Capítulo 55: Donde todos los hilos se encuentran

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—Vamos, ¿qué están esperando ustedes dos? —instó Fortuna desde su prisión con exasperación.

Delmy se sobresaltó. Era casi como si pudiera ver la cara de confusión que tenían Elliot y Rubenazo en aquel momento a pesar de estar completamente aislada en su sarcófago de metal. Todavía seguía preocupada por el resultado del intento de duelo anterior...

—¡Dejen de perder el tiempo y vuelvan a comenzar de una vez! —insistía Fortuna.

Era increíble...

Apenas minutos atrás Elliot acababa de hacer una tirada perfecta, lo que según las reglas modernas del Siete de la Suerte, supone una victoria automática. Pero si bien la suerte de principiante podría haberle servido a Elliot únicamente para dicha jugada, o incluso si aún le hubiera quedado algo de ella para este segundo duelo, ganar una partida de Siete de la Suerte sin saberse las reglas era algo que resultaba prácticamente imposible. Y eso Delmy lo sabía bien, pues el Lucky Seven nunca fue un juego por el que sintiera devoción particular, por más que a todos en el Conservatorio se les enseñara desde pequeños.

—¡CHICOS! ¡POR FAVOR! —insistió Fortuna una vez más, esta vez evidentemente impaciente.

Al escuchar el desespero en su voz, tanto Elliot como Rubenazo obedecieron. No era tiempo de entender lo que estaba pasando, sino de volver a jugar y punto. Así fue; los mazos rápidamente se barajearon por arte de magia en el aire antes de permitirles tomar una nueva primera carta.

—¿Realmente creen que el caro pueda salir bien parado de esta prueba? —preguntó Amantium algo preocupado.

Todos estaban cerca unos de los otros, rodeando a Delmy.

—¡El niño no es tonto, por el Creador! Si pudo pasar mi prueba, es obvio que esta estupidez será pan comido para él —comentó Imperatrix con desdén.

—Uhm, no lo sé —comentó Delmy bastante más sombría de lo que le habría gustado—. Con el Siete de la Suerte nada es seguro. Además, el garoto no conoce las reglas, y es muy probable que...

—Eso no es del todo cierto —la interrumpió Senex lánguidamente.

Delmy se giró a verlo con sus ojos negros fijos en él en busca de una esperanza. El anciano acariciaba con pereza a la polluela de fénix que dormía entres sus manos.

—Recuerdos hay en su cabeza que no están tan empolvados, y eh, digo empolvados, cubiertos de polvo y suciedad como los libros de esa vieja librería anticuada que tanto le gusta, esa que está en el sistema de mazmorras modernas que llaman "escuela". ¡Bah, como sea, ya le llegará la chispa! Listo es y listo está, el chiquillo...

Delmy no supo qué decir porque realmente dudó de haber entendido lo que el anciano le acababa de contar. Su sorpresa fue tal que Iudicium intervino para calmarla, posando una de sus grandes manos en su hombro, haciéndola girarse.

—El anciano ha salido de cosas peores —le dijo con calma—. Créeme. Ahora toca confiar en él.

Delmy suspiró. Sus ojos regresaron una vez más al alargado patio de juegos donde el duelo estaba a punto de reanudarse. Acto seguido Rubenazo proclamó su nueva primera carta con altanería y una sonrisita odiosa en los labios.

—¡JA! ¡Ya perdiste imbécil! —le gritó a Elliot, quien aguardaba cautelosamente al otro lado de la palestra—. La primera carta a la que llamo al campo es...

El chico pedante hizo una pausa dramática para crear tensión y saborear su ego mientras se burlaba en silencio de Elliot...

—¡La Fortuna!

La carta salió volando arrogantemente desde sus dedos lanzada justo al centro del campo. Una vez más se transformó en el aire, expulsando al dibujo que la representaba en un haz de luz y plástico desintegrado. La criatura que tomó lugar por ella era una zorra pelirroja, de cuerpo esbelto y piernas ágiles, con ropa de faraona egipcia cubriendo su cuerpo mitad humano, mitad bestia. Llevaba un enorme tocado ptolomeico como si se tratara de una miembro de la mismísima dinastía de Cleopatra. A la vez, la figura semihumana no dejaba de jugar despreocupadamente con lo que parecía un denario, una moneda de oro romana, arrojándola al aire una y otra vez.

—Ya comenzamos —jadeó Delmy desde su asiento en las gradas.

Por más que lo intentaba, no podía alejar la sensación de mal presentimiento que se le estaba formando en el pecho. Y por experiencia propia, si bien nunca aprendió a controlar esos sentimientos de miedo y angustia que le producían (o el resultado de dichas corazonadas), las cosas eran indistintamente acertadas o equivocadas cuando se trataba de seres queridos. En pocas palabras, el destino quería hablarle, pero ella sentía mucho miedo para escucharlo.

—Hey tú, niño —exclamó Rubenazo.

Mientras tanto la zorra ocupó su lugar en el trono que yacía sobre la pirámide mesoamericana a su espalda, ante la vista de todos.

—Parece que la buena fortuna está de mi lado, ¿no lo crees así? ¡O tal vez, simplemente es el destino...!

De inmediato MammaRabbi comenzó a reír como si Rubenazo acabara de decir el mejor chiste del mundo. Delmy bufó fastidiada. Rubenazo no sólo no se molestó por la intervención de su amigo, sino que también infló el pecho con orgullo de una forma tan ridícula que casi parecía una paloma.

—¡Mi destino! —añadió exultante.

«Mi destino...» pensó Elliot mientras su mano se acercaba al mazo de cartas y tomaba la del tope, su nueva primera carta, la que según la tradición tarotista de la adivinación se suponía que le mostraría su lugar en el mundo del tiempo presente, el primer arcano que regiría sus movimientos ante los designios del destino. Y cuando retiró la carta por el inverso y la volteó ante sus ojos para descifrar cuál era el mensaje de los arcanos, nada grata fue su sorpresa.

«Mmmm, la Muerte... ¿Qué...? ¿Qué significará?», no podía dejar de pensar.

Frente a sus ojos estaba la imagen de una pantera con un pelaje tan negro como la tinta cubriendo todo su cuerpo antropomorfo. El felino llevaba consigo una enorme guadaña afilada, mientras que sobre su cuerpo pendían adornos hechos de obsidianas y plumas negras, así como un sobretodo oscuro y roído con capucha cubriendo la parte alta de su cráneo. Los ojos del felino eran perturbadoramente azules, y estaban fijos en los de Elliot tal como solían estarlo los ojos de Mors, el único espíritu que aún a estas alturas no le había puesto una prueba de valor.

—Mi primer arcano es La...

Elliot tenía la garganta reseca. Por más que lo intentó no pudo dejar de sonar inseguro, lo que hizo que las burlas de Rubenazo no se hicieran de rogar. No le importó, aun así. Lo cierto era que con aquel arcano entre sus dedos, en lo último que pensaba era en Rubenazo y sus insultos.

—¡M-mi primer arcano es el arcano de la Muerte...!

Rápidamente la soltó, la carta voló sobre el aire, deslizándose a varios metros sobre la arena y revoloteando tímidamente hasta alcanzar el centro de la palestra, donde se transformo en su efigie espiritual e inundó todo a su alrededor con un aura perturbadora. Raeda, desde las gradas, no se intimidó en lo más mínimo. En cambio, estaba haciendo una trompetilla con los labios.

«La Muerte... Death... ¿La... Mors?»

La mente de Elliot no podía despegarse de los recuerdos de los ojos morados de Mors en medio de la oscuridad del ático de la casa abandonada de Bergen, y cómo aquellos ojos le habían arrancado un escalofrío de verdadero pánico a su cuerpo. Esa era la única vez que el espíritu de la carta se había mostrado ante él, y también fue la primera vez que se tropezó con los ojos ciegos de aquella fantasma.

—Pero qué pedazo de mierda —se burló Raeda—. ¡De todos los arcanos le salió el más inútil y sencillo de vencer, pff! Lo siento por ti, duendecita, espero que de verdad no puedas ver nada de lo que pasa aquí afuera, porque esto será vergonzoso.

Nadie podía verlo, pero el rostro de la elfa era uno de molestia y fastidio total.

—Creo que esto sonará como amenaza, pero igual lo diré —comentó mientras su voz hacía eco y rebotaba dentro de su prisión de metal—. Si vuelves a hablar, marinerito, vas terminar como Paerbeatus...

—Uhh, si eso hace que lo disfrutes más, ¡por mí no te detengas! —contestó el niño de una forma que sería imposible para un verdadero niño de su edad.

De vuelta en la palestra el arcano de la Muerte se sentó en su trono, y apenas segundos después se volvió a escuchar la voz de Fortuna.

—Ahora que todos están en sus puestos, sólo tienen que tomar otra carta, decir su nombre y tirarla al campo —anunció Fortuna—. Dos, tres... ¡ya!

Al instante Rubenazo hizo lo que la elfa decía, pero a Elliot le tomo un segundo más salir de su trance.

«¡No es momento para pensar en Mors!», se recriminó. «Solo tengo que concentrarme y prestarle atención a lo que está frente a mí. Una carta a la vez...».

—¡Mi carta es la Luna y su número es dieciocho! —gritó Rubenazo.

Del vuelo de la carta hacia la arena se materializó un enorme hombre-lobo de pelaje plateado, con un collar de perlas y caracoles sobre su pecho, una tabla de surf roja en una de sus manos, y unos ojos grises aguerridos, salvajes.

—Mi carta es La Fuerza —contestó Elliot—. Y su número es el once.

Por su lado del campo apareció un tigre humanoide vestido de Marine norteamericano, de esos que parecen sacados de alguna película de la Guerra de Vietnam en un típico traje de camuflaje verde oscuro, con las mangas arremangadas y un cigarrillo entre sus labios, y por supuesto una carabina M16 entre sus manos. El pelaje negro y anaranjado que se colaba entre los botones desabotonados de su camisa y de sus antebrazos desnudos le hacía ver imponente y peligroso.

—Mi carta es más alta que la tuya así que me toca mover primero, ¡perdedor! —anunció Rubenazo excitado —. Destruye a su tigrito, vamos... ¡Ataca a la Fuerza, Luna!

Delmy, al escucharlo, soltó un largo suspiro de alivio.

—Es una suerte que los dos sean tan ignorantes —comentó Imperatrix en una mezcla de indignación y orgullo al ver cómo el lobo de la Luna embestía al muro de fuerza que era el tigre de Elliot sin lograr moverlo ni un centímetro de su lugar.

Fue suficiente que dijera aquello para ganarse el castigo de Fortuna, quien le selló los labios con una cinta al igual que a Paerbeatus (muy a pesar de la imperiosa estupefacción de Imperatrix).

—Sin comentarios del público —dijo la elfa con voz monocorde—. La Luna no le hace nada a la Fuerza, Rubén. Strike para el arcano, ya sólo le quedan dos intentos de ataque. Si los gastas, se va para el calabozo.

—¿QUÉ? ¡¿Cómo que no le hace nada?! —protestó el chico exaltado—. ¿Y qué se supone entonces que deba hacer con una carta inútil, ah? ¡Su número es mayor, por lo que se supone que es más fuerte!

La indignación de Rubenazo era tal que tenía la cara completamente roja.

—¡Ay no! ¡Ya se le saltó la vena de la frente! —se lamentó MammaRabbi.

—¡Agh, como sea! ¡Que se vaya al calabozo! —ordenó Rubenazo—. Una carta de mierda no me sirve, y a los inútiles es mejor hacerlos pagar por sus errores...

Al instante en que Rubenazo terminó de dar su veredicto se abrió en el lado opuesto de las gradas una fosa de la cual salieron cadenas que envolvieron de manera dolorosa el cuerpo del lobo de La Luna, quien no pudo evitar aullar lastimeramente. La imagen era cruel y atroz, pero tanto Elliot como Delmy se supusieron a sí mismos que se trataba únicamente de una representación visual, de una ilusión...

«¡¿Verdad?!»

Ambos se preguntaron aquello preocupados por los espíritus que habitaban en las cartas de Fortuna. Antes de que nadie pudiera terminar de procesar lo que estaba pasando, las cadenas arrastraron al lobo al fondo del abismo, y este desapareció como si nunca hubiera estado allí. Nadie dijo nada. Fue Fortuna quien tuvo que romper el silencio.

—Es tu turno equipo felino, ¿qué vas a hacer con tu carta?

Pero Elliot no la escuchó. Sus ojos estaban clavados en el lugar donde habían desaparecido el arcano de la Luna de Rubenazo y la fosa, y en su mente, el lamento de la bestia seguía repitiéndose como en un bucle de demencia, superponiéndose con los lamentos de Raeda en sus recuerdos...

Edgeøya, Svalbard, Noruega, Temperantia, Astra, Roy... Raeda sufriendo. Lo mismo pero distinto, lo mismo, pero en otra oportunidad, en América, con otras cartas, con otro dueño. Sí, por más que lo intentaba, Elliot no podida dejar de pensar que él había actuado exactamente como lo estaba haciendo el chico frente a él: con egoísmo, y sin considerar los sentimientos de los espíritus. Había maltratado a Raeda hasta el punto en el que el marinerito no fue capaz de mantener el control de su cuerpo a causa del dolor.

«Y es por eso que todavía sigue tan molesto conmigo...».

—Y-yo... —tenía la garganta seca y la lengua áspera.

—¡Creo que alguien se va a mear en los pantalones! —se burló Rubén con desdén y malicia.

Elliot despegó los ojos del suelo y volteó a verlo con mirada perdida.

«Yo no soy distinto de Rubenazo...», le escupió su mente, pero justo en ese momento, un pulso en su corazón lo hizo agitarse. Era algo, no sabía qué cosa exactamente, pero era algo que, por un segundo, lo hizo sentirse vivo y apenado, pero lleno de calor, de una tenue chispa de alivio y melancolía a la vez. Elliot giró buscando una razón, y lo único que pudo hallar a la vista eran las figuras excéntricas y coloridas de sus amigos espíritus, todos sentados en las gradas de piedra mientras lo vitoreaban y apoyaban de lejos...

Elliot aún podía ver los hilos morados, los hilos muy delgados que lo unían con las cartas que aguardaban al interior de la doncella de hierro en la que Fortuna se refugiaba asustada. No era justo, pensó Elliot. No era justo que alguien tuviera que tener miedo, que alguien tuviera que aprisionarse a sí mismo, a sí misma, para poder respirar sin dolor, para estar de pie, para vivir e intentar ser quien se suponía que debía ser. Aquello le dio otro impulso.

«Vamos, Elliot... No se trata de lo malo que has hecho, sino de lo bueno que puedes hacer... Se trata de lo noble que puedan ser las intenciones de tu corazón», y casi como si aquellas palabras fueran prestadas de la boca o la mente, o el espíritu de alguien más, Elliot las repitió muy bajamente, apenas sacándolas para sí mismo de sus labios. «¿Krystos?», pensó. «Probablemente... o... ¿qué...?».

Faltaba algo, algo importante, algo llamándolo, pero no era momento de descifrarlo. Ahora tocaba continuar con la jugada.

—Yo convierto mi carta en edecán —dijo al final con más seguridad.

El tigre respondió moviéndose con rapidez a pesar de su gran volumen. Elliot se sorprendió un poco al ver cómo el tigre asumía una postura defensiva, apuntando su carabina hacia adelante y en pose amenazadora, justo a su lado, cubriéndolo como si fuera su guardaespaldas. Se veía sólido e impenetrable, rudo, pero a la vez protector.

Elliot no pudo evitar pensar cómo sería el espíritu de La Fuerza de su tarot mágico real, el que intentaba reunir. ¿La tendría Noah? ¿Estaría libre por el mundo como Paerbeatus y la mayoría? Tampoco pudo evitar pensar que era una lástima si al igual que todas las otras cartas, esta también había sufrido a manos de dueños inescrupulosos.

«¡Concéntrate en el duelo, Elliot!», trató de animarse mentalmente a sí mismo. «¡Ya casi lo arruinamos todo al pedirle el autógrafo a Sweet Mia! Aunque si no lo hubiéramos hecho, Colombus probablemente seguiría molesto con nosotros por mucho más tiempo, y... y tampoco es justo con él. Lo cierto es que él es tan amigo mío como Parby y los demás, así que es algo bueno que hayamos podido conseguirle un regalo tan genial... ¡Pss, el duelo! ¡Vamos, el duelo!».

Su mente daba vueltas de un lado a otro. Le resultaba difícil concentrarse, pero entonces, una vez más, el recuerdo de Temperantia lo sacudió. «Resolver esto será como resolver el acertijo de las mariposas sin color de la Isla de Man», pensó. Las imágenes del aquel inolvidable amanecer, y de esos mismos colores que avistó en el atardecer poco después de la charla con su padre y la Tía Gemma sobre irse a Hong Kong, le asaltaron, pero no lo hicieron de mala gana.

En realidad, fueron lo que Elliot necesitaba para enfocarse una vez más en lo importante, en el presente, en lo que tenía justo adelante: «Pff, no será tan difícil. Sólo debo mantenerme concentrado. Es evidente que Rubenazo no está prestando atención a las reglas, pues si lo hubiera hecho sería capaz de recordar que apenas hace unos minutos mi Ermitaño fue capaz de doblegar a su Fuerza, lo que significa que esa es la combinación de ataques entre esos dos arcanos. Ahora, la Luna... ¿A quién doblegará la Luna?».

Los ojos de Elliot buscaron instintivamente al anciano que estaba sentado en las gradas junto a los otros espíritus de ojos morados. «Senex es el Ermitaño, así que si Noah tiene a la Fuerza podré vencerlo a él también, así como...» su mente quería ocuparse de muchas cosas a la vez, trabajaba a mil por hora, y si bien saltaba de un lado a otro, lo mismo servía de recordatorio para refrescar el porqué era tan importante vencer a Rubenazo. «¡Así como Noah se las arregló para doblegar a Paerbeatus con la ayuda de Adfigi Crucis antes del laberinto de hormigas!».

El recuerdo le llegó de golpe con mucha claridad. Los ojos de Adfigi Crucis estaban nuevamente fijos en Paerbeatus mientras este entraba en una especie de trance y una luz intensa lo llenaba todo mientras el mundo se volvía frío y se cubría de nieve. Elliot lo podía ver todo con claridad, tan claro como si hubiera viajado en el tiempo, aunque esto fuera imposible... ¿verdad? ¿O acaso Elliot estaba comenzando a despertar en sí mismo la chispa de la magia?

¿Cómo es que podía ver en las paredes de su mente aquello con tanta claridad, aquel momento, ese instante en el que dos espíritus del tarot arcano colisionaron como trenes indetenibles por primera vez ante sus ojos? «¡Ahora todo tiene sentido!», pensó. «Si el mago que creó a Paerbeatus y Astra y Temperantia, y a todos, es el mismo que creó el juego que estamos jugando... ¡Es obvio que las reglas son las mismas, o al menos muy parecidas!».

Casi en medio del raro trance, otro recuerdo apareció ante su mente, uno no tan lejano...


«Espero que disfrutéis del juego

que he creado para vosotros,

temerarios que han decidido

jugar con mis cartas.

Para salir de este laberinto

deberéis actuar como el Loco

o dejaros guiar por la

sensibilidad del Ahorcado.

La decisión es vuestra.

Al final sólo puede haber un ganador...

o quizás ninguno.

De cualquier manera,

espero que os divirtáis.

L.A»


Aquellas eran las palabras escritas en la carta que Elliot halló en sus bolsillos aquella noche, en medio de la nieve, en el entremundos de alguna vereda aislada de la autopista a las afueras de Caen. El corazón le palpitaba agitado, la sangre le corría violentamente por las venas, sus ojos estaban azules, muy azules, más azules que nunca; brillaban exaltados, eufóricos, vibrantes; llenos de vida y magia, rebosados en el caldo de su espíritu, impetuoso y perspicaz. Delmy, quien veía a Elliot desde su asiento en las gradas, sabía que su amigo en ese momento tenía los ojos más abiertos que nunca antes en su vida.

—Siguiente turno, tomen una carta —indicó Fortuna.

Ambos chicos obedecieron al mismo tiempo.

—¡Ay, por favor, pero qué mierda es esta! —masculló Rubenazo al tiempo que lanzaba por el aire la carta entre sus dedos con fastidio—. Invoco a la carta siete, el Enamorado.

De inmediato la carta se materializó y tomó la forma de una hermosa chica con cabeza de Golden Retriever, lazos rojos en sus orejas, y un vestido de tul rosado muy vaporoso sobre su cuerpo en sandalias. La ternura que rebosaba aquella imagen hizo que Amantium suspirara con emoción.

A Elliot aquello le hizo mucha gracia, pues estaba seguro de que el espíritu adolescente no podía estar más complacido de ver a su contraparte perruna en el campo de juego. Por su parte, a Rubenazo no le hacía gracia alguna la imagen de la perrita princesa.

Pero aunque Elliot se dio la oportunidad de sonreír, al instante siguiente sus ojos volvieron a la carta que había sacado, justo antes de llamarla al campo. No podía creerse la ironía de la tirada.

—Yo invoco a la Fortuna —anunció Elliot

De inmediato Paerbeatus comenzó a aplaudir como loco por la felicidad

—Número diez.

«Sería increíble que Rubenazo me pudiera quitar a la Fortuna», reflexionó Elliot con rapidez. «De esa manera yo podría descubrir qué carta necesito para quitarle la suya, tratándose de su arcano mayor, y la más importante de todas...».

En el campo se materializó un gato pardo de grandes ojos verdes que llevaba sobre su cabeza un enorme sombrero negro con un gran siete bordado de manera escandalosa. Era pequeño y vivaz, y llevaba un lanzador de dados en una mano (aunque este parecía más bien una pistola), y una rueda de juguete en la otra, como si fuera una especie matraca circular. Lo más singular, sin embargo, eran sus ojos sobrados y arrogantes, que sonreían sin sonreír con el hocico en un gesto intimidante ante Rubenazo.

«Sólo hay una carta que doblega a la Fortuna, una de veintidós... Y esa es justo la que necesito, pero... ¡¿cuál será?!».

—Veo determinación en los ojos del chico —comentó Senex en las gradas—. Parece que la luz del fuego no sólo chamusca en su interior.

Iudicium asintió complacido ante las palabras del viejo sabio. Delmy, por su parte, los veía confundida, pero aunque no sabía por qué, algo le decía que no era mentira lo que decía Senex. Elliot sí se veía muy, muy concentrado en ganar el duelo.

Cuando el gato terminó de materializarse le hizo una reverencia elegante al público, bamboleándose a lo hispánico como todo un torero, y quitándose el sombrero con formalidad para dejar ver sus orejas con solemnidad.

La escena fue mucho para Paerbeatus, quién enseguida saltó en dirección a la palestra como un fan arrebatado, por más que sus pasos fueran interrumpidos por una cuerda que le amarró los pies y lo tumbó al suelo de golpe.

—¡AAYY! ¡Lo siento mucho muchísimo, Paerbeatus! —dijo Fortuna con evidente dolor, como si realmente lamentara lo que acababa de hacer; su voz sonaba opacada por el metal de la caja que la tenía encerrada—. Pero sólo las cartas del juego y los duelistas pueden entrar en la arena, así que pórtate bien y quédate tranquilo...

Sin embargo, Paerbeatus no quería darse por vencido en sus intentos por alcanzar y tocar al gato, por lo que comenzó a arrastrarse como una lombriz por la tierra hasta que más cuerdas salieron de la nada y lo suspendieron en el aire a fuerza de un intrincado sistema de nudos y amarres. Paerbeatus no le hizo caso y luchó con los amarres, pero todos sus intentos fueron inútiles por lo que comenzó a gritar, o por lo menos eso intentaba, ya que la mordaza de cinta adhesiva impedía que sus gritos se escucharan.

—¡No, no es así! ¡Te lo juro por mi gran Yato-sama! —se lamentó la chica elfa como si pudiera haber entendido los reclamos del loco—. De verdad me gustaría que las cosas fueran diferentes, Paerbeatus, pero hasta que el juego no termine no puedo dejarte libre. La Fortuna es mayor que los Enamorados, así que los felinos van primero en este turno.

Elliot veía todo con absoluta tristeza y preocupación.

—¡Prometo que esto terminará pronto, Parby! Sólo aguanta un poco allí, ¿sí? —le pidió Elliot a su amigo mientras lo veía a los ojos.

Paerbeatus sólo asintió apenado. Tan sólo con sus gestos, Elliot casi pudo escucharlo decir: «lo sé, cachorro».

—¿Par... by? —jadeó Fortuna como si de repente se hubiera quedado sin aire en todo su ser—. ¡¿Le dijiste Parby a Paerbeatus?! ¡¿PARBY?! AY, ¡¿cómo una cosita encantadora y chiquita?!

—Más como un renacuajo atolondrado y estúpido, pero estuviste cerca, preciosa —comentó Raeda con sarcasmo en la voz.

A Fortuna esto no pareció importarle en lo más mínimo, porque antes de que nadie pudiera reprender al marinerito, ella había soltado un gritito tan agudo que, de no haber estado encerrada en su prisión de metal, habría sido de los sonidos más irritantes que Elliot hubiera escuchado en su vida. Era evidente que la felicidad había regresado a su cuerpo.

—¡Qué continúe el duelo! ¡QUE CONTINÚE EL DUELO! —exclamó.

—Ahm, mueve el culo, imbécil. No tenemos todo el día para esperar por ti —apremió Rubenazo con soberbia.

«Estoy pensando, Rubenazo... Un concepto que a lo mejor no conoces, pero que sí existe...» pensó Elliot mientras veía al gato de la Fortuna frente a él. La criatura lo veía atento, a la espera servil de sus órdenes. «Si este es un juego de veintidós cartas, eso significan veintiún turnos descontando la carta inicial... Por lo tanto, tengo que calcular muy bien mis movimientos. Si me equivoco y muevo la carta que necesito a donde no debo, estoy perdido...».

Los ojos de Elliot se movían rápido por el campo mientras en su mente sacaba cuentas de todo lo que había pasado hasta ahora en el duelo.

«Veamos, mis opciones son reservar las cartas en el fuerte para intercambiarlas luego por el Loco, utilizarlas para interceptar ataques, o para defender mi arcano... o enviarlas al calabozo para impedir que mi contrincante pueda usarlas contra mí. Mmm... tengo a la Fuerza como edecán de mi arcano de la Muerte, pero él mandó a su Luna al calabozo y ahora no hay nadie cuidando a su arcano mayor. Eso tiene que ser bueno, ¿no? Supongo que los poderes de la Fortuna, y por ende de la carta diez, podrían tener algo que ver con la suerte...».

—QUÉ TE MUEVAS, COÑO —gritó Rubenazo enfadado, ya irritado por la espera.

Elliot lo ignoró una vez más. Por más que buscaba entenderlo todo al instante, la mente no le daba. Todavía faltaban muchos datos, mucha información, muchas cosas por saber de las reglas y las combinaciones para saber cómo armar una estrategia, incluso en caso de que esta pudiera ser efectiva. «A veces solo debemos confiar en el destino y dejar que las cosas pasen». Eso era lo que siempre le decía la tía Gemma cuando lo veía agobiado o preocupado por algo. «Mmm... confiar y esperar...».

—Sólo debo confiar y esperar —repitió Elliot con calma, pero a la vez con un extraño presentimiento en el pecho.

—¡¿Al fin vas a hacer algo?!

—Amigo de Parby —intervino Fortuna finalmente—, si no haces un movimiento en los próximos treinta segundos, tendré que descalificarte... así que... HAZ UN MOVIMIENTO —finalizó ella imperante al igual que Rubenazo.

Algo en Elliot le decía que, probablemente, en las palabras de su tía podía encontrar un significado más importante que le sirviera para descifrar lo que necesitaba para ganar aquel duelo. «¿Pero el qué? ¿Qué es lo que no estoy viendo, tía? ¿Qué debo hacer para capturar la Fortuna?».

—Ya, ya... Voy a mover mi Fortuna al fuerte —declaró Elliot finalmente.

De inmediato el gato de la suerte se movió con elegancia hasta sentarse en uno de los primeros escalones de la pirámide sobre la que gobernaba la pantera de la Muerte de Elliot. Ahora la Fortuna del duelo estaba justo detrás de él, jugando con la rueda en sus manos, mientras mantenía su vista atenta a todo lo que pasaba en la palestra. Aunque ya no estaba tan solo en su fuerte, Elliot prefería no fijarse mucho en la pirámide a sus espaldas, no fuera a ser que su arcano mayor disparara los recuerdos de Mors y la casa embrujada, y que estos lo distrajeran más de la cuenta durante el transcurso del duelo.

—¡Bien! —celebró Delmy, entusiasmada por la decisión de Elliot.

Rubenazo volteó a verla con una mirada de odio.

—En todas las guerras se necesita carne de cañón, pero esta carta inútil ni para eso va a servir —dijo Rubén con fastidio—. Supongo que podría mandarla al calabozo junto a la otra inútil.

Elliot podía ver por la expresión en el rostro de Rubenazo que el chico realmente estaba considerando deshacerse de su segunda carta y la partida apenas había comenzado, por lo que era muy temprano para saber si aquello era algo bueno para él o no.

—Los Enamorados, qué carta tan cursi y ridícula —bufó.

Amantium se alebrestó desde las gradas.

—¡Cazzo di merda! —protestó el espíritu claramente ofendido, pero Rubenazo lo ignoró y solo le mostró el dedo del medio sin siquiera voltearlo a ver.

—Qué se vaya al fuerte como el gato del otro, realmente no me importa —decidió el chico al final—. No quiero estorbos en mi camino

Aquello último lo dijo cuando la chica mitad humana, mitad Golden Retriever pasaba justo a su lado para ir a sentarse en la pirámide. Amantium no dejaba de soltar una larga lista de insultos en italiano que solo se detuvo cuando Fortuna, desde el sarcófago, anunció el inicio del siguiente turno.

—Llamo a la Torre, carta dieciséis...

Un lobo con espada rota y aspecto enfermizo apareció en el campo.

—Invoco al Sol —dijo Elliot con confianza—. Carta diecinueve. Una vez más, me toca mover primero.

—¡Mierda! —protestó Rubenazo.

La carta de Elliot se había transformado en un imponente león con una armadura de guerra dorada y enorme, y que portaba una gran espada de fuego, de esas que van a dos manos, entre sus garras. El arma parecía más una llamarada viva y en perfecto control que una hoja de metal.

«¡Bien, es mi momento de tomar la delantera!», pensó Elliot con entusiasmo mientras sus ojos no se separaban de aquel lobo desgarbado y débil en el campo de Rubenazo. «Si la lógica tiene algo que ver en este juego, el Sol debería doblegar a la Luna. Pero como Rubén ya mandó a su carta de La Luna al calabozo, y por lo tanto esta ya no forma parte de sus cartas jugables, mi combinación de ataque se ve afectada... así que creo que lo mejor será...»

—¡Muevo a mi Sol y lo convierto en mi segundo edecán! —declamó Elliot enseguida seguro de que estaba haciendo el mejor movimiento posible.

—¡NOO! ¡NO, no! ¡No, garoto...! ¡Agh! —gruñó Delmy al escuchar la decisión de Elliot.

Él no pudo evitar voltear a verla sorprendido, cosa que una vez más, causo un corrientazo en el cuerpo espiritual de Fortuna.

—¡O guardas silencio, niña, o te prometo que te amarro como a mi Parby...! ¡Digo! ¡Como a Parby...! Como a Paerbeatus, te amarro como a Paerbeatus...

Por favor que la amarren, por favor que la amarren, por favor dios escúchame por lo menos una vez —suplicaba MammaRabbi por lo bajo.

—PERO QUÉ IMBÉCIL —se burló Rubenazo—. ¡Qué soberano imbécil! ES DECIR, tenías una carta con una MALDITA ESPADA EN LLAMAS y no la usaste... ¡¿Acaso eres estúpido, o tu mamá te dejo caer de bebé?! Sabes qué, no me importa, mejor para mí...

—No me lo tomes a mal, pero tú amigo es muy tonto, la verdad —le comentó MammaRabbi a Delmy con voz presumida mientras buscaba una forma de sacarle conversación—. Y, por cierto, ¿ustedes viven por acá? Yo nunca te había visto, y la verdad...

Pff, te está ignorando, niño... date cuenta —lo interrumpió Imperatrix cortante.

MammaRabbi tan solo cerró la boca y trató de ocultar el rubor de su cara, fingiendo que miraba lo que sucedía en el campo.

—Ataco con la Torre a la Fuerza —gritó Rubenazo de pronto, pero el lobo de la espada rota no se movió de su sitio ni un solo centímetro, presa del miedo—. ¡Muévete, maldito inútil, ataca! ¡Haz algo!

Había exasperación en la voz del chico rubio mientras sus manos buscaban algo entre sus cabellos, que se halaba con algo de fuerza. Ante la insistencia del duelista, el lobo salió asustado en dirección del tigre Marine de Elliot, pero este tan sólo tuvo que esquivar un intento de ataque por parte del mismo para darle un cachazo con su rifle y devolverlo de un golpe a su lado de la palestra.

—La Torre no puede hacer nada contra la Fuerza, Rubenazo. Tienes que hacer otra cosa, y ya tienes un strike sobre la Torre, dos más y no podrás volverlo a usar —dijo Fortuna.

—Ehm... supongo que —Rubenazo se debatía entre qué hacer—. ¡Agh, está bien! ¡Convierto a la Torre en edecán! Creo que para eso puede servir...

«Rayos, ahora debo descubrir cómo pasar sobre la Torre. Esto se complica. La buena noticia es que aún tengo la ventaja con dos edecanes, la Fuerza y el Sol ya cuidándome», pensó Elliot viendo primero al tigre militar y luego al león de la espada llameante. «Y mientras tanto, sólo espero que Noah no te tenga a ti tampoco...».

—Siguiente turno —anuncia Fortuna de nuevo.

—Este maldito juego no tienen ni una sola pizca de sentido —protestó Rubenazo mientras tomaba su siguiente carta—. Lo único que hemos hecho es sacar carta tras carta y nada pasa...

«Eso no es del todo cierto, no», pensó Elliot al escuchar la queja de su oponente mientras tomaba su propia carta. «La verdad es que sí, es un juego confuso, pero eso no lo hace carente de sentido per se. Si no me equivoco, estoy seguro que el Sol vence a la Luna, y aun si me equivoco, probablemente sería viceversa. Aunque aún no haya podido comprobarlo, sé que existe un patrón por el cual puedo guiarme para descifrar las rivalidades de los arcanos... Mmm, la Justicia, otro arcano al que no conozco. Vaya que no me había dado cuenta que faltaban tantos aun...».

—¿Pero a quién doblega la Justicia? —comentó Elliot en voz baja, para sí mismo—. Esa es la pregunta que importa ahora...

—Yo invoco al... Ahorcado —declaró Rubenazo sacando a Elliot de sus pensamientos—. Es la doce.

Los ojos azules de Elliot vieron cómo la carta se convertía en un coyote famélico que llevaba una soga al cuello y un par de bolas de plomo encadenadas a sus tobillos. Eso fue todo lo que Elliot necesitó ver para recordar lo que Noah le había hecho a Paerbeatus con la ayuda de Adfigi Cruci.

Ojos ciegos, ojos ciegos; los ojos ciegos de la fantasma, Mors. «¡No de nuevo!», pensó Elliot. «Temerarios que han decidido jugar con mis cartas...». Su mente luchó otra vez. De vuelta estaba el recuerdo de Noah, del laberinto, de Adfigi Cruci y Paerbeatus, de la batalla de El Ahorcado contra El Loco. «Es evidente... Lo sé... el Ahorcado doblega al Loco, pero... ¿a quién doblega el Loco?».

L.A...

L.A...

¡L.A...!

¿Quién era el tal L.A.? ¿Por qué la mente de Elliot no podía dejar de asociar esas letras con el misterioso Mr. Mage, el extraño sujeto que le enviaba correos para ayudarlo a capturar las cartas del tarot? ¿Por qué no podía dejar de pensar que Noah tenía algo que ver con todo aquello? «¿Acaso estoy requemándolo todo como siempre...?», se preguntó. «Espero que disfrutéis del juego...». Lo único que Elliot tenía por seguro en el laberinto que era su mente es que L.A era el creador del tarot arcano, y de las cartas y sus espíritus, y del juego que estaba jugando actualmente contra Rubenazo...

—Mi carta es la Justicia —anunció—. Y es la carta número ocho.

Mientras tanto una leoparda de las nieves se materializó frente a él, llevando una preciosa espada de plata, tan fría como el mismísimo hielo. Rubenazo gruñó de la rabia.

—¡Un puto perro muerto de hambre y pulgoso! ¡Y qué se supone que haga con eso contra una espada! ¿Ah? —exclamó exasperado—. ¡¿Sabes qué?! Ni me voy a molestar, por lo menos mi carta tiene un numero alto, así que puedo mover primero. Envío mi carta al fuerte.

Delmy estaba que se comía las uñas de la tensión.

—Nunca debe juzgarse al arcano por su apariencia —comentó Iudicium con cierta sabiduría.

Delmy lo ignoró y más bien comentó lo que le preocupaba:

—Otra más, otra más... ¡Esto no es bueno, garoto! —se lamentó tan alto que casi parecía que Elliot la escucharía de nuevo desde su puesto en la palestra.

Fortuna no tuvo más compasión y le tapó la boca con cinta adhesiva tal como a Paerbeatus. Delmy gemía detrás de la mordaza con indignación.

—¡¿Y las cuerdas?! —protestó MammaRabbi indignado.

Un gritito agudo salió de su boca al ver cómo unas cuerdas salían del aire para amarrarlo a él de manera un tanto erótica, suspendiéndolo en el aire... también al estilo de Paerbeatus.

—Allí están tus cuerdas, MammaRabbi, te ves preciosa —se burló Raeda para aumentar la vergüenza del chico que estaba rojo de pies a cabeza.

«No creo que La Justicia pueda hacer algo contra la Torre o la Fortuna. No tendría mucho sentido. Quizá contra el arcano del Diablo, porque después de todo tiene una espada que representa la justicia reparadora, así que no suena tan descabellado...».

—Es para hoy Elliot, muévete y deja de ver al techo —apremió Rubenazo.

«Creo que lo mejor será quedarme con la carta cerca...»

—Convierto a mi Justicia en guardiana —decidió al final.

Era la primera vez en el duelo que alguno de los dos tomaba esa decisión, así que todos en la arena estaban impacientes por ver qué sucedería. La leoparda de las nieves, al escuchar el decreto de Elliot, se movió como una flecha y se escondió detrás de un muro de piedra, con el mismo estilo mesoamericano de las gradas, que brotó de la arena para permitirle a la carta resguardarse a un lado del campo y aún tener una posición estratégica para interceptar cualquier ataque bajo las órdenes de Elliot.

«¡Perfecto! Ahora sé cómo funciona esto, y sé que deberé memorizar las cartas que Rubén mande a la guardia antes de que se escondan...». En tal posición, era imposible para Rubenazo ver dónde estaba la criatura guardiana, pero Elliot sí podía seguir viendo la espalda de su arcano guardián de la Justicia con tan solo fijarse en el escondite un poco hacia adelante y a la derecha.

—Excelente, anciano. Lo estás haciendo bien —comentó Iudicium para sí mismo al ver cómo Delmy meneaba la cabeza con desesperación; era evidente que no le gustaba ninguna de las decisiones de Elliot—. Vamos...

Con el siguiente turno el escándalo de Rubenazo fue tan estridente que Elliot tomó su carta, pero no le dio tiempo de verla siquiera.

—¡Por fin una carta que sirve! ¡Dios mío, por fin! —gritó victorioso—. ¡Yo invoco a El Diablo! ¡Carta número quince!

Rubén lazó la carta con fuerza y esta se convirtió en un chacal de garras ensangrentadas y orejas puntiagudas que parecían cuernos peludos en vez de orejas, mientras su cuerpo estaba cubierto de tatuajes de calaveras y motivos tribales, muy parecido a los miembros de las mafias del narcotráfico de los países latinoamericanos.

—Dudo mucho que tu carta sea mejor que la mía, pendejo.

Pero cuando Elliot vio la carta que tenía entre sus dedos el corazón le dio un vuelco.

«¡Astra!»

—Yo... yo invoco a Las Estrellas —dijo Elliot algo impresionado.

«Yo... ¡Yo...! Ah, Astra... Cuánto te extraño...». Las lágrimas estaban a punto de caer a cántaros por sus ojos. Toda la situación del duelo entre las cartas le recordaba lo que había pasado en Svalbard contra Roy, absolutamente todo, y debido a ese extraño trance de los recuerdos, Elliot tenía todo muy fresco en su memoria. Y cada uno de sus errores...

—Sé que me t-toca ir primero, pero me gustaría hacerte una pregunta, Fortuna...

—¡Eso es trampa, no se puede preguntar nada en medio del duelo! —se quejó Rubén de inmediato.

Pero Elliot no quería hacer trampa, obviamente. Tan sólo quería asegurarse de algo antes de poder continuar. Todo lo que estaba haciendo, absolutamente todo, era con la única intención de salvar a sus amigos. Frente a él estaba la figura de una lince norteña con mirada tierna y aguerrida a la vez, vestida en ropajes verdes muy al estilo de bufón de corte, con un precioso pelaje grueso entre amarillo y plateado, y una vasija de cristal entre sus manos. Astra nunca había tenido una vasija, no que Elliot supiera, pero aquella era evidentemente su carta: la carta de Las Estrellas. Y la dulce y oscura melodía que la lince murmuraba a la vez que observaba con determinación hacia el chacal mórbido y a Rubenazo no hizo más que acrecentar el sentimiento de afinidad en lo más profundo de su corazón.

—Si es algo que puedo responder, lo haré, si no, simplemente ignoraré la pregunta —contestó la elfa sin tomar en cuenta la protesta de Rubenazo.

—¿Rubenazo puede atacar las cartas que tengo en la guardia?

—Noup —dijo Fortuna casi de inmediato—. Sólo puede atacar al arcano de la tirada o a los edecanes, y si no hay edecanes, puede atacar directo al arcano real.

Elliot asintió convencido de su decisión.

—Entonces muevo a Las Estrellas a la guardia —dijo sin dudarlo, sabiendo que su carta era mayor que la de Rubén, y que le correspondía el primer movimiento.

La lince salió disparada a esconderse tras el mismo muro, que automáticamente se alargó en una especie de curva calculada, y justo a un lado de donde aguardaba el arcano de la Justicia. Por más lleno que se viera el campo de Elliot, Delmy no se veía satisfecha, y de haber podido gritar, habría soltado un alarido horrible de frustración.

«¡Las Estrellas es una de las cartas más altas del tarot, Elliot! ¡Tenías que enviarla al fuerte, AGHHH!», pensó la chica brasileña con resignación. «Estás haciendo todo mal, garoto... y si sigues así, vas a perder». Por un instante, la chica deseó haber nacido con la sintonía de la telepatía y no de la premonición, tal como su hermano Ney. De ser así quizás habría podido por lo menos intentar darle una mano a Elliot para desarrollar una estrategia de juego con muchísimo más sentido.

—¡Y con la Justicia ataco a El Diablo! —continuó Elliot.

El gemido de frustración de Delmy no se hizo de esperar.

La leoparda de las nieves saltó de su escondite hacia el centro de la palestra, donde todavía aguardaba El Diablo de Rubenazo en su forma de chacal narco. Rápidamente le dirigió un espadazo hacia la cabeza, pero el chacal juntó sus manos a tiempo para capturar el filo de la hoja con sus manos, aguantando el peso de la espada y el corte que esta le producía, dejando en ridículo el ataque de la Justicia. En el rostro del chacal tatuado se veía el cinismo malsano y la maldad, la sonrisa despiadada de quien se sale con la suya tras la mayor de las atrocidades, y sus ojos brillaban rojos, igual que la sangre que brotaba de sus manos con morbo y placer.

—Primer strike de la Justicia —anunció Fortuna—. Le quedan dos intentos de ataque.

Elliot entornó la mirada con cautela y determinación. «Entonces no es al Diablo a quien doblega...», pensó. Al ver que no pasaba nada, Rubenazo soltó aire por lo bajo y se rio con soberbia.

—Parece que te salió mal la jugada, imbécil. Así que ahora es mi turno —dijo recuperando la confianza—. ¡Con El Diablo ataco a la Fuerza...!

Pero tras otro ataque fallido de una de las cartas, nada relevante sucedió.

—Primer strike del Diablo —ahora fue el turno de Rubenazo para escuchar aquellas palabras de la elfa—. Dos más, Rubenazocito. Sólo dos más, ya sabes...

—Ok, no importa —dijo él sacudiendo el cuerpo y dando brinquitos—. ¡Entonces ataco a El Sol!

Pero una vez más... nada pasó, más allá de que su chacal fuera golpeado con el mango de la espada y que este hubiera tenido que retroceder...

—Segundo strike para El Diablo, Rube...

—¡Maldita sea, Fortuna! ¡Esta mierda de juego no tiene sentido! —gritó Rubenazo frustrado—. ¡¿Cómo me vas a decir tú a mí que el Diablo no le puede ganar a el Sol?! ¡¿Ah?! ¡O por lo menos a la Fuerza! Es el PUTO DIABLO, por el amor de Jesucristo. ¡Sólo míralo, es un puto Zeta, un maldito narco que degüella gente, por Dios! Es que hasta Jesucristo casi cae, cielos... Porque, o sea, Eva cayó ante El Diablo ¡¿y todavía me vas a decir tú a mí que la Fuerza no?! ¡Eso es absurdo!

—Las reglas son las reglas, Rubenazo. Súfrelas, vívelas, disfrútalas —replicó la chica con aire irreverente.

—Pff, eres una listilla, Fortuna, y sólo te pasas de lista conmigo porque sabes que te amo, pero eso no es justo. Este juego no sirve para una mierda.

Rubenazo golpeó con fuerza el pedestal de piedra sobre el que descansaban sus cartas para luego lamentarse al hacerse daño.

—Como sea, muevo al puto El Diablo a la guardia.

Imitando al lado del campo de Elliot un muro curvo de piedra mesoamericana surgió del suelo de la palestra, entre el follaje de la grama verde, y resguardó al chacal de la vista de Elliot. Esta vez era Rubenazo el único que podía ver a su guardia, ubicada en vez al lado izquierdo del campo, no del derecho, de tal forma que la simetría visual del escenario se mantenía una frente a la otra.

«Ahora su arcano está al acecho. Debo tener cuidado. Si tan solo supiera a que espíritu puede doblegar con él todo sería mucho más sencillo. ¡Rayos, tengo que concentrarme! No puedo perder la calma...».

Esta vez, la voz de Fortuna anunciando el nuevo turno no tomó a Elliot por sorpresa. Se sentía alerta y despierto, y cuando tuvo la carta entre sus dedos la invocó de inmediato.

—Invoco a el Ermitaño —dijo, y nuevamente el león anciano con el farol de aceite apareció en el campo—. Número nueve.

—Mi carta es la Emperatriz —anunció Rubenazo por su parte.

Frente a él la carta se transformó en una loba de pelaje oscuro y ojos verdes que llevaba un vestido isabelino bastante elegante, muy al estilo de una reina europea del renacimiento.

—Mi carta es más alta que la tuya, así que me toca jugar primero —dijo Elliot con confianza mientras descifraba su próximo movimiento.

«El Ermitaño doblega a la Fuerza. No parece que eso me pueda servir mucho ahorita y ya sólo me queda un espacio en la guardia».

—Vaya parece que a alguien se le hincharon las pelotas sólo por haberse aprendido un par de reglas —se mofó Rubenazo indiferente—. Me da igual si vas primero, al final todos aquí saben que Fortuna se quedará conmigo, porque no hay forma de que un mocoso prepuberto como tú me gane.

—¡Tú apenas y eres mayor que yo por dos o tres años, Rubén! Así que no sé qué tiene que ver eso con el duelo —contestó Elliot para hacerlo enfadar y desconcentrarlo.

—Para ti soy Rubenazo, no seas tan altanero y creído, imbécil... ¡Ya te veré besándome los pies y rogando con lágrimas en los ojos para que te deje ser mi amigo!

—¡JA! ¡Ese es MammaRabbi, no yo! —continuó Elliot con la burla al ver que su plan funcionaba.

«Este tipo es más egocéntrico que Julio, ¡y eso que jamás pensé que eso sería posible!», pensó Elliot entusiasmado. «Ahora que está desconcentrado, lo mejor será hacer mi jugada... Si alguien podría doblegar a la Emperatriz sería el Emperador probablemente, considerando que estas cartas las creó un mago del pasado, y en las épocas pasadas había aún mucho más machismo que ahora... Así que arriesgarme a ganar un strike con la Justicia o las Estrellas sería una mala idea en este momento».

—Envío a mi Ermitaño al fuerte —anunció sin prestarle atención a Rubenazo.

«Después de todo el Ermitaño no vence a la Fortuna, y tampoco puedo darme el lujo de perder el único espacio de ataque libre que me queda antes de encontrar la carta que necesito. ¡Debo seguir pensando!».

Aunque pareciera mentira, lo cierto es que Elliot estaba disfrutando el juego como ninguno otro que hubiera jugado antes en su vida. Fuera por la adrenalina y la presión ante la derrota, lo que sólo le aumentaba aún más el deseo de ganar, o que justo al escuchar su decisión Delmy se pusiera en pie con los puños en alto movida por la emoción, lo que significaba que tan mal no lo había hecho al reflexionar su jugada. Efectivamente, el juego era extraño y complicado, pero no imposible de descifrar... y quizás porque mezclaba las dos cosas que Elliot amaba más que nada en su vida, es decir: los acertijos y las aventuras mágicas, la verdad es que se la estaba pasando increíblemente genial.

—Mi castillo necesita limpieza, así que mando a la mujer al fuerte —comentó Rubenazo en medio de un bostezo—. Muevo la Emperatriz al fuerte. Vamos, andando, a barrer... No necesito otra buena para nada entre mis filas. Lo que yo necesito son hombres fuertes a mi lado.

—Como la princesa Golden Retriever, por supuesto. Total lógica y coherencia —se burló Raeda con maldad—. Supongo que es normal que a un hombre que se depila el culo le guste estar rodeado de hombres fuertes...

—Yo no... ¡YO NO...!

La indignación de Rubenazo era tal que ni siquiera podía articular palabras con claridad. Estaba rojo de la furia y las groserías del marinerito solo lo ponían peor.

«Eso es Rider, hazlo enojar más...», pensó Elliot con fuerza, aunque sabía que Raeda no lo escucharía.

—Si no lo niegas, lo disfrutas... Sólo piénsalo —continuó Raeda sin dejar de jugar feliz y despreocupadamente con un camión de juguete al que no le quitaba los ojos de encima mientras lo rodaba por la piedra de las gradas.

—¡Suficiente, s-sigamos con el p... p-próximo t-turno! —intervino Fortuna para detener la pelea, aguantando una vez más los embates eléctricos de su carta—. ¡Y-y s-s... s-si vuelves a h-hablar, marinero, t-te juro que t-t... t-también te amarro! ¡No puedes fastidiar a los c-competidores... s... s!

Raeda hizo un gesto como que se cerraba la boca con una cremallera para después botar la llave.

—Prometo guardar silencio si tú me prometes que después hablaremos más tranquilamente del asunto del amarre —contestó Raeda con picardía antes de girarse a ver a Elliot—. ¡Hey, mocoso! Si te atreves a perder, te juro que te patearé las bolas mientras duermes hasta que se te termine la vida.

Elliot le sonrió abiertamente al marinerito mientras le asentía. Para su sorpresa, Raeda le devolvió la sonrisa por un segundo antes de mostrarle el dedo del medio con rebeldía.

«Parece que ya me está perdonando...», pensó Elliot satisfecho mientras tomaba una nueva carta para continuar con el duelo. «Uhm, a ti tampoco te conozco», pensó cuando vio la carta del felino con ojos morados que tenía entre sus dedos.

—¡Mi carta será el... Mago! ¡Número uno!

De inmediato un gato negro alto, tan alto y humanoide como un humano, ataviado con una túnica roja de aspecto místico y con un par de ojos brillantes y morados, se materializó en el centro de la palestra desde el lado de Elliot. El gato se veía imponente a pesar de su apariencia tan etérea. Con sus manos vacías hizo una floritura, y al terminarla, aparecieron en ellas una varita de ilusionista negra con punta blanca y un sombrero puntiagudo, delicado, de tela azul y cubierta de estrellas amarillas, como los que usan los brujos en los cuentos infantiles. Con elegancia, la criatura mitad bestia y mitad humana cubrió sus orejas e hizo una pantomima de show mágico ante la vista de Rubenazo.

—Los magos de feria siempre me han parecido tan ridículos —comentó Rubén con soberbia—. ¡Yo invoco al Emperador al campo de batalla! Y con toda su fuerza ataco a tu gato de pacotilla, porque su número es más alto y por eso es más fuerte...

Elliot cerró los ojos con temor. Si sus cálculos eran correctos, el Mago era una carta que probablemente tendría relación de ataque y defensa con la del Emperador, fuera en una u otra dirección. «En el pasado, en la época medieval, los reyes solían tener consejeros místicos a los cuales obedecían y recompensaban según el valor de sus predicciones y consejos, pero a su vez, se sabe que estos también corrían mucho peligro si llegaban a ofender a sus señores. Según el libro que he estado leyendo, Emperador representa a los viejos reyes, y el Mago a los viejos consejeros... Así que... ¡Una de las dos cartas doblegará a la otra con casi total seguridad!», pensaba mientras se preparaba para el choque.

Desde el campo de Rubenazo la carta se aproximaba al ataque. Si la Emperatriz loba era negra como la noche, el Emperador lobo era tan blanco como la nieve. Iba vestido con una armadura de césar romano y portaba un gran cetro de oro macizo entre sus garras humanoides. Se veía imponente, y aunque el Mago de Elliot era un gato alto, el Emperador de Rubenazo era tres veces más grande y fuerte. Sin embargo, el mago parecía no temerle al monstruo que se le iba encima. Pero cuando el lobo blanco estuvo más cerca, casi ya arriba del gato negro, éste levantó sus manos y creó una barrera mágica entre él y el Emperador; una que lanzó al lobo por los aires cuando su cuerpo pesado chocó contra ella.

—Primer strike para el Emperador —anunció Fortuna desde la doncella de hierro—. No le hace nada al Mago.

—Pero qué mierda, Fortuna. ¡Qué mierda! —gritó frustrado Rubén al ver cómo su Emperador se levantaba del suelo y se sacudía el polvo de sus ropajes reales—. ¡¿Se puede saber qué demonios tiene qué hacer uno para ganar esta mierda?! ¿Ah?!

—Quitarle el arcano mayor al oponente, pasando a través de su tirada y de sus edecanes primero —contestó ella con simpleza.

—¡¿Y cómo vergas esperas que haga eso si cada vez que declaro un maldito ataque este no sirve?! —rugió el chico ahora si fuera de sus cabales—. ¡¿CÓMO SE SUPONE QUE VOY A GANAR SI NADA DE LO QUE HAGO SIRVE?!

—Simple, sólo tienes que usar tu cabecita y seguir jugando —dijo la elfa—. Aunque también puedes renunciar y el juego terminaría porque la victoria sería del niño...

De inmediato, un corrientazo muy fuerte, el más fuerte de todos hasta ahora, la atacó.

—¡PERO NO TE RINDAS, NO! ¡No escuches a Fortuna! ¡Fortuna quiere que sigas jugando!

—¡Qué bien, porque primero lo mato antes de dejar que se quede contigo, ¿oíste?! —dijo Rubenazo amenazante para después encarar a Elliot—. Primero te mato, pendejo. Ahora pongo a mi Emperador como edecán. Te toca...

Elliot podía ver la furia ciega en los ojos de su oponente. Mientras tanto el lobo blanco con armadura de césar ocupaba un puesto a su lado, completando así la guardia de edecanes de la Fortuna, el arcano insignia de su rival.

«Ahora tengo que pasar a través de la Torre y el Emperador, pero por lo menos tengo al Mago de mi lado...»

—No sé qué piensas tanto con una carta de un solo punto, imbécil. Es una carta que no sirve para nada.

Elliot suspiró.

«¡No puedo creer que este tipo en serio no se haya dado cuenta aun que los magos son reales, y que la magia existe! ¡Por supuesto que el Mago no es una carta inútil! Si el que creó estas cartas era un mago, no se habría dado el último puesto a sí mismo, es obvio. Pero... ¿qué puedo hacer con ella? ¿A quién puedo doblegar? Supongo que tiene que servir para algo importante, algo relevante y útil, como las mismas cartas del tarot que fueron creadas por el mago que encerró a los espíritus en ellas...»

—Yo muevo a mi Mago a la guardia —decidió Elliot tratando de sonar seguro.

«Aun no sé qué hacer contigo, pero creo que es mejor tenerte a la mano», pensó mientras veía al gato negro unirse a la justicia y a la estrella. «Pero si no pudo doblegar al Emperador, no tengo ni la menor idea de cuál es la carta que podría doblegar... Así que habrá que correr riesgos».

—Entonces continuemos con el siguiente turno —se apresuró a decir Rubenazo mientras tomaba de inmediato su nueva carta y arrugaba la frente, frustrado—. Yo invoco al Ermitaño, la carta nueve, en fin...

En la arena apareció de entre una nube de polvo la figura de un Akita Inu canoso con cataratas en sus ojos achinados y de aspecto jorobado. A diferencia del Ermitaño de Elliot, el león anciano que llevaba consigo una lámpara de aceite, el chico notó que este lobo viejo llevaba consigo en vez un bastón para mantenerse en pie, aunque sus patas, sin embargo, se veían bastante firmes.

—Puras cartas inútiles una tras otra —comentó Rubenazo—. ¿Ahora qué se supone que haga con un perro desdentado y decrepito? No masque su saliva, señor... Ay, ¡esto tiene que ser un mal chiste, Fortuna!

—¡No culpes al juego, culpa al jugador! —comentó con sorna Senex desde la tribuna haciendo sonreír a Elliot y rabiar a Rubenazo.

Elliot también tomó su nueva carta y, tras echarle un vistazo ligero, dedicó un minuto para observarla con atención:

«El arcano número veintiuno... la carta más alta del tarot y otro espíritu que aún no he encontrado», pensó al ver la silueta de un felino que no conocía, pero que poseía una apariencia al mismo tiempo fuerte y delicada. Era un guerrero y una guerrera a la vez en el mismo cuerpo, una carta tan dual que no podía definirse como una cosa o la otra. Parecía un rompecabezas perfecto, balanceado, arcano...

—¡Yo convoco al Mundo, el último arcano y la carta número veintiuno!

La carta voló al igual que todas las otras desde sus dedos hasta el centro de la palestra de hierba azteca, y ahí, se materializó con fiereza y serenidad a la vez. Era un ser atigrado y andrógino, un temible diente de sable, y la carta más humana quizás de todas las que habían aparecido ya.

—Creo que es evidente que me toca mover primero —comentó Elliot con un exceso de seguridad en su voz—. ¡Y con mi Mundo, doblego a tu Ermitaño!

«Tengo que seguir intentándolo... ¡Total! ¡Todos los ermitaños y los profetas han caído alguna vez ante el poder del vasto mundo, ¿no?!»

El felino se puso en sus cuatro patas y como una flecha, salió disparado en dirección al perro achinado, vestido en ropajes asiáticos, desvalido y viejo. El felino era mucho más joven y rápido que el lobo. Era evidente que tenía más fuerza y agilidad que su contraparte lupina, pero aun así, el anciano lobo no se movió para tratar de eludir el ataque hasta el último momento, y cuando finalmente lo hizo, tan sólo se quitó ligeramente para levantar su bastón de madera macizo y luego estamparlo sobre la cabeza del felino. Éste gimoteó lastimeramente, preso del aturdimiento, mientras se alejaba para recobrar el equilibrio y la fuerza.

—Primer strike para el Mundo —anunció Fortuna.

Elliot asintió sereno.

«No pasa nada, sabía que esto podría pasar, así que sigamos con la jugada...»

—¡Entonces redirijo el ataque de mi carta hacia uno de los edecanes! ¡Ataco al Emperador con el Mundo!

«¡La mayoría de los reyes de la historia han muerto a manos de súbditos hartos de la tiranía, así que si la simbología está de mi parte, este ataque sí debería funcionar!», pensó Elliot mientras veía cómo su Mundo se sacudía un poco el aturdimiento del golpe que acababa de recibir y arremetía nuevamente con rabia en contra del elegante Emperador lupino y romano.

«¡No, Elliot!», pensó Delmy preocupada. «¡Te estás dejando llevar por el número de la carta, por la imponencia de su poder!».

—Mmm —murmuró Iudicium casi como si pudiera leerle la mente a la chica—. El anciano cree que con el Mundo en su lado del campo, cualquier ataque será indestructible. Pero sólo porque la carta sea la más alta no significa que sea la más fuerte...

—No hay cartas fuertes en el Juego de los Arcanos —comentó Senex en respuesta con total placidez—. Tan sólo cartas oportunas...

—Exacto, pero la ambigüedad de un poder tan grande como lo es el del Mundo está confundiendo al anciano...

Delmy los observaba preocupada y queriendo hacer algo a la vez que veía al felino andrógino en el campo andar desesperadamente hacia Rubenazo una vez más sólo para recibir otro golpe tremendo, esta vez por parte del cetro de oro, y justo en el mismo sitio donde acababa de ser golpeado por el Ermitaño.

—El mundo no doblega al Emperador, segundo strike —gritó Fortuna para hacerse oír por encima de los chillidos del felino mal herido, que no dejaba de sacudir su cuerpo con dolor.

Esta vez, Elliot sí bufó; lo hizo con rabia y algo de frustración.

«Lo siento mucho, Mundo, pero no tengo otra opción...», pensó apenado por lo que estaba a punto de hacer. «Si no intento esto, jamás podré descifrar este juego del todo, y hasta que no lo haga no podré ganar. Y supongo que al igual que en el ajedrez, a veces se tienen que sacrificar piezas para ganar...».

—¡Entonces ahora muevo mi ataque al edecán de la Torre!

El Mundo volteó a ver a Elliot entre honrado y decidido.

—¡NOOO, garoto! ¡AY, NO PUEDE SER! —gritó Delmy tan alto como le permitía la mordaza de cinta adhesiva en sus labios.

—¡Hay que ver que los pendejos no aprenden! —se burló Rubenazo en español, por lo que Elliot no pudo entenderlo—. Eres un gran inútil, rata asquerosa, y estás a punto de descubrirlo por las malas...

Aunque Elliot no entendía las palabras de su rival, sabía que Rubenazo sólo estaba diciéndolas para molestarlo, ya que ninguno de los dos tenía forma de saber si la jugada iba a funcionar o no. Sin embargo, cuando vio cómo el felino recibía un tercer golpe en la cabeza, esta vez por parte de la empuñadura de la espada rota de la Torre, Elliot tuvo que morderse la lengua para no protestar en voz alta.

—Tercer strike y el Mundo de los felinos se va para el calabozo —dijo Fortuna.

—Por el amor de todo lo bueno, este maldito mocoso en serio va a perder esto —se quejó Raeda con frustración, más por el hecho de perder la apuesta que por otra cosa—. Tuvo al Mundo, demonios... ¡La carta más alta! Y la perdió como un inútil... ¡AGGH! —gruñó con ira—. ¿Y ustedes en serio cuentan con ese mequetrefe para liberarnos? Pues déjenme decirles que van a quedar todos como estúpidos...

En ese mismo instante y frente a los ojos de Elliot, el hoyo del calabozo se abrió al costado de la arena y de su interior oscuro salió un enjambre de cadenas que capturaron al felino exótico con brusquedad. Los ojos de la criatura se posaron sobre los de Elliot, quien observó en ellos una fiereza sin igual; tanta que rayaba en lo frío, como un témpano de hielo. El arcano del Mundo destilaba poder aún cuando parecía arrastrado al abismo del infierno.

«Temperantia...», no pudo dejar de recordar. «A ti también te hice sufrir por mi egoísmo».

Elliot sabía que estos animales antropomorfos de la prueba de Fortuna eran sólo una especie de ilusión, pero, aun así, el chico no pudo dejar de sentirse culpable. Sobre el pedestal reposaban el resto de cartas del tarot de plástico, iguales a cartas de Yu-Gi-Oh!, o de Magic: The Gathering, o de cualquiera de esos juegos de cartas industrializados que Elliot también jugó de niño en algún momento o alguna fase de su infancia.

Pero, aunque nada fuera real, aunque sólo fuera una ilusión, la imagen había sido atroz, y el recuerdo, implacable. Acababa de hacerle a otra criatura lo mismo que le había hecho a Temperantia en Svalbard, y ahora por su culpa alguien más había sufrido. Aun cuando aquello era necesario, en su mente la culpa amenazaba con derrumbarlo al suelo enlodado una vez más, esperando por una solución...

—¡n0000b! —gritó Rubenazo satisfecho.

Su rival estaba más confiado que nunca en aquel momento, y su altanería era tan grande que su voz se había vuelto más irritante y condescendiente aún, por más imposible que aquello pareciera.

—Los gamers profesionales como yo siempre estamos atentos a lo que pasa en el tablero. ¡Pero qué vas a saber tú de eso...! ¡Ja!

La sonrisa del Rubenazo era maliciosa, pero como Elliot aún estaba aturdido, el chico seguía sin entender la verdadera razón del súbito repunte de la confianza de su oponente.

—Porque... Aunque mi carta es un lobo decrepito, ¡igual puedo atacar con ella a tu Fuerza! —exclamó triunfal junto a una risa macabra.

Para cuando Elliot entendió lo que le estaba diciendo Rubén, ya era demasiado tarde.

El perro viejo se movió como un relámpago a pesar de andar en bastón, y tan rápido como pudo, casi como un ninja sabio, apareció detrás del Marine atigrado de Elliot y le depositó un fuerte golpe contra las costillas. El soldado no supo qué hacer, más que caer de rodillas y escupir saliva en grandes cantidades por su hocico.

«¡Mierda!», pensó Elliot desesperado.

El Akita caminó, ahora sí lentamente y reposando del bastón, hasta colocarse al lado de la Fuerza de Elliot, a quién sostuvo por el casco antes de golpear en la nunca con mucha fuerza y precisión. Un segundo después la Fuerza se desaparecía entre la grama, y el Ermitaño de Rubenazo aparecía sentado en la pirámide, a escalones más abajo del trono de la Fortuna.

—Victorita para el Ermitaño de Rubenazo —puntualizó Fortuna—. Ahora la Fuerza de Elliot está del otro lado del campo —remató.

Aquello sorprendió a Elliot, quien no se esperaba ver a su tigre Marine regresar al campo, con mirada de arrepentimiento y decepción, peleando ahora para el enemigo.

—Como has hecho una captura, puedes volver a mover durante este turno —explicó el espíritu de la elfa.

—Justo estaba esperando que me dijeras eso, mi amor —celebró Rubén con arrogancia—, ¡allí voy entonces de nuevo!

«¡Este juego ya es mío!», pensó Rubenazo emocionado. «Si el ermitaño es la carta nueve, es decir la IX, y la Fuerza es la once, que se escribe XI, eso quiere decir que el truco está en encontrar los números invertidos para doblegar las cartas del oponente. ¡Por fin entiendo este maldito juego! ¡Ahora sí es verdad que este pendejo verá de lo que es capaz TheOfficialRubenazo!».

—Ahora que tengo a tu Fuerza, ¡ataco a tu Sol con tu propia carta!

Pero tras el combate de ambos arcanos, nada ocurrió; el Marine quedó chamuscado por una barrera de fuego montada por el Sol de Elliot, lo que no hizo más que empeorar su mirada de pena.

—La Fuerza no doblega al Sol. Primer strike para la Fuerza.

—¡Pff! ¡Hasta tus cartas son inútiles como tú! —gritó Rubenazo frustrado—. Vaya sorpresa tan poco sorprendente —se rio—. Aun así, la envío a la guardia... No fue tan inservible.

Y sin que Elliot pudiera hacer algo para evitarlo, le tocó ver cómo el tigre que había estado a su lado antes corría a esconderse detrás del enorme muro que era la guardia de Rubenazo.

—Continuemos con el duelo —apremió Elliot, quien no quería darle espacio a la culpa dentro de él.

«Imagina una espada y corta lo malo, imagina una espada y corta lo malo», se repetía como un mantra, recordando las palabras de la señorita Ever. Cuando tomó su nueva carta, el corazón le dio un vuelco. «Por fin una cara conocida».

—Yo invoco al Enamorado —anunció Elliot con algo de esperanza—. Carta número seis.

Cuando su carta alcanzó el centro de la palestra una exótica pantera rosada apareció, armada con un arco y una flecha de corazón, y un par de alitas de querubín en su espalda.

Las porras y los gritos de Amantium no se hicieron esperar. Por la expresión de éxtasis en su rostro, era evidente que el espíritu adolescente no podía estar más feliz.

¡Elliot, caro, ra, ra, ra! ¡Elliot, caro, ganará! —gritaba mientras zarandeaba a la pobre polluela de fénix en el aire.

Esta sólo aleteaba nerviosa echando ascuas y chispas rojizas cada vez que el aire pasaba entre sus plumas.

—Por Dios, y yo qué pensaba que Obama1mY0urs era excéntrico—exclamó Rubenazo al ver los movimientos de porrista del espíritu desnudo—. Invoco a la próxima carta inútil del juego más aburrido del mundo... Llamo a la Papisa, número dos.

—Mi carta es mayor así que voy yo primero —anunció Elliot rápidamente antes de que Rubenazo pudiera hacer algo—. Muevo al Enamorado al fuerte.

La pantera cupido obedeció enseguida, y moviendo con delicadeza sus alitas, voló hasta quedar sentada en otro de los escalones de la pirámide escalonada donde estaba el trono de la Muerte. A Elliot le pareció curioso que en su misma pirámide ya hubiese dos panteras, aunque estas no podían ser más diferentes la una de la otra. Mientras el pelaje de la Muerte era negro y profundo como un mar de tinta, el pelaje rosa de la pantera enamorada era tan intenso que parecía chicle en vez de pelo.

—Supongo entonces que yo también mandaré a esta vieja al fuerte —dijo Rubén—. Muévase, vieja, vaya a sentarse de una vez y no estorbe...

—Siguiente turno —anunció Fortuna.

Los dos chicos se movieron al mismo tiempo agarrando sus cartas en perfecta sincronía el uno con el otro, como si lo hubieran practicado antes.

—¡Yo invoco al Sol, SÍ! —exclama altanero Rubenazo como si ya con aquella carta tuviera el duelo ganado—. ¡Carta diecinueve!

—Y yo invoco al Carro —acompañó Elliot mientras un pequeño gato cachorro y de aspecto blanquecino se materializaba en la arena vestido de cosmonauta soviético—. Carta siete.

—En estos momentos me siento ofendido —musitó Raeda al ver cómo el pequeño cachorro desabrochaba su braga y se lamía sus partes íntimas sin ningún tipo de vergüenza delante de todo el mundo—. Mucho. Muy ofendido.

—A mí me parece que es un detalle muy lindo. Serías un gatito adorable —comentó Fortuna risueña.

Por otra parte, el arcano de Rubenazo era un elegante zorro orejudo, de mirada inquieta y que portaba nueve colas, con el pelaje tan dorado como las llamas del Sol.

—Prepárate, imbécil, porque te voy a DESTROZAR EL CULO —gritó Rubén—. ¡YA, ataco con mi Sol a tu cachorro de gatito porque es mi turno de encender las cosas acá...! ¡FUEEEGOOO! ¡DESTROZA SU CARRO YAAA!

De inmediato el zorro orejudo se puso en posición de ataque para disparar una enorme bola de fuego en dirección al gatito capitán. Pero Elliot no estaba preocupado porque, justo como lo había sospechado, cuando el ataque del zorro estuvo a punto de golpear al gatito, este simplemente desapareció y volvió a aparecer con una sonrisa burlona alejado de las llamas.

—El Sol no tiene poder sobre el Carro. Primer strike.

—Mierda —exclamó Rubenazo frustrado.

«Es evidente. Si el Sol va a tener poder sobre alguna carta, sería sobre la Luna...», pensó Elliot con una sonrisa en los labios. Además, tener al pequeño Raeda minino en su lado del campo le hacía sentir bien. Ya tenía a la pantera rosa de Amantium, al lince de Astra, y ahora al gatito Raeda.

«Poco a poco volveremos a estar todos juntos, chicos. Lo prometo...».

—Entonces si esta carta también es una inútil, también la mando al fuerte. ¡Qué se joda!

«No pienso volver a lastimar a Raeda ni a ningún otro espíritu, pero... si no uso al Carro como a Rider le gustaría, estoy seguro que se lo tomaría como un insulto». Elliot vio por un instante al pequeño gato que ahora se lamía el trasero, y tomó una decisión. «Confío en ti, Rider y espero que tú también puedas confiar en mí de nuevo. Espero que esto te lo demuestre...».

—¡Yo muevo a mi Carro y lo convierto en un edecán! —jugó Elliot tratando de cubrir el hueco que había dejado la derrota de su Fuerza a manos del Ermitaño de Rubenazo.

«¡Agh, no! ¡Ese movimiento no te sirve de nada, garoto!». pensó Delmy angustiada al ver el movimiento. «¡Aun si logras defenderte bien y llegas al final sin que el patán de Rubenazo te quite la carta de la Muerte, él aún está acumulando más puntos de las cartas que está enviando al fuerte y no te has dado cuenta! Fortuna no dijo nada de la ley de los puntos, pero eso no quiere decir que, si el duelo queda en empate al final, ella no vaya a usarla para decidir el desempate. ¡Esto es una trampa, Elliot...! Date cuenta, garoto... por favor».

Los ojos de Delmy y Elliot se encontraron justo en ese momento. Ella intentó transmitirle sus preocupaciones y todo lo que sabía a través de la mirada, pero cuando Elliot solo sonrió de vuelta y le mostró uno de sus pulgares, Delmy se temió lo peor: «Ay, ¡de verdad cree que lo está haciendo bien! ¡No puede ser!».

—Un par de patéticos juntos —se burló Rubén al ver cómo el pequeño gato cosmonauta caminaba sobre sus dos patitas traseras en dirección a Elliot y movía la colita—. Son tal para cual. Aun así te recomiendo que no te acostumbres mucho. Pronto te dejaré sin ninguno de tus edecanes, menso.

—¡Deja de hablar tanto y juguemos, Rubenazo! —contestó Elliot enfadado—. Mi siguiente carta es el Juicio, carta veinte.

«¡Perfecto, ahora también tengo a Iudicium!», celebró Elliot mentalmente mientras veía cómo un guepardo con turbante y túnica árabe se materializaba en la arena.

Así como el Carro del juego le recordaba a Rider de alguna forma, lo cierto era que aquel guepardo no sólo le recordaba a Iudicium, sino también a Kairoh, la Quimera de Roy, y era así quizás por su pelaje suave y arenoso y sus ojos salvajes y anaranjados.

—Genial, más perdedores —se quejó Rubén al ver la carta que acababa de sacar del mazo—. A mí me salió el Mago.

Rubenazo a duras penas y lanzó la carta del arcano con ánimo suficiente para que esta se materializara en la arena dejando a la vista a un imponente mastín napolitano vestido con el atuendo de los magos ilusionistas de los años veinte.

—Tu arcano es el uno, así que me toca ir primero —dijo Elliot.

—Sí, sí, como sea, mueve rápido y haz lo que quieras, no me importa. Igual vas a perder.

—Entonces supongo que no pasa nada si ataco con mi juicio al mago —ordenó Elliot con algo de prisa.

El guepardo rápidamente sacó una flauta de su túnica y se puso a tocarla hasta que cientos de cobras aparecieron entre los matorrales de la palestra. Pero aquello no impresionó al Mago de Rubenazo, quién sólo tuvo que chasquear uno de sus dedos para hacer que todas las serpientes se convirtieran en agua.

—El Juicio no afecta al Mago. Primer strike.

«Si el Juicio no afecta al Mago, entonces probablemente tampoco tenga ningún efecto sobre el Emperador o la Torre...», pensó Elliot con rapidez. «No tengo idea de quién puede derrotar al Emperador. No se me ocurre quien podría estar por encima del Emperador en la jerarquía real».

—Entonces muevo a mi Juicio al fuerte —decidió Elliot, y esto hizo que Delmy levantara los brazos en alto de forma afirmativa.

Elliot la vio celebrar por el rabillo del ojo, pero su atención se fijo fue en otra cosa más importante. Quizás debido a que los ojos del Mago de Rubenazo seguían encendidos por el brillo de la magia, o quizá por simple suerte, Elliot notó que aquel perro antropomorfo con sombrero de copa no dejaba de mirar en dirección a su arcano mayor con una hostilidad tremenda. Era como si aquel mago...

«Odiara a la muerte...».

Automáticamente Elliot buscó las siluetas escondidas entre la espesura de la selva que eran sus guardianes: la Justicia, las Estrellas y... el Mago.

«Si el mago ya no controla a la Fortuna, de nada me sirve tenerlo en mi guardia, entonces... esto es malo».

—Yo muevo el Mago al fuerte —terminó decidiendo Rubenazo, pero Elliot realmente no le estaba prestando atención; su cabeza estaba en otro lugar en aquel momento.

«Que el mago venza a la muerte tiene mucho sentido, ¿o no? ¿Acaso los magos reales también pueden convertirse en inmortales? ¿cómo los de las historias?». De inmediato el recuerdo volvió a su memoria y le robó la atención. «Espero que disfruten de mi juego...», había estado escrito en la carta; ese era el mensaje que el creador de las cartas había dejado junto a su firma: «L.A».

«Acaso...», Elliot pensaba con una velocidad impresionante, imbuido en adrenalina. «¿Acaso... L.A. sigue... vivo?».

La pregunta atravesó su cráneo con tanto ímpetu que le causó un dolor de cabeza inevitable, de esos que son como una presión naciente desde el interior.

«Tiene sentido... después de todo, si él dice que este es su juego, que son sus cartas... podría seguir con vida y... yo sólo estoy jugando un juego para que él se divierta. Pero, si L.A. sigue vivo... ¿Por qué dejó que las cartas se separaran? ¿Por qué no las ha buscado él mismo en todo este tiempo? Y más importante aún... ¿Por qué tiene a los espíritus como prisioneros? Acaso... ¿Acaso él es nuestro verdadero enemigo? ¿Acaso es lo que vendrá después de que estén... todos juntos?».

De sólo pensar aquello, a Elliot se le revolvía el estómago por la ira y la impotencia. Lo que más le molestaba no era el hecho de tener que enfrentarse al tal L.A., ni que este fuera un mago inmortal extremadamente poderoso que, quizás, podría simplemente borrarlo de la faz de la Tierra con un chasquido de sus dedos. No, en realidad lo que más le molestaba era que aquel sujeto tuviese el corazón tan frío como para someter a una tortura tan cruel a todos los espíritus del tarot, es decir, a sus amigos.

«Y eso es suficiente», pensó. «No importa lo demás», se dijo a sí mismo. «No importa quien sea L.A o cuáles sean sus intenciones. ¡Yo le hice una promesa a mis amigos y no pienso fallarles una vez más! No lo haré, pase lo que pase. No me voy a detener hasta que no haya reunido todas las cartas del tarot arcano y haya liberado a todos los espíritus de su prisión mágica... Incluso si eso supone... ¡derrotar a L.A después de derrotar a Rubenazo, y Noah, y a todos los demás!».

—Siguiente turno.

Tanto Elliot como Rubenazo se apresuraron tomar su siguiente carta, cada uno tratando de encontrar una abertura y una oportunidad para atacar al otro.

«La Papisa», pensó Elliot con cautela mientras maquinaba su movimiento sin despegar sus ojos de la gata de la manul, o gata de Pallas, con hábito de monja en la carta.

—Fortuna, aquí hay algo malo con esta carta —protestó Rubenazo confundido mientras levantaba una carta en alto con la frente arrugada—. Ni siquiera tiene número. ¡Cómo se supone que la use cuando ni siquiera tiene un puto número!

Al escuchar aquello el corazón de Elliot dio un vuelco tan fuerte que le lastimó las costillas. Él ya sabía de qué carta estaba hablando Rubenazo, y por alguna razón sintió un escalofrío de previsión en sus tripas, como si de alguna manera tuviera el presentimiento de que aquello no sería bueno para él. Y todos sus miedos se hicieron realidad cuando se tropezó con la mirada asustada de Delmy, que lo veía como si lo estuviera viendo por última vez, con sus profundos y asfixiantes ojos negros.

—¡AY, BARFABAR! —masculló Fortuna dentro de su cámara de tortura—. ¡OK, Rubenazo, haz tu jugada! Te salió el Loco, la carta comodín.

Y, ahora que lo pensaba, era cierto que Rubenazo, de todos los chicos y chicas con los que se había topado antes, estaba entre los más afortunados, si no era de hecho el que tenía la mayor suerte de todas.

«No me extraña que se haya tropezado conmigo», reflexionó el espíritu por instante. «Pero... aunque no sea lo correcto... de verdad quiero que gane el niño de Paerbeatus», pensó encerrada en la oscuridad de su doncella de hierro mientras se contenía para no llorar a causa de aguantar los espasmos eléctricos, mismos que la atacaban como castigo por dejar que sus emociones empañaran el arbitraje de la prueba, y por el miedo a la posibilidad de tener que decirle adiós a Paerbeatus y quedarse atrapada bajo el control de Rubén. «Por favor, niño de mirada triste... Sé que sólo quererlo me hace ser una chica mala, pero sólo... ¡intenta ganar...!», se decía a voz propia mientras aguantaba el dolor.

Rubenazo por su parte estaba hinchado por las palabras de Fortuna, y en sus labios había una sonrisa dibujada con arrogancia y petulancia.

—¡Hay que ver que soy un puto bastardo con suerte! —comentó mientras se reía socarronamente al tiempo que lanzaba la carta al campo—. Entonces, llamo al Loco...

De inmediato la carta se desintegró como las otras para darle paso a la figura de un pastor alemán con vestimenta de bufón muy colorida y un montón de cascabeles en el sombrero que no dejaban de tintinear a causa del movimiento de la criatura.

—Mi carta es el arcano número dos, la Papisa —declaró Elliot haciendo su propia invocación.

—Aunque la Papisa tiene un número mayor a la del loco —comenzó a explicar Fortuna—, el Loco es el comodín, y tiene la habilidad de mover primero, además de conceder su poder especial.

—¿Y cuál es este poder especial, amada mía?

Elliot estaba aterrado.

«Ok, esto es malo», pensaba «pero quizás no tanto como parece, así que no debo asustarme». El chico estaba intentando mantener la calma. «Ni Rubenazo ni yo conocemos el juego, así que no hay forma de que él realmente pueda usar este comodín de forma efectiva en una estrategia contra mí. La única manera de que esta jugada le salga bien sería gracias a un golpe de suerte, y el que le haya salido a él la carta del Loco antes que a mí ya requiere de mucha suerte, así que eso no creo que sea estadísticamente probable que tenga otro tan repentino... ¿verdad?».

—Básicamente, Rube, lo que puedes hacer es cambiar la carta del Loco por cualquier carta que haya pisado el campo, ya sea que se encuentre en el campo ahora mismo, en el fuerte de cualquiera de los jugadores, en la guardia o alguno de los edecanes de cualquier jugador...

—ENTONCES LA CAMBIO POR LA MUERTE DE ELLIOT —se apresuró a gritar Rubenazo desesperado y con impertinencia, interrumpiendo la explicación de la elfa.

Sin embargo, nada pasó. Fortuna sólo soltó un largo suspiro antes de continuar con su explicación.

—La única carta que queda fuera del rango del comodín es el arcano mayor del rival, evidentemente. Sólo podrías cambiar al Loco por tu propio arcano insignia si eso quieres, pero no puedes intercambiarlo por el del otro jugador.

Rubenazo enturbió la mirada con desdén.

—Pff, ¿y quién podría querer una carta tan boba como representante? Qué absurdo —bufó con altanería

Paerbeatus se revolcó de la rabia y la impotencia en el suelo, aun víctima de la magia de restricción de Fortuna

—En fin, si no me puedo quedar con tu Muerte, muéstrame tu guardia, pendejo.

Las murmuraciones no se hicieron esperar en las gradas.

—Ahora sí creo que el anciano puede estar en verdaderos problemas —comentó Iudicium con sus ojos clavados en la palestra—. Las cosas se están inclinando mucho a favor de su oponente.

—Las balanzas y las mediciones representan tan poco y son herramientas tan inútiles en este tipo de situaciones —replicó Senex con calma mientras acariciaba a la polluela que ahora dormía—. En una batalla no se gana con el tamaño de las armas, sino con la velocidad de los pensamientos, y aún el ejército más grande puede caer ante una treta bien armada. Es que en la guerra no se sabe quién gana hasta que se dispara el último cañón y se cuentan los muertos...

Delmy, quién no podía decir nada por la mordaza de cinta adhesiva en su boca, asentía con preocupación. «Yo espero que tengan razón», pensaba. «Elliot se salvó por lo menos de que Rubenazo usara al Loco para capturar a su Carro. Si él hubiera sabido que podía hacer eso, no lo habría dejado pasar seguramente. Ahora hay que ver cómo usa el poder de comodín...».

De inmediato el muro que cubría la guardia de Elliot se movió para dejar al descubierto a los tres inquilinos que se ocultaban entre sus bloques de piedra oscura.

—Ehm, a ver... Un gato afeminado, un gato hippy, y un gato con espada —se burlaba Rubenazo—. Realmente no hay mucho de dónde escoger, ¿no? Ah, como sea, creo que mejor me quedo con el gato del turbante ese, el de las serpientes...

De inmediato la figura del Loco y la del Juicio intercambiaron de posición en el campo, arrastrados por una marea morada. Ahora Rubenazo tenía al Juicio de su lado y Elliot a un Loco despojado de poderes y sin ningún valor numérico en su lado del fuerte.

—¡Y ahora, con tu propia carta, voy a destruir a tu monja de convento! —ordenó Rubenazo con furia.

Pero cuando el Juicio intentó obedecer, su ataque de serpientes chocó contra un escudo transparente que cubría a la manul cristiana mientras esta rezaba un rosario por su vida justo en medio de la palestra, del arcano campo de guerra.

—El Juicio no doblega a la Papisa. Primer strike, Rubenazo.

—¡Mierda, pero, maldita sea! ¡¿Cómo carajos se supone que uno haga para que este JUEGO DE MIERDA funcione realmente?! —protestó el chico flacucho con frustración—. ¡Si no puedo derrotar a la monja entonces que ataque al Sol...! ¡MALDITA SEA, YA ME CANSÉ!

Delmy cerró los ojos con miedo y violencia. Fortuna suspiró. El Juicio de Elliot, con una terrible mirada de rabia e impotencia, obedeció a la orden de su nuevo maestro.

«¡Ay no, garoto, detenlo! ¡Tú puedes! ¡Detén al Juicio con la Justicia! ¡La tienes allí! ¡Ay, ay! ¡La tienes ahí mismo en la guardia! ¡Rápido, da la orden, detenlo!», reclamaba Delmy mentalmente, pero Elliot no la podía escuchar, y permanecía ajeno del tesoro de información que era la mente de su amiga en aquel momento.

Elliot aguardaba con una postura que alternaba entre la vacilación y la seguridad. «No va a funcionar» pensó Elliot, pero cuando las serpientes alcanzaron al poderoso león, estas lograron clavar sus colmillos en el edecán, y entonces Elliot abrió los ojos con pavor ante el grito de dolor que surgía del guerrero a su lado. La imagen era muy fuerte, y la tenía tan cerca que incluso una gota de tinta morada, muy parecida a la sangre, cayó sobre él salpicándolo apenas por uno de los brazos.

«¡Todo esto se va a ir a la...!» pensó Delmy con tristeza.

—¡SÍ, SÍ, SÍ! —celebró Rubenazo—. ¡Te lo dije, imbécil! ¡ERES MI PERRA! ¡Eres la perra de TheOfficialRubenazo! Y no puedes hacer nada para cambiar eso. Si estuvieras más cerca te daría una pipichetada, pero parece que me voy a tener que conformar con enviar a tu carta al calabozo...

Rápidamente la risa impertinente de Raeda inundó el lugar.

—Para ser alguien que se burla de los afeminados, parece que estás muy interesado en probar el sexo homosexual —exclamó con sarcasmo.

Elliot volteó a ver al espíritu algo apenado, pues estaba seguro de que todos pensaban que estaba haciendo un desastre en la partida; y aun así, quería darle las gracias por su apoyo.

—Si no te conociera mejor, Rider, diría que estás apoyando al caro —comentó Amantium sólo para molestar al marinerito.

—Pienso lo mismo —se unió Imperatrix.

Raeda les hizo un gesto de indiferencia con las manos.

—Los dos pueden venir y besarme las nalgas —les contestó mientras se giraba para mostrarles el dedo del medio a ambos espíritus.

—Y con eso acabo mi turno, pendejo. Ahora veamos si puedes hacer algo más que perder cartas —finalizó Rubenazo—. Sólo me tomó tres turnos volver a abrir un hueco en tu defensa. ¡Qué patético!

Elliot estaba en shock, y no dejaba de mirar al lugar por el que el Sol había sido arrastrado al calabozo.

«¿Qué debo hacer ahora? Sólo tengo a la papisa, ¡y no tengo ni idea de que carta puedo doblegar con ella!». la mente de Elliot estaba descontrolada y las ideas se le atropellaban con violencia tratando de escapar por cualquier lugar. «La Papisa es Pythonissa, y Pythonissa tenía el poder de ver el futuro... ¡pero eso no me sirve de nada ahora porque realmente no puedo ver el futuro con esta carta, así que...!»

—¡Convierto a mi Papisa en edecán! —decretó Elliot algo asustado, haciendo que la manul monja se moviera hasta quedar a su lado—. Y ahora continuamos con el siguiente turno...

—¡Ja! ¡Estoy esperando por ti, princesita! —replicó Rubenazo ya con su carta en la mano—. Y no importa que pongas a la monja a defenderte, eso no va a cambiar nada.

—Ya estoy listo —contestó Elliot apresurándose también a tomar su carta.

Pero Rubenazo volvió a celebrar como si acabara de ganarse la copa del mundo.

—¡SÍÍÍ, PERRA! ¡Yo convoco al Mundo! ¡A UNA PUTA CARTA DE VEINTIÚN PUTOS NÚMEROS!

De inmediato del lado del campo de Rubenazo se materializó la figura de una mujer chacal con una corona de flores sobre la cabeza, y una túnica larga hecha de enredaderas. Era la viva imagen de una ninfa griega, o una criatura mística del bosque.

—Y mi carta es el Ahorcado, carta número doce —completó Elliot mientras un gato montés con traje de ejecutivo y un mundo a sus espaldas aparecía frente a él—. ¿Fortuna? ¿Puedo preguntarte algo?

—¡Eso es trampa! —intervino Rubenazo ofendido.

Elliot lo ignoró. Quería esperar a que el espíritu contestara.

—Puedes hacer la pregunta que quieras, pero si no puedo responderla, simplemente no lo haré.

—Con eso me sirve —asintió Elliot satisfecho—. Mi pregunta es si puedo reemplazar una carta que ya tengo en juego.

—Pregunta estúpida —canturreó Rubén fastidiado.

Elliot, otra vez, no le dio el gusto de prestarle atención.

«Sólo necesito mover una, sólo una...»

—Ni los edecanes ni el arcano insignia pueden ser reemplazados a menos que intervenga el comodín —contestó Fortuna—. Sin embargo, la guardia sí puede ser modificada a voluntad, sólo que para hacerlo deberás enviar la carta que ya no quieras al calabozo y así abrir el espacio, o cambiarla por otra.

«Era lo que temía, pero no voy a tener otra alternativa... Rayos».

—Muchas gracias, Fortuna.

—No hay de qué.

—De nada te va a servir saber eso ahora, rata, porque mi carta tiene el numero veintiuno, VEINTIUNO, así que te vas a tener que aguatar para jugar porque me toca mover primero

Tras decir aquello, Rubenazo se puso a escanear el campo de juego con sus pequeños y amargados ojos café.

—Ataco a tu gato mugroso de traje con mi Mundo.

De inmediato la mujer chacal manipuló las piedras a su alrededor para disparar proyectiles en dirección del gato montés, pero estas luego se desviaron en otra dirección, fallando por completo.

—El Ahorcado es inmune al Mundo. Primer strike, Rube —anunció Fortuna.

Pero entonces, el gemido de frustración y rabia más molesto que Elliot, Delmy, y cualquiera de los espíritus hubieran escuchado en todas sus vidas, resonó por todo el lugar.

—¡AAAAAHHHHHHH! ¡¡¡YA... ESTOY... HASTA... LA... CORO... NILLA!!! ¡Este juego de mierda simplemente NO TIENE SENTIDO ALGUNO! ¡No entiendo cuál es el punto de lanzar ataque tras ataque, sacar carta tras carta, sólo para que no pase NADA DE NADA! Nada sirve —dijo calmándose con rabia aún, como si hubiera comenzado a hablar en serio—, no hay unas reglas normales, no hay movimientos estándar. Parece mentira, pero este puto juego es más aburrido que el ajedrez, Y YA ESTOY HASTA EL CULO DE ESTAR PERDIENDO MI TIEMPO. Mando esta carta de mierda al calabozo y a partir de ahora, carta que no me sirva, se irá también al calabozo.

Luego de aquella orden, la mujer chacal fue consumida por las cadenas del calabozo, dejando el lado del campo de Rubenazo vacía a parte de él y sus edecanes.

—Cuando quieras juegas, inútil, me da igual... Sólo termina de perder de una vez por todas.

—Yo envío a mi Justicia de la guardia al calabozo, y a mi Ahorcado al fuerte —anunció Elliot, cerrando los ojos para no ver cómo la Justicia era arrastrada de la jungla que era su refugio para ser tragada por el mismo agujero que acababa de comerse al mundo de Rubenazo.

«Si tan solo el Ahorcado me hubiera salido el turno anterior, lo habría podido usar para interceptar al Loco de Rubenazo y así tampoco habría perdido al Sol. ¡Maldita sea, este juego es muy difícil de verdad! Pero... sí tiene sentido, es sólo que no es uno convencional, y hay que prestarle mucha, muchísima atención... Y... y... ¡y creo que ya le estoy agarrando el truco...!».

«Ay, no garoto.... ¡¿qué...?! ¿qué estás haciendo? ¡Ese no es un movimiento inteligente, no...!». Delmy estaba completamente petrificada ante lo que acababa de hacer Elliot. Sus instintos le decían que, a partir de ese momento, Elliot iba a necesitar de un milagro para ganar la partida. «¡Así no se juega el siete de la suerte!».

Para cuando Fortuna anunció el siguiente turno, ya Elliot y Rubenazo tenían las nuevas cartas en la mano.

«¡Tem... Temp...!».

Era la carta de la Templanza.

«¡Temperantia!», pensó Elliot cuando vio que le acababa de salir la carta, y esta era justamente un gato Sphinx manteniendo el equilibrio sobre una cuerda floja con traje de luchador de artes marciales.

—¡Mi carta es la Templanza! —dijo Elliot sintiéndose feliz de poder ver a Temperantia, aunque fuera de una forma distinta.

La extrañaba, la extrañaba mucho, y todavía se sentía algo culpable por la manera en la que se despidieron la última vez.

«Cuando te dé la señal, toma todas las cartas que puedas y huye, Elliot, vete de aquí. Escapa...».

—Me salió el Juicio —dijo simplemente Rubenazo; era evidente en su voz que estaba fastidiado—. Y como es mayor que la tuya, ataco con mi Juicio a tu carta.

Su carta era la representación mitad humana, mitad perro, de un noble del renacimiento con peluca blanca de rollos, y cuando esta intentó atacar a la Templanza de Elliot, el gato karateka simplemente esquivó el ataque y le dio un fuerte golpe en las costillas. El golpe fue tan fuerte que incluso le tumbó la peluca al canino, quien buscaba recogerla con desesperación.

La risa de Fortuna y del resto de los espíritus no se hizo esperar. Raeda se estaba riendo con tanta fuerza que tenía la cara casi tan roja como su cabello, y Paerbeatus no dejaba de hacer muecas y morisquetas con el cuerpo.

—¡Cállense la boca! ¡¿De qué mierdas se están riendo?!

—¡Ay Rube, tontito! —contestó Fortuna risueña—. ¡Es que... ¿acaso ya se te olvidó que hace dos turnos usaste al Juicio de Elliot para quitarle su Sol?! Cada carta sólo puede doblegar a una carta en específico, recuérdalo. Lamento informar que tendré que contarle un strike al Juicio del equipo canino.

—Como sea, no me importa —farfulló Rubenazo con la cara roja de la vergüenza y con el ego herido—. Este juego es tan aburrido que ya ni me acuerdo de lo que estoy haciendo. Supongo que no voy a necesitar más de esta carta, así que fuera, adiós... La envío al calabozo.

Elliot gruñó ante al gesto irresponsable de Rubenazo.

No sólo detestaba que Rubenazo hiciera esas cosas, sino que él no podía hacer nada para evitarlo porque, al fin y al cabo, esas eran sus cartas, y podía hacer con ellas lo que quisiera... «y es precisamente por eso que no dejaré que te quedes con Fortuna...».

—Yo muevo a mi Templanza al fuerte —dijo Elliot para continuar con la partida.

Tras tomar una carta, su rival lo imitó sin demora.

—Y ahora invoco al Papa —dijo Elliot sacando a su nueva carta.

Esta vez era un tigre con vestimenta papal y adornos de oro en el cuerpo. Incluso tenía el sombrero que usaba el sumo pontífice en el Vaticano.

—Carta número cinco.

—Por fin una carta buena —comentó Rubenazo ignorándolo y aprobando su nueva tirada—. Invoco a la Fuerza, carta once.

De su lado del campo un enorme lobo negro con ropaje vikingo apareció mostrando los dientes con rabia.

—Ahora, como la Fuerza es mayor y muevo primero, ataco con ella a tu carta.

Rápidamente la carta de Rubenazo embistió en modo berserker en contra del Papa, pero éste sólo tuvo que levantar una de sus manos felinas y peludas para crear una barrera contra la que chocó el lobo salvaje y que lo hizo caer de espaldas al suelo.

—¡Si es la Fuerza cómo puede ser una carta tan mierdera, por Dios! ¡Al calabozo!

—Entonces es mi turno —intervino Elliot tratando de no prestarle atención a la deprimente escena del lobo siendo arrastrado al averno—. Ataco con mi Papa a tu Emperador.

«Esto debería funcionar en una dirección o la otra. Los papas y los emperadores nunca se han llevado bien a lo largo de la historia...».

El tigre pontífice juntó sus manos para luego hacer la señal de la cruz en dirección del Emperador de Rubenazo, pero apenas el símbolo mágico salió disparado de la oración y tocó la piel del Emperador, se rompió en miles de pedazos.

—El Papa no doblega al Emperador. Primer strike para el papa felino.

«Tenía un cincuenta por ciento de probabilidades a mi favor, así que valía la pena intentarlo...»

—Muevo mi Papa al fuerte —concluyó Elliot para moverse con rapidez al turno siguiente—. Ahora llamo a la Emperatriz —anunció Elliot estrenando su tirada—. Es el arcano número tres.

—¡Por fin! Es momento de que la belleza se luzca en la arena —comentó Imperatrix a la vez que se ponía de pie para ver cómo su forma felina se materializaba en el campo, descubriendo la figura de una elegante leona de pelaje dorado y vestimenta victoriana—. Estaba esperando este momento... ¡Oh, mírenla, ¿acaso no es hermosa?! ¡Cuánta elegancia junta en un solo cuerpo, qué atrevida...!

—A mí me salió tu misma carta, inútil —se lamentó Rubenazo con amargura—. Llamo al Papa y... no sé, no me importa... Supongo que ataco a la monja esa fea que tienes allí, por qué no...

Por como estaba jugando Rubenazo, parecía que se había resignado a dejar que la suerte definiera su destino final en la partida. Elliot, por su parte, seguía empeñado en encontrarle sentido a cada movimiento y cada posible jugada. En las mentes de ambos, era ahora un duelo entre el curso de la suerte y la aplicación del sentido común...

Y en la palestra, el Papa de Rubenazo, que era un zorro con vestimenta de moje tibetano, sacó un rosario de cuentas que manipuló mágicamente para que las pequeñas esferas se separaran y volaran contra la Papisa de Elliot, quien se vio rodeada y neutralizada por el ataque. Al instante, las cartas se desvanecieron, y cambiaron de posición. El Papa apareció sentado en la pirámide de Rubén, y ahora era la Papisa felina quien estaba de su lado del campo esperando por una orden con rostro apesadumbrado.

—¡SÍ, SÍ, SÍÍÍÍÍ! Soy imparable, perras. ¡Soy TheOfficialRubenazo! ¡Sigo estando en control! Ahora te volví a dejar sin uno de tus edecanes, imbécil. EN TU CARA. Te he quitado TRES CARTAS durante todo el duelo y tú no me has quitado LA PRIMERA todavía. PA-TÉ-TI-CO...

«¡Pero qué puta suerte que tiene este sujeto...! ¡Mierda...!», pensó Elliot inmensamente frustrado y casi a punto de desmoronarse.

—Y como sigue siendo mi turno, ahora ataco a tu Emperatriz con la monja —ordenó Rubenazo extasiado.

Delmy estaba estirándose el rostro con las manos en un gesto de frustración.

Sin que nadie se sorprendiera, la Papisa logró someter a la Emperatriz sin mucho esfuerzo. Ahora la Papisa de Elliot estaba sentada en la pirámide de Rubenazo junto a sus otras cartas, mientras él veía frente a frente a la leona Emperatriz que ahora era su enemiga.

—¡OH, había dicho que eran tres cartas las que te había quitado, perra?! Lo siento, me equivoqué... PORQUE AHORA SON CUATRO, y parece que acabo de entrar en una racha. Sólo te queda tu astronauta de peluche y estás listo para morir a mis pies. ¡Aguanta Fortuna, mi vida! ¡Ya no tendrás que seguir por mucho tiempo en ese ataúd de latón! Te lo prometo, te lo juro... como que me llamo Rubenazo.

«Si tan solo hubieras usado a la Justicia en su momento para defenderte del Juicio nada esto estaría pasando, garoto. En el Lucky Seven hay que calcular cada uno de los veintidós movimientos en base a las tiradas... ¡Agh! ¡Pero tú no tienes forma de saber eso, porque ni siquiera sabes lo que es el Lucky Seven! ¡AGHH! ¡¿Por qué siempre insistes en meterte en cosas de las que no sabes nada?! ¿Y por qué yo simplemente no puedo quedarme lejos de ti sin meterme?» pensaba Delmy con rabia mientras sus ojos seguían fijos en Elliot y en su semblante de concentración. Él seguía en la palestra, a pocos pasos de su pirámide azteca, con el porte de un guerrero listo para triunfar audazmente, calculando cada paso como si nada pudiera perturbarlo. «¡¿Por qué aun cuando vas perdiendo tan terriblemente tienes esa cara de que tienes todo bajo control, Elliot Arcana?! ¡¿Por qué?!»

—Y ahora, una vez más, te ataco con la Emperatriz para destruir a tu Carro... A tu último edecán...

Pero, esta vez, aunque el ataque de Rubenazo procedió, la capturada Emperatriz fue incapaz de alcanzar al gatito cosmonauta que no dejaba de desaparecer y aparecer escapando de las garras de la leona.

—La Emperatriz no doblega al Carro. Primer strike.

—Ni en su más remoto sueño podría hacerme nada —comentó jocoso Raeda volteando a ver de reojo a la mujer de las gradas

Ella parecía querer lucir calmada, cuando en realidad estaba intentando matarlo solo con la mirada.

—Oh, bueno, no importa —comentó Rubén evidentemente satisfecho—. Dos de tres no es un mal resultado. Y como estoy feliz, voy a mover a la Emperatriz al fuerte y no al calabozo. De ahora en adelante, prometo mandar solo gente inútil al calabozo. Soy un buen jugador y un buen líder... ¡No, mentira! Soy un gran líder...

—Como el equipo felino no tiene cartas para mover, tenemos que movernos al siguiente turno —anunció Fortuna para que Elliot y Rubenazo tomaran cartas.

«Si no encuentro una forma de atacar al mismo tiempo que relleno los huecos en la defensa, no voy a poder superar la suerte de Rubenazo y voy a terminar perdiendo después de todo...», pensó Elliot con algo de melancolía. Por el rabillo del ojo podía ver la mueca de desespero en el rostro de Delmy, y eso solo le confirmaba lo que él ya sabía.

«Quedan ya pocos turnos y estoy perdiendo la partida. Si no hago algo pronto con las cartas que me quedan voy a perder a Fortuna, y ya no voy a poder hacer nada para recuperarla. No sólo debo descifrar qué carta domina la Fortuna, sino, a su vez, armar una ofensiva contra sus dos edecanes, la Torre y el Emperador».

De pronto se le hizo imposible no gruñir por lo bajo.

«¡Si tan solo supiera que debo hacer... si tan solo tuviera una pista...!»

Elliot miró de soslayo a Paerbeatus para notar que el espíritu lo estaba mirando con verdadero optimismo en sus ojos morados. Él, y todos los otros espíritus estaban contando con él ciegamente. Incluso le pareció que Raeda estaba de alguna manera de su parte, ya que sus burlas se habían enfocado solo en Rubenazo y no le había hecho ningún comentario hasta ahora.

—Es momento de que yo tengo mi propia espada —habló Rubenazo trayendo de regreso a Elliot a la realidad.

«No me puedo rendir...», pensó él rápidamente antes de ver la carta de su rival aparecer en el campo. «¡No puedo dejar de pelear hasta el final...!».

—Invoco a mi Justicia, carta ocho.

Acto seguido un enorme perro salvaje africano apareció, vestido con armadura medieval y un enorme mandoble entre sus manos. Llevaba los ojos vendados, como una escultura de la justicia ciega.

—Mi carta es el Emperador —se apresuró a llamar Elliot convocando su propia carta.

«El Emperador... una carta que no conozco», pensó Elliot por un instante.

—¡Qué jodido estás, pendejo! La Justicia es mayor, así que me toca mover primero otra vez —se burló Rubenazo.

En el lado de Elliot había un gato siamés con ropajes de emperador europeo del siglo XIX, muy al estilo de Napoleón Bonaparte.

—¡Así que aprovecho para atacar de una vez a tu gato pulgoso! —añadió Rubenazo a gritos.

De inmediato el perro hiena se abalanzó como una avalancha sobre el pequeño gato parado en sus dos patas traseras. Con mucha violencia la hiena blandió la enorme espada para rebanar en dos al Emperador felino, pero este sólo tuvo que dar un ágil salto para quedar de pie sobre el filo de la hoja, como si aquello fuera cualquier cosa. Luego corrió a lo largo del afilado metal para terminar dándole una cachetada con un guante de terciopelo a la hiena, que no tenía forma de ver lo que estaba pasando.

—La Justicia no doblega al Emperador. Primer strike para ella.

—Supongo que los emperadores nunca han sido muy cumplidores de la ley, así que tiene sentido —comentó Rubenazo bastante más tranquilo de lo que Elliot había estado esperando.

Eso sí lo puso nervioso.

«¡No, por favor, no es momento de que estrenes el cerebro!», pensó Delmy completamente sumida en la desesperación. Elliot vio los gestos de su amiga, y esto lo único que logró fue empeorar sus propios temores. «Ja, hasta Delmy sabe que estoy jodido...»

—Supongo que si no logró hacerle nada al Emperador, la Justicia también será inútil contra el Carro, así que en ese caso —decía Rubenazo mientras se mordía uno de sus nudillos distraídamente—, creo que la moveré al fuerte.

—Y-yo...

«¿Qué debo hacer?», se debatía Elliot.

—Yo convierto a mi Emperador en edecán —decidió rápidamente.

Ahora tenía a dos gatos flanqueándolo y sirviéndole de protección. Un gato cosmonauta, y un gato bonapartista.

—Cómo se ve que no te queda de otra que imitar a los campeones —comentó Rubenazo para provocarlo—. Sin embargo, lamento informarte que el talento no se puede copiar. Es algo con lo que naces o no porque se lleva grabado en el ADN. Puedes tratar de parecerte a mí —dijo Rubenazo mientras él y Elliot tomaban una nueva carta de sus mazos—, pero como yo sólo hay uno, y ese soy yo... Así que llamo a mi siguiente carta, el Carro, número siete.

Al invocarla, Elliot vio cómo un lobo vestido de corredor de fórmula uno, con uniforme entero de intenso color, aparecía en el campo.

—Yo invoco a la Luna.

De pronto la voz de Fortuna intervino para anunciar algo con voz sombría y llena de seriedad, tras un corto suspiro de nervios:

—Ya estamos llegando al final de la partida. A partir de este momento, todo se reduce a tres turnos. Si cuando se terminen las cartas del mazo ninguno ha logrado quitarle su arcano insignia a su oponente, el ganador del duelo se decidirá por conteo de puntos, sumando el total de la sumatoria de rangos de todos los arcanos que hayan mandado al fuerte.

—¿C-c...? —Elliot no se creía aquello—: ¡¿Cómo dices?! —exclamó sin poder mantener la compostura.

—¡POR FIN! —dijo Rubenazo emocionado—. Esta pesadilla ya está a punto de terminar...

«Lo sabía», pensó Delmy resignada.

—¿En serio dijo sumando el total de la sumatoria...? ¿Nadie lo notó? —comentó MammaRabbi como perdido ene l aire.

Rubenazo observó la cantidad de espíritus que tenía en su pirámide en comparación con los que Elliot tenía en la suya. Era evidente que él llevaba la delantera, y habiendo lograr intercambiar al Loco, que valía cero puntos en el lado de Elliot, Rubenazo sabía que los números estaban de su lado.

—Parece que alguien nunca ha tenido mucha suerte que digamos, qué lástima —se regodeó—. Por lo menos esta vez te toca mover primero —agregó con condescendencia acompañando sus palabras con un gesto prepotente de las manos—. Anda, haz tu jugada.

Elliot fijó sus ojos en la pantera blanca con taparrabos que estaba frente a él.

«La Luna no tiene nada que ver ni con el Emperador, ni con la Torre, ni con el Carro y por el contrario cae ante el Sol, pero el Sol de Rubenazo está en el calabozo, así que realmente no me va a poder hacer nada, y ahora que sé lo de los puntos, no me puedo dar el lujo de perder más... ¡Maldita sea! ¡Por qué no pensé en eso antes...!»

—Muevo la Luna al fuerte —anunció Elliot.

«Creo que la Luna representaba la noche y los sueños incumplidos aún, y tal vez podría ganarle a las Estrellas, pero realmente no estoy seguro, así que este es el mejor movimiento que puedo hacer. La verdad es que la Luna, si representa los sueños, es a los desesperados y llenos de angustia, y no puedo negar que eso es una ironía en este momento. Tengo miedo...».

—El movimiento de un cobarde desesperado, pero bueno, qué se puede esperar de alguien tan patético como para venir a robarme a mi propia casa —comentó Rubenazo con malicia confiado en su posición superior—. Ataco con mi Carro a tu Emperador —ordenó, pero cuando el lobo piloto de carreras intentó golpear al Emperador con una llave de cruz, este lo pudo esquivar con facilidad y le devolvió el ataque con una cachetada de su guante.

—El Carro no doblega al Emperador... Primer strike.

—Entonces con mi Carro ataco a su Carro —ordenó Rubenazo.

—El carro no puede doblegarse a sí mismo.

—Pff, pues qué carta tan inútil, entonces que se vaya al calabozo —concluyó Rubén, y a pesar de que el lobo aún no había sido tragado por la oscuridad, él ya tenía su siguiente carta en la mano—. Total, ya no hay forma en la que puedas ganarme —dijo fijando su mirada en ánimo provocador sobre Elliot—. Ya estoy cansado de este juego, así que terminemos rápido. Mueve el culo y toma la siguiente carta. Llamo a las Estrellas, carta diecisiete.

«Esto no puede ser cierto...», pensó Elliot incrédulo. «Por Dios, ¡cómo puede sacar esa carta ahorita cuando yo justo acabo de mandar a la Luna al fuerte! ¡Mierda, mierda, mierda!».

—Yo llamo a la Torre —se apresuró a invocar Elliot recordando a Domus Dei cuando un Miliciano de la guerra de independencia norteamericana aparecía con un sable roto a la mitad y sin fusil de ningún tipo.

A simple vista parecía un león, pero la criatura estaba tan encorvada sobre sí misma que era difícil de decir.

—Sólo por un punto no vas primero, rata, supongo que realmente tienes la suerte en el culo —se burló Rubenazo de nuevo—. ¡Deberías rendirte ahorita que puedes! Así te ahorras la humillación de perder de una forma tan patética. Voy a atacar a la Torre con la Fuerza que tengo en la guardia...

El ataque de Rubenazo se ejecutó de inmediato. Era irónico cómo un Marine continental, un miliciano norteamericano de las fechas de sus orígenes, luchaba desesperadamente contra un Marine de la Guerra de Vietnam, uno que luchaba contra su voluntad y movido por la compulsión de Rubenazo, puesto que antes había pertenecido a Elliot, y era a él a quien su deseo de libertad empujaba a obedecer. Ambos guerreros, ambos felinos, ambos con el mismo origen, se empecinaban en doblegarse para cumplir los deseos del TheOfficialRubenazo!

A pesar de lo débil y contrariados que estaban, ambos lucharon con fuerza para destrozarse, pero no pudieron hacer nada uno contra el otro. La Torre de Elliot pudo esquivar el ataque de la Fuerza conquistada por Rubenazo y contraatacó golpeando con recelo y cautela. Al minuto, ambos estaban otra vez en su campo, mirándose con desconfianza y miedo. Elliot estaba desesperado, pero el contraste de la lucha lo hizo darse cuenta de que algo muy parecido le había estado pasando desde que se había propuesto capturar las cartas.

«No necesito que vengan a liberarme para ser libre, puesto que mi espíritu interior ya lo es...», le había dicho una vez Iudicium a Elliot. Y casi como si el trance de los recuerdos le hubiera asomado con volver, el chico reflexionó que no podría liberar a los espíritus del tarot si él mismo era prisionero del miedo y de sus errores, o de las posibilidades del fracaso de sus sueños. Frente a él había una pequeña Pug Carlina con un disfraz de estrella fugaz y un cintillo de estrellitas azules flotando sobre su cabeza esperando a recibir una orden.

Era la carta de Astra en el lado de Rubenazo... y enteramente por fuerza de su imaginación, pero no por ello menos relevante, Elliot escuchó con claridad la voz de su amiga espiritual hippie entre las paredes de su cabeza una vez más. «No tengas miedo, Elliot... Las estrellas están de tu lado». Quizás lo pensó así por la mirada de la Pug Carlina, quién no dejaba de ver a Elliot como si lo extrañara de alguna manera.

—Segundo strike para la Fuerza, Rube —dijo Fortuna sacando a Elliot de sus pensamientos.

—Juraba que la Fuerza podría destruir a la Torre, pero no pasa nada —comentó el chico mientras veía cómo el tigre golpeado regresaba a su escondite detrás del muro—. Supongo que sólo me queda usar esta carta ridícula de las Estrellas. Por Dios, hasta siento pena de tener que usar esta carta —comentó Rubenazo conteniendo la risa.

Elliot gruñó con rabia.

—¡No digas eso! —exclamó—. ¡Sólo juega tu turno y ten más respeto por tus cartas!

Rubenazo miraba a Elliot sin poder creer que el chico se hubiera atrevido a gritarle a él. ¡A TheOfficialRubenazo!, cuando ni siquiera su papá nunca le había levantado la voz.

—A MÍ NO ME VAS A VENIR A GRITAR EN MI PROPIA CASA, PEQUEÑA PLASTA DE MIERDA —le gritó de vuelta—. ¡Y tampoco te atrevas a decirme qué puedo y qué no puedo hacer con mis cartas, porque con ellas hago lo que se me salga del culo, cuando se me salga del culo, ¿entiendes, maldito bastardo?!

Tras decir aquello estaba rojo de la rabia.

—¡Si a mí me da la gana me puedo limpiar el culo con ellas, o simplemente mandarla al calabozo para que sea mi perra de por vida y hasta que me aburra! —comentó con maldad—. Lo cierto es que esta es una carta de mierda que parece una maldita idiota, mírala, con esa cara arrugada y esos ojos saltones, agh... ¡qué asco! Una carta tan inútil y patética que no sirve para nada más que para estorbar... así que mejor la mando al calabozo y ya... ¡YA!

La pequeña perrita chilló con pánico cuando las cadenas del calabozo la envolvieron y trató de luchar con desesperación para no abandonar el campo. Elliot estaba perplejo, asustado, muy molesto. Siempre había admirado y respetado a Astra y Temperantia con sumo cariño, pero ambas eran espíritus muy distintos, y amigas muy diferentes la una de la otra. Si bien Temperantia siempre fue fría, también había sido la representación de una mujer fuerte y muy valiente, determinada y decidida a no dejarse avasallar por nada...

De pronto los recuerdos atacaron otra vez con violencia, y un dolor le asestó a Elliot justo en el corazón, en el pecho, en el lugar del que se desprendían los hilos que iban hacia el interior de la doncella de hierro y donde aguardaban los poderes de sus cartas. No se movían, pero ardían, brillaban con un poco más de fuerza que antes, aunque nada que fuera suficiente como para alertar a nadie ni ser relevante. Se trataba apenas de un efecto secundario de lo que realmente afectaba al chico, y esto era el deseo de proteger con todo su corazón...

Algo que Elliot siempre había hecho al natural.

Entonces, sus ojos volvieron a abrirse, volvieron a avistar a través, como un espejo roto, uno atravesado por hilos, y ahí Elliot volvió a ver esos ojos grises sin vida, y volvió a verla a ella, a la fantasma. «Debo protegerlos...», pensaba. Era lo que ella le diría, pensó. «Es lo que querrías... ¿no?», pensó. Lo hizo de golpe ante al recuerdo, ante la fuerza inmediata del momento, y ante la desesperación de tener que volver a ver a uno de sus seres queridos sufriendo.

—NO, NO NO POR FAVOR, DETENTENTE —rogó Elliot casi con lágrimas en los ojos viendo el sufrimiento del animal.

«¡Astra...!», la recordó. Volvió a verla como si la tuviera justo al frente, y fue entonces cuando Elliot notó que uno de los hilos brillaba más que cualquier otro. Todavía era algo sutil, pero ese podía notarlo entre todos.

En la distancia de las gradas, Senex aplaudía con una amplia sonrisa. Iudicium, a un lado, observaba todo con cautela.

«¡Temperantia, Astra! ¡Chicos...! ¡Voy a ayudarlos, lo juro! ¡Voy a protegerlos!», pensó Elliot con una fuerza abrumadora en su interior. Su pecho subía y bajaba, y sus entrañas se sentían vivas, ardientes, movidas a la vez por la rabia de los recuerdos y el ímpetu de los anhelos de lo que vendría después y todo lo demás: el reencuentro, la liberación, la lucha contra L.A., y... y... esa otra cosa, eso... eso que comenzaba a nacer, y que aún no entendía ni teniéndolo frente a sus ojos.

—¡Ay, ya basta por favor! ¡Qué cursilería! —protestó Rubenazo con fastidio—. Dije que mandaba la carta al calabozo.

Y con esta última afirmación, más cadenas salieron del foso y terminaron por atravesar el cuerpo de la criatura sin piedad.

—¡NO, ASTRA...! NO...! —gritaba Elliot ahora sí, con sus mejillas húmedas de las lágrimas—. ¡DETENTE, RUBENAZO...! ¡O YO...! ¡YO...! ¡ATACO CON MI TORRE AL EMPERADOR!

De pronto, el león marchito que era la Torre de Elliot soltó un rugido ensordecedor lleno de ira que dejó a Elliot a Rubenazo petrificados por el impacto. Había sido casi como si la carta hubiera entendido y manifestado todo lo que Elliot sentía en su corazón.

Sólo bastó que la Estrella terminara de desaparecer en el calabozo para que la Torre saliera disparada en dirección al Emperador de Rubenazo atravesándole el pecho con su espada rota. De inmediato ambas cartas desaparecieron. Luego apareció la Torre sentada en la pirámide de Elliot, y el Emperador canino en el lado del campo felino, esperando por las órdenes de Elliot.

Era la primera vez en todo el duelo que Elliot lograba quitarle un edecán a Rubén, y ninguno de los dos daba crédito a lo que estaban viendo sus ojos. Rubenazo, presa de un miedo repentino, y Elliot extasiado por lo sucedido.

«Si realmente lo deseas, no necesitas más...», escuchó en su interior, pero esta vez no era la voz de nadie más. Era la suya. «Libérate de tus miedos, Elliot Arcana, libérate de los grilletes que te impiden ser y hacer, y tener lo que deseas...».

—¡Eso... eso sólo fue suerte de principiante, y...! —decía su rival, pero Rubenazo simplemente no pudo completar lo que quería decir.

Su mente lo estaba traicionando, así que simplemente cerró los labios con fuerza para no soltar ninguna otra palabra—: ¡Ataco a su Emperador con mi Torre!

El chico trató de contraatacar ahora que conocía la debilidad del Emperador, pero su Torre no se movió de su lado ni un solo paso más allá, hacia Elliot..

—Los edecanes solamente están en el juego para defender, Rubenazo. Una vez que conviertes a una carta en edecán, ésta ya no puede atacar nunca más durante toda la partida... ¡a menos que sea intercambiada por el comodín, claro!

De pronto, la ira conquistó por completo a Rubenazo.

—¡ESTÚPIDA! —le gritó a la elfa enfadado y desesperado—. ¡¿Y AHORA ES QUE ME VIENES A DECIR ALGO TAN IMPORTANTE?!

—Se me había olvidado... ¡Ups! —comentó la elfa con jocosidad y sin prestarle atención al hecho de que la acababan de insultar.

Lo cierto es que el dolor en el cuerpo era muy alto a causa de los errores que había cometido, pero eso no la detuvo, ni tampoco coartó la esperanza que había comenzado a nacer en su corazón.

—¡Sigue siendo mi turno, Rubenazo! —interrumpió Elliot con una chispa cálida calentándole el pecho—. Así que termino esto mandando al Emperador al fuerte.

«¡Todavía puedo ganar, lo sé! Aun no sé cómo, pero si me deshago de la Torre y descifro la debilidad de la fortuna, todavía podría ganar el duelo...».

Elliot llevó la mano hasta su mazo para tomar su penúltima carta, y cuando la tuvo frente a sus ojos, no pudo estar más feliz de ver a aquellos ojos felinos devolviéndole la mirada.

«Justo a quien estaba esperando... La carta con la que comenzó todo...».

«Garoto, es... ¿estás sonriendo?», se preguntó Delmy sorprendida.

—Invoco a la Templanza —dijo Rubenazo adelantándose a la tirada de Elliot con evidente ansiedad en el rostro—. Carta número catorce.

—Y mi carta va a ser... el Loco —anunció Elliot mientras arrojaba la carta y en el campo se materializaba un arrugado gato sphinx con unos pantalones de pijama como único atuendo—. ¡Y cómo puedes ver, Rubenazo, ahora es mi turno de usar el comodín...!

Rubenazo primero enturbió su mirada con una sorpresa llena de pavor, pero luego, tras reflexionar por un momento, la enserió mucho, casi en un tono amenazador.

—Te advierto que meterse conmigo no es nada prudente —dijo—. Yo que tú me lo pensaría dos veces con lo que estás a punto de hacer. Créeme cuando te digo que no te conviene tenerme de enemigo.

Elliot no pudo evitar reír al escuchar aquello, pero no para molestar a Rubenazo como él chico creía, sino porque no podía pensar en ninguna manera en la que Rubenazo fuese más intimidante que Roy o que el mismo Noah.

—No te tengo miedo, Rubenazo —le contestó con firmeza—. Tú y yo estamos jugando un juego completamente diferente, y yo ya me he enfrentado a cosas mucho peores que tú. Y aquí estoy, a punto de ganarte.

—Será mejor que te calles, mojón...

Pero Elliot no le hizo caso.

—Para ti todo esto podrá ser otro capricho más de niño rico, pero para mí, esto es una promesa, Rubenazo... ¡Algo que hago por mis amigos, a quienes amo! —dijo a la vez que le dedicaba una mirada sonriente a los espíritus que lo estaban apoyando desde las gradas, y a Fortuna y los capturados, y los que faltaban por aparecer todavía.

—¡Que te calles di...!

—No, cállate tú, necesito pensar...

Tras interrumpir a Rubenazo de aquella manera, Elliot se concentró en las cartas que estaban en el campo frente a él. «Tengo que pasar a través de la Templanza y de la Torre antes de poder tocar a la Fortuna, pero... ¿cómo puedo derrotar a la templanza?».

La mente de Elliot estaba más despierta que nunca. El cosquilleo en el pecho y en la boca del estómago lo hacía sentir reconfortado de alguna manera. Tenía que ganar a como diera lugar porque aquello era lo que quería hacer, y eso era lo único que hacía falta para conseguirlo; luchar por la libertad de sus amigos. «La Templanza es Temperantia, y aunque la vi perder contra Kairoh, supongo que no tengo ninguna carta que lance rayos. Por lo tanto, podría recuperar al Mago con el comodín y tratar de usarlo, pero, no sé, no me parece algo lógico».

—¡¿Vas a hacer algo o nos vas a dejar esperando todo el día, rata ladrona?! —inquirió Rubenazo molesto—. ¡Fortuna, eso es trampa! ¡Ya está bueno! ¡Dile que haga algo, haz algo, ya!

—Lo siento, niño, pero Rubenazo tiene razón —intervino fortuna—. Si no declaras un movimiento en treinta segundos voy a tener que anular los poderes del comodín y tendrán que jugar el turno como uno normal.

—Treinta segundos son más que suficientes —comentó Elliot sumido en sus pensamientos casi de forma robótica—. De hecho, sólo necesito veinte segundos...

—¡Pero...! ¡¿Quién mierdas te crees que eres, imbécil?! ¡No vengas a querer dártelas de chulito ahora conmigo porque no te queda! —le gritó Rubenazo—. ¡Acepta que vas perdiendo y termina de rendirte!

—Aún no pierdo, no —contestó Elliot levantando la mirada para ver a su oponente directamente a los ojos—. Ya lo verás...

Ya estaba, ya lo había pensado. No más de veinte segundos. Ya tenía una estrategia, o mejor dicho, una corazonada.

«Si esto no sale bien estoy perdido, así que por favor, Temperantia, ayúdame a estar en lo correcto», rogó Elliot. «Si todo lo que hiciste por mí fue cuidarme porque era tu deber, entonces perderé este duelo, pero si realmente soy tu amigo como lo siento en mi corazón... entonces... ¡entonces...!»

Delmy estaba que se halaba el cabello de la desesperación.

—Voy a usar el poder del Loco para recuperar la carta de los Enamorados de mi fuerte...

De inmediato la pantera rosa y el gato sphinx cambiaron de posición en la palestra.

—¡¿Pero qué mierdas estás pensando?! —exclamó Rubenazo.

En las gradas todos habían comenzado a levantarse...

—¡No hay manera de que esa carta inútil te pueda servir de algo...! —gritó Rubén.

—¡Bafanculo! —contestó Amantium.

«¡Por favor, Temperantia, hagamos esto juntos...! ¡Si Rubenazo logra colocar otro edecán, estaremos perdidos!».

—¡Y ahora con el Enamorado ataco a la Templanza!

Y con mirada aguerrida y confiada, la pantera rosa con alas de cupido dio un salto veloz y ágil, y apuntó una flecha de corazón hacia la Templanza de Rubenazo.

Delmy gritó tan alto como pudo, lo más que la cinta adhesiva se lo permitía. Todos los espíritus alzaron los brazos y exclamaron.

Cuando el corazón rojo alcanzó el cuerpo del dingo con aureola y alas de ángel celestial que era la templanza de Rubenazo, una explosión de corazones cubrió la palestra, y la nube de su rastro desapareció, Elliot había conquistado a la Templanza y la tenía en su lado del campo, mientras la pantera rosa de los Enamorados volvía al fuerte con satisfacción.

—¡Trampa, esto tiene que ser una trampa! —protestó Rubén al ver lo que pasaba—. ¡Él está haciendo trampa, Fortuna! ¡HAZ ALGO, TE LO ORDENO! —protestó.

Pero al ver que la elfa no contestaba a sus gritos se giró para gritarle a Elliot

—¡Confiésalo, maldita rata! ADMITE QUE ERES UN TRAMPOSO Y QUE ESTÁS JUGANDO SUCIO.

—Yo no estoy jugando sucio, Rubenazo —contestó Elliot mientras celebraba con una sonrisa en los labios—. Es sólo que cuento con mis amigos, y ellos también cuentan conmigo. Pero alguien como tú nunca podrá saber qué es eso porque simplemente no tienes corazón, y tus cartas están muertas, y así es imposible que puedas entenderlas, y dejar que ellas te ayuden a sentir lo que hace falta hacer para salirte con la tuya...

Elliot volvía a tener esa sonrisa en su mirada. Era claro ahora, iba en serio. Igual que cada vez que hablaba con esa misma determinación antes de terminar enredándose en problemas demasiado grandes como para salir de ellos. Y, aun así, ahí estaba otra vez. Iba a ganar, y Delmy lo sabía. Ella lo veía todo, asombrada desde las gradas... «Garoto, tú... lo volviste a hacer... tal como siempre te veo hacerlo en mi corazón».

—¡Eres un maldito estúpido, y cuando termine esto te vas a arrepentir de haberte cruzado en mi camino! ¡Te lo juro! ¡VOY A ENCARGARME DE TI, TRANQUILO! ¡YA LO VERÁS!

—Yo muevo mi Templanza al fuerte y termino mi turno —completó Elliot sin prestarle atención—. Ya tienes un edecán menos. Ahora sólo queda uno antes de tomar tu arcano mayor...

De pronto ambos quedaron viéndose con ojos cautelosos, muy atentos el uno al otro, había silencio ante la expectativa. Era evidente que ambos estaban haciéndose a la idea de finalmente ganar o perder. Ya sólo le quedaba una carta a cada uno en sus respectivos mazos. Tan sólo la última carta...

—¡Último turno y aquí se decide todo chicos! —anunció Fortuna súbitamente animada y de buen humor—. ¡Ni modo! La pasamos bien, pero todo lo bueno llega siempre a su final. ¡Qué gane el mejor!

—¡J-ja...! ¡JA! ¡Mi carta es la Muerte! —gritó Rubenazo con rabia y energía.

En su lado de la palestra la calavera de un lobo con guadaña se materializó.

—Yo soy indestructible, maldito. ¡SOY DIOS! Y AHORA VAS A MORIR, LO JURO...

—Invoco al Diablo, carta quince —dijo Elliot, quién intentaba ubicarle un espacio a la carta recién tirada en su estrategia.

Sin embargo, sus pensamientos fueron inmediatamente interrumpidos cuando Rubenazo se adelantó en declarar un ataque.

—CON MI DIABLO ATACO A TU DIABLO —gritó él.

—¡Pero me toca mover primero a mí! —se quejó Elliot indignado—. ¡Estás haciendo trampa!

—Ehm, buueeeno, de hecho no, niño —intervino Fortuna con rapidez—. Las cartas de la guardia pueden interceptar tiradas y actuar primero, así que técnicamente Rubenazo sí puede hacer su movimiento.

Aun así, el Diablo de Rubenazo volteó a ver a su amo confundido, pero este sólo le insistía en que atacara.

—¡¿Qué?! —jadeó Elliot—. ¡¿Por qué no me lo dijiste antes?!

Fortuna rio nerviosa desde su prisión de hierro.

—¡Sorry! ¡Es que a mí también se me olvidan las reglas!

«Esto no puede ser... No ahora...»

—¡En tu cara, perra! —se burló Rubenazo—. ¡Ahora qué esperas, imbécil, destruye su Diablo!

—No tan rápido, Rube —esta vez Fortuna se dirigió a él en vez de Elliot—. El Diablo no puede doblegar al Diablo...

—MIERDA, MIERDA —vociferó Rubenazo presa de la ira y la desesperación—. ¡Entonces ataco con mi Fuerza al Diablo!

«¡Por favor que no funcione, por favor que no funcione...!» rogaba Elliot desde su lugar en el campo. Delmy ya se había cubierto los ojos con las manos para no ver lo que pasaría a continuación.

La Fuerza de Rubenazo golpeó al Diablo de Elliot sin que este pudiera esquivar el ataque. Después del impacto ambas cartas desaparecieron del campo. La Fuerza apareció en su fuerte y el Diablo de Elliot se materializó en el campo de Rubén, capturado.

—BIEN, COÑO, BIEN —gritaba Rubenazo—. ¡Eres mi perra, rata inmunda! ¡No te tengo miedo! Y estás a punto de descubrirlo por las malas, así que prepárate. ¡Te acabo de robar otra carta más, y ahora estas completamente desnudo e indefenso! No tienes más nada que hacer... ¡RÍNDETE DE UNA MALDITA VEZ! ¡RÍNDETE! ¡RÍNDETEEEE!

—NO ME VOY A RENDIR —contestó Elliot irritado por los gritos de su oponente—, ¡así que ya cállate de una vez y déjame pensar...!

«Es momento de probar si mi teoría funciona...».

—¡No eres el único con cartas en la guardia! —contestó Elliot desafiante—. ¡Ahora con mi Mago intercepto a tu Muerte...!

De inmediato el Mago salió de su escondite tras los muros aztecas, con sus ojos encendidos en llamas moradas, lanzándole un hechizo a la muerte de Rubenazo. Esta no pudo esquivar el ataque. El duelo había dado un giro de 360 grados. Ahora Elliot controlaba a la Muerte de Rubenazo mientras su Mago descansaba con arrogancia en la pirámide.

—¡Sí! —celebró Elliot—. ¡Sabía que funcionaría!

Rubenazo estaba de pie incrédulo ante Elliot y su Muerte conquistada.

—¡No puedes ganarme! —balbuceó—. ¡Yo... yo soy TheOfficialRubenazo! Y yo no pierdo contra novatos. ESTO NO PUEDE ESTAR PASANDO.

Pero Elliot no estaba prestándole atención a los lamentos del chico. En su mente sólo había espacio para analizar todo lo que tenía a la mano, y ver si todavía tenía lo que necesitaba para ganar aquel duelo.

«Ahora tengo conmigo a la Muerte, la Justicia y la Estrella. Mors y Astra. Y Rubenazo tiene a la Torre y a la Fortuna. ¡Ja! ¡Lectura, Rubén! Parece que las cartas no están a tu favor. Sí, Domus Dei y Fortuna. Así que a eso se reduce todo».

Elliot fijó la mirada en las cartas que se escondían tras los muros de su guardia. La Muerte cadavérica de Rubenazo parecía estar viendo a la Torre, aunque sin ojos en sus cuencas vacías, era realmente difícil de decir si eso era realmente lo que estaba viendo la criatura decrepita...

«Podría tener sentido, ¿no?», reflexionó Elliot por un instante. «Después de todo, Domus Dei otorga el poder de ver a los muertos y otras cosas mágicas, y él mismo dijo que eso era una maldición más que un don. Incluso Delmy piensa lo mismo, así que... la Muerte sí podría ser la carta que venza a la Torre...».

—¡Mi turno no termina, y ahora ataco a la Torre con mi Muerte capturada! —continuó Elliot.

«Vale la pena intentarlo...», pensó satisfecho.

—¡No, no! ¡Diablo, haz algo! ¡Protégeme! —ordenó Rubenazo, pero cuando el Diablo tigre intentó interponerse en el camino de la Muerte, ésta solo lo empujó con fuerza para luego cortar con su guadaña a la Torre por la mitad.

De inmediato, la Muerte apareció en el fuerte de Elliot, y ahora era la Torre canina quien ocupaba un puesto en la palestra de Elliot.

—¡POR QUÉ... POR QUÉ...! —gritaba Rubenazo con agitación al verse desprotegido.

—¡Porque lo anhelo, y porque es mi destino...! —contestó Elliot sin saber muy bien por qué.

Tan sólo se estaba dejando llevar por sus instintos, y por lo que su corazón le decía... como Astra siempre le había dicho. «Y el destino es más fuerte que la suerte... ¿no es así, Astra?», se preguntó mientras sus ojos se conectaban con los de la lince felina y bufona que ahora le recordaba más que nunca a su amiga albina....

—Y por último... ¡ataco con la Estrella a tu arcano insignia de la Fortuna!

De inmediato, la Estrella que se escondía tras los muros de su palestra dio un salto para quedar suspendida en el aire y soltar un fuerte destello que lo cubrió todo en aquella arena de duelos. Como todo había sido consumido por la luz, nadie podía ver nada de lo que estaba pasando. Cuando la luz desapareció, todos habían vuelto a regresar al cuarto de Rubenazo, como si nada hubiera ocurrido y toda la partida hubiera durado menos de un instante...

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