Atardecer junto al mar

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Estaba tan asustada, parada a orillas del mar, apoyada en aquel único árbol solitario que parecía comprender su ansiedad y abrazarla con su ramas, intentando reconfortarla.

El día por fin había había llegado, la hora convenida había pasado. El sol se despedía con sus últimos rayos y el cielo comenzaba a oscurecer, envolviendola con aquel juego de luces doradas que cedían paso a la la noche estrellada, como una aurora el cielo se fundía en una tonalidad violeta que la invitaba a soñar, y el viento que la envolvía en su frío abrazo acentuaba su soledad y miedo.

Permaneció en silencio, absorta en la luz del horizonte agonizante, sosteniendo en su mano un único y pequeño obsequio, temiendo la idea de que quizás él no iría a su encuentro o aún peor, asistiría a esa primera cita, tras un año de misivas anónimas, tras cientos de mensajes dulces, confidencias e ilusiones; con la imagen clara de una joven perfecta en su mente y se decepcionaría ante la naturaleza simple y frágil de la mujer que lo amó en secreto por tanto tiempo.

Lo había visto por primera vez en ese mismo lugar hace dos años,  aún recordaba la emoción que despertó en su corazón al verlo, ese latir afanoso que le confeso que estaba total e irremediablemente enamorada de los ojos castaños y la sonrisa cálida que le ofrecía aquel extraño, su voz se le antojó infinitamente dulce y la amabilidad con la que se presentó ante ella la hizo estremecer, le dijo su nombre haciendo gala de una cortesía un tanto arcaica, Gabriel, que hermoso nombre; jamás en su vida había sentido tal euforia en su pecho, nunca había creído en el amor  primera vista, pero si ese sentimiento era amor no lo quería. En un acto de cobardía huyó de su sonrisa con una excusa incoherente y se fue sin decirle su nombre.

Quizás ese había sido un mal día en una mala vida,  quizas habia sido el peso de las responsabilidades que cargaba sobre sus hombros haciéndola respirar sin vivir en realidad, quizás fuesen sus inseguridades, quizás fue la nostalgia que sentía aquella tarde, sola, apoyada en aquel delgado arbol, lo que fuera, la hizo huir y de lo que creyó seria un problema más en su vida, pero su imagen la abandonó, su voz la persiguió en sueños y la su nombre resonó en cada canción es escuchaba y cada atardecer que veía. De repente lo veía casi todos los días, lo evitaba tanto como podía, temiendo el poder que tenía su mirada sobre ella. Cada día que pasaba esperaba ver su rostro, ver su sonrisa lejana iluminar su día, era como la heroína, bastaba una mirada y una sonrisa para pintar de colores su vida.

Una tarde, más dura de lo habitual, más solitaria y fría que de costumbre se sentó a orillas del mar bajo la sombra de aquel solitario árbol y escribió una carta para su amor lejano, una carta de despedida, una confesión apasionada, una carta de renuncia a aquella sonrisa que llenaba de luz su vida pero que cada noche la sumía en un mar de soledad y arrepentimiento, si tan solo le hubiese dicho su nombre.

Dejó la carta en una botella en la orilla de aquel mar en calma, pero nunca imaginó que esa misma noche el leería la carta en un cruel capricho del destino. Así comenzó la extraña amistad entre Gabriel y la muchacha del mar a la que llamaba Lila y quien siempre hallaba una excusa para no encontrarse en persona. Hasta esa última carta donde ella finalmente acepto, en contra de su buen juicio. Se verían bajo el árbol solitario a orillas del mar al atardecer.

La noche casi la cubría por completo  y el frío la hizo desertar, ya era demasiado tarde, el no llegaría y estaba bien, de cualquier forma el no podría amarla y no podría permanecer como una pluma anónima por siempre.

Cuando dio la vuelta para irse se encontró con la mirada inexpresiva de Gabriel observandola, vio su cabello negro ondear al viento y sus delgados labios guardar silencio. A sus ojos aquel hombre serio de camisa y pantalón azul, que siempre portaba aquel enorme reloj negro, era el hombre más guapo del planeta.

Todo su cuerpo se estremecía bajo sus ojos castaños; cada segundo que no huía de su mirada vehemente, en su corazón sentía una pequeña muerte; moría su alma lentamente sofocada en un calor abrasador. Confundida, ardían sus manos deseosas de una sola caricia, del delicado toque de sus manos, morían sus sentidos dulcemente perdidos en el anhelo de una fragancia ausente, moría, moría lentamente con su cercanía, pero aun así no huía.

Lentamente Gabriel acortó la distancia entre los dos. Cada paso tan ligero y suave acentuaba el lento suplicio en su interior. Ya tan cerca que podía sentir la calidez del cuerpo la delgada joven de largos rizos, un calor sofocante que impregnaba cada centímetro de su piel, lo aturdía, pero ¿qué más daba? Deslizó su mirada por los ojos dorados de la muchacha atrapada de espaldas a aquel solitario árbol, dulcemente estática, recorrió con su mirada su piel cetrina y sus labios rojos, su suave cuello desnudo a través del encaje y descendió lentamente hasta sus manos ligeramente temblorosas que envolvían protectoramente un objeto precioso, sus palmas albergaban un secreto con aroma dulce, tan suave y embriagante que casi era desquiciante.

Tan cerca el uno del otro, tanto que podían sentir su aliento cálido, Gabriel extendió su mano a su rostro, deteniéndose a un centímetro de sus mejillas ruborizadas y su calor incitante. Descendió lentamente por su cuello sin tocarla, como si dibujara su aura blanca, descendió por sus hombros desnudos, sus brazos frágiles que ocultaban una fuerza imparable, hasta sus manos sobre las cuales rindió el deseo sofocado. Recorrió con la punta de los dedos sus manos frías al tacto que disparaban una sensación electrizante a través de cada célula de su piel; quizá no fuera apropiado, pero en ese instante no importaba.

Tanteando suavemente su piel liberó finalmente, del abrazo de sus dedos helados, el objeto preciado. Acarició entre sus palmas el tacto lizo y áspero de una hoja de papel que albergaba en su interior la última carta que ella escribió para él y un pequeña esfera envuelta en metálico; extrajo el preciado objeto de entre sus dedos y con sofocada ansiedad abrió el pequeño regalo. Grande fue su sorpresa al encontrar entre sus dedos una suave esfera de color castaño rojizo, sentía como lentamente se derretía, su aroma dulce y su compleción cremosa delataba su identidad pecaminosa, chocolate, manjar de dioses, creación humana. Sintió su textura fundirse con el calor de las yemas de sus dedos, temió sinceramente perder para siempre aquel objeto, y antes de llevarlo por completo a su boca observó los ojos ávidos de su Lila con los labios entreabiertos.

Aroma dulce, manjar de dioses; rozó suavemente los labios de la muchacha, impregnándolos con su aroma, depositándolo entre sus labios rojos, atrapado entre sus dientes blancos, y su cuerpo prisionero de un cruel encanto.

Cedió a la tentación y probó el manjar en sus labios, su roce cálido, el sabor dulce fundiéndose en sus bocas, deslizándose suavemente entre sus dientes, su lengua ansiosa, danzante y vigorosa, la sensación húmeda y extasiante del chocolate fundiéndose en un toque ardiente, en un abrazo exigente, sin tiempo y sin aire, en el que Lila moría lentamente, una muerte asfixiante, dulce y dolorosa, donde deseaba nadar eternamente.

Cuando se separaron ambos sonrieron, él con una familiaridad y calidez  tal, que disipó todo rastro de duda y miedo en su corazón.

—Hola Lila

—Hola Gabriel, mi nombre es Liliana.

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