerpo en las mayas ajustadas. Sin embargo, Delmy había regresado a su actitud retraída y esquiva de siempre. No había dejado de ignorarlos a todos, y por alguna razón, Elliot sentía que esa actitud se debía a él.

Pero Elliot no tenía mucho tiempo para preocuparse por esas cosas. La semana que se aproximaba era semana de exámenes, y Colombus le había rogado que lo ayudara a estudiar, por lo que el domingo los dos pasaron todo el día en la biblioteca repasando sus apuntes, y en el caso de Colombus, preparando unas fichas con las que tenía planeado copiarse en el examen de mandarín.

─ ∞ ─

El sonido constante del metrónomo repicaba en el vacío de su mente. Sus pensamientos superficiales habían desaparecido, su cuerpo había desaparecido; tan solo quedaba en ella la respiración constante y el latir del corazón que se acompasaba con el mecánico y constante sonido del artefacto.

«Concéntrate... concéntrate sólo en respirar... Elizabeth...»

Aunque sabía que él hombre debía estar sentado frente a ella, el sonido de su voz le pareció sorprendentemente lejano

«Respira y siente cómo se mueve tu sangre a través de tus venas, como fluye la energía de ti hacia afuera...».

Sus ojos estaban cerrados. Obedeciendo a la voz, centró su horizonte, oscuro y sellado, en la casi imperceptible sensación de sus pulmones llenándose de aire; respirando con amplitud. Sin mucha demora sintió cómo se insuflaba su pecho en una respiración profunda; el oxígeno la poseyó como si fuera dueño de todo su ser.

Fue una sensación abrumadora, relajante pero sobrecogedora a la vez, en la que sentía que el mundo desaparecía y la negrura se la tragaba. Pero, como siempre, ella no sintió miedo. No era la primera vez que se proyectaba a sí misma hacia su interior, hacia la oscuridad de sus párpados revestidos de introspección hacia el abismo inexplorado de su mente. En esos momentos el mundo se esfumaba; la dejaba a solas consigo misma, y eso la aterraba, pero, de alguna manera, también la reconfortaba en lo más profundo.

«Cuenta del uno al siete y siente cómo la energía nace desde la planta de tus pies hasta pasar por tus genitales, siente cómo se desborda por detrás tu cabeza y por el extremo de tus dedos...»

La voz hablaba. Ella se repetía a sí misma los pasos de la meditación que ya se sabía de memoria.

«Deja que tu nuca vibre y retumbe, que el flujo llegue hasta la parta más baja y trasera de tu cráneo... concentra toda la energía en la charnela occipito craneal... puedes hacerlo... tan sólo concéntrate...»

Con mucho cuidado, procurando no acelerar su respiración, Elizabeth intentó extender su vista más allá de la oscuridad, expandiendo la influencia de su cerebelo hacia el plasma de su sangre para finalmente dirigirla hacia la voluntad de su intuición. Sin soltar su concentración, el palpitar se hizo levemente más intenso; la oscuridad más densa; el abismo más profundo, y ella flotó cada vez más en la abstracción de la imagen que se iba formando...

Sobre el escritorio de Rousseau; sobre el suelo. Sobre el aire, de alguna manera. Estaba ahí, pero seguía sentada con los ojos cerrados porque no era ella lo que se movía, no; era ella, en realidad, ella, pero de otra manera; una que se extendía más allá de su delimitación orgánica, corpórea y material.

«Huele a rata...»; su voz interior buscó con rapidez una extensión de aquel hecho simple, pero a tiempo la contuvo para no desconectarse del estado en que se hallaba.

«...desde la planta de tus pies hasta tus genitales, siente cómo se desborda por detrás tu cabeza y por el extremo de tus... dedos...»

«Genitales...», resonó en ella y en ella. Ah, amor, de alguna manera; amor aderezado con odio en la carne, hacia la carne, especialmente la carne humana. «Hambre...», volvió a resonar. «R... Rou... R...»

«Concéntrate... concéntrate... concéntrate...»

Ella lo sabía, ya lo sabía. Las tres cartas, en el aroma de sus manos, sus manos que huelen a hierbabuena, en el escritorio de caoba, en donde él siempre las reposa.

«Cinco años... tenía cinco años...».

Aceite, huevos, un guiso de vegetales exquisito.

«La planta de tus pies...»

Estaban frente a ella; la imagen se hacía cada vez más clara. No vio cuando Rousseau las colocó, ya había cerrado sus ojos, pero, aun así, ya lo había visto.

«Su carne y la mía, profesor; ¿acaso... no le gustaría?»

La textura era clara; tan clara como la oscuridad en su mente; su mente que buscaba mantener viva la consciencia disparando imágenes, sonidos, recuerdos, sensaciones... cualquier cosa que la atrapara al extremo material de su realidad.

«El extremo de tus dedos...»

«Su carne entrelazada con mi sangre».

Fichas de apuesta, vasos de whiskey, el aroma a cigarrillo en el aire.

«Grimm... concéntrate... concéntrate en el flujo que recorre por tus venas...»

Eran de su padre. Él también estaba allí, impregnado en las tres cartas.

«Amor, amor aderezado con odio... amor y odio hacia la carne. ¿Qué dice, profesor? ¿Acaso no le parece una buena idea?»

«Grimm... concéntrate... concéntrate...»

«El sabor del brócoli, de la soya, de las algas...»

Energía amarga, cálida, intensa; casa, hogar, familia, Grimm; ahí estaba él. Él, que debía ayudarla a concentrarse más, lo que potenciaría su visión para convertirla en un mejor miembro de la sociedad, lo que enorgullecería a su familia y que la ayudaría a defender los intereses de ORUS como se esperaba de ella.

El olor de la carne, el color rojo, la habitación oscura...

«NO TE QUIEBRES, MIERDA, NO TE QU»

Súbitamente, todo se hizo presente en un escándalo atronador. La piel le estalló en escalofríos y el vació de su mente la escupió con fuerza hacia afuera una vez más. Sus ojos se abrieron de repente, chorreando un hilito pequeño de sangre: en ellos se habían reventado pequeños vasos sanguíneos.

—¡Agh, es malditamente difícil! —dijo frustrada mientras se levantaba de la silla con brusquedad y tomaba un pañuelo para limpiarse.

Ahora caminaba en círculos alrededor del despacho. Era consciente de que su tutor no le quitaba los ojos de encima.

—No veo qué sentido tiene el perder el tiempo practicando algo para lo que, claramente, no soy buena.

—Las habilidades supraconscientes no son una cuestión de talento, Elizabeth. Son una cuestión de disciplina.

Ella simplemente rió con amargura ante aquellas palabras.

—No tiene que mentir para hacerme sentir bien, profesor. Tanto usted como yo sabemos que eso no es cierto, así que por favor no me trate como a una tonta.

—Y no lo estoy haciendo —contestó él—. Ven, siéntate y respira conmigo, por favor.

El profesor Rousseau se puso de pie, le señaló con una mano la silla de la que ella se había levantado hace pocos minutos y le sonrió con amabilidad. Elizabeth pudo ver en los ojos ámbar de aquel hombre una amabilidad y una calma increíbles, como si detrás de aquel brillo dorado tan cálido se ocultara una bestia todopoderosa y sobreprotectora, dispuesta a compartir la sabiduría del mundo con ella.

Sin dudarlo, se sentó. El profesor detuvo el metrónomo.

—Si bien es cierto que la supraconsciencia se desarrolla en algunas personas de manera más natural que en otras, lo cierto es que todos los humanos son capaces de perfeccionarla para lograr determinadas cosas.

—Profesor, ya sabe que los Grimm no estamos muy de acuerdo con la nomenclatura del Protocolo de Seguridad Urbana, así que conmigo puede llamarla magia simplemente —dijo ella tratando de acelerar el sermón que estaba a punto de recibir—. Y eso de que todos los humanos pueden hacer magia es falso.

El profesor Rousseau se rió ante su impaciencia con soltura y afecto.

—¡Elizabeth, has aprendido mucho en estos dos años! Ya sabes que nunca dejas de sorprenderme. Cada vez que veo a tu padre me recuerda lo orgulloso que está de ti.

Rousseau la veía con atención, pero en la mirada oscura de la chica no encontró ni el menor rastro de brillo carmesí... «y sin embargo su energía está increíblemente densa», pensó.

—Pero la magia, como tú la llamas, no es todopoderosa. Todo lo contrario, nada más lejos de la realidad, considerando todas sus limitaciones y restricciones, como por ejemplo, lo difícil que puede llegar ser desarrollarla —continuó diciendo con calma—. Ni siquiera yo, que he dedicado gran parte de mi vida a la investigación de la supraconsciencia, me atrevería a decir que soy un maestro en la materia.

—Ahora está siendo humilde, profesor —dijo Grimm sonriendo mientras le dedicaba una mirada reprobatoria a su mentor—. Todo el mundo sabe lo que significa el nombre de Louis Rousseau dentro de ORUS y lo importantes que han sido sus aportes para la organización. Y cuando hablo de la organización, sabe que me refiero a la junta directiva, no al Club...

Ahora fue el turno de Rousseau para reír ante la impertinencia de la juventud.

—Cómo se nota que la franqueza de tu padre fluye por tus venas...

Ella negó sutilmente con la cabeza.

—No soy ni la mitad de franca de lo que es mi padre, profesor. Usted lo sabe tan bien como yo —en un gesto rápido consultó la hora en su reloj de muñeca—. Me tengo que ir. El Director quiere discutir ciertas cosas en privado, algo relacionado con la visita a la base de la OTAN en Alemania de la semana pasada.

—Por supuesto, puedes retirarte sin problemas —concedió el profesor, pero cuando la chica ya había abierto la puerta y estaba a punto de abandonar el despacho, no se pudo contener—. ¿Cuáles son las cartas, Lizzie? —preguntó con afecto y ella se detuvo de inmediato.

En los labios de su mentor, aquel diminutivo no le molestaba. Después de todo, ese hombre la había visto crecer y era casi como un segundo padre para ella.

Sus ojos negros se encontraron directamente con los ojos dorados de Rousseau. Por un momento, los dos se quedaron así, mirándose en silencio. Nadie dijo nada ni movió un solo músculo, hasta que ella por fin se rió con sutileza antes de complacer la petición del hombre.

—Cinco de diamantes, reina de diamantes y as de picas —dijo antes de cerrar la puerta y marcharse.

Lentamente y ahora completamente solo dentro de su barrera personal, el profesor Rousseau se acercó hasta su escritorio y fue volteando uno a uno los naipes que descansaban boca abajo sobre la madera oscura de la caoba pulida.

Al ver las cartas frente a sus ojos, no pudo evitar sonreír con suspicacia para sí mismo. De todas las cartas que había dicho su pupila, la chica sólo había fallado por muy poco en adivinar la última: el as de corazones.

«Ahh, Lizzie... ¿tú... qué tan peligrosa llegarás a ser?»

─ ∞ ─

Un relámpago surcó el cielo de Estambul. Elliot siguió la trayectoria fugaz de la corriente hasta que el rugir del trueno llegó a sus oídos, para luego fijar sus ojos en el paisaje nocturno de la ciudad antes de retomar su lectura.

«Procure siempre mantenerse alejado de los lugares concurridos o muy ruidosos», continuó leyendo, «así como de las grandes acumulaciones de agua al momento de realizar cualquier práctica adivinatoria. Tenga especial cuidado con la radiestesia, puesto que esta es verdaderamente sensible a los cambios energéticos y electromagnéticos de su alrededor. Las tormentas tampoco son amigas de la adivinación y entorpecen la visión concedida por el sexto sentido». Podía leer cómodamente iluminado por una de las estrellas de Astra.

—¿Has podido captar algo, Paerbeatus? —preguntó al espíritu que estaba encaramado sobre el pináculo de oro de la Santa Sofía.

—Aun no, cachorro —contestó Paerbeatus—. Hay varios olores extraños y ya siento la nariz irritada, pero voy a seguir intentándolo.

Estaba sentado en el techo de la mezquita, con sus losas de piedra gris y sus cuatro torreones con techos de aguja que parecían jabalinas preparadas para ser disparadas al cielo. Elliot podía ver todo Estambul, con sus callejuelas pintorescas y su arquitectura bizantina y otomana, que convertían a la ciudad en un verdadero híbrido entre oriente y occidente.

Aunque nunca había estado en aquella ciudad, podía reconocer algunos edificios importantes y emblemáticos por las clases de historia en el Instituto y sus propias investigaciones personales. A su derecha, el Topkapı Sarayı le devolvía la mirada, mientras que a su izquierda las cúpulas y agujas de oro de la Mezquita Azul se erguían majestuosas.

Elliot sentía cómo el aire salado le golpeaba de lleno en el rostro mientras las nubes sobre su cabeza se iban haciendo más negras, amenazando con soltar el agua de sus cuerpos esponjosos sobre él en cualquier momento.

«Siempre hay agua cerca», pensó dándose cuenta de ese detalle, mientras se giraba y sus ojos se perdían en la inmensidad del Bósforo. «La isla de Mann, Ámsterdam, Poole, Normandía, Taranto... en fin, siempre hay mucha agua cerca».

Y mientras veía cómo los carros iban y venían a través del puente iluminado, no pudo evitar pensar que aquello no podía ser una coincidencia. Fue entontes cuando otro relámpago aguijoneó las nubes, y Elliot sintió la corriente tan cerca que la piel se le puso de gallina.

—Deberías volver al castillo, Elliot —dijo Temperantia, quien no se había separado de él desde que habían aparecido en Turquía—. El viento está de mal humor.

—Yo también tengo un mal presentimiento —concordó Astra con sus ojos brillantes moviéndose de un lugar a otro de las calles a sus pies—. No debemos llamar mucho la atención.

Elliot la vio a los ojos y asintió. Enseguida le hizo señas a Paerbeatus para que se reuniera con ellos, y llamó a Raeda para que este abriera el portal a casa.

El viaje de vuelta, tal como el de ida, fue escalonado. Debido a la distancia Raeda tuvo que abrir primero un portal en Egipto y de allí brincar a Fougères.

—¿Y se puede saber qué estuvo haciendo el mequetrefe de Paterbiú todo este tiempo? —preguntó indignado mientras se giraba a ver al hombre y este se escondía detrás de Temperantia.

Se veía muy cansado.

—¡No me muerdas, por favor! —exclamó Paerbeatus asustado.

—No fue su culpa —dijo Elliot—. El clima estuvo pésimo y eso le dificultó el olfato a Parby, pero estoy seguro de que la próxima vez lo lograremos. Muchas gracias de igual modo, Rider.

Raeda gruñó por lo bajo.

—Agh, ¿acaso piensan que cruzar un continente es tan fácil como tirarse un pedo? ¿O es que piensan que yo soy un maldito taxi?

—Nadie tiene la culpa de nada, Raeda —dijo Temperantia con impasividad en la voz.

—¡Cállate vieja, que no estoy hablando contigo! Esta es una discusión entre el mocoso y yo —contestó Raeda—. Y la próxima vez que me vuelvas a llamar Raeda, vas a amanecer con la cabeza rapada, ¡te lo advierto!

—Por el amor de Dios, dejen de pelear. Así no vamos a solucionar nada —contestó Elliot tratando de calmarlos.

En ese momento, las luces del pasillo de las escaleras se llenaron de sombras y siluetas, y sonidos de pisadas comenzaron a resonar desde la puerta. Elliot buscó esconderse como pudo, pero casi inmediatamente alguien salió al exterior de la torre.

—¡Elliot! —dijo Madeleine—. ¿Eras tú el de los ruidos? ¡¿Qué haces despierto a estas horas?!

—Yo... esto... bueno... yo estaba en el observatorio. A mí me... gusta ver las estrellas de vez en cuando... pero creo que nunca te lo había dicho.

Ella le sonrió afectuosa sin decir nada, remarcando la expresión de sus labios con cariño. Elliot no pudo evitar sonrojarse un poco.

—¿Y tú... qué haces despierta? —preguntó Elliot de vuelta.

—Y claro, ahora nos ignora porque llegó su noviecita —bufó Raeda con indignación—. Con esa gallina flaca vas a quedar con hambre niño, hazme caso —dijo el espíritu antes de desaparecer.

—¿Gallina? ¿Cuál gallina? ¡¿Cómo es que tienes una gallina y no me la has prestado para jugar con ella, cachorro? —preguntó Paerbeatus con premura haciendo que Astra se riera.

—Estoy con los chicos del CLAP ahorita —contestó Mady sin pensarlo mucho y con los ojos encendidos por la euforia...

Astra y Paerbeatus se desvanecieron rápidamente, pero antes de que Temperantia hiciera lo mismo, se acercó a Elliot y le susurró al oído:

—Procura no bajar la guardia, Elliot. Si me necesitas, llámame.

Elliot no se giró a verla, pero escuchó a la perfección sus palabras. Ya era la segunda vez aquella noche que Temperantia le expresaba su preocupación.

—Y bueno, ya que tú eras el fantasma de la torre, supongo que tengo que seguir —añadió Mady riendo—. En el salón de música también han estado pasando cosas raras, y el CLAP quiere ver si es algo sobrenatural. ¡¿Te imaginas que este sí sea un fantasma?!

«¿O... algo peor...?»,

Madeleine estaba a punto de irse. Justo cuando se despedía con un beso en la mejilla, Elliot la detuvo.

—¿Hay... algún problema en que los acompañe? —preguntó.

Por un instante, Madeleine lo miró con extrañeza, pero después le sonrió.

—Yo creía que no creías en estas cosas. ¿Ya se te olvidó lo que me dijiste en Almería, sobre la lógica y esas cosas? —contestó ella en tono juguetón.

—Y, aun así, hace poco te hice una lectura de cartas con el tarot que tú misma me regalaste por mi cumpleaños —le respondió él en el mismo tono.

Ella sonrió aún más complacida.

—Ven entonces, ya los chicos deben estar esperándonos —dijo tomándolo por la mano y entrelazando dulcemente sus dedos—. ¡Pero después no me culpes si te llevas un susto, Elliot Arcana!

«No creo que lo que pueda haber en el cuarto de música sea peor que el escorpión que vi en Jerusalén, Mady, y... si fuera así... jamás permitiría que te hiciera daño...»

Pero, aunque soñaba con poder decirlo, las palabras se quedaron flotando ansiosas y solitarias en la intimidad de su mente.

─ ∞ ─

—Pensé que éramos amigos —dijo Elliot—. ¿Por qué sigues evitándome?

Estaban prácticamente solos, replantando unos brotes de fresas que ya estaban creciendo más de la cuenta dentro del invernadero.
El resto del club estaba trabajando en el pequeño huerto a un lado del invernadero del que ya nacían unos arbolitos de tomates y unas calabazas.

—Yo no te estoy evitando, Elliot —contestó Delmy, pero a pesar de lo que implicaba su respuesta, evitó mirarlo directamente a los ojos.

—Por supuesto que lo haces. Desde que regresamos de Alemania no me has dicho ni hola, y ni siquiera me saludas de vuelta cuando te veo por los pasillos...

—Estás siendo dramático, garoto. Tan sólo he estado ocupada y no hemos podido coincidir bien, eso es todo.

—¿Tan ocupada que ni siquiera te da tiempo de comer conmigo y los demás?

Su piel morena estaba sudorosa por el trabajo y sus mejillas se veían muy rosadas. Elliot no sabía si aquel color carnoso era por vergüenza o por el esfuerzo físico.

—¿Qué quieres que te diga? —exclamó ella soltando sus herramientas en un gesto de frustración—. ¿Por qué simplemente no me dejas tranquila y ya?

—Porque me preocupo por ti. Además, eres la única otra persona que conozco que también puede ver fantasmas —contestó él sosteniéndole la mirada.

—Los fantasmas no existen, creí que ya lo había dicho...

El olor a tierra húmeda era tan intenso que a ambos les hormigueaba la nariz, lo que en más de una ocasión les producía las ganas de estornudar repentinamente. Aun así, era un aroma embriagadoramente delicioso y reconfortante.

—¿Entonces qué era la mujer que vimos en Alemania? Porque tú también la viste, ¿no es cierto? Sé que lo hiciste, yo te vi —dijo Elliot.

—Si yo fuera tú me olvidaría ya mismo de esa... cosa —espetó ella con desdén—. No deberías estar jugando con asuntos que no entiendes. No sabes nada...

Cuando sus ojos negros se encontraron con los de Elliot, el chico sintió cómo un nudo se le formaba en la garganta al ver el dolor en el semblante de ella.

Rápidamente se levantó y se limpió las manos sobre la tela de su mono, preparándose para marcharse. Justo cuando estaba a punto de hacerlo, Elliot la tomó por una de sus muñecas de un brinco. Ambos estaban frente a frente.

Era increíble cómo a pesar del sudor y la tierra en su rostro, Delmy se veía tan llena de vida. Sus labios eran carnosos, su nariz tenia forma de bombón y sus ojos negros brillaban como dos carbones en medio de su cabello de bucles plateados que se descontrolaban con el menor movimiento de su cabeza. Así frente a ella, Elliot podía ver el atractivo salvaje de la chica que lo escrutaba con cautela hasta que por fin una leve sonrisa le suavizó la expresión en el rostro.

—Lo hago por tú bien garoto, confía en...

«Aléjate de mi amor, yo sé que aun estás a tiempo, no soy quien de verdad parezco y...» cantaba Amantium mientras aparecía de improviso junto a ellos, encaramado en uno de los mesones de trabajo.

Delmy se giró a verlo con las mejillas encendidas, mientras Elliot se lamentaba en silencio por su suerte. Cuando Amantium sintió los ojos iracundos de la chica sobre él abrió sus ojos de inmediato y, mientras se quitaba los audífonos, fue dejando de cantar.

—Yo no... caí del cie... —balbuceó al final lentamente—. Ehm... ¿estoy interrumpiendo algo?

Delmy le sostuvo la mirada, pero no le contestó; tan sólo soltó un largo suspiro lleno de resignación.

—No deberías estar reuniendo más de estos espíritus, Elliot. Aun estás a tiempo de recuperar tu vida, la que le toca a la gente normal, como tú, y que la gente como yo anhela... —dijo con preocupación—. Si tan solo pudieras entender que este mundo no te conviene, ¡qué no le conviene a nadie...!

—No, te equivocas —contestó él.

Por un momento sólo continuaron mirándose a los ojos. Ninguno pestañeaba ni apartaba la mirada, enfrascados de repente en una guerra de miradas. Al final, ella no pudo soportar el peso de aquellos ojos azules y terminó por desviar la suya.

—Qué terco eres —dijo al final.

—Creo que prefiero la palabra determinado.

—No estoy jugando —contestó ella con tono de reproche—. Si decido ayudarte, y con esto no estoy diciendo que lo vaya a hacer, pero, si decidiera hacerlo... será bajo mis términos. No te ilusiones, porque tampoco es como que yo sepa tanto, y de igual modo hay cosas de las que tampoco puedo hablar sin permiso del Conservatorio.

—¿El Conservatorio? —preguntó Elliot capturando por encima aquel nombre.

Ella le tapó la boca inmediatamente con una de sus manos.

—¡Shh, no hables tan alto! —dijo presionando con fuerza sus dedos contra los labios de Elliot—. ¡Si mis padres se enteran de lo que estoy haciendo me matan! Todo esto es algo así como un secreto de Estado... ¡¿entiendes?! No podemos hablar en el castillo, así que tendré que pensar en un sitio para responderte, y eso siempre y cuando pueda responder tus dudas. ¿Estamos claros, garoto?

—¡Sí, sí, está bien! —dijo Elliot, quien no cabía de la alegría ante la perspectiva de saber más sobre el mundo de la magia, así fuera sólo un poco y a regañadientes.

—Bien. Y si este se va a andar apareciendo cuando mejor le plazca, ¿podrías por lo menos decirle que se cubra el... ya sabes, esa... cosita... pequeñita? —dijo ella sin poder contener el rubor mientras trataba de no mirar hacia a la entrepierna de Amantium.

Elliot bajó la mirada y se fijó indiscretamente en el espacio anatómico del espíritu del que Delmy huía apenada.

—Supongo que lo hicieron así por lo del Renacimiento —añadió—. Sabes, lo del refinamiento en la expresión de la virtud del cuerpo humano y eso. Antes todo lo referente a...

—No es mi culpa si una virtud tan grande, hermosa y magnánima como la mía te avergüenza, bella —intervino Amantium con orgullo—. Los dotes otorgados por mi creador son de la más bella expresión de pureza. ¡Ah, sí... es así! ¡El arte me adora!

Ni Elliot ni Delmy pudieron contener la risa tras aquel último comentario.

─ ∞ ─

Como todas las semanas de exámenes, aquella también estaba resultando un caos. Pierre andaba más irritable que de costumbre, como cada vez que se le acumulaban las actividades de clases a causa de las prácticas; esta vez era culpa de los apuntes de biología que le tenían la cabeza de arriba para abajo. Madeleine, por su parte, aunque estaba confiada gracias a la ayuda de Levy por las noches, tenía la cabeza dispersa entre los estudios y sus aventuras con el CLAP, lo que le afectó su desempeño en la prueba de Literatura del día anterior. Y Colombus... Bueno, ahora que todos sabían la razón de sus desapariciones, sumado a que toda la vida había necesitado apoyo extra para estudiar, pues, quedaba tan cansado por las noches que apenas cenaba y reposaba su cabeza sobre la almohada, caía profundamente dormido...

Elliot estaba solo. Todos sus amigos estaban atendiendo sus responsabilidades, y como ya él estaba libre de las prácticas de teatro (no sin antes escuchar las quejas de Leona, quien amenazó en broma con secuestrarlo y tenerlo en cautiverio dentro del Teatro hasta la graduación), se fue a la biblioteca para estar a solas y poder dedicarse plenamente en el objetivo que más le importaba en el momento: hallar la ubicación de la nueva carta. Tenía consigo su cuaderno de apuntes de la búsqueda de las cartas y su atlas, el que compró en Ámsterdam; cómodo entre sus cosas y los viejos libros de la biblioteca antigua, se había instalado en un sitio apartado y silencioso. Aunque tuvo que lidiar con el ingenio de Madame Barbará una vez más al pedir la renovación del préstamo de su libro de adivinación, no hubo ningún problema al final y pudo llevarse el libro.

—Ya es la tercera vez que lo tomas prestado, Elliot —le dijo la bibliotecaria mientras le renovaba el pedido—. ¿No te parece mejor fotocopiarlo? Digo, no sé, quizás te ahorres tanto ajetreo...

La mujer lo vio por encima de las gafas y le sonrió con complicidad mientras le devolvía el libro.

Una vez en la mesa, Elliot sacó las cartas de Domus Dei y Mors, y se dedicó a observarlas con atención.

Los ojos de Mors eran dos puntos morados, muy pequeños, hundidos en cuencas profundas y huesudas. Su silueta, tal como cuando había estado fuera de su carta en la casa embrujada, se contorsionaba para caber dentro de las dimensiones de la carta y el arco de mármol formado por sus columnas a los lados, el dintel y el estilobato. Ya no había ningún nombre, a diferencia de la primera vez que la vio y de todas las demás cartas.

«M... ¿Mors?», se preguntó al notar ese detalle. Era tal como la carta de La Muerte del tarot que Mady le había obsequiado, y de las muestras y descripciones que aparecían en el libro de las artes adivinatorias. «¿Por qué ya no aparece su nombre?».

Por más que Elliot llamaba al espíritu, Mors no hacía acto de presencia. Nunca dijo una sola palabra; al menos no más que los sonidos guturales proferidos por su garganta seca y áspera. Nunca le puso una prueba. Simplemente se había limitado a guiarlo hasta el ático de aquella casa en Alemania. Tan sólo se leía el XIII.

«Cómo se supone que me gane tu lealtad», se dijo a sí mismo antes de cambiar a la siguiente carta.

La de Domus Dei decía XVI. Desde la carta devolvía la mirada con diligencia y entrega, como un soldado dispuesto a dar la vida en el campo de batalla mientras sostenía su espada rota con determinación. A lo lejos, en el paisaje tormentoso del dibujo, Elliot podía distinguir una torre alta con la cima completamente destruida, pero con una base sólida que la mantenía en pie a pesar del deterioro en su corona.

Elliot guardó ambas cartas dentro de su libreta y se dispuso a averiguar más sobre aquellas cartas nuevas. Apuntó en el mapa las ubicaciones donde había encontrado a los espíritus, y en la etiqueta de Mors puso una nota extra: "Señor Dovirenko", escribió.

Cuando tomó el libro de adivinación, este se abrió casi de inmediato en el sitio donde se leía la información del Arcano XVI, y aunque sintió un escalofrío en el cuerpo, Elliot no pudo evitar maravillarse por aquella pequeña coincidencia...

«El XVI Arcano, conocido como La Torre o La Casa de Dios, es uno de los arcanos mayores con mayor fuerza activa dentro de la constelación arcana. Representa la fuerza finalizadora indetenible y violenta. En su significado numerológico tenemos la suma del uno y el seis, lo que da como resultado el siete (el número de la divinidad), y que a su vez relaciona esta carta al arcano del Carro, otra representación del movimiento. Esta asociación con los cambios bruscos manifiesta la necesidad de cambiar nuestras ideas para poder prepararnos para lo peor. Muchos intérpretes sugieren que el rayo que destruye la cima de la Torre representa el castigo celestial ante la soberbia de los humanos por erigir la torre de Babel para alcanzar los cielos. Al ser la Torre una representación simbólica de la destrucción de los sueños del hombre, es señal de dificultades y problemas, por lo que no es de extrañar que este arcano goce de una mala reputación dentro de la mística del tarot. Si derecha representa las dificultades superables y benévolas, al salir invertida los problemas se intensifican en magnitud y consecuencias, llegando incluso a ser un augurio de enfermedad y muerte».

—Al parecer La Torre es una carta encantadora —alguien dijo a sus espaldas.

Sobresaltado, Elliot cerró el libro de golpe. Cuando se giró, sus ojos se encontraron con los ojos verdes de Tate fijos en él.

—No creí que fueras de esos a los que le gusta la astrología y el tarot —dijo el restaurador con sarcasmo mientras se sentaba a su lado—. Si me permites decirlo, no tienes mucha cara de ser una persona espiritual.

—No sabía que ahora había que tener un tipo de cara especial para que algo te gustara — respondió Elliot mientras cerraba el libro de mapas antes de que Tate se fijara en él.

El restaurador se encogió de hombros y volvió a fijar su mirada en Elliot.

—¿Se te ofrece algo, Tate? Estoy algo ocupado y me gustaría recuperar mi privacidad.

—Nada en particular —contestó Tate—. Sólo te vi aquí solo y me pareció una oportunidad perfecta para felicitarte por tu magnífico desempeño durante la presentación de la obra en Alemania. No pude verte, pero me dijeron que hiciste llorar a varias personas.

—Gracias. No tenías por qué molestarte.

—Teniendo en cuenta que he estado vigilando tus escapadas a la Tour du Ciel, creo que sí, sí tenía que hacerlo.

Tate lo observó con superioridad.

—¿Qué quieres de mí? ¿Acaso estás provocándome? —preguntó Elliot sin ganas de dejarse intimidar.

Ya sabía que Tate era mayor que él y que le sacaba ventaja física, pero sus instintos lo empujaban a no sentir miedo. Era evidente que, de alguna forma, Tate sabía algo, pero porqué razón aun no lo había delatado era todo un misterio.

—Mis amigos me llaman Gil, Elliot —contestó el restaurado con una pequeña sonrisa en los labios—. Me gustaría que me vieras de esa forma. Nos ayudaría mucho a ambos...

—Un amigo no le roba sus cosas a otro amigo.

Tate suspiró con pesadez.

—Si te refieres al libro...

—Al libro y a la caja.

—Pues, como sea, no es seguro ni para ti ni para nadie cerca que esos dos artículos estén juntos y dentro de este castillo. Cuándo terminarás de entender eso —sus ojos se oscurecieron por un instante—. O.R.U.S no es lo que parece. Ya es tiempo de que te hagas a la idea.

—Eso no me imp...

—Calla y escúchame con atención —lo cortó Tate—. No entiendo cómo hiciste para enredarte en todo esto, pero sea como sea, por alguna razón le interesas al Director, y eso no es algo bueno. El mundo es un lugar muy peligroso, y si no tienes cuidado, vas a terminar cayendo directo en un foso lleno de serpientes, ¿entiendes?

Elliot asintió lentamente, haciendo que Tate se sintiera un poco mejor. Por un momento, apartó sus ojos de Elliot y miró de manera frenética de un lado al otro, como esperando encontrar a alguien espiándolos a través de las rendijas de las estanterías de la biblioteca. Un gesto paranoico que lo hizo parecer vulnerable a pesar de lo sólido que se veía su cuerpo.

—Por ahora confórmate con saber que, si necesitas algo, lo que sea, puedes contar conmigo —le dijo mientras se ponía de pie antes de dedicarle una última mirada—. Y no te preocupes por tus cosas. Están a salvo. En cuanto sea seguro pienso devolvértelas. Aún no es tiempo, confía en mí. Tú y yo estamos del mismo lado...

«Dudo mucho que tú quieras liberar a los espíritus de las cartas», pensó Elliot, pero igual asintió.

Tate lo miró con fijeza, intuyendo que el chico aun no confiaba en él. Por lo menos parecía que ya no lo veía como una amenaza y, por los momentos, con eso bastaría. Cuando estuvo a punto de irse, escuchó que Elliot le habló de nuevo.

—¿Quién... eres... Gil? —preguntó con un tono ansioso, casi infantil.

Para Tate se hizo evidente que Elliot era todavía un niño ingenuo, inseguro, sin ningún control de la situación en la que cada vez se iba adentrando más.

—Sólo soy el amigo de un amigo, Elliot —respondió, y de inmediato se largó.

«¿El amigo de un amigo?»

Cuando Elliot volvió a retomar el hilo de sus pensamientos, buscó con sus dedos la carta de Domus Dei y la puso frente a sus ojos para revisarla una vez más. El libro de adivinación hablaba de dos figuras masculinas en la carta, pero él solo podía ver en la carta mágica al guerrero templario devolviéndole la mirada con firmeza.

─ ∞ ─

El cielo estaba despejado; las estrellas se veían con claridad a pesar del brillo nocturno de la ciudad. Elliot pudo notar que no se veían tantas como en Egipto.

—¡Las encontré, cachorro! —gritó Paerbeatus eufórico—. ¡Encontré dos cartas al mismo tiempo! ¡¿Acaso no soy genial?!

—¡Eres genial, Parby!

—¡Una está hacia allá! —dijo Paerbeatus apuntando con su dedo—. Vi que había una gran rueda metálica y unos caballos atravesados por unos palos. La otra está hacia allá, en otro lugar lleno de polvo y tierra, pero con muchos arbolitos. Bastante caluroso. Ahí vi una antena de piedra bastante bonita.

—Eso podría ser un obelisco —comentó Elliot por la bajo, concentrado—. Un obelisco hacia el sur... y la otra era una Noria, un parque de diversiones...

—¡Sí, era eso, un bobelisco! Sea lo que eso sea, lo más seguro es que sea lo que vi. Estoy seguro. Un bobelisco muy alto.

—Obelisco, Parby, se llama obelisco —lo corrigió Astra con paciencia.

—Y díganle a la señora Noria que limpie, porque si vive en ese lugar, déjame decirte que no ha limpiado en mucho tiempo. Está vuelto un desastre —decía Paerbeatus lamentándose un poco—. Pobrecilla, a lo mejor vive sola y se aburre solo de pensar en tener que limpiar un sitio tan grande por su cuenta.

Elliot no pudo evitar reírse ante aquel comentario.

—¡No te burles cachorro! No poder limpiar es una verdadera desgracia. Por eso nunca me han gustado las casas grandes...

Elliot poco a poco dejó de reír y trató de concentrarse una vez más en las ubicaciones de las cartas. «¿Podría tratarse de las estelas en Etiopía?», pensó. «Cómo las que salen en el Civi 5...»

Cuando regresaron al castillo, no aparecieron en la Tour du Ciel si no en un lugar completamente diferente. Así se lo pidió a Raeda antes de salir, recordando las palabras de Tate. Por lo tanto, esta vez habían llegado a uno de los pasillos más alejados del quinto piso del Ala Este del castillo. Elliot iba caminando junto a los espíritus cuando, repentinamente, una sensación de vértigo le hizo tambalearse y detenerse.

—Temperantia —invocó de inmediato.

Ella apareció a su lado. Sus ojos achinados estaban encendidos y su postura en guardia.

Elliot se acomodó, huyéndole un poco a la sensación, y volteó en todas las direcciones.

—Puedo sentir una presencia cercana —añadió Temperantia.

—Creo que... creo que yo también puedo sentirla —dijo él—. Es difícil de describir, pero se siente como algo malo.

De pronto Elliot comenzó a escuchar unos pasos acercándose por el pasillo contiguo. Cada vez se escuchaban más cerca.

—Deberías colocarte detrás de mí —dijo Temperantia, y Elliot obedeció.

Los siguientes segundos parecieron eternos. Con cada paso que se escuchaba, el corazón de Elliot brincaba. El latir era tan sofocante que por un momento deseó que su corazón dejara de latir para guardar silencio.

—Creo que viene alguien más —dijo Temperantia—. Una de tus amigas...

De inmediato apareció una figura en la intersección del pasillo. Elliot la reconoció enseguida.

—¡¿Mady?! ¿Qué haces aquí? Es muy tarde y... no es buena idea andar por estos pasillos tan oscuros a estas horas.

El vértigo no se iba. Fuese lo que fuese que anduviera por ahí, no se había ido, y tanto Elliot como Temperantia lo sabían muy bien.

—¡Elliot...! ¡Uy Dios, qué susto! —exclamó ella aliviada—. ¡Vamos a tener que dejar de encontrarnos así por las noches! Casi me matas de un infarto... bueno, a mí y a todos los miembros del CLAP.

—¿El CLAP... está aquí? —preguntó Elliot sorprendido mientras buscaba con su mirada a los otros miembros del club.

—Bueno... estaban —contestó Mady en medio de una risita burlona—. Al parecer escucharon unos ruidos espantosos y se fueron corriendo. ¿Acaso estabas golpeando las paredes o algo así?

—Mady, no sé de qué... quiero decir, eso... no era yo...

—¡Ja, Elliot, a qué te...

Entonces los ojos brillaron. Eran rojos. Pasó tan rápido que Elliot tuvo que reaccionar casi tan veloz como un rayo.

La mirada vino de atrás. El semblante risueño de Madeleine cambió por uno lejano, vacío; su cuerpo parecía un cascaron sin vida cayendo al suelo. Sus ojos verdes desaparecieron y en cambio, un par de iris grises se asomaron y tomaron cabida. Elliot se lanzó en un salto como un loco. La cabeza de Madeleine estaba a punto de estrellarse contra el suelo.

—¡TEMPERANTIA! —dijo Elliot con desesperación al ver el hombre de ojos rojos que se lanzaba hacia él con hambre en la mirada y el semblante desencajado por la furia.

Elliot estiró sus manos tan lejos como pudo y, entre la torpeza y el arrebato de sus instintos, pudo sujetar a Madeleine halándola con fuerza por una de sus muñecas, atrayéndola hacia sí mismo para abrazarla y tenerla completamente segura entre sus brazos. Había caído sobre ella y la tenía envuelta en su cuerpo, anteponiéndose ante la violencia del demonio.

Sus rodillas se lastimaron un poco con la caída, pero al menos la parte de atrás de la cabeza de Mady se había amortiguado con el dorso de una de las manos de Elliot. Como pudo, intentó arrastrarse junto a ella tan lejos como pudiera, confiando plenamente en la fuerza de Temperantia para protegerlos.

Pero al final, no fue Temperantia quien los salvó. De repente Elliot escuchó una voz siniestra en el pasillo, y al subir la mirada, los ojos que menos esperaba encontrarse lo recibieron de vuelta. Era una mirada implacable y sin compasión.

—Salvatore, activa los ductos de ventilación del pasillo ECN-5-1 —dijo Grimm al intercomunicador que llevaba en su mano.

Con la otra, mientras tanto, apuntaba frenéticamente una linterna que parecía estar quemando al demonio, que no dejaba de chillar adolorido.

—ECN-5-1... activado —respondió alguien por la radio.

De inmediato Elliot vio como las viseras de las armaduras se abrían con violencia, y del interior de los cascos de metal comenzaba a brotar un gas espeso y neblinoso.

—Levántate y vete de aquí, Arcana, AHORA —exclamó Grimm mientras lo tomaba por la espalda de su camisa y lo levantaba con brusquedad.

Elliot trastabilló y abrazó a Madeleine aun con más fuerza para evitar que se cayera.

—¡AHORA! —gritó la restauradora mientras la criatura gruñía con furia.

Elliot no lo pensó dos veces y se llevó casi a rastras a Madeleine, quien seguía desmayada entre sus brazos. Así anduvieron por un trecho largo del pasillo y de todo el quinto piso, hasta que finalmente llegaron a una zona que, según Temperantia, era segura.

Elliot estaba cansado. Poco a poco se dejó caer presionando su espalda contra la pared, sujetando a Mady y dejándola reposar en sus piernas. Así estuvieron un rato, al menos unos veinte minutos, un poco escondidos del tránsito del pasillo, sentados en el piso. Finalmente, Mady abrió los ojos otra vez; eran verdes.

—Elliot, ¿qué pasó? ¿Está... todo bien? —dijo al darse cuenta de la situación en la que estaban.

—Gracias Temperantia —susurró Elliot sin pensar realmente en lo que estaba haciendo.

Ahora que Madeleine estaba despierta, no podía dejar de sonreír con alivio.

—¿Con quién estás hablando, Elliot? ¿Acaso me desmayé? —le preguntó ella mientras lo veía con la confusión pintada en el rostro.

—Sí, Mady, te desmayaste, pero no te pasó nada grave al caer, no te preocupes —contestó Elliot entre la emoción y el miedo.

—Justo antes de que todo se pusiera negro, también dijiste Temperantia...

Elliot no sabía qué hacer. Tenía los ojos muy ansiosos, y cada parte de su rostro delataba el miedo que estaba sintiendo.

—No te preocupes por mí, yo estoy bien —dijo Madeleine—. Pero... si no me quieres decir qué tienes, no pasa nada, pero —su rostro se ensombreció por un momento y sus facciones se tornaron tristes, o quizás preocupadas—, por favor, Elliot, no... no me gustaría que me mintieras...

Era la primera vez que la veía así, con esa expresión en su rostro. Casi parecía que se iba a poner a llorar pero no del miedo a lo paranormal, sino del miedo a tener que desconfiar de él...

Elliot le sostuvo la mirada, llenándose de valor y fuerza para reconfortarla como hiciera falta. De inmediato volteó a ver a Temperantia. Ella lo miró sin decir nada y, entendiendo, desapareció para dejarlo solo.

Los dos estaban solos en el pasillo. Ella seguía reposando sobre sus piernas, mirándolo desde abajo.

—¿Hay alguien allí, cierto? —le preguntó con tímida ternura.

Elliot soltó un largo suspiro antes de volver a posar sus ojos sobre los de ella.

—Si te digo un secreto, Mady... ¿prometes no decírselo a nadie?

Lentamente, respondió.

—Lo prometo.

Mady llevó su mano derecha hasta su corazón, y levantó la izquierda como lista para hacer un juramento.

—OK, pero antes quiero saber qué fue lo que te pasó allá arriba. ¿Por qué tus ojos...

—Uhm, eso. Sí, no te preocupes por eso. Es algo que me pasa desde niña. Según los doctores no es peligroso. Se llama PRT, y ya casi nunca me pasa...

—¿P.R.T.?

—Sí, Policromía Retiniana Transitiva. Aparentemente muy poca gente en el mundo lo sufre, pero... como ya te dije, no es nada de lo que preocuparse. En cuanto llegue a mi cuarto me tomo mi medicina y listo. Ahora no le des más vueltas al asunto y cuéntame lo que me ibas a contar...

Elliot sonrió una vez más, dejando todo lo malo a un lado, preparándose para decir lo que estaba a punto de decir. Incluso en su mirada tranquila, todavía podía ver el entusiasmo que la caracterizaba.

—No... sé cómo explicarlo muy bien, Mady —comenzó a decir, pero ella lo interrumpió.

—No lo expliques entonces, sólo dilo...

Con cariño, llevó la mano del juramento hasta la mano de Elliot y se la apretó. Él la vio fijamente con sus ojos azules.

—Bueno, pues, aquí voy. Mady, los... fantasmas... sí existen, y yo... yo puedo verlos.

De inmediato sus ojos verdes se abrieron como flores y brillaron como iluminados por el sol; como los de un infante al que le acababan de adelantar la Navidad.

—¡Lo sabía! —exclamó, y de súbito envolvió a Elliot entre sus brazos y lo abrazó con fuerza, con mucha fuerza, y con ternura le depositó un beso tierno en cada mejilla.

«Siempre lo supe...», pensó.

Seguía sentada sobre él, abrazándolo como nunca lo había hecho.

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