Capítulo 29

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Leo y Tatiana se enzarzaron en una danza sangrienta de golpes y estocadas. El demonio ganaba terreno, pero lo perdía en cada intento de la entidad de ir tras Helena y Fabricio.

El mayor de los hermanos Pietro podía ver de reojo que Isaac estaba ayudando a su hermana a ponerse de pie. Ellos debían liberar al padre de Mía del traidor que poseía su cuerpo. Era algo que habían pensado para último momento, pero los planes habían cambiado. Solo así podrían trabajar sobre el cuerpo malherido del humano y tratar de salvarlo.

Leonardo tenía que darles tiempo a sus hermanos. Sabía que por sí solo, aunque llegara a aniquilar a Tatiana, poco podría hacer con la criatura que moraba en ella. Ya le había sucedido al enfrentar a Don Cosme.

De todas maneras, el sello estaba a medio armar, pues Isaac había ido a socorrer a Helena. Tenían que terminar de trazar los diseños y unirse los tres para convocar el conjuro que enviaría a la entidad de regreso a su plano infernal.

Resoplando, Leo levantó la lanza y decidió arriesgarse. Con un movimiento rápido, dio la estocada al tiempo que generaba una nueva arma con la mano libre, que blandió en el aire unos segundos antes de dar en el blanco. Como resultado, Tatiana quedó en el suelo, con sus brazos atravesados por las armas de su oponente a la altura de los hombros, de manera que le era imposible erguirse.

Sin detenerse a escuchar los insultos de la mujer, el demonio generó dos chuchillas largas con las que le atravesó las piernas poco más arriba de los tobillos. La observó mientras calmaba la respiración, cuestionándose si su propio aspecto daba tanta repugnancia como la imagen que mostraba Tatiana en ese momento. Poco y nada quedaba de la dulce mujer que había sabido ser.

—Fue por amor... —la voz entrecortada de la criatura sacó a Leonardo de sus pensamientos.

—¿De qué hablas? —inquirió él.

—Tatiana era una persona con los canales abiertos. Sus habilidades eran más que notables, pero no supo ver que su marido se había entregado a fuerzas demoníacas porque lo amaba.

—Tú te aprovechaste de eso. Te valiste de la relación de ambos.

—Es lo que nosotros hacemos. Aprovechamos las debilidades humanas. Fabricio siempre pensó que podría salvar a su mujer y salvarse a sí mismo. El muy idiota no era capaz de entender la magnitud de todo esto.

—¿Por qué me dices todo esto? ¿Piensas que te perdonaré la vida? ¿O esperas que te mate para escapar?

La entidad carcajeó.

—No, niño tonto. Pero también por amor, Fabricio se deshizo del libro con que supo invocarme. Yo se lo pedí. Ustedes no podrán regresar a casa aunque logren erradicarme.

—Crees que te las sabes todas, ¿verdad? —ante la respuesta del demonio Tatiana rompió en risas nuevamente—. Pero mira, va mal el refrán que dicen los humanos. Eso de que más sabe el diablo por viejo que por diablo no aplica esta vez. Te ganamos de antemano.

Elías metió la mano en el interior de la mochila y extrajo con cuidado tres botellas plásticas que contenían un líquido que ni siquiera Mía supo identificar.

—Parece lo que Leo utilizó para sanar las heridas de sus hermanos cuando pelearon con Dos Cosme —señaló Mar—. Creímos que Isaac y Helena estaban muertos, pero Leo los hizo reaccionar. ¿Recuerdas, Eli?

El muchacho asintió al tiempo que sacaba un objeto envuelto en un trozo de tela. Lo abrió con cuidado y descubrió que se trataba de un manojo de hojas cosidas por el lateral. Como si acaso alguien hubiera tomado un libro y le hubiera arrancado las tapas. Al leer la primera página, Elías supo que estaba en lo correcto.

—Mía... esto es tuyo —murmuró extendiendo las manos hacia ella.

La joven se acomodó un mechón rubio detrás de la oreja antes de deslizar sus manos por el papel antiguo.

—¿En qué momento hicieron algo así? —cuestionó dudando si alguna vez tendría la respuesta.

—Puede que después de preparar este lugar —replicó el hijo del comisario—. Todavía no me creo todo esto.

—Es obvio que confían en sus propias habilidades y asumen que saldrán victoriosos. Tienen todo preparado para recuperarse y hasta consiguieron el libro que precisan para que invoquemos el portal que los devolverá a su mundo. Es solo cuestión de tiempo para que todo termine —Mar se acomodó contra la pared rocosa, descansando la cabeza sobre sus rodillas. Había estado a punto de comentar que ansiaba ver a su madre y abrazarla, pero no quería herir los sentimientos de Mía en un momento como ese.

Elías se sentó junto a su padre dándole espacio a Mía. La rubia repasaba las páginas del libro que había heredado de su abuela, ajena a los otros dos adolescentes, en una típica actitud suya.

Los pensamientos de la joven se llenaban de dudas una y otra vez. No podía precisar cuánto tiempo llevaba su padre brindando el cuerpo como recipiente para una entidad oscura. Tampoco podía garantizar que aquel libro que tenía en sus manos fuera, efectivamente, una herencia de su familia materna. Le era imposible aceptar que su abuela o su madre hubieran tenido un material tan comprometedor en la biblioteca. ¿Y si su padre había reemplazado el libro original por ese otro? Tal vez la propia energía del libro había afectado la percepción de su madre. Sino, ¿cómo explicaba que Tatiana no se hubiera percatado de lo que pasaba con Fabricio? ¿Cómo es que una mujer tan instruida en esos asuntos no había captado que toda la familia estaba en peligro? Mía se iba perdiendo entre incógnitas que, tal vez, nunca llegaría a resolver.

Helena jadeó cuando Isaac le mostró la herida que la entidad le había abierto en el pecho. La piel y músculos dañados sangraban de manera lenta, pero constante, emanando ese líquido denso y oscuro tan característico en ellos. Era herida que tardaría en sanar y bien podía causarle la muerte, a diferencia de las alas de Helena, que ya estaban recomponiéndose luego del ataque de Tatiana.

—Hagamos esto rápido —murmuró la menor de los Pietro tomando las manos de su hermano.

Habían trazado símbolos en el suelo en torno a Fabricio que yacía inconsciente, aunque aún respiraba. Los demonios cerraron los ojos y comenzaron a murmurar una letanía usando las palabras que habían aprendido hacía milenios. El cuerpo del arquitecto se estremeció. Isaac y Helena evitaron abrir los ojos y ver lo que sucedía. En cambio, subieron el tono, repitiendo la letanía una y otra vez. Fabricio convulsionó entonces entre quejidos y lamentos, al tiempo que una extraña humareda violácea se desprendía de su abdomen.

Cuando los últimos restos de humo se desvanecieron en el aire, Helena rebuscó en la mochila que había dejado escondida antes de iniciar la contienda y extrajo una botella oscura. Se hizo sangrar las manos y vertió en ellas el contenido del recipiente en tanto generaba un hechizo para sanar las heridas que el demonio traidor había causado en el humano al poseerlo. Esperó a verlo respirar tranquilo. Solo ahí ella miró a Isaac y le hizo una señal para ir a terminar con el trabajo junto a Leo.

Leonardo terminaba de dibujar el sello que permitiría enviar a la entidad de regreso al calabozo de donde jamás debería haber escapado cuando sus hermanos llegaron a acompañarlo.

Isaac iba sosteniéndose la herida que seguía sangrando, al punto que la piel oscura le brillaba a causa de la humedad de la sangre. Helena se veía mejor, sus alas habían sanado casi por completo.

—Ya es hora —murmuró el mayor de los demonios—. Necesitamos resolver esto para poder sanarte, Isaac.

El aludido asintió, deslizando sus manos por la herida para impregnarlas con su propia sangre. A pocos pasos, Helena se hizo sangrar las manos como había hecho al curar a Fabricio. Leo fue el último en actuar lastimándose las puntas de los dedos hasta que la cálida y negra sangre brotó de las heridas.

Se ubicaron formando un triángulo, sobre los catetos del sello triangular que Leonardo había dibujado, generando así una especie de hexágono. O una estrella de seis puntas, según quién lo mirara.

Con sus corazones palpitando a toda velocidad, los príncipes demonios se tomaron de las manos y emprendieron el rezo de un conjuro que ya habían usado milenios atrás al encadenar a la entidad que en ese momento usurpaba el cuerpo de Tatiana. Aquella vez no bajaron los párpados, sino que se mantuvieron observando fijo a su objetivo al tiempo que sus miradas se volvían negras por completo, sin llegar a distinguirse el iris de la esclerótica. Era como si la tinta más espesa hubiera llenado la cuenca de sus ojos.

La mujer yacía en el suelo con la vista perdida en un punto distante. La vida en ese cuerpo maltratado se iba apagando y urgía arrancar a la entidad de aquellos restos destrozados antes de que escapara en busca de un nuevo humano para poseer.

Con Fabricio se había formado un humo neblinoso y violáceo. Con Tatiana, lo que surgía de su abdomen era una llamarada de color verdoso que se contraía y giraba sobre sí misma. Lengüetazos de fuego arañaban a los Pietro, por momentos en los brazos, por momentos en las piernas. Sin embargo, ellos no estaban dispuestos a cortar su amarre ni a detenerse en el conjuro. Por el contrario, echando las cabezas hacia atrás, profundizaron el recitado del hechizo.

Ningún gemido emergía de los labios de la madre de Mía. El corazón se había detenido y los pulmones no ingresaban oxígeno al torrente sanguíneo. Ya no había dolor, miedo ni angustia abrazándole los pensamientos en tanto una criatura maligna la dominaba contra su voluntad. Era tan solo una carcasa de carne y hueso que en nada se parecía a la mujer que había sabido ser. Una imagen que ni su marido ni su hija merecían ver o recordar.

Pero los Pietro sí la observaban y se culpaban en silencio por haber permitido que el asunto fuera tan lejos. Rincón Escondido dormía sumido en un sueño producto de un hechizo de Isaac, con varias familias llorando la pérdida de sus seres queridos por culpa de una criatura que nunca debería haber escapado de su celda. Una adolescente ya no volvería a abrazar a su madre, ni a compartir meriendas con ella hablando de lo que ellas podían ver aunque nadie más lo hiciera. Al menos habían salvado a Fabricio y Mía no había quedado huérfana. Así y todo, Leo y sus hermanos deberían acondicionar el cuerpo de Tatiana por respeto a la familia.

Los rezos continuaron por lo que pareció una eternidad, aunque los relojes humanos marcaron sesenta y seis minutos y seis segundos. Las llamas habían menguado hasta extinguirse por completo no sin antes dejarles graves heridas a los demonios. Isaac había resultado tan malherido que se desmayó sin llegar a pedir auxilio.

Helena corrió por su mochila.

—Me queda muy poco —señaló mostrando la botella con el líquido misterioso—. No alcanzará para sanarlo.

—Iré a buscar mis cosas —Leo extendió las alas y emprendió vuelo a toda velocidad.

El mayor de los Pietro alcanzó la cueva y cerró las alas cuando sus pies tocaron el suelo. Mar fue la primera en verlo y la alegría que reflejó en el rostro colmó a Leo de una paz que no creía ser capaz de sentir.

—¿Está todo bien? —Elías hizo la pregunta inevitable.

—Bueno... —dudó el demonio—. Resultó de la mejor manera posible, pero mi hermano me necesita. Vine a buscar mi mochila.

Mar se la acercó con ligereza.

—¿Debemos esperar a que regresen a buscarnos? —la voz de Mía sonaba cargada de miedos y angustias.

—Pueden tomar los faroles y bajar al hotel si quieren —propuso Leonardo envolviendo una mano con las tiras de la mochila—. Son unos pocos kilómetros. Jeremías estará a salvo aquí y despertará cuando Isaac deshaga su conjuro. Sino, pueden esperar a que regresemos. Ustedes deciden.

Sin detenerse a aguardar la respuesta del grupo, Leo se fue a paso rápido y abrió las alas al llegar a espacio abierto. No se veía en condiciones de responder preguntas de Mía sobre sus padres. A decir verdad, esperaba que su hermana pudiera resolver esa situación. Helena parecía llevarse mejor con la hija de los Gutiérrez que con cualquier otro ser humano.

Helena había utilizado el poco líquido que le quedaba para recomponer el aspecto de Tatiana. No sabía si Mía sería capaz de convencer a Leo para que la cargara hasta allí, pero debía tener todas las posibilidades cubiertas. A pocos pasos, Isaac respiraba de manera lenta y su hermana se preguntaba con cada exhalación que escuchaba, si acaso sería la última.

Una brisa reveló que Leonardo estaba de regreso. El demonio replegó las alas y abrió la mochila apresurado. Cayó de rodillas junto a su hermano y extrajo una de las botellas sin detenerse a hablar con Helena. Extendió las garras para hacerse sangrar antebrazos y manos y bañó el cuerpo de Isaac con el líquido de la botella luego de rociarse las manos.

—Leo... —murmuró Helena.

—Luego me encargaré de ti. Él nos necesita primero —replicó él cerrando los ojos y deslizando sus manos por la herida con un rezo de por medio.

La propia piel del demonio comenzó a abrirse y sangrar, como si acaso absorbiera el daño de su hermano.

—¡Leo! —urgió de nuevo la menor de la familia.

Pero él solo podía fijar su atención en salvarle la vida al adolescente que había servido como contenedor para su hermano. Isaac merecía una mejor vida, una nueva vida, lejos de todo lo que había pasado junto al verdadero Leonardo.

Cuando la sangre de Leo terminó goteando y creando un charco en el suelo, Isaac reaccionó. Nada quedaba de la criatura oscura en él. Volvía a mostrarse como el joven de cabellos rubios y ojos azules que había conocido a Elías y Mar una mañana de camino a la escuela.

—Bienvenido de regreso, hermano. Descansa un poco —Leo tomó la segunda botella de la mochila y se dirigió a su hermana—. Vamos, es tu turno. No hay tiempo que perder, pronto llegarán los chicos.

Su hermana dudó por un momento, pero decidió confiar en el criterio y la experiencia del mayor de los demonios.

Leonardo repitió el proceso que había aplicado en Isaac con Helena, aunque no precisó abrirse nuevas heridas. Las que ya tenía no habían dejado de sangrar. Al cabo de un rato, la demonio llevaba el aspecto de una jovencita menuda, de piel pálida y cabellos largos.

Leo cerró los ojos y se dejó caer entre jadeos. Helena maldijo por lo bajo.

—¡No puedes hacernos esto! —gruñó al ver que un hilo de sangre negra escapaba de sus labios.

Buscó la botella que había usado él para recomponerla. Rogó porque el líquido que quedaba al menos le diera tiempo para que Mar y Elías abrieran el portal y les permitieran regresar a casa. ¿Por qué se le había ocurrido utilizar su propia botella con Tatiana, si ya estaba muerta? Dejando a un lado los regaños, Helena se lastimó las palmas de las manos en un intento desesperado por salvar a Leonardo.

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