Adrián, ayer encontré tu beso en escondido en un jardín abandonado.

Fue una tarde de invierno, la nieve cubrió con su manto cada espacio desolado en nuestra inmensa ciudad.

Encontré refugio bajo un viejo árbol y junto a él vi tus labios, disimulados en un botón de rosa congelado, vi en sus pétalos de sangre el ardor con el que tu boca pronunció mi nombre, la vehemencia con que abrí mi corazón desgarrado al toque frío de tu alma errante.

Distinguí entre sus hojas congeladas cubiertas por inumerables copos de nieve, cual velo de diamantes desolados, el tacto suave y frío de tu piel cetrina.

Vi en en una gota de rocio iridiscente, congelada en su centro, el brillo de tus ojos de miel, expectantes e incitantes. Una invitación silenciosa a la perdición que no podía ignorar.

Me acerqué a ella, aún presa del azote de la tormenta, abandoné el refugio de aquel árbol sabio y te busqué con mis manos congeladas en el terso tacto de sus pétalos agonizantes, pero para cuando la alcance ya no sentía mis dedos y temía romper el encanto con que su ser permanecía perfecta e imperturbable; quizás su belleza radicaba en la soledad que la abrazaba, en medio de aquella infinitud blanquecina.

A solo un centímetro la abandoné, con la irracional certeza de que mi calor la destruiría, con la ligera sospecha que no era ella quien necesitaba que la salvaran de una tormenta eterna.

Cuando me alejé sentí que abandoné el último rastro de primavera en mi gélido invierno, y con él una parte de ti y de mi que jamás volverán.