Capítulo 49: Acertijo sin respuesta

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08/12/19 – Desconocido:

No te preocupes, Elliot. Yo recuperaré las cartas por ti, pero hazme el favor de ser un buen niño y no pierdas el resto, ¿sí? - 01:23 am.

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Elliot recibió aquel mensaje durante la madrugada del domingo y descubrió que, de alguna manera, las noticias de su derrota ante Roy habían alcanzado ya los oídos de Noah Silver.

«Quién sabe cuántas personas más», pensó con rabia.

Se sentía destrozado por dentro. Estaba hecho trizas aunque su cuerpo se moviera y sus labios pronunciaran palabras, y aunque para el resto de las personas todo pareciera normal en él.

«Sólo eres un niño inmaduro que no sabe en lo que se está metiendo...»

La voz de Roy volvía una y otra vez a su mente. Así había sido todo lo que quedó de semana desde el jueves; eso sumado a las pesadillas, claro... No importaba qué tanto hiciera para evitarlas, Elliot sólo tenía que cerrar sus ojos para que éstas lo asaltaran.

Los días pasaron entre exámenes y conversaciones en las que él estaba más ausente que presente. En alguna ocasión le pareció ver el fantasma de Astra doblar una esquina o escuchar la voz de Temperantia susurrándole algo cuando el viento soplaba, pero aquello era imposible. Elliot había perdido las cartas, y sentía en su corazón que ya no había forma de recuperarlas...

—No te preocupes, cachorro —dijo Paerbeatus en uno de sus pocos momentos de cordura—. Ya verás como tú y yo nos vamos a encargar de encontrar las otras cartas y...

Pero Elliot lo interrumpió a secas.

—Yo sólo soy un niño, Paerbeatus...

Fueron sus palabras mientras ambos regresaban a la habitación.

Se sentía cansado. En las noches, cuando Colombus ya se había quedado profundamente dormido, Elliot enterraba la cara en la almohada y lloraba en silencio para no despertar a su compañero de habitación. Ya para la mitad de la semana tenía unas marcadas ojeras que le ensombrecían el rostro y le daban un aspecto demacrado.

—¿Estás bien? —le preguntó Colombus preocupado durante la cena de aquel viernes.

—Ya es la séptima vez en menos de dos horas que me preguntas lo mismo, Colombus. Ya te dije que estoy bien. ¿Acaso no me ves? Estoy perfectamente bien —estalló Elliot en medio del comedor dejando a todos boquiabiertos.

Todos lo miraron estupefactos mientras él se levantaba y se iba. Madeleine se apresuró a seguirlo mientras salía del comedor.

—¡Elliot! —lo llamó con apremio alcanzándolo a mitad del pasillo.

Elliot volteó sacudiéndose rápidamente la frustración de la mirada y ahuyentando las lágrimas.

—Mady, lo siento, de verdad —dijo—. Pero ahora me gustaría poder estar solo...

Madeleine notó que Elliot parecía estar a punto de llorar, pero no dijo nada. Quería encontrar las palabras adecuadas para hacerlo sentir...

Lentamente se acercó a él y lo tomó de ambas manos con ternura, sin dejar que su sonrisa temblara y que el cariño se imprimiera con total honestidad en sus ojos verdes.

—Está bien, Elliot —dijo—. Sólo quiero que sepas que, aunque quizás no pueda ayudarte o no pueda entender por qué estás tan triste, sigo siendo tu amiga, y siempre estaré aquí para ti, ¿sí? Así que cuando estés dispuesto a hablar, ¡sólo tienes que escribirme y allí me tendrás para escucharte! No importa el tiempo que pase, ahí voy a estar...

Rápidamente se acercó hasta Elliot y le dio un abrazo algo torpe, aunque fue más tímido que cualquier otra cosa. Cuando los rostros de ambos estaban uno al lado del otro, ella aprovechó para susurrarle algo con afecto...

—Sabes que siempre cuidaré de tus secretos.

Y justo después, lista para despedirse, le depositó un beso en la mejilla.

—¡Espero que Nice no se ponga celosa! —comentó sonrojada.

—No, ella no es...

—Ya sabes, escríbeme —lo interrumpió ella sonriente mientras se giraba para regresar al comedor.

Esa noche Elliot no volvió a su habitación hasta la madrugada. Había pasado todo ese rato pensando y siendo consumido por el remordimiento y la culpa en la soledad de la Tour du Ciel. Sentía arrepentimiento por haber tratado mal a Colombus. Después de dos años de amistad, sabía que su mejor amigo sólo estaba emocionado por el viaje a New Orleans y eso era algo que quería compartir con él y con los demás. No era culpa de él ni de nadie más la pérdida de las cartas a manos de Roy...

«Roy y Noah... Noah y Roy».

Lo cierto era que aquellos dos sabían muchísimo más del mundo que él, y, en definitiva, estaban mejor preparados para la misión de reunificar el tarot arcano. Roy tenía una Quimera muy poderosa y además sabía disparar; Elliot estaba seguro de que se trataba de un virtuoso, esos magos que había mencionado Delmy, como los vigilantes con los que ya se había topado en Taranto y en Etiopía.

Y Noah, de alguna manera, tampoco era ningún tonto. Tenía contactos y mucho dinero y poder, y de seguro los había estado siguiendo tanto a él como a Roy desde hacía mucho tiempo. Eso sin contar que Noah había salido del programa de O.R.U.S. Inmaculado, por lo que había recibido el mismo entrenamiento que Gil Tate y que Elizabeth Grimm, cosas que lo ponían en muchísima ventaja ante Elliot...

Elliot pensó todas esas cosas durante la noche. Lloró un buen rato de aquel tiempo, mientras veía las seis cartas con las que había logrado escapar... Una de las cuales todavía ni siquiera le pertenecía. Fijándose, notó cómo el filósofo lo miraba con despreocupación y una sabiduría irónica en su mirada de ojos morados.

«Sólo eres un niño inmaduro que no sabe en lo que se está metiendo...», volvió a escuchar con el tono de voz de Roy en su cabeza. Su corazón se estrujaba con cada paso que Elliot dio de regreso a su habitación.

Ya para el lunes, cuando Elliot entró a la habitación por la noche, lo primero que vio fue un par de maletas alineadas junto a la puerta. Una era la de Colombus y la otra era la suya. Extrañado, levantó la suya con dificultad y se dio cuenta que estaba llena.

Sorry si crucé la línea —dijo Colombus desde su cama sin voltearse a verlo; todavía seguía despierto—. Como vi que no habías arreglado nada para el viaje quise echarte una mano. Espero que no te molestes.

—No iré al viaje —contestó Elliot con voz seca y algo apenada.

Al escucharlo Colombus dejó de revisar la Conejitas entre sus manos y le dio una mirada severa.

—Ya va... ¿Qué? —preguntó con preocupación en la voz—. ¿De qué carajos estás hablando?

—Colombus, yo... Discúlpame, por favor, yo —decía Elliot, pero Colombus rápidamente lo interrumpió.

—¿Cómo que no vas a ir al viaje de fin de año? —insistió.

—No... No iré. Pasaré las navidades con mi tía en Londres.

—Elliot, NADIE trabajó más fuerte que tú para lograr este viaje... ¡¿Cómo que ahora pasarás las vacaciones con tu tía?! —exclamó casi nervioso y con una mirada severa—. El año pasado tampoco fuiste a la excursión de navidad, y lo cierto es que todos nos sorprendimos cuando este año te mostraste tan emocionado por el viaje... Pero cómo te veíamos tan feliz no quisimos decirte nada, porque, aunque te cueste creerlo, TODOS nos preocupamos por ti.

Elliot no contestó nada. Colombus continuó hablando.

—Me tienes asustado, Elliot —dijo—. ¿Acaso crees que no te he escuchado llorar todas estas noches? ¿Qué no me he dado cuenta que casi no estás durmiendo y que a veces te desapareces por horas y ni siquiera te llegan los mensajes?

—Bus, déjame t...

—No, ¡no me digas así! —lo interrumpió el chico molesto—. No me digas nada, Elliot, porque sea lo que sea que me digas, yo sé que va a ser una mentira... ¡Y está bien! Tú tienes tu vida privada y tus cosas... Pero en verdad pensé que éramos amigos, amigos de verdad...

—Colombus, tú eres mi mejor amigo...

—¿De verdad, Elliot? ¿De verdad lo soy? —preguntó Colombus molesto—. Porque hasta ahora soy yo el que siempre te cuenta todo mientras tú siempre te quedas callado... Dime, ¿acaso lo que te está pasando tiene que ver con Berenice? Es lo que único que tendría sentido para mí... Y sabes que puedes decírmelo sin ningún problema. Yo te voy a escuchar y te voy a ayudar, Elliot. Sabes por Dios que lo haré...

Tras aquellas últimas palabras de Colombus, casi suplicantes, los dos se quedaron viendo fijamente sin decir nada más y sin pestañear. Finalmente, tras un par de largos segundos, Elliot rompió el silencio entre los dos.

—Lo siento, Colombus —fue todo lo que contestó Elliot mientras apartaba la mirada.

Colombus suspiró resignado, con una mirada de decepción que Elliot nunca le había visto antes.

—Yo también lo siento, Elliot —dijo con la voz casi quebrada—. Qué descanses....

Y dándole la espalda se volvió a acomodar entre las sabanas, dejó la revista a un lado, y se quedó dormido. Elliot hizo lo mismo sin siquiera revisar la maleta que su amigo había hecho por él.

─ ∞ ─

Las baldosas del suelo en aquel lugar eran negras, pero estaban tan pulidas que parecían espejos infinitos que le devolvían la mirada de sus ojos como dos puntos ausentes en aquel océano refractante.

Se escuchaban pasos que iban y venían sin cesar, pero con calma, pausados, así como ruedas de carritos que arrastraban cosas y rechinaban casi como los ratones tímidos que roen el queso a escondidas y con absoluta discreción.

Elliot sentía la bruma en el estómago y el peso de sus ojos sobre sí mismo, como si fuese incapaz de reconocer su propio rostro. Cómo si no creyera que fueran suyos los ojos que lo observaban con el ceño fruncido y las cejas muy juntas.

La inmensidad del reflejo en aquellas baldosas negras le producía vértigo y el globo de bruma en su estómago, en su diafragma, en todo su abdomen, se hinchó aún más.

Si seguía mirando aquellos ojos en aquel reflejo, sentía que terminaría por hundirse en ellos para siempre mientras alguien más tomaba su lugar en aquella estancia amplia de escaleras de caracol y muebles de terciopelo rojo.

—Señor, venga conmigo, por favor —dijo alguien.

La voz vino acompañada de una mano enguantada que se apoyó en su hombro y que sirvió para romper el hechizo hipnótico de la mirada en las baldosas.

Cuando levantó la cabeza se encontró con una chica de aspecto menudo, rostro pequeño e infantil, y ojos café profundos que iba vestida con el típico traje rojo de los botones en los hoteles antiguos.

Ella le sonreía. Esperaba una respuesta por su parte mientras retiraba su mano enguantada de blanco y la escondía tras su espalda.

—¿Dónde... dónde estoy? —dijo él.

Aunque escuchó su voz salir de sus labios, esta parecía venir de kilómetros de distancia. Ella no pareció notarlo y enseguida le contestó.

—Está en casa, señor...

—¿Casa?

Ella asintió y le dio la espalda.

—Sígame por acá, por favor.

El tacón firme de sus zapatitos de charol brillante resonaba sobre las baldosas negras con cada paso que daba. El saco rojo que llevaba le quedaba grande y el sombrero le cubría casi enteramente la cabeza, pero, aun así, de alguna forma la chica lograba no verse desgarbada.

Era como si flotara dentro de aquellas ropas negras y rojas.

Cuando llegaron frente al mostrador vacío, la botones se detuvo y miró a un lado y a otro como buscando algo o a alguien, pero cuando su búsqueda resultó infructífera, sus manos, que hasta aquel momento estuvieron firmemente agarradas a su espalda, se soltaron, y una de ellas golpeó una pequeña campanilla dorada en medio del mostrador de madera.

Esta soltó un tintineo casi estático, bajo...

Al no conseguir respuesta, volvió a golpear la campanilla.

Seguido soltó otro de sus tintineos suaves, pero esta vez con un poco más de contundencia. Nada pasó, sin embargo...

Y como nada pasó, la chica volvió a golpear la campana, y esta vez el tintineo inundó todo el lugar.

Pero nada pasó y la chica volvió a llamar, y ahora el tintineo hizo que las lámparas vibraran.

Una vez más, nada pasó, y cuando la chica volvió a llamar, el tintineo vibró a través de los huesos y de las paredes.

Ella volvió a tocar y nada pasó, y cuando Elliot intentó detener a la chica, ésta ya había alcanzado la campana y había vuelto a llamar.

Así siguió sin fin, y aun después de que el mundo se había roto...

Nada pasó.

─ ∞ ─

Los sueños de aquel extraño Hotel tenían a Elliot perplejo...

«¿Qué significará?», reflexionó en su cama por la mañana. Estaba solo. Colombus estaba seguramente tomando su baño matutino.

Aquel día las clases fueron ligeras ya que sólo tendrían los exámenes de la mañana y después del mediodía los preparativos para el viaje del domingo. De eso era de lo único que hablaba todo el mundo... y como Elliot no quería arruinarle el ánimo a ninguno de sus amigos, se mantuvo alejado de ellos lo más que pudo.

Nadie además de Colombus sabía que Elliot había decidido faltar a la excursión, y aunque pudo haberlo hecho, su amigo en ningún momento hizo pública la noticia. Era como si simplemente estuviera dándole tiempo a Elliot para poner en perspectiva las cosas...

El día siguiente los alumnos lo tuvieron libre para terminar con los preparativos del viaje de fin de año. En el aire se podía sentir la felicidad por haber ya casi terminado con la semana de exámenes y estar tan cerca del último fin de semana que pasarían en el Fort Ministèrielle por lo que quedaba de año.

—¡¿Se imaginan que nos llevaran hasta Nueva York en un crucero?! —ensoñó Mady en voz alta para compartir su deseo con todos—. ¡Ah, sería tan perfecto!

—¿En un barco? —preguntó Colombus perplejo—. ¿Mady es que acaso no viste lo que le pasó al Titanic?

—Ay, Bus... —rio Madeleine sin poder contenerse.

—Tanto picante mexicano ya te fundió el cerebro gordo —se mofó Pierre con sorna.

—Ustedes pueden reírse todo lo que quieran, pero si llegamos a estar en un barco que se hunde, Mady, te advierto desde ya que en la tabla entramos los dos...

Todos reían y bromeaban; todos eran chicos y chicas felices. Todos menos Elliot, pero nadie le insistió para hacerlo hablar. Todos parecían haber entendido que Elliot necesitaba estar solo y así lo estaban haciendo. Incluso Jean Pierre le había dicho en algún momento de la semana que podía contar con él, pero por más que todos le hablaban y buscaban acercarse, él seguía sin cambiar su estado de ánimo. Cuando el almuerzo había terminado, Elliot se disculpó y se retiró para dormir otra siesta...

─ ∞ ─

Cuando abrió los ojos, se encontraba sobre una tumbona frente a una piscina en un lugar cerrado y completamente techado. Sentía el cuerpo pesado y entumecido. Se sentía como si hubiera corrido por kilómetros o como si hubiera recibido una paliza hasta haber perdido el conocimiento. Por más que lo intentaba, no podía recordar cómo había terminado en aquel lugar solo con su traje de baño.

Al ponerse de pie la sensación fue mucho peor, pues el vértigo le golpeó la cabeza como con un mazo y lo tumbó de rodillas. Ahora tenía sus manos al frente, sobre el suelo, y de inmediato se vio reflejado en él. El mármol era tan negro como la tinta, y antes que sus propias pupilas lo absorbieran a través de aquella mirada desorientada y acusadora, cerró los ojos.

La cabeza le daba vueltas. Al cansancio del cuerpo y al mareo se le había unido un insoportable pitido que le taladraba los oídos con sanguinaria agudeza. Elliot llevó su mano hasta uno de ellos mientras apretaba con fuerza los ojos y se sacudía la cabeza para tratar de ahuyentarlo como si de un enjambre de abejas se tratase, pero el sonido persistió de manera impertinente. Como pudo, y valiéndose del soporte de la tumbona en la que hasta hace poco había estado descansando, se puso de pie y dio pasos atolondrados y muy cortos que lo llevaron en dirección de la puerta.

En un momento el vértigo se hizo insoportable y pensó que caería a la piscina, iluminada por bombillos submarinos que hacían brillar las baldosas verdes como si estuvieran hechas de corales marinos y le daban al agua un aspecto agradable. Pero por más agradable que se viera, él sabía bien que si caía dentro de aquellas aguas turquesas jamás volvería a salir, por lo que resistió el impulso de lanzarse y continuó caminando hasta que alcanzó el pasillo al otro lado de la puerta y dejó atrás la alberca y sus aguas engañosas.

El suelo no estaba ni frío ni caliente, sólo era suelo; suelo negro que se extendía en un pasillo de puertas silenciosas y luces blancas y brillantes como estrellas. Las luces se reflejaban como pequeñas pelotitas blancas que brillaban a lo largo de aquel lugar, y como él iba pendiente de su trayectoria en el suelo, no se percató cuando una de las puertas se abrió dejando salir a la botones de los ojos café.

Ella le sonrió apenas lo vio; de inmediato caminó hasta él.

—Justo iba a buscarlo, señor, aquí tiene —dijo entregándole un albornoz de seda púrpura extremadamente elegante—. Lo están esperando en el restaurante para comer.

—¿Quién?

La chica lo miró como si no hubiera entendido la pregunta, pero no dijo nada. Como a él la cabeza aun le daba vueltas, no insistió.

—Ya la comida está servida —fue todo lo que dijo antes de marcharse en dirección a la piscina techada del hotel—. El restaurante está detrás de la puerta doble al final del pasillo, aunque eso usted ya lo sabe. Buen provecho, señor.

Nuevamente sólo y ahora con un nudo en el estómago y el albornoz puesto, Elliot siguió caminando como si siguiera las luces en el techo. Así hizo hasta que llegó a la puerta doble que le había indicado la chica botones.

«RESTAURANTE», decía una placa de metal al lado derecho del marco.

Cuando tomó las manillas de las puertas para abrirla, la luz sobre su cabeza parpadeó y amenazó con apagarse. Él levantó los ojos para ver el pequeño bombillo redondo detrás del destello mientras se estabilizaba y éste volvía a brillar. Era blanco y alumbraba con una intensidad muy fuerte, como un quásar en la distancia infinita del universo. Quiso verlo por varios minutos, temeroso de que se fuera a apagar, pero esto nunca pasó... Así que, sin más demora, terminó de abrir las puertas corredizas que lo separaban del restaurante.

El lugar estaba perfectamente iluminado con varias lámparas de araña sobre una decena de mesas de madera con manteles blancos distribuidas por todo el lugar. Todas las sillas eran de terciopelo rojo, y justo en el centro del recinto, había una enorme mesa rectangular sin mantel hecha enteramente de vidrio sobre la que había un gran banquete servido a pesar de que solo había tres puestos ocupados.

Toda la mesa estaba repleta a rebosar de bandejas de plata brillantes llenas de comida, fuentes con salsas, copas, vasos de cristal, platos de oro, botellas de vino tinto espeso y cubiertos con empuñadura de marfil y diamantes. Había también un mayordomo sin camisa que se movía sugerentemente de un lado al otro de la mesa sirviendo la comida para las mujeres, únicas comensales en todo el lugar.

Cuando el chico posó sus ojos en el mayordomo, notó que éstos eran de un rojo intenso y brillante. Él, al notar que se habían fijado en él, caminó hasta la otra punta de la mesa y retiró la silla, mientras la señalaba con una de sus manos...

—Señor, por favor, siéntese —dijo acompañando sus palabras con una leve inclinación de la cabeza.

A Elliot le bastaron sólo un par de pasos para salvar la distancia entre la puerta y la silla. Al minuto siguiente ya se había sentado y formaba parte del festín.

—Espero que todo sea de tú agrado —dijo la chica sentada frente a él al otro extremo de la mesa.

Era muy hermosa; quizás la más hermosa que hubiera visto antes. Tenía la piel blanca y el cabello negro un poco más abajo de los hombros. Iba vestida con un elegante vestido verde esmeralda que resaltaba sus facciones aniñadas y coquetas bajo el amplio y fino sombrero que le cubría la cabeza y que opacaba un poco el brillo de sus ojos rojos como la sangre.

—Todo lo mandé a preparar especialmente para ti —dijo—. Yo misma me aseguré de que todo saliera perfectamente bien...

—¿Lila? —intentó preguntar Elliot, pero al instante notó que su voz había desaparecido; que nada salía de sus labios, ni siquiera el sonido de su respiración.

Ella sonrió. Sus labios rojos dejaron al desnudo una sonrisa de dientes blancos como la tela de los guantes que le envolvían las manos y que le llegaban hasta los codos. Justo después, levantó la copa que estaba frente a ella en su dirección con reverencia. Su belleza era elegante y atemporal, incluso a pesar de la insinuación implícita en su estilo que parecía sacado de una película de los años veinte.

—A tu salud —le dijo.

Las otras dos mujeres que la acompañaban, una con un escandaloso cabello rosado y otra de piel negra como el chocolate también subieron sus copas imitando a la anfitriona.

—A la salud de Elliot Arcana —insistió Lila antes de darle un sorbo a su copa de vino espeso; quizás demasiado espeso para ser vino—. Ahora comamos antes de que todo se enfríe...

De inmediato las mujeres destaparon sus bandejas de oro y Elliot, al ver los platillos, quedó siniestramente perplejo...

—¡¿LILA?! ¡¿QUÉ DEMONIOS?! —gritó, pero nada salió de sus labios.

En uno de los platos había varios dedos de uñas pintadas, mientras en el plato de la otra había un par de orejas cercenadas y una nariz amputada. El plato más grotesco de todos era el de la chica de cabello rosado... A ella le había tocado un pie femenino entero del que todavía se podía ver cómo la sangre brotaba de la herida que lo había separado de su dueña.

—Buen provecho, señor —dijo el mayordomo llamando su atención mientras retiraba la cubierta del plato frente a él.

Elliot lo observó incrédulo antes de fijarse en su plato. Cuando lo hizo, el grito fue tan desgarrador que lo arrancó del sueño, pero, para su mala suerte, en su retina quedó grabado a fuego la mirada iracunda de una bella mujer de cabello marrón tan corto casi como el suyo, cuya cabeza sin orejas y sin nariz reposaba pacientemente en el plato frente a él, con la boca abierta y sin lengua ni vida...

─ ∞ ─

«¡Astra...!», pensó Elliot al sentirla cerca de él.

Era jueves por la noche; justo una semana desde que había perdido a los otros espíritus. El domingo sería el último día de cotidianidad en el Fort Ministèrielle. Tan sólo tres días luego, los estudiantes de las secciones Apollinaire y Leclère tendrían el viaje a New Orleans.

Acababa de tener una pesadilla horrible, pero aunque no podía olvidar todo lo ocurrido en el sueño, aquel bombillo blanco y muy brillante justo en la entrada al restaurante era particularmente importante...

«Astra... ¿Eras... tú?», se preguntó. «Lila... ¿eras... tú? ¿Tú también estuviste ahí?».

Por más que lo intentaba, Elliot sentía que no podía discernir qué era real y que no lo era. Si alguna de los dos hubiera estado a su lado, quizás habría podido obtener alguna respuesta...

«Temperantia... Astra... Lila... ¿Están... bien?», dijo aferrándose a la sensación del sueño antes de levantarse de la cama, agitado y bañado en sudor frío.

—E... ¿estás bien? —le preguntó Colombus siendo muy cuidadoso para evitar incomodarlo.

Seguía despierto. Elliot asintió para calmarlo.

—Hey... Cuidado con el síndrome de abstinencia —dijo su mejor amigo medio en broma, medio en serio.

Elliot no pudo volver a dormir. Minutos después se levantó y se retiró a la bóveda. Ahí pasó toda la madrugada jugando videojuegos. En la mañana, cuando tocaba entregar los pasaportes a los supervisores del viaje, fue el primero en aparecer en el despacho del profesor Rousseau donde él y Madame Gertrude se encargarían de los documentos legales como era habitual.

—Me parece que alguien ha estado saltándose las horas de sueño —apuntó Madame Gertrude con suspicacia.

Elliot no tenía sus papeles encima.

—¿Todo bien Elliot? —preguntó el profesor Rousseau.

Elliot sintió sus profundos ojos que eran de un ámbar casi dorado clavados en él.

—Los exámenes estuvieron difíciles, eso es todo —mintió de inmediato—. No pasa nada, sólo quería avisarles que faltaré al viaje navideño...

De inmediato los profesores guardaron silencio, preocupados por su estudiante.

—Pardon? —dijo Madame Gertrude—. Pero si usted fue miembro del comité por New Orleans, joven Arcana...

—Elliot.... ¿A qué te refieres? —preguntó el profesor con su usual voz serena, aunque un tanto preocupada—. Estoy seguro que te fue bien en los exámenes. Tus notas han sido excelentes, y tu papá está muy contento con tu desempeño. Cuento con su permiso explícito para dejarte ir. Además, obtuviste créditos extra al formar parte del comité electoral por el destino al que finalmente iremos... ¿Pasa algo? ¿Por qué no quieres ir?

Elliot no supo qué contestar. En realidad, no había pensado muy bien sus razones para no ir al viaje, más allá de que se sentía triste como nunca. Como se trataba de algo que no podía explicarle a nadie, no supo qué contestar...

—Extraño mi hogar —fue lo único que dijo.

Sus ojos azules estaban fijos en los del profesor Rousseau, quien suspiró con pesar.

—Es una lástima que no te sientas en casa aquí —dijo el profesor con rostro de tristeza, aunque a Elliot le parecía que se trataba de una fachada en realidad.

—Supongo —contestó—. ¿Ya me puedo retirar?

Sus palabras fueron cortantes. No tenía ganas de escuchar un sermón, y menos de aquel hombre de ojos dorados.

—Cuide el tono, señor Arcana —le advirtió Madame Gertrude—. A menos que tantas sean sus ganas de faltar al viaje que prefiera pasar las vacaciones de invierno castigado en el castillo...

Elliot volteó a verla con ojos perdidos sin contestar nada, algo que Rousseau pareció notar de inmediato.

—Elliot, te diré qué —dijo el profesor algo dubitativo—. Haré una excepción por ti. Te daré hasta mañana a primera hora de la mañana para formalizar tu partida, ¿te parece? Por favor, te urjo a que lo pienses con calma.

Madame Gertrude rápidamente le siguió el paso al director de los Apollinaires y le entregó un par de cosas a Elliot.

—En caso de que decida ir, coloque esto alrededor de su maleta. Y esta otra cinta alrededor de su muñeca el día domingo antes de salir del castillo. Ahora retírese...

Elliot cogió las cosas sin mucho ánimo y se encaminó a la puerta. Cuando estaba a punto de salir de la oficina, Rousseau volvió a llamarlo.

—Elliot, si necesitas hablar con alguien, recuerda que siempre puedes acudir a la profesora Norma. Recuérdalo.

Elliot asintió y salió del despacho sin decir una sola palabra más.

Después de desayunar a regañadientes, el chico no pudo más y se dirigió hasta la Tour D'Hier para llamar a su tía. Quería decirle lo mucho que la extrañaba y que ya no iba a ir a América a «buscar las cartas de un tarot mágico del cual no merezco ser dueño...».

Al tercer tono de llamada, le contestó.

—¡Buenos días, cariño! —exclamó la tía Gemma con una alegría desmedida—. ¡¿Listo para tu viaje a New Orleans?!

El escucharla tan emocionada como siempre hizo que Elliot sintiera una sensación cálida subirle desde el pecho hasta los ojos.

—Te cuento que tu papá no quería dejarte ir... ¡pero yo lo convencí! Le dije que ya tú habías aprendido la lección y que tus notas en los últ...

Pero la tía Gemma dejó de hablar cuando escuchó los sollozos del chico al otro lado del teléfono.

—Elliot, ¡¿qué tienes?! —preguntó angustiada con su voz llena de pánico—. ¿Pasó algo? ¡¿Por qué estás llorando?! ¿Dónde estás?

—Estoy bien, tía, estoy... Estoy en el castillo, no te preocupes...

—¿Entonces por qué estás llorando?

En la voz de su tía, Elliot podía sentir el calor y una preocupación absoluta.

—¿Elli? —volvió a preguntar ella.

—Te extraño mucho, tía Gemma —dijo Elliot en medio de una respiración entrecortada.

Ella suspiró.

—¡Cariño, yo también te extraño! —exclamó con ternura y despacio, un poco más calmada—. ¡Me asustaste!

Su risa sonaba con alivio a través del teléfono.

—Te extraño tanto que —continuó—, ¡vas a creer que estoy loca! Pero en estas noches me pareció haber sentido tu perfume en la casa. Me desperté por un escándalo de Sancho y cuando entré a la sala te juro que sentía como si hubieras estado allí... Ya estoy llegando a la edad en la que imagino cosas —volvió a reír—. Ya no falta mucho para que nos veamos... Le pedí a tu profesor que después del viaje te enviara directo a Londres. Ya acomodé todo para que tu Nonna llegue el mismo día que tú acá y pasar todos juntos las navidades. Incluso Massimo va a venir... ¿Qué te parece eso?

—Me parece que entre tú y la Nonna lo tuvieron que haber amenazado con algo bien importante para hacerlo salir de su oficina —dijo Elliot tratando de sonar divertido y riendo, lo que hizo que su tía también riera con autentica felicidad.

Sin embargo, apenas segundos más tarde, su sobrino estalló en lágrimas una vez más...

—¡No voy a ir al viaje, tía Gemma! —le dijo—. Quiero estar contigo en casa hoy mismo. ¡No iré...! Me regresaré a Londres este mismo domingo.

La tía esperó por unos segundos a que Elliot se calmara para volver a hablar.

—Elliot, cariño, pero... ¡Tú te morías de ganas por ir a New Orleans! —contestó ella—. ¡¿Por qué dices esas cosas ahora?! Sólo serán dos semanas. ¡Aprovéchalas para disfrutar con tus amigos!

—Pero, yo no quiero ir... Yo quiero estar contigo como antes, cómo cuando éramos solos tu y yo... Cuando estábamos juntos todo el tiempo y todo era perfecto...

—Ay, cariño, eso sería maravilloso, pero entonces tendríamos que vivir congelados en los tiempos en los que tenías ocho años, y eso no podemos hacerlo, ¿verdad? O acaso eres un mago y todavía no me lo has confesado, ¿eh?

Risas nuevamente.

—Todos tenemos que pasar vacaciones fuera de casa en alguna oportunidad —seguía hablando—. Y tú tienes muy buenos amigos que te cuidan mucho, así que qué dices, ¿por qué no le das una oportunidad a este viaje que tanto querías hacer y luego nos vemos, ah? Estoy segura de que lo pasarás increíble. Además, tampoco es que seas un neófito de los viajes a solas, ¿o acaso me equivoco? —le recordó con voz de regaño cariñoso—. Te extraño mucho, pero sé que sea lo que sea que tengas, necesitas hacer este viaje... Dios mío, ¡si hasta yo me sorprendí de lo emocionado que estabas por ganar tu campaña electoral por New Orleans! Sería una lástima ver todo ese trabajo y ese entusiasmo desperdiciado...

Elliot ya se había calmado desde su lado en el teléfono.

—Hey, tengo otras sorpresas para ti —dijo Gemma—, pero esas ya las verás cuando estés acá conmigo otra vez en casa, cuando ya me tengas recuerdos y regalos desde América, ¿qué dices?

Gemma se quedó esperando por unos segundos a que Elliot contestara. Cuando lo hizo, se le escuchaba un poco más aliviado en la voz.

—Te amo, tía Gemma —dijo él.

Dos lagrimas silenciosas bajaron por sus mejillas en medio de la soledad de la Tour d'Hier.

—Yo también te amo, cariño —dijo ella al final con algo de timidez—. ¿Ya te sientes mejor?

—Un poco, sí.

—Sabes que siempre puedes llamarme, Elliot. No importa la hora que sea. Siempre voy a estar aquí para ti. Lo sabes...

—Tú también eres mi mamá, tía Gemma —dijo Elliot con melancolía.

Ella sonrió conmovida.

—Me siento feliz de que me veas así, cariño —contestó—, pero ese puesto es de Diana y no estaríamos siendo justos con ella si se lo quitamos, ¿no crees? Sé que tanto ella como yo estamos increíblemente orgullosas de ti, eso sí nunca lo olvides. Te amo.

Y después de un beso a través del aparato, la llamada se terminó. Elliot quedó con un vació en el pecho más grande del que tenía antes de hablar con ella.

De pronto, el teléfono volvió a sonar entre sus dedos. En la pantalla había un correo de un email desconocido bastante extraño...

«De: [email protected]

Para: [email protected]

Asunto: Respuesta.

Para conseguir lo que está buscando deberá ir al Cairo. Allí encontrará las respuestas que necesita para descifrar el acertijo del canto de los hijos del Sol.

Atte. Mr. Mage.»

Por primera vez desde que había perdido las cartas Elliot estaba perplejo. Se trataba al menos de una sensación distinta a la inacabable melancolía que lo tenía asaltado.

─ ∞ ─

El hotel era extraño en muchos sentidos... Diferente a cualquier otro que hubiera visto jamás. Parecía estar detenido en el tiempo en un pasado suntuoso y al mismo tiempo estar adelantado a su tiempo arquitectónico. Los muebles de terciopelo rojo eran minimalistas y modernos. Resaltaban estáticos sobre las baldosas negras y pulidas del suelo que reflejaban su figura como fantasmas en un espejo que lo duplicaba todo de manera macabra. No había alfombras por ninguna parte ni cuadros en las paredes. Sólo espejos y margaritas, margaritas blancas en los jarrones

Las lámparas de araña eran enormes y cubrían el techo amplio de la recepción. Los pasillos de las habitaciones en el alto edificio daban a un balcón general con vista al vestíbulo de entrada y a una fuente en medio de todo. En el aire había un olor fuerte a madera y aserrín a pesar de la hermosa jaula de cristal que era el ascensor.

La columna sobre la que estaba encajado era una ilusión óptica increíble que se formaba por la silueta de una escalera de caracol que rodeaba todo el trayecto del aparato, que parecía comenzar en el centro de la fuente, y que terminaba en el último piso. Sin embargo, el techo de vidrio en forma de cúpula daba la impresión de que el ascensor podía seguir subiendo hasta llevarlo a uno hasta el mismísimo cielo.

«Llueve como siempre...» observó Elliot mientras sus pies lo llevaban hasta el centro del atrio junto a la fuente de granito y mármol. Desde aquel lugar se podía ver cómo el cielo encapotado y gris se precipitaba en lágrimas frías que golpeaban inclementes el vidrio de la cúpula sobre su cabeza. Mientras tanto, los relámpagos danzaban como serpientes incandescentes en un mar de mercurio evaporado.

Sus ojos no perdieron detalle de las delicadas barandas de metal de los balcones en los que se refugiaban las habitaciones de aquel hotel que parecía estar desierto. Todos los pasillos que daban hacia el interior estaban iluminados a la perfección con una luz blanca imperturbable. Había tanta claridad, que incluso su vista alcanzaba las puertas de madera con números de bronce sobre ellas en el primer y hasta en el segundo piso.

Todos estaban igual de iluminados, a excepción de uno; el del penúltimo piso. Ahí la penumbra era absoluta, y era como si una noche cerrada se hubiera tragado el nivel entero. Sólo con mirarlo, Elliot sintió que el estómago se le volvía de piedra y que la mandíbula se le tensaba en anticipación. Quería apartar sus ojos de aquella sección, pero desde el primer momento en que se había fijado en ella, era como si una fuerza magnética le impidiera retirar la mirada.

Sintió miedo. Por un momento... sólo por un instante, juró haber visto cómo una bruma espesa y oscura como sombras se derramaba por el borde del piso.

–Aquí tiene las llaves de su habitación, señor —dijo alguien.

La voz rompió el maleficio.

Cuando sus ojos se encontraron con los de la botones, estaba sudando y temblando de pies a cabeza.

—Es la del último piso como siempre —continuó la chica con amabilidad—. Ya sus cosas están allí...

La chica le puso las llaves doradas en su mano. Él las vio sin saber qué decir o pensar.

En su cabeza había una única inquietud...

Y es que Elliot no quería tener que pasar por aquel piso oscuro que lo acechaba. Antes de que la chica se marchara, preguntó apresurado por más que ya supiera la respuesta...

—¿Cuál es mi habitación?

—La del último piso, como siempre —contestó ella con amabilidad y cortesía como si la pregunta le divirtiera—. Sólo tiene que tomar la escalera o el ascensor...

—Y... ¿tengo que pasar por allí? —dijo él señalando el piso a oscuras.

«Ya sabes la respuesta... Ya sabes la respuesta... Ya sabes la res...»

La botones subió la mirada un instante para ver al lugar al que apuntaba Elliot y enseguida se giró asintiendo con la cabeza con una sonrisa.

—Sí, por supuesto... Esa es la única manera de llegar al último piso —contestó—. Por cierto, su esposa me pidió que le dijera que está esperándolo... Lleva mucho tiempo esperándolo.

—¿Mi...

Elliot apartó los ojos de la penumbra para ver a la chica frente a él, pero, por el rabillo del ojo, captó un movimiento extraño en el último piso, el de su habitación, por lo que devolvió su atención en esa dirección. Y allí estaba ella...

Su cabello rubio arreglado en un moño suave sobre su nuca, mientras unos mechones rebeldes que se le habían quedado por fuera le enmarcaban el rostro de facciones firmes y filosas.

Su vestido recatado y señorial que llegaba hasta el cuello, donde se abultaba por los volantes de seda mientras la campana de tela oscura le cubría las piernas.

Bajo aquella luz blanca, su piel parecía de porcelana china tersa y delicada mientras sus ojos vacíos, que pudieron ser del azul más hermoso sobre la Tierra pero a los que se les había negado egoístamente la luz, parecían mirar la lluvia a través de la cúpula de cristal.

Verla intentando ver formaba una de las siluetas distantes más hermosas que alguna vez hubiera visto... Pero Elliot la conocía. Sabía muy bien que el gesto era una pantomima, un movimiento involuntario, pues aquellos ojos que eran también grises y brumosos como el cielo lluvioso, eran incapaces de ver en realidad...

De inmediato su nombre se le vino a la cabeza, pero cuando intentó gritarle para que supiera que él estaba allí, que por fin había llegado, que finalmente estaba de vuelta, sólo el suspiro de una letra sobrevivió y fue capaz de abandonar sus labios antes de abrir los ojos para despertar.

—A...

─ ∞ ─

«Tengo muchas ganas de verla...» pensó mientras la recordaba.

Aquel deseo irracional de visitarla era algo que aún no sabía cómo explicarse a sí mismo. «Quisiera poder estar con ella», no podía dejar de anhelar en su corazón.

«¿Por qué?», se preguntó por primera vez, quizás, con autentica necesidad de saber la respuesta desde todas las veces que la había soñado, recordado, imaginado... desde la primera vez que la había visto.

Ya era el mediodía del sábado. Justo cuando faltaba un día para el viaje, la noticia había caído como un balde de agua fría a todos los estudiantes.

«Sigue desaparecido el Casablanca 656. Autoridades francesas han asegurado que el aparato se estrelló sobre el océano atlántico. El gobierno español ha preferido no emitir declaraciones hasta que se haya confirmado el siniestro.

La aerolínea Casablanca ha confirmado únicamente que se perdió contacto con el avión, mientras decenas de familiares desesperados esperan por información determinante sobre el caso. La búsqueda continúa mientras se barajan las teorías del accidente, entre ellas, que hubo un desperfecto con la aeronave o que la misma fue víctima de un atentado terrorista.

Oficiales del Departamento de Inteligencia de los Estados Unidos han afirmado que la última posibilidad es la más probable. Sin embargo, hasta los momentos ninguna organización terrorista se ha adjudicado del ataque...».

—Justo ayer... Vaya mierda —dijo Jean Pierre, quien rara vez usaba palabras obscenas, mientras todos salían de la última clase oficial del año; ya era viernes trece de diciembre—. Esta sí que es manera de arruinarle a alguien la antesala a un viaje...

Mady escuchaba la noticia con tristeza.

—Espero que no haya pasado nada grave. Ojalá todo no sea más que un error, ya saben... Cómo una falsa alarma.

—No lo sé, Mady —contestó Pierre con mala cara—. Lo dudo mucho...

—No sé a quién se le ocurriría viajar en viernes trece, pero también espero que todo se resuelva bien —añadió Colombus mientras se hacía una señal de la cruz.

—Pff, gordo. Más respeto... No vengas con tus supersticiones en este momento. Es algo serio...

Elliot escuchaba, pero no quería intervenir. Por un instante, se le ocurrió decir algo, quizás, con el ánimo de calmar a sus amigos.

—A lo mejor suspenden el viaje —dijo—. Digo, por razones de seguridad...

Todos se le quedaron viendo con miradas perplejas. No sabían qué decir, pero como fuera, el comentario de Elliot más que calmarlos, los había puesto sobre advertencia.

—P-pu... ¿Pueden hacer eso? —preguntó Mady tímidamente, como si no quisiera saber la respuesta.

—No, Mady... No pueden hacer eso —dijo Colombus de inmediato, ahora sí molesto por el comentario de Elliot—. Es sólo que Elliot es un amargado y como no va a ir a New Orleans quiere arruinarnos a los demás el viaje.

De inmediato todos, menos Colombus, abrieron los ojos como platos.

—¿Cómo que no vas? —le preguntaban atónitos.

Él no decía nada. Estaba furioso por haber quebrado su confianza. Sin responder a ninguna de las preguntas, se retiró del grupo y se fue rápidamente a su habitación. Madeleine estaba dispuesta a seguirlo, pero justo antes de hacerlo Colombus la retuvo por el brazo.

«Mady, no... déjalo... no va a entrar en razón», Elliot pudo escuchar que decía Colombus.

Eran las cuatro. Elliot acababa de terminar el último examen del 2019. De camino a su habitación, pensó todo con calma. Al menos eso sentía en su cabeza. No tenía sentido seguir buscando las cartas, así que lo mejor era dejar todo así... No ir a New Orleans, ver por una última vez a la fantasma de Bergen, y por qué no, mudarse a Hong Kong como lo había sugerido su padre.

Sí, así serían las cosas... Tal como había sugerido Roy. Vivir una vida normal, aceptar el recuerdo de una experiencia increíble y nada más que eso. Dejar que la vida sucediera y ya.

Rápidamente huyó a su habitación mientras la culpa lo carcomía y sentía que con cada paso se hacía más y más y más pequeño. En ese estado sólo había una cosa que lo calmaba todo, que lo apaciguaba y le permitía ver la luz...

«Ella».

Tenía que verla al menos una vez más.

No sabía realmente quién era o cómo se llamaba o por qué había muerto, pero eso no importaba, porque fuese como fuese, estar con ella era lo más cercano que alguna vez se había sentido como estar en su propia casa.

Porque con ella no importaba si había fallado, si había hecho las cosas mal, si no había sido suficiente o si se odiaba a sí mismo y si todos los demás también debían odiarlo a él o si la vida no tenía sentido o si nada importaba ya...

Él sabía que, con ella, sus problemas desaparecerían, y por la forma en la que ella lo había visto, incluso a pesar de su ceguera, él también creyó ser la solución de los suyos.

Por un momento recordó la prueba de Senex. La respuesta al acertijo sin respuesta... Aquella prueba de una de las cartas que todavía podía resolver. Era en lo único que debería estar pensando en aquel momento, pero en realidad, Elliot no pensaba en más nada que no fueran aquellos ojos perdidos.

Cuando llegó a su habitación, un vacío tan profundo que parecía rebotar en él y atraerlo con la fuerza absoluta de un agujero negro que se traga hasta la luz a su alrededor se apoderó de su estómago. Era como si la fantasma estuviera con él en la habitación, y por un momento, sólo por un momento, recordó la sonrisa de Mors y su largo dedo índice de huesos apuntando en la dirección de ella...

A pesar del recuerdo, Elliot simplemente quería estar junto a ella, junto a la fantasma de la casa embrujada de Bergen-Belsen en Celle, Alemania; junto a esa desconocida que parecía verlo aún con sus ojos ciegos que no veían nada y con la que no dejaba de soñar.

—Rider —llamó al espíritu y este apareció casi enseguida—. Necesito que me lleves a Bergen.

El marinerito lo miró con extrañeza en el rostro. No debido a la petición por sí misma, sino por la ansiedad que había tanto en la voz de Elliot como en su mirada.

—¿A Bergen? —preguntó suspicaz.

—Sí, sí. A Bergen —contestó Elliot—. Observa con cuidado la imagen que te voy a mostrar en mi mente. Necesito que me lleves hasta allí.

Elliot hablaba tan rápido que las palabras salían atropelladas de su boca. Los ojos de Raeda se encendieron cuando vio la casa que había en la mente del chico. De inmediato arrugó la frente.

—¿Acaso hay una carta en esa pocilga? —preguntó extrañado.

Por alguna razón la palabra pocilga enfureció a Elliot.

—No le digas así. ¡No es ninguna pocilga, es...! Es su casa —dijo casi gritando sorprendiendo al espíritu.

—Bueno, bueno, no te me despeines... ¿Vive la carta allí? —volvió a preguntar el marinerito mientras visualizaba el ático de la casa abandonada.

—No, ahí no hay ninguna carta —respondió Elliot con sequedad.

Raeda lo miró a los ojos con recelo.

—¿No? ¿Qué quieres decir con no, niño? Explícate...

—Sólo quiero llegar hasta allá lo antes posible.

El marinerito primero lo vio con ojos de asombro; luego su rostro se contorsionó de manera desagradable en una mueca de desdén y malicia.

—Entonces lamento decirte que no puedo hacer nada por ti —dijo y su cuerpo se comenzó a desvanecer en el aire.

—Te prohíbo que te vayas, RAEDA —le ordenó Elliot con voz ronca.

—¿O qué? —refutó el espíritu.

Su cuerpo se volvió a materializar sin que él pudiera controlarlo.

—¿Qué vas a hacer mocoso? ¿Ah? ¡Dímelo!

—Nada... yo no... ¡Yo no te haré nada...! —Elliot estaba nervioso, pero al mismo tiempo la ansiedad lo estaba haciendo temblar de los pies a la cabeza—. ¡Sólo te estoy pidiendo que por favor me lleves hasta donde necesito!

La última palabra se le rompió en los labios y el jadeo del llanto le ganó.

—A mí no me interesan tus asuntos, niño —le escupió Raeda a la cara con indiferencia—. No pienses que puedes usar mis poderes como mejor te plazca porque...

—PERO NECESITO LLEGAR A BERGEN —le gritó Elliot.

—PUES VETE A LA BERGEN, YA TE DIJE QUE ESO A MÍ ME SABE A MIERDA.

—RAEDA, POR FAVOR, TE LO PIDO... LLÉVAME A BERGEN.

—NO —gritó Raeda mientras sentía como su cuerpo se ponía rígido y sus ojos se encendían en contra de su voluntad.

Aun así, el espíritu luchaba con todas sus fuerzas para mantener el control de su magia.

—Te lo ordeno... Raeda. ¡Es una orden! LLÉVAME A BERGEN —dijo Elliot con voz autoritaria una vez más.

El influjo de sus palabras era doloroso en el cuerpo del niño, quién se lanzó al suelo presa del dolor.

—Elliot ¿qué está pasando aquí? —cuestionó Iudicium preocupado.

Acababa de aparecer en el jugar junto a Paerbeatus. Ambos tenían miradas de preocupación.

—Cachorro, ¿estás...?

—RAEDA, ES UNA ORDEN... LLÉVAME A BERGEN... Como tu dueño te ordeno que me obedezcas y me lleves a ver a la mujer de Bergen.

Elliot parecía un pequeño dictador. Estaba poseído de una ansiedad indomable que lo empujaba a desahogar sus miedos en esa necesidad visceral de estar cerca de ella, aquella mujer de ojos vacíos en aquella casa olvidada de Bergen. No tenía pensado detenerse hasta conseguir lo que quería. Y sin darse cuenta, una vez más, estaba haciéndole daño a uno de sus amigos espirituales para satisfacer su voluntad. Elliot exclamaba sus órdenes, y Raeda sufría frente a sus ojos empañados por lágrimas...

—¡POR FAVOR, RIDER! Te lo ordeno... ¡TE LO ORDENO!

Iudicium se apresuró y se colocó a un lado de Elliot para hacerlo reaccionar, pero cuando colocó sus manos sobre los hombros del chico para voltearlo, ya era demasiado tarde. De pronto los ojos de Raeda se encendieron de manera salvaje, como Elliot nunca antes había visto. Su rostro rápidamente se hizo blanco: no había en él nada de emociones, sentimientos... o vida incluso. Era como si el pequeño marinerito grosero e impertinente se hubiera transformado en un autómata movido por hilos invisibles.

—¡¿Qué?! ¡No! ¡¿Qué sucede?! —preguntó Elliot desesperado del miedo.

Para entonces ya habían aparecido todos los otros espíritus de Elliot a excepción de Senex, quién seguía recluido en su carta. Imperatrix, Amantium, Iudicium y Paerbeatus presenciaban el triste espectáculo. Ante lo sucedido, nadie le prestó atención a las preguntas de Elliot. Todos estaban aterrados con lo que le estaba sucediendo a Raeda...

—¡RAEDA, NO! ¡DETENTE...! —gritó Iudicium...

Pero el niño ya no lo escuchaba.

—¡¿Qué sucede?! —volvió a gritar Elliot.

—¡Le fue despojada la libertad! —exclamó Iudicium nervioso—. Es lo que nos pasa cuando no podemos seguir resistiendo, Elliot... Nuestra consciencia muere y nos volvemos marionetas sin vida, cuyo único propósito es complacer a alguien más. Sin libertad muere lo que somos... Tal como le está pasando a Raeda...

Imperatrix se llevó las manos a la boca en gesto de miedo al ver cómo la marioneta de Raeda se ponía de pie y chasqueaba los dedos con la mirada perdida en el limbo; sus pupilas habían desaparecido. De inmediato apareció una puerta, y cuando ésta se abrió por sí sola, se tragó a todos los presentes y los escupió con violencia sobre un suelo duro y rugoso.

─ ∞ ─

La puerta se cerró de golpe y desapareció tan súbitamente como había aparecido. Todos habían caído en medio de un bosque a oscuras, cuyo cielo le recordaba a Elliot al cielo del lugar donde le habían quitado a sus amigos... A Astra y Temperantia, y todos los demás espíritus por los que Elliot había luchado para reunificar. Rápidamente buscó con la mirada y encontró a Raeda desmayado a un lado, tirado en el suelo.

—¡RIDER! —gritó Elliot gateando hasta donde estaba el espíritu para tomarlo entre sus manos.

Éste solo lo miró con un aire aletargado y adolorido abriendo sus ojos antes de hablar.

—Ya... ya sabía que... s-serías como todos... como todos los humanos.

Tras decir aquello, su cuerpo se desvaneció en el aire. Elliot quedó a solas en medio de aquellos árboles donde no había más que noche, frío y silencio. Los espíritus lo veían mientras él clavaba sus ojos llorosos en la tierra, preguntándose una vez más cómo habían salido tan mal las cosas...

Tras unos segundos, Elliot subió la mirada y se fijó en el cielo nocturno. Sí... Tal como lo había pensado un minuto atrás, era igual al de la última vez que vio a Temperantia, a Astra, a Domus Dei, a Adfigi Cruci, a Pythonissa, a Mors...

—¿Realmente lo lastimé tanto? —se preguntó en voz alta, quizás, con la intención de que alguno de los espíritus lo escuchara.

Elliot se levantó y se recostó del tronco del primer pino que alcanzó con sus piernas abrazadas y el rostro enterrado entre sus brazos mientras lloraba desconsoladamente. Al tener a Raeda así, entre sus brazos, se había dado cuenta de lo que había hecho, y sintió aversión de sí mismo una vez más.

Sin poder contenerlo más, los sollozos regresaron. Balbuceó palabras ininteligibles mientras sus lágrimas le mojaban la ropa. Así estuvo hasta que la temperatura comenzó a descender. Su cuerpo se estremeció a causa del frío y de la poca ropa que llevaba con él. De pronto se dio cuenta de lo que había hecho. Había sido un imprudente: se había ido del castillo sin pensar en lo que estaba haciendo, y ahora estaba en mitad de un bosque de pinos en un lugar indeterminado, en pleno invierno.

De pronto, algo cálido reposó sobre sus hombros.

Elliot levantó la vista sobresaltado y se encontró con los ojos preocupados de Paerbeatus, quién le sonreía con timidez y algo de tristeza.

—Paerbeatus... —musitó Elliot con los ojos rojos de tanto llorar mientras se aferraba al sobretodo del espíritu.

—No te preocupes por mí, Elliot... Tú lo necesitas más que yo —contestó él mientras se sentaba a su lado.

—Tú no me... ¿Acaso...? ¿No me odias? —preguntó Elliot asustado y angustiado mientras trataba de contener el llanto dentro de él.

Pero el espíritu negó con vehemencia casi de inmediato.

—¡Yo no podría odiarte nunca, cachorro...!

—¿Por qué te lo prohíbe tu hechizo? —preguntó con una tristeza desgarradora en su voz.

Paerbeatus lo miró con inocencia en sus ojos morados mientras negaba con la cabeza y le dedicaba una de sus sonrisas más honestas.

—Porque eres mi amigo...

Aquella respuesta tan contundente y sincera dejó a Elliot mudo de la sorpresa. En aquel momento se odiaba a sí mismo con todas sus fuerzas. Por más que intentaba entenderlo, no podía creer que los demás no lo hicieran también...

Había sido cruel, egoísta y arrogante con las personas que más se preocupaban por él simplemente porque estaba herido. Y, aun así, allí estaba aquel espíritu errático y demente, sentado a su lado con una sonrisa de verdadero cariño en sus ojos morados. Incluso después de haber lastimado a uno de los suyos, o de haber puesto en peligro a otra días atrás, y de haber perdido a los demás. Todo iba de mal en peor, pero, aun así, Paerbeatus era capaz de preocuparse por él y consolarlo...

El sentimiento fue demasiado abrumador y el chico no pudo más. Conmovido, se lanzó a los brazos del espíritu y se soltó a llorar sobre su hombro desnudo, mientras Paerbeatus le daba pequeños golpecitos en la espalda.

—¡Lo siento, Paerbeatus, perdóname por no ser un buen amigo! —dijo mientras suspiraba pesadamente tratando de controlar su respiración agitada.

—No entiendo lo que dices, cachorro —contestó el espíritu—. Tú eres mi mejor amigo en el mundo, y aunque estás un poquito mal de la cabeza (nunca entenderé por qué te peinas los dientes a cada rato), igual sigues siendo increíble, y no me gustaría estar con nadie más.

—¡Pero perdí a...!

Paerbeatus lo interrumpió negando con la cabeza.

—Lo que pasó con el hombre de la barba y el gato con cachos no fue tu culpa, cachorro. Ninguno de nosotros te está culpando por eso...

—Yo sí lo culpo —dijo de pronto Raeda apareciendo frente a ellos, algo lastimado, pero ya recuperado—. ¡Es un inútil bueno para nad...!

Pero sus palabras se vieron inmediatamente interrumpidas cuando Elliot se abalanzó sobre él y lo envolvió en un abrazo muy fuerte del que el niño no podía soltarse.

—¡Perdóname, Rider, por favor, yo...! —decía angustiado—. ¡No sabes lo mucho que me alegro de que estés bien...! ¡Yo...! ¡Aunque quizá no me creas, y estás en todo tu derecho, quiero que sepas que siento mucho todo lo que pasó...!

El llanto casi no lo dejaba hablar.

—Ay, por favor, ya no chilles, mocoso... Los hombres no lloran —lo reprendió el marinerito ofuscado y sonrojado al desembarazarse de él—. No seas niñita.

—Rider —le advirtió Iudicium con calma.

—Pff, no me presiones plumero con patas —protestó Raeda mientras Elliot se secaba los ojos—. Yo no fui el que se volvió un demente de un momento para el otro... ¡Así que no creas que se me va a olvidar tan fácil lo que hiciste, mocoso! Eres un inepto y un incompetente, y lo cierto es que todos estamos jodidos sólo por el hecho de estar bajo tus órdenes...

Amantium, quien se había mantenido en silencio junto a Imperatrix mientras veía todo, se acercó a Elliot con sus usuales poses de baile y extravagancia.

—Lo que quiere decir el bambino es que ya se siente mejor —dijo—, pero que todavía no está listo para usar la magia...

—¿Y a ti quién te preguntó, culo dulce?

—Nadie —contestó Amantium orgulloso—. Colaboro solito con el chisme.

Elliot se acomodó otra vez para dirigirse a Raeda y disculparse.

—Lamento mucho haberte tratado de la manera en que lo hice, Rider... Estás en todo tu derecho de estar molesto conmigo. Pero, de verdad, quiero que sepas que nunca pero nunca jamás volverá a pasar.

—Palabras vacías, puras palabras vacías —dijo Raeda de reflejo—. Pero, ¿sabes qué? No me importa. No me importas tú, ni me importan las otras cartas, ni me importa una mierda lo que le pase a nadie.

—Pero...

—Pero nada. ¿Qué? ¿Perdiste a uno de nosotros y ya por eso te derrumbas y te comportas como un egoísta desconsiderado? ¿Crees acaso que el que estés todo pobrecito yo qué cruel es la vida te da el derecho de someterme y exigirme lo que te plazca? ¡Pff, madura, niño...! Así es la vida.... ¡Y pensar que de verdad llegué a creer que eras distinto, que realmente valías la pena! Pero resulta que no... Eres igual a todos los humanos. Sólo eres bueno porque te sientes bien, pero cuando estás mal... Entonces queda a la vista quien realmente eres: un mocoso egoísta y malagradecido.

—¡Rider! —exclamó Iudicium molesto.

—¡Rider nada, pajarraco! De ahora en adelante me limitaré a hacer lo que me digas, pero ni creas que somos amigos, mocoso, porque no podrías estar más equivocado. Eres como todos los humanos, y mientras más rápido se metan eso en la cabeza —aquello lo decía viendo y señalando a los otros espíritus—, mejor será para ustedes. Solo tienen que esperar a que este se nos muera y volverán a ser libres hasta que llegue otro humano diferente. Así ha sido siempre, y así será hasta la extinción de la humanidad...

—¡No, eso no es así, yo voy...!

—No gastes saliva, niño. Ya te dije que no me interesa escuchar tus disculpas de humo.

Elliot se mordió la lengua. Quería hablar y disculparse, pero más importante aún, prefería respetar la decisión de Raeda.

—Está bien... Te dejaré en paz —dijo Elliot.

Raeda enserió la mirada como si sólo escucharlo le molestara.

—A todas estás, ¿en dónde estamos? —preguntó Imperatrix mirando a su alrededor mientras cambiaba su atuendo por uno más apropiado para andar por el bosque.

—En Bergen, ¿dónde más sino? —dijo Raeda—. Aquí era donde quería venir el demente que tenemos por dueño y bueno, aquí estamos.

Elliot también miró a su alrededor, pero por más que lo intentó no reconoció ningún detalle de aquel lugar. Era un bosque de pinos muy hermoso, casi como cualquier otro, en los que había estado, pero no veía nada más en particular.

—Pero... Este no es...

—Tú dijiste que te trajera a Bergen, y así lo hice; incluso aunque no fuera el Bergen que tú tenías en mente. Ahora déjame en paz...

—Aun así, sería bueno saber dónde estamos con un poco más de precisión. ¿De verdad no tienes idea? —preguntó Iudicium mirando al marinerito.

—¡Y qué se yo...! —contestó él—. En algún lugar llamado Bergen. Dime, mocoso, ¿no te jode que te hagan lo mismo que me hiciste cuando pasaste mi prueba? Ahora déjame en paz. No me molesten hasta dentro de cinco horas...

Y sin esperar a más nada Raeda volvió a su carta. Todos estaban un poco incómodos y desanimados por lo ocurrido, pero, aun así, no querían dejarse abatir por el momento.

—Allí hay un camino —dijo Amantium señalando una ruta de tierra un poco hacia el oeste de donde se encontraban.

—Ya es de noche y creo que lo más prudente sería que encontráramos un refugio mientras Rider recupera la energía. Sin Temperantia aquí no hay nadie para proteger al anciano, y eso no me gusta —añadió Iudicium.

Elliot revisó la hora en su teléfono. Eran pasadas las cuatro y media de la tarde, o por lo menos esa era la hora de Francia, así que asumió que si en aquel lugar era de noche no podrían regresar al castillo hasta entrada la noche allá. Al comienzo se supuso que había llegado a Rusia o algún otro país cercano, pero cuando revisó el GPS, se sorprendió al leer que estaba en Escandinavia; Noruega, para ser más exactos...

Tras sacudirse la amargura de los recuerdos de lo sucedido la semana pasada, Elliot se preparó para salir del bosque. Según el GPS, estaban exactamente a las afueras de la ciudad de Bergen, al este lejano de la ciudad.

«Raeda sí cumplió la orden...», pensó el chico avergonzado. «Aunque no lo haya hecho de la manera que lo esperaba».

Tras dar un vistazo a los alrededores, se puso a caminar junto a los espíritus por el camino del bosque. No sentía fría gracias al sobretodo de Paerbeatus, pero el hambre ya era otra cosa. Después de llorar tanto y haber pasado todo el día sin comer, el estómago le estaba rugiendo de manera salvaje.

Paerbeatus se reía cada vez que le escuchaba el estómago gruñir. Elliot todavía se sentía muy culpable de todo lo que había estado pasando, y por más que lo intentaba, los recuerdos y los miedos no cedían ni tan siquiera una sola vez.

Al cabo de una hora Elliot llegó a un pequeño pueblo. Las casas eran bonitas y antiguas en su mayoría. Se trataba de un caserío bastante pequeño, prácticamente un pueblito de granjeros y gente humilde en el que todo el mundo de seguro se conocía. Aunque no se trataba de un lugar turístico, Elliot logró encontrar en sitio para llenar el estómago con comida caliente. Las personas lo veían con algo de extrañeza, como si sospecharan de él de alguna manera, pero, aun así, tras un primer contacto exitoso, incluso a pesar de la sutil barrera del idioma, lo atendieron con amabilidad.

Cuando terminó de comer sacó su teléfono otra vez. Tenía varios mensajes de sus amigos, entre ellos de Colombus, quien era el más desesperado por saber dónde estaba ya que no lo había visto en todo el día. Elliot le contestó para que no se preocupara, omitiendo inteligentemente la pregunta de dónde se encontraba. Luego de haberles escritos a todos, reparó en dos cosas que atraían fuertemente su atención: el correo del Mr. Mage de la noche anterior, y un mensaje de Delmy que había llegado apenas unos minutos atrás...

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14/12/19 – Delmy

• Elliot... primero me preguntas por las sirenas y ahora por los fénix - 07:01 pm.

• por qué tanto interés en las criaturas mágicas?? - 07:01 pm.

• mi hermano está amenazándome con sacarme del instituto y volver a meterme en mi escuela anterior, garoto - 07:03 pm.

• en fin, eso es todo lo que puedo decirte... - 07:05 pm.

• lo que sea que estés haciendo tiene que ver con las aves fénix - 07:06 pm.

• suerte - 07:09 pm.

• y recuerda... ten cuidado - 07:10 pm.

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«Aves... ¿fénix?», pensó Elliot extrañado. De inmediato recordó a Delmy, a todos sus consejos y la ayuda sobre temas de magia que le había dado, y al hacerlo, Elliot no pudo evitar recordar también el extraño nido en llamas en el fondo de un estanque que le había mostrado Pythonissa días atrás; justo el mismo día de la batalla con Roy.

«Era como si el lugar de la visión me rechazara», pensó Elliot. «Pero si era una visión del futuro... ¿Será que sí lograré hacer el ritual?», no pudo evitar preguntarse. La respuesta estaba ahora en sus manos. «No entiendo... Si la Heliópolis no es más que ruinas, y... No sé cómo hacer el ritual, ¿cómo se supone que...?»

Y justo en ese momento, Elliot se dio cuenta de la decisión que estaba entre sus manos. Podía resignarse a perder la batalla, a dejar las cartas y hacer como si nada; buscar estar con ella y cargar con el fracaso de haber fallado en sus planes... O podía seguir las pistas que lo llevarían a hacer cierta la visión; a resolver el acertijo de Senex...

En su corazón, ya sabía cuál era la decisión correcta.

Luego de sacudirse la sorpresa de la revelación, revisó el correo... «Para conseguir lo que estás buscando debes ir al Cairo. Allí encontraras las respuestas que necesitas para descifrar el acertijo del canto de los hijos del sol. Atte. Sr. Mage...».

El mismo nombre que ya había escuchado antes, mientras buscaba la carta de Senex en Etiopía. Sin embargo, no tenía sentido... Elliot no conocía a nadie que se llamara Mage, y después de Roy, sentía que no podía confiar en nadie; no cuando se trataba de las cartas del tarot arcano.

Dos horas pasaron.

Elliot abrió la aplicación de notas y se puso a hacer lo que mejor sabía hacer: resolver rompecabezas y acertijos. Así duró un largo rato, atando cabos de una idea a la otra, determinado a arreglar la situación de alguna manera.

—Ehm... niño, ¿ya te sientes mejor? —le preguntó Imperatrix sentándose a su lado en la mesa—. Digo, porque tienes mejor cara...

Elliot le dedicó una sonrisa un poco torpe; estaba nervioso y aun se sentía culpable por su actitud de la tarde, pero, aun así, en ella podía verse que efectivamente estaba mejor que antes.

—Hoy es el último día antes de partir a América, así que tenemos que intentar resolver el acertijo de Senex esta misma noche...

Los ojos de Paerbeatus brillaron en felicidad al escucharlo decir aquello.

—¡¿Eso quiere decir que ya no estás triste, cachorro?! ¡¿Ahora si visitaremos a tu compañera de clases al otro lado del océano?!

Elliot rio con el comentario.

—No... Bueno, sí —corrigió entre risas—. Creo que... Si Astra estuviera aquí con nosotros, me diría que escuchara a las estrellas. ¿Sabes? Días atrás ella intentó advertirme de algo... Me pidió que fuera fuerte incluso a pesar de las desilusiones, así que supongo que se refería a esto. Ahora que no está con nosotros, es lo mínimo que puedo hacer por ella, por lo que haré el intento...

Iudicium, desde su puesto, observó a Elliot con atención, dedicándole una mirada de apoyo. El chico lo notó, y le asintió a lo lejos. Mientras tanto, los otros comensales lo ignoraban por completo; nadie decía nada...

«Persia y los orígenes del zoroastrismo; Templos del Sol presentes en muchas culturas; mitología egipcia con Ra y la Heliópolis; constante mención del fuego y el agua pura como elementos catalizadores de un ritual mágico muy poderoso...», anotaba en el teléfono y repasaba mentalmente. «Pero... ¿qué significa todo esto...? Acaso...».

Elliot sacó la carta de Senex de su bolsillo y la revisó con cuidado. Esta vez no quiso fijarse en la figura del filósofo griego, sino en el simbolismo de la antorcha que era representada por una llamita de luz morada que provenía de su índice.

—Senex —intentó invocarlo mentalmente, pero como la carta no estaba vinculada todavía a su mente ya que no le pertenecía, tuvo que repetir el proceso en voz alta—: Senex...

El viejo sabio apareció. Una vez más, todos ignoraron a Elliot, incluso a pesar de haber invocado al espíritu en voz alta. Aquello lo tenía un poco extrañado.

—¿Qué? ¿qué dices? —dijo el filósofo—. Ahh... conozco este clima. Me has traído a la tierra de los gigantes de hielo y de las historias más tristes... Lejos, por lejos muy lejos de adonde deberías estar realmente.

—Creo que ya lo descifré —contestó Elliot. Quería estar en lo correcto. Necesitaba estar en lo correcto por ellos... por sus amigos.

—Uhm... Pues ya sabes que son tres intentos. Así que, si yo fuera tú, primero me cercioraría de estar en lo correcto.

—Pues eso es lo que quiero —insistió el chico algo dubitativo pero decidido—. Cerciorarme de algo. Tengo la teoría de que pasar su prueba no será tan fácil como decir la respuesta de su acertijo... ¿o me equivoco?

—A ver, a ver... Escúpelo y te diré.

—Pues en todas las pistas que hallé sobre los hijos del Templo del Sol encontré únicamente rituales que hablaban de búsqueda interior, de espiritualidad a través del sacrificio y el esfuerzo, de religiones que adoraban la sabiduría de la experiencia y la lucha por la obtención del conocimiento vivido en carne propia... Es decir, si sumo eso a que su carta representa al Ermitaño de los mazos de tarot conocidos en mi mundo, creo que es muy evidente que su prueba nunca se trató de un acertijo y ya...

—Parece que estás comenzado a pensar de verdad. Interesante...

—¿El primer canto de un hijo del Templo del Sol suena como el canto de un... fénix... verdad?

Nei, te lo digo en norsk para que te sientes aclimatado. Te quedan dos intentos...

Elliot lo observó con menos dudas en la cabeza. Todavía tenía miedo pero sentía que cada vez estaba más cerca...

—Umm... Su acertijo... no tiene respuesta... Al menos no una que pueda ser dicha.

—¡Ahh! ¡Gloria a los Dioses del Fuego, hijos de la mente humana al ser liberada de los grilletes de la opresión del cielo...! ¡Precisamente, neófito, precisamente! ¡Ay! No dejes que me emocione tanto que me salto un latido...

Senex levantó sus manos como poseído por una euforia incontrolable y echó su cabeza hacia atrás mientras sus brazos estaban estirados hacia el techo. Casi parecía poseído por una deidad en un momento de misticismo interior. Tras diez segundos así, el viejo se acomodó una vez más y meneó la cintura de un lado al otro como si tuviera ganas de bailar...

—¡Qué quieres que te diga! —añadió—. Te queda un último intento, pero eso ya lo sabes....

Pero aunque Elliot no había dado con la respuesta que el viejo filósofo quería escuchar, sí había dado con la respuesta que él necesitaba escuchar.

—Entonces... supongo que tenemos un ritual que hacer —dijo por lo bajo sin mirar a Senex para que este no le fuera a tomar lo dicho como uno de sus intentos.

Al escucharlo aunque fuera de soslayo el viejo abrió los ojos con sorpresa y emoción a la vez. Tras darle una última mirada repleta de jovialidad y emoción, desapareció para regresar a su carta.

«Eso era...» reflexionó el chico. «Ahí estaba la clave del acertijo, la trampa... Las pistas siempre lo revelaron, pero no habría sido hasta experimentarlo que se revelaría. Ahora lo entiendo. No basta con conocer la respuesta y decirla; hay que vivirla...».

Elliot revisó una vez más el correo del Mr. Mage y terminó de hacer clic en su cabeza.

—Tenemos que ir al Cairo... A la Heliópolis —le dijo a Iudicium y a Imperatrix.

Ambos lo observaron con miradas de perplejidad, pero tras una sonrisa de lado por parte de ambos, y una canción de Amantium que se acababa de unir al interés del grupo, todos comenzaron a hablar...

—Estamos contigo —dijo el jazzista.

—Siempre quise conocer Egipto —añadió la artista.

—¡Será una noche divertida! —exclamó Paerbeatus.

Aleluya, aleluya —cantaba el adolescente—. Aleluya, aleluya...

Elliot sonrió un poco nervioso ante la posibilidad de volver a fallar, pero, siendo fuerte como Astra y Temperantia lo habrían querido, se sacudió el pensamiento.

Roy tenía razón cuando le decía que era un niño inmaduro jugando a ser un adulto y eso era algo que no podía negar ya más. Pero si quería en verdad conseguir cumplir su promesa con las cartas y enmendar sus errores, tendría que tomar las cosas en serio.

«La magia no es una bendición, Elliot... es una maldición», habían sido las palabras de Delmy y ahora Elliot podía entender un poco más a lo que se refería su amiga.

—Paerbeatus, ¿crees que podrías ayudarme a pedirle un huevo al encargado?

—¡¿Gallinas?! Huy no, ¡no, no! —exclamó Paerbeatus—. Yo soy alérgico a esos animales, y si después termino oliendo a pollo Recordatorio me va a querer comer...

—¿Para que necesitas un huevo de gallina, anciano? —preguntó Iudicium.

Elliot se encogió de hombros.

—Es... solo una corazonada... un presentimiento —dijo con algo de duda—. Tuve un sueño de Astra hace dos semanas con un huevo per la fortuna, según mi abuela... Sé que era una premonición; uno de esos sueños que Astra siempre me hacía ver sobre mi destino.

—Entiendo —dijo Iudicium mientras sus ojos se encendían y él desaparecía.

Tras un par de sonidos escandalosos provenientes de la cocina, misma a la cual corrieron rápidamente los encargados del lugar, el espíritu jazzista reapareció a un lado de Elliot llevando un huevo de gallina consigo.

—Anciano, no dejes que se rompa —le dijo.

—¿Lo robaste? —preguntó Elliot sorprendido.

—¡No se lo robó! —intervino Paerbeatus—. Cachorro, es evidente que lo puso... Por eso las alas.

Elliot se echó a reír con el comentario, dando gracias en secreto por los chistes de Paerbeatus. Gracias a ellos poco a poco se iba sintiendo mejor y el ambiente se empezaba a aligerar.

—¿Y ahora que haremos con eso, cachorro? —añadió Paerbeatus de inmediato—. ¿Una tortilla? Porque si es así, déjame decirte que te hacen falta otros ingredientes como papas, cebolla y...

—No, Parby, ahora iremos al Cairo —lo interrumpió Elliot—. Estoy seguro de que el huevo es algo que hará falta para el ritual.

—¿Ritual? —dijo Paerbeatus—. ¿Qué ritual?

—No lo sé —contestó el chico—. Supongo que sí haremos una tortilla, pero será una muy especial...

En su teléfono ya sólo faltaban unos pocos minutos para que se cumpliera el plazo de Raeda, y él estaba decidido a no dejarse derrotar ya ni por el tiempo ni por Roy ni por nadie más... Mucho menos por él mismo.

─ ∞ ─

Habían pasado las cinco horas. Raeda ya estaba en forma para viajar otra vez.

—Rider, discúlpame, pero... Necesito que por favor me lleves al Cairo...

Elliot pensó que Raeda se resistiría a la petición o que, en venganza, abriría una de sus puertas diminutas, pero no pasó ninguna de las dos cosas. Cuando el espíritu chasqueó los dedos apareció una puerta común y corriente de color morada, como todas las que siempre aparecían. Elliot estaba agradecido, pero apenas el marinerito había terminado de hacer su trabajo, desapareció sin más. Iudicium se colocó a su lado.

—Solo tienes que darle tiempo, anciano —dijo—. Raeda es muy temperamental, pero ya se le pasará.

Tenía puesta una de sus grandes manos sobre el hombro del muchacho de manera paternal. Elliot se giró para ver sus facciones de piel morena y ojos morados, con una barba que le daba un aire descuidado que acentuaba a la perfección su estilo bohemio de jazzista del medio oriente, y negó con la cabeza.

—Tiene toda la razón de estar enojado conmigo después de lo mal que lo traté —dijo.

Iudicium enmarcó su mirada perspicaz sobre los ojos del chico.

—Es bueno que lo sepas —contestó con cierta voz de reproche, aunque todavía trató de sonar afable—. Todos cometemos errores, pero no son estos los que nos definen. Sí lo hace, en cambio, las acciones que tomamos para corregirlos. No puedes echar abajo toda una torre de buenas acciones sólo por un ladrillo desgastado en la punta.

Elliot le sostuvo la mirada por un instante sin saber qué decir o qué hacer hasta que, al final, no pudo más que suspirar y apartar la mirada con pesadumbre.

—Será mejor que sigamos —dijo mientras caminaba en dirección a la puerta morada frente a él para accionar el picaporte—. No podemos desperdiciar la magia de Rider.

—¿Tienes alguna idea de lo que vamos a hacer en el Cairo una vez que estemos allá? —preguntó Imperatrix apareciendo a uno de sus lados.

Esta vez apareció vestida con un atuendo ligero que parecía una versión moderna de las vestimentas tradicionales de la Reina Cleopatra.

—No, realmente no —confesó Elliot mientras abría la puerta y cruzaba al otro lado.

Aquella sensación siempre lo dejaba perplejo a pesar de la cantidad de veces que ya había usado los portales de Raeda. Simplemente era algo increíble; cómo en un momento estaba perdido en medio de un bosque de Noruega y un paso más adelante estaba en el callejón de una ruidosa y polvorienta calle del Cairo islámico...

Ahora Elliot estaba en la calle del mercado de Jan El Jalili. Raeda lo había dejado muy cerca del centro antiguo y había muchísimas personas en la calle, por lo que pasar desapercibido no era un problema.

«Lo único que sé de la prueba de Senex es que tiene que ver con los fénix, un huevo, agua pura, un ritual y el Sol...», reflexionaba a sus adentros.

—¿Paerbeatus, puedes sentir algo extraño? —preguntó.

—Nada, cachorro... nada de nada.

—¿Y qué hay del mensaje que recibiste? —intervino Iudicium de nuevo.

—No lo sé. El correo es desconocido y sólo decía que viniera al Cairo. Estaba firmando por un tal Mr. Mage.

Los taxis, tradicionales y modernos a la par, circulaban rutinariamente por la calle atestada de personas que iban y venían sin cesar. A lo lejos, Elliot podía divisar aun la silueta de las altas torres de aguja y la gran cúpula de la ciudadela de Saladino. La arquitectura era una mezcla entre lo rústico y lo artístico que a Elliot le parecía fascinante.

—Ese fue el hombre que te ayudó a encontrar la carta de Senex en Turquía, ¿cierto?

—¿Te refieres a la guía de Etiopía? —dijo Elliot; Iudicium asintió—. Si mal no recuerdo —continuó el chico—, sí, ese fue el nombre que ella mencionó. Dijo que la había enviado el Mr. Mage para ayudarme.

En el horizonte ya se podían ver las oscuras aguas del Nilo y la alta silueta de cristal que era la torre del Cairo. La ciudad era inmensa y, al pensarlo, en realidad Elliot no sabía qué hacer. No tenía ninguna pista concreta que lo ayudara a encontrar la respuesta al acertijo.

Resignado a su falta de claridad sobre lo que había que hacer a continuación, Elliot ubicó entre la multitud a un grupo de hombres uniformados, y se encaminó hacia ellos con la intención de pedir indicaciones de cómo llegar a la Heliópolis desde allí.

Pero antes de llegar a donde estaban los hombres hablando y mirando de un lado al otro con suspicacia, una mano le aferró por la espalda desde la multitud de la calle. Cuando Elliot se giró, se encontró de frente con un par de ojos negros elegantes que lo miraban con cautela...

—Esa es una mala idea, míster —le advirtió la mujer.

Su rostro y su voz eran muy familiares. Era la misma que lo había ayudado en Turquía.

—¡Usted...! —dijo Elliot, pero ella lo interrumpió.

—Mire —contestó ella.

Mientras tanto apuntó con ligero movimiento de cabeza hacia los hombres con los que Elliot quería hablar hacía apenas unos instantes.

—Son del Instituto de Conservación Histórica y Arqueológica LUXOR, míster —dijo la mujer—. ¿No se habrá olvidado del desastre que causó en Etiopía, no?

Elliot asintió con vergüenza. Ciertamente, si la mujer no estaba mintiendo, aquellos hombres eran parte de la organización que lo había atacado en el valle de las Estelas en Aksum con magia y hasta con una Quimera. Lo más inteligente era asumir que estos individuos eran virtuosos también como los de aquella vez. Sin más demora, la mujer lo empujó disimuladamente sacándolo de la calle y haciéndolo caminar junto a ella.

—Me alegra que haya recibido mi mensaje y que haya decidido venir, míster Arcana.

—¿Fue usted la que mandó el mensaje? —dijo él confundido.

Ella asintió.

—Mi jefe, el míster Mage, me pidió que me contactara de nuevo con usted en su nombre para continuar ayudándolo como la última vez. Suba, por favor —dijo cuando llegaron a una camioneta aparcada al otro lado de la calle.

Elliot dudó un poco.

—No tiene que preocuparse, míster. Mis intenciones sólo son las de ayudarlo —dijo ella al ver la desconfianza en los ojos del chico—. El míster Mage es su aliado, créame.

Al ver que Elliot no se movía, la mujer comenzó a abrir todas las puertas del auto para que Elliot pudiera ver dentro de este y así comprobar que no había nadie más allí que ellos dos. Luego tomó su cartera y se la tendió.

—Puede revisar... No hay armas, soy amiga —dijo tendiéndole la prenda con insistencia—. Soy una amiga...

Su acento era muy marcado; tanto que a veces sonaba un poco gracioso, pero sus ojos parecían estar diciendo la verdad. Lo cierto del caso es que Elliot tenía la sospecha de que ya ella lo había estado esperando y que de alguna forma sabía dónde iba a aparecer él.

—No quiero sonar grosero, pero, me podría recordar su nombre, por favor —pidió Elliot amablemente mientras le devolvía el bolso después de asegurarse de que no llevaba ningún arma con ella.

—Kiar... Mi nombre es Aster Kiar, míster Arcana.

—Y, ¿a dónde quiere llevarme exactamente, señorita Aster? —le preguntó mientras se subía al auto y se colocaba el cinturón de seguridad.

Ella hizo lo mismo y encendió el auto con tan solo apretar un botón. Después lo miró de reojo por un instante para dedicarle una sonrisa amistosa.

—A la Heliópolis, por supuesto. ¿Acaso no es allí a donde necesita llegar? ¿Al Templo del Sol?

Elliot la miró con extrañeza, como si la mujer se estuviera burlando de él.

—Pero ese Templo del Sol ya no existe... Lo sé porque estuve investigándolo desde hace mucho tiempo. Toda la Heliópolis desapareció hace siglos, de hecho —dijo Elliot con voz de sabelotodo; algo que hizo reír casi con rudeza a la mujer.

—Míster Arcana... ¿Es que de verdad no se ha dado cuenta aún? —preguntó ella con amabilidad.

—No entiendo a qué se refiere —contestó el chico.

Ella se giró para verlo directo a los ojos.

—No es la Heliópolis de este mundo la que usted necesita, míster Arcana —añadió Aster Kiar con entusiasmo y algo de misticismo en la voz—. Es la del otro mundo a la que tiene que llegar...

Y con ese nuevo retazo de información, Elliot obtuvo todos los elementos que necesitaba para completar el acertijo.

—La Heliópolis del Otro Mundo, claro —dijo casi por reflejo.

Se estaba reprochando por haber sido tan tonto y no haberlo pensado antes por sí mismo. Ahora que ya tenía la idea en la cabeza, todo se había iluminado como si el sol hubiera salido por fin para él después de una tormenta extenuante.

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