t r e i n t a y d o s

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Alan miraba la última nota de Amelia y aún no podía creerlo.

Su mejor amiga, la chica que siempre lo amó. Y él le había hecho mucho daño.

¡Imbécil, imbécil!, se gritaba una y otra vez.

Ahora iba a morir, ella moriría...
—¡No! —gritó con lágrimas en los ojos mientras tiraba las cosas de su escritorio. Gritó hasta que la garganta le dolió. Pateó y golpeó todo y aún así no podia calmarse. Por suerte estaba solo, seguramente su madre ya habría llamado a la policía diciendo que había un loco en la habitación de su hijo.

Se limpió la cara con brusquedad y tomando el diario se fue para tomar un taxi.

Conocía el hospital pero estaba del otro lado de la ciudad. Tardaría como dos horas aunque poco le importaba.

—¿A dónde vas, Alan? —la voz de su madre llegó tan rápido como salió de su hogar y se maldijo internamente.
La miró, llevaba víveres en esas bolsas de papel café y le habría ayudado sino hubiese llevado tanta prisa.

—A ver a Amelia —contestó sincero. Pensó en mentirle pero, ¿qué más daba ya? Su amiga moriría pronto y él sería desdichado.

—¿Amelia? —su madre formuló esa pregunta como si no existiera en su vocabulario antes—, creí que no sabías nada de ella...
—Me llamó por teléfono en la mañana —decidió mentirle, quería ahorrarse todo el asunto del diario—. Está en el hospital...
—Oh lamento oír eso. Rezaré por la muchacha pero tu no puedes verla hoy.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Tu tía Carmine llamó hoy. Me pidió que le comprara unos medicamentos. Debes llevárselos o sino se pondrá grave.

Amelia es la que se pondrá grave, pensó. Pero de cualquier forma tomó la bolsa que le ofreció y salió enfurruñado hacia la dirección contraria.

Espérame Amelia, solo un día más y por fin podré verte.

Con ese pensamiento se sintió más tranquilo con la promesa de que pronto abrazaría a su amiga como en los viejos tiempos. Nada de rencor o celos, él le debía muchas cosas y ya no planeaba hacerla sufrir.

*     *     *

Alan se encontraba indeciso frente a la puerta del hospital donde se suponía que estaba Amelia. 
Estaba nervioso, ¿qué le diría?
¡Oye Am, leí tu diario como me pediste y sé que vas a morir pronto, lo siento mucho!
Claro que no.

No sabía como entrar o como saludarla sin verla con dolor y,  estaba seguro de que ella no querría que fuese así.

Dio un resoplido y entró para ir a recepción.

—Hola, quería pedir informes sobre un paciente —habló y la mujer le sonrió amable.
—Claro cielo, ¿su nombre? —preguntó tecleando mientras veía la pantalla de la computadora.
—Amelia Thompson.
—Habitación 367. Es horario de visita puedes pasar a verla si vienes a eso —le animó porque aún ella, lo veía indeciso sobre qué hacer. Al menos le alivió un poco saber que aún seguía viva.

—Sí... gracias —le dio una sonrisa forzada antes de caminar hacia las escaleras.

Cada paso lo daba con total lentitud que hasta un anciano lo rebasó mirándolo mal. Alan solo pudo soltar una sonrisa amarga. Seguía sin saber qué decirle cuando llegara.

Y cuando por fin estuvo frente a esa puerta se acobardó. No quería entrar, no todavía.

—¿Alan? —Jackson, el hermano mayor de Amelia que estaba en la universidad lo miraba sorprendido pero luego frunció el ceño—. ¿Por qué te quedas aquí parado como imbécil?  Mi hermana lleva esperándote desde que la internaron —le riñó y él se sintió mal y culpable.
—Lo siento... —se rascó la nuca nervioso—. Apenas leí el diario y... —calló de repente. Tal vez ellos no sabían nada.
—Ah sí, todos le dijimos que su plan no iba a resultar que debía llamarte y decírtelo pero se negó siempre. Supongo que siempre confió y así salió al parecer.
—Sí, apenas me enteré en la noche, vine lo más antes posible. —¿Entonces porqué no pasas?  Ella realmente quiere verte, diario se pregunta por ti.
—Yo... Tengo miedo —confesó apenado y Jackson hizo una mueca de desaliento.
—Todos lo tenemos. Soy su hermano y me duele pero aquí estoy, apoyándole, dando mi mejor cara —hizo una pausa—, y si tú, realmente eres su mejor amigo. Harás lo mismo.

Alan tembló por dentro. Tenía razón, debía apoyarla, tratar de hacerla feliz.

—Gracias —murmuró acercándose a la puerta.
—Y oye... —lo detuvo—. Dale esto —le pasó un helado de chocolate que llevaba.
Alan lo tomó y entró cerrando los ojos.

—¿Alan? —esa voz delgada y suave que la conocía mejor que ni la de él mismo.
Escuchó la puerta cerrarse tras suyo y abrió los ojos por fin.

Ahí estaba ella, tendida sobre esa fría camilla que no se veía nada cómoda. Pero verla de nuevo le trajo un especie de alegría inmensa.

La falta de su cabello y su cara demacrada solo la hizo más hermosa a su parecer.

—Hola Ami —le dijo con una sonrisa cariñosa y ella por fin se la devolvió soltando algunas lágrimas.

—Sabía que vendrías.

Y con eso él se acercó dejando el helado a un lado y la abrazó como pudo.

—Claro que lo haría —susurró conteniéndose para no llorar—. Te extrañé —dijo cuando se apartó.

—Yo igual —parecía que la sonrisa de ella no podía ser más grande.

—Ammm... ¡Mira traje algo que creo te va a gustar! —exclamó luego de un silencio incómodo en el que no supo qué decirle pero ella se veía tan feliz que no lo notó o no le importó.

Alan sacó de su mochila un par de películas de comedia y terror hasta de romance, y sus cómics de Kick Ass.

—¿Diario de una pasión?  —preguntó y él se encogió de hombros.
—Claro, todas tus favoritas.
—Entonces, ¿qué esperas? ¡Ponlas ya! Que la TV de aquí es una mierda —casi gritó y Alan solo rió.

Fue como esas tardes de amigos que compartieron, rieron y bromearon.

Amelia estaba muy feliz, y Alan así quería hacerla sus últimos momentos. 

Se lo debía. Y también lo quería.

Alan estaría con ella, pasara lo que pasara.

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