13 - "Habitación 233"

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—Llama a este número ─buscando en su móvil mientras manejaba, me entregó su aparato─, di que quieres hacer una reserva a nombre de Justin Vaughn y esposa.

—¿Una habitación matrimonial o una con camas separadas? ─pregunté con inocencia. Obtuve una mirada recelosa ─.¡Oh! Sí...matrimonial... ¿qué pareja dormiría en la misma habitación con camas separadas?

—Elemental Watson ─ dijo sin impedir que una risita asaltara su rostro firme y surcado por una sombra de barba entrecana ─.Por lo que he visto, tienen un sofá en el que podré descansar algo más cómodo ─con naturalidad, asumió. Mordí mi labio; de no ser tan orgulloso, podría aceptar mi propuesta y dormir en una franja de la cama junto a mí.

Mejorando considerablemente su elección en cuanto hotelería (y arrastrándome a la quiebra subliminalmente) Mitchell aparcó en la puerta de ingreso del Dunhill Hotel, una bella locación ubicada a pocas calles de la universidad de Charlotte. Mantenía una fachada cuidada, de ladrillo visto y unos setos prolijos y sumamente decorativos. Una sobria marquesina sostenida por barrotes de hierro torneados hacían de ese sitio algo con estilo.

Me contenté por el sitio, aunque bien sabía que más que un hotel para vacacionar, ese era un refugio para sobrevivir. Corroborando el gusto por la excelencia, con ese mobiliario conservado y clásico, me detuve junto a Mitchell en la recepción.

—Buenos días señores ─una elegante muchacha de traje de dos piezas, nos recibía con calidez.

—Mi esposa ha hecho una reserva hace un par de horas, a nombre de Justin Vaughn y esposa.

—Oh sí. Pero lamento decirle que solo disponemos de las habitaciones de lujo, señor Vaughn.

—Pues la tomaremos ─resuelto, no vaciló. 

¡Oye, es mi dinero!, quise increparlo, pero como que me encontraran, terminaría utilizando los billetes para mi propio funeral.

—Perfecto entonces tecleó eficiente la chica, permítanme sus identificaciones por favor ─yo temblé porque no tenía nada que acreditara un nombre sustituto. Giré mi cabeza buscando el rostro de mi centinela.

—Tome ─acostumbrado a no perder la calma, Mitchell entregó dos documentos. ¿Dos?

La joven los aceptó, corroboró los datos y se los regresó.

—Señores  Vaughn, habitación 233.

—Muchas gracias ─respondió mi acompañante. ¿Así que tenía un documento para mí?¿Dónde los conseguiría?¿Tendría descuento por cantidad? Mitchell era toda una caja de sorpresas.

El alto volumen de la TV en el lobby del hotel me llamó la atención. Antes de retirarnos rumbo al cuarto designado caminé con mi pequeño bolso, escabulléndome por los sillones de cuero rojizo e tachuelas metálicas en tono dorado.

—¿Qué sucede Johanna? ─preguntó él, sin abandonar la actuación.

Pero yo, inanimadamente con cada centímetro dado en dirección al aparato televisivo, era absorbida por el sinfín de luces de colores que daban de lleno a mi rostro: un cúmulo de patrulleros y agentes federales cercaban una vivienda.

No obstante eso no era lo extraño sino lo que vendría a continuación: una fotografía de Jeannette, la joven del bar nocturno a la que someteríamos a un cuestionario doloroso y evidentemente, mortal.

Los medios daban cuenta de un suicidio pero bien sabíamos nosotros que la habíamos arrastrado a debatirse entre la espada y la pared: le debía lealtad a Martin, su jefe y mecenas, y a Mitchell y a mí, quienes le contábamos una verdad irremediablemente dolorosa que ella podía subsanar desprotegiendo a África Zuloa.

Soltando el bolso, estampándose de lleno en el piso, llevé mis manos a mi boca con el espanto burbujeando por mis venas.

—Johanna─Mitchell insistió con ese nombre irreal para rodearme con sus brazos.

— Tú... ¿lo sabías? ─pregunté en un hilo de voz, sospechando su afirmación.

—Shhh, estás cansada ─a la fuerza, cubrió mi cabeza llevándola a su pecho.

Inestable, confundida, gimoteé.

—¿Se siente bien señora? ─la joven de recepción se acercó.

—Está sensible ─Mitchell me ganaría de mano con otra de sus mentiras─, está embarazada y estas emociones la sofocan.

—Oh...comprendo ─diligentemente la joven se retiró; tomando el mando de la TV, cambió de canal, poniendo un programa de videos musicales

—Gracias ─Mitchell le entregó además un gesto con su cabeza, sin abandonarme ─.¿Vamos a descansar a la habitación? ─sugirió.

—¿C...cómo me lo ocultaste? ─musité, quebrada.

Mitchell evadió la pregunta  y yo, la insistencia.

Ingresando al cuarto, limpié el resto de mis lágrimas con impaciencia. Apenas fui capaz de articular más que un sollozo, acusé:

—¿Por qué no me dijiste que estábamos huyendo porque mataron a esa chica?

—No ganaba nada con que estuvieses paranoica durante el viaje. Serían cinco horas insoportables ─él colocó su equipaje sobre el escritorio de impronta inglesa, retomando el rol de Gustave Mitchell, el huraño y malhumorado ex agente federal.

—Esa chica está muerta por nuestra culpa y lo único que te importa es que las horas de viaje fueran  ¿¡insoportables!? ─repetí con el asco instalado en mi garganta.

—No tergiverses las cosas. Esa chica está muerta por trabajar con un asesino.

—¡No lo estaría si no se hubiese reunido con nosotros y no la hubiéramos instigado para que hable!

—Se ha suicidado, Maya.

—¿No lo crees casual? Estuvimos con ella horas antes de su muerte. La recogimos por el bar...─ enumeré.

—Nadie nos siguió.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Por que sé hacer mi trabajo.

—Pues a partir de hoy, ¡lo dudo! ─cayendo en un desafío absurdo y cruel, lo puse contra las cuerdas.

—Ya sabes cuál es el camino ─duro, impávido, se cruzó de brazos torciendo la cara ─, no lograrás intimidarme con tus palabritas de nena caprichosa Maya.

—No estoy dispuesta a que siga muriendo gente que esté cerca de mí ─en un ruego, las lágrimas brotaron sin cesar cayendo sobre mis pómulos ─.¡Mitchell! ¡Esto es una tragedia!

—Las miradas ya están puestas en su entorno. En los móviles de su presunto suicidio.

Sus palabras no me convencían, pero no tenía otra cosa en qué confiar.

—Maya, déjame trabajar. Necesitas que te proteja.

—¿Lo necesito yo o lo necesitas tú por algún estúpido ego personal? ─otra vez nos situé en la cornisa emocional.

—¿De qué te serviría que te responda? ─su voz oscura me seducía indecorosamente.

Con las ansias por responder que lo que sentía en el pecho era más que un absurdo e inexplicable sentimiento, me entregué al silencio.

—Déjalo así Mitchell. Sigamos jugando a los agentes del recontraespionaje ─cité a Maxwell Smart, girando rumbo a la enorme cama.

Mitchell tampoco respondió a mi indirecta. Lo había dejado pensando y por un momento me contenté con movilizar su rigidez. Esta cercanía tan necesaria como arbitraria nos estaba convirtiendo en víctimas de nosotros mismos.

Dejando de lado las suposiciones, los anhelos y la confusión, encendí la TV de plasma dispuesta a ver otra cosa que no fuesen informativos; no obstante, todas las emisoras sintonizaban la misma noticia pero con distintos reporteros o enfoques disimiles.

El rostro de esa chica me recordaría al momento en que yo divagaba por los periódicos de Tennessee pidiendo ayuda junto a la fotografía de Liz, y todos me cerraban sus puertas.

Acusándola de puta, todo caía en un costal sin fondo.

Decepcionada, abandonaría la búsqueda hasta que la depresión de mi madre y mi falta de sueño por no hacer nada al respecto, me arrastró hacia aquel anuncio. Encontrar a Mitchell sería un hallazgo, porque aunque se ganase mi profunda ira, también se estaba ganando mi estima. Y quizás algo más que no me arriesgaba a vaticinar.

—Escucha, Maya ─tranquilo, después de aquel debate verbal, se sentó a mi lado. Con sutileza tomó mi mano para arrullar cerca de mi boca ─, estamos cansados, molestos y dolidos por todo lo que sucede. Tú estás en riesgo, y yo no estoy dispuesto a que te lastimen, a pesar de reconocer que todo está empeorando ─dijo, sin dejar de mirarme con sus ojos oscuros. Unas líneas de expresión decían presente a su alrededor. Mitchell era un hombre experimentado y muy atractivo ─.Si nos peleamos entre nosotros, todo se irá al demonio. Ellos triunfarán y nos quedaremos sin nada ─con su mano libre me acomodó un mechón de cabello tras mi oreja ─. Estamos conviviendo con nuestros temores y fantasmas hace tres días. Tres días interminables y agobiantes.

—Tienes razón ─suspiré mirando sus labios.

—No quiero pecar de soberbio...pero sí, ya lo sé. Tengo mucha razón─ sonrió de lado.

—Perdona por comportarme de un modo infantil.

—Perdóname por tratarte de un modo desagradable.

Contemplativo, Mitchell posó un beso dulce en mi frente, flanqueada por mi perpetuo flequillo.

—Quizás estemos a tiempo de desayunar ─confirmó poniéndose de pie, sosteniendo mi mano y ayudándome a replicar su acción.

—Muero de hambre...─confesé arrastrando mis pies por el espacio existente entre el mueble de TV y la cama.

Mitchell jaló de mi brazo, hasta ponerme a su lado y cobijarme bajo su ala.

No podría tener un centinela mejor que él.

—Iremos a Greensboro en dos horas ─limpió su boca tras un bocado de pan integral con queso.

—¿Greensboro?

—Queda a hora y media de aquí.

—¿Y para qué?

—Asuntos pendientes ─respondió...sin responderme.

—¿Has tenido alguna otra misión en Carolina del Norte? ─el café con leche estaba riquísimo y yo, urgida por ingerir alimento.

—No, pero vine cuando jugaba baloncesto en la preparatoria.

—¿Y eras bueno?

—Nah ─chasqueó su lengua ─.Pero gracias a ello, he reformado mi conducta.

—¿A qué te refieres?

—De adolescente era un poco...¿cómo decir?...¿buscapleitos? ─ entornó sus ojos. Fue un gesto divertido y prácticamente desconocido en él.

—¿Buscando líos?¿Tú? ¡imposible! ¡Si eres un tierno como un oso de felpa! ─con descaro, resumí ante su sonrisa.

—¡No abuses de nuestra tregua! ─levantó su dedo y colocó la servilleta al lado de su plato con las migas prolijamente amontonadas ─.Lo cierto es que mi hermana me fastidiaba mucho y solía ser bastante cabrón con ella.

— Tienes una hermana? ─por primera vez hablaba de su vida. Su vida real.

—Sí. Megan era molesta, es dos años menor que yo.

—¿Eras tan protector como lo eres conmigo?

—No, Maya. Lo que hago contigo es una deformación profesional. Años de entrenamiento, años de oler el peligro y enfrentarlo, los cuales ayudaron a moldear y desarrollar mi instinto de conservación.

—Oh...ya veo ─jugueteé con un dado de queso.

—Y lo hago porque eres una persona especial ─sabía que le molestaba reconocerlo. Pero asumí mi victoria ─, ¡y ni se te ocurra preguntarme por qué!

Elevé mis palmas, concediéndole el deseo.

______

"Eres una persona especial" como una tonta me repetí unas veinte veces...y me sonreí otras veintiuna.

— ¡Malditos desgraciados! ─farfulló en el preciso instante en el que yo agitaba mi cabello aún húmedo por la ducha.

—¿Qué sucede?

Refregó sus ojos, ganando algo de tiempo. Tenía en su mano el sobre de manila, aquel que hubo de recoger en la recepción del hotel en Atlanta.

—Caratularon la muerte de tu madre como homicidio. Pero por tentativa de robo.

—¡Eso no es verdad, Mitchell! ─quejumbrosa, mis ojos se llenaron de lágrimas.

—Lo sé, evidentemente el mismo que quiso que el crimen de tu hermana quede impune, pretende lo mismo con el de tu madre.

—¡Hijos de puta! ─mascullé, indignada y dolorida en partes iguales.

—Debemos tener cuidado Maya y estar unidos. Aunque tengamos ganas de matarnos ─dijo, arrebatándome una leve sonrisa en ese momento de oscuridad.

—¿A quién estamos vigilando? ─frente a una propiedad sencilla con una extensa superficie ajardinada pero poco cuidada, Mitchell agudizaba su mirada tras los pequeños binoculares.

—A nadie. Aun.

—Entonces, ¿qué es lo que estamos vigilando? ─insistí cambiando la semántica.

—Ya lo sabrás ─ufff, este hombre y sus misterios eran molestos.

Mientras él observaba aquella fachada descascarada y maltrecha, yo repasé con mis dedos las líneas del tablero delantero del Mustang. Impecable, magistral, ese hermoso ejemplar de edición limitada (llamado Boss) me recordó a mi viejo y herido Chrysler. En ambos coches el sentimentalismo era la herramienta que los hacía traspasar las barreras del tiempo. Tanto Mitchell como yo le dábamos eternidad a esos autos de vieja fabricación y de longeva duración.

Eché de menos mi carro. Otra vez.

—¡Allí está! ─Mitchell rompió mis remembranzas para salir del auto como cohete ─.¡Vamos! ─ sumándome al plan, me hizo sentir dichosa.

Caminamos hacia la alta reja verde oscura de la casa, desde donde surgía una mujer morena, alta y voluptuosa con la cabeza repleta de dreadlocks hasta la mitad de su cintura.

—Mariah...¡Mariah! ─a viva voz Mitchell la llamó, logrando detener su marcha dos metros después de superar la línea de la vivienda.

—¿Quién es usted? ─temerosa, se abrazó a sí misma. Miró hacia ambos lados, alborotada y con miedo.

—Mariah, yo soy Mitchell y la señorita se llama Maya ─lo miré. Había dicho nuestros nombres verdaderos. Evidentemente, tenía un plan consigo ─.Necesitamos hablar usted.

—Yo no tengo nada que hablar con nadie. ¡No los conozco! ─respondiendo idéntico discurso que todos aquellos a quienes interceptábamos, Mitchell sujetó su codo con fuerza para evitar que se alejase.

—Estamos aquí por Martin, su ex esposo ─los ojos oscuros de Mariah se quebraban al oír el nombre de ese monstruo. ¿Qué Martin era quién? Quedé paralizada.

—No sé de quién hablas ─sentenció retomando su marcha, forcejeando con mi centinela.

—Mariah...por favor...estamos de tu lado...nosotros también queremos verlo tras las rejas y para siempre ─con la energía puesta en mi voz, interrumpí apelando a mi estado de mujer desvalida.

La morena se detuvo en seco de espaldas a nosotros dos. Aun podíamos mantener algo de esperanza. Finalmente, volteó su cabeza, mirando por sobre su hombro.

—Mariah, no eres la única víctima de Martin ─susurré con clemencia y desesperación.

—¿Podemos platicar en tu casa? Tú más que nadie sabes lo peligroso que puede resultar estar ante la vista de todos ─conciliador, Mitchell sugirió abandonando los formalismos.

La vivienda era más grande por dentro que lo que parecía desde fuera. Algo descuidada, estaba plagada de retratos de la mujer con dos criaturas pequeñas.

—¿Gustan algo caliente de beber? ─ofreció amablemente.

—Un té para mí está bien ─dije frotando mis manos. Allí hacía mucho frío. Unas manchas de humedad naciendo desde el piso delataban el por qué de semejante sensación calando mis huesos. Mitchell me miró y acunó mis manos dándoles calidez.

—¿Llevan mucho tiempo juntos? ─preguntó Mariah. Dibujé una O grande sin poder responder; Mitchell otra vez, me aventajó.

—Un año ─mintió sin dudar y yo, oí sin chistar.

—Se ven lindos ─dispuso unas galletas de animalitos en un plato redondo.

Por un momento el silencio se densificó hasta que la dueña de casa, lo quebró.

—Los niños preguntan por su padre a menudo. Tienen la ilusión que un día volverá.

—Es duro que mantengan esa esperanza ─Mitchell bajó la mirada quitando sus manos de las mías. Recordé la fotografía de su bolso confirmando mentalmente que el muchacho sería su propio retoño. ¿Pero por qué semejante aflicción de su parte?

—Ha sido difícil hacer la denuncia; pero mucho más, sería reconocer la violencia mental que me impartió por mucho tiempo ─apesadumbrada esa mujer demostraba valentía ─.Un día me cansé y sentí que debía hacer lo correcto. Esa misma noche me dio una golpiza que pensé, moría...pero la fuerza por mantener a salvo a mis niños, me mantuvo con vida ─emocionándose, me contagiaba su angustia.

—Yo también quiero justicia, Mariah ─confesé, aturdida.

—¿Se ha portado mal contigo?

—No, pero sospecho que con mi hermana y mi madre, sí.

Mariah expandió su espalda, claramente confusa.

—Nosotras somos de Brentwood. Ella daba clases en una institución educativa ─ese relato era repetido por milésima vez ─.Regresando de su trabajo desapareció. A los pocos días y tras mucho reclamo de mi parte, la encontraron muerta. En el río ─la morena mostró genuino malestar ─.Nadie cooperó conmigo, dejando impune su asesinato. Sin embargo, yo no he querido bajar los brazos lo que finalmente hizo, que hoy estemos aquí.

—No...no entiendo...yo no... ¿para qué me dices esto?

—Mariah ─Mitchell tomó el mando ─, la hermana de Maya tenía entre sus pertenencias una fotografía ─sacándola de su chaqueta, se la entregó. Mariah la tomó ─ .Liz era una muchacha introvertida por lo tanto, suponemos que no la tendría guardada porque sí.

—Sigo sin comprender.

—De un modo que no conocemos, ellos parecen están ligados con mi hermana. La fotografía muestra a este joven ─señalé al rubio ─ y a este otro, con menos protagonismo.

—Martin ─confirmó.

—Yo creo que mi hermana andaba con el rubio...

—¿Con Moscú? ─por primera vez, lográbamos tener algo más que un simple tono de cabello y aspecto físico. Un profundo bienestar llenó mi cuerpo de oxígeno.

—¿Le decían Moscú? ─preguntó Mitchell, anotando en su pequeña agenda con premura.

—En realidad, era de Siberia. Pero se radicó por varios años en Moscú antes de vivir en los Estados Unidos.

—¿Lo conoces? ─continuó él.

—Nunca ha entrado en esta casa. Algo en sus ojos me daba...no sé...mala espina ─levantó sus hombros, resignada ─.Pero andaba mucho con Martin. Parecía su perrito faldero ─despectiva, torció la boca.

—¿Sabes el nombre del joven? ─imploré que sí.

—Niko...Nikolas...¡Nikolai! ─chasqueó sus dedos, con el recuerdo en su lengua.

En un gesto desmedido y necesitado, arrebaté sus manos con fuerza.

—Mariah... ¡eres increíble! ─fui sincera y agradecida.

—Martin es un monstruo, pero logré detenerlo a tiempo. Lamentablemente, la justicia sólo le ha concedido una estúpida medida de restricción domiciliaria. Pero ni siquiera eso le impide mandarme mensajes amenazantes.

—¿Mensajes? ─Mitchell contrajo el ceño.

—En oportunidades, cuando regreso de hacer compras o de mi trabajo, encuentro unas notas en la casilla de correo al frente de la casa ─ confesó tranquila, señalando con su dedo la reja de entrada.

—¿Nunca has visto quién las deja allí? ─mi compañero anotaba.

—Supongo que uno de sus secuaces.

—¿En qué horas sueles ausentarte? ─reflotó al agente Gustave Mitchell.

— De las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde. A veces, me retraso un poco. Cuido a una señora mayor.

—¿Has conservado alguna nota de las que te deja? ─las hojas se llenaban de letras y frases sueltas.

— ...Creo que sí...─ poniéndose de pie, fue hasta lo que supuse, era un cuarto ─ .Suelo deshacerme de ellas; no quiero que nadie las lea por error ─meneó su cabeza y viniendo desde detrás de una puerta desvencijada y rechinante, le entregó el papel a Mitchell.

—¿Puedo quedármela? ─preguntó él, tomándola con su mano.

—Por supuesto, no tengo planes mejores para con ella. Es la última que recibí.

—¿Cuándo fue? ─asumí el papel de investigadora inconscientemente.

—Menos de una semana atrás.

—O sea que aun se mantiene vigente esta conducta en él.

—Entiendo que sí.

—Mariah ─Mitchell guardó la nota en su chaqueta, conjuntamente con la fotografía que le di al inicio de la investigación ─,sé que no estamos en condiciones de pedirte mayor colaboración, pero es de suma importancia saber si estás dispuesta a ayudarnos ante alguna emergencia.

Mariah dudó, presumiblemente con algo de temor.

—Quizás ni siquiera vuelvas a vernos, pero es probable que durante alguna instancia de la investigación necesitemos acudir a ti ─repetí dulcemente.

—B...bueno...─vaciló ladeándose en su silla de un lado al otro, con las manos bajo su trasero.

—Mariah, mi madre también ha muerto. El miércoles pasado.

Llevó su mano al pecho acongojada.

—Intuyo que ella ha sido víctima de la corrupción. Fue asesinada de un modo salvaje ─manteniéndome firme pero con la voz tullida, dije ─, sospecho que los mismos que mataron a Liz fueron los mismos que dieron fin a la vida de mi madre también.

Asintiendo con la cabeza, la morena me miró fijo.

—Pues cuenten conmigo ─llenó su nariz de oxígeno para largarlo de a poco.

Le entregué una sonrisa, agradeciendo su colaboración.

—Mitchell, ¿tú eres policía verdad?

—Lo he sido ─reconoció inflándose el pecho de orgullo.

Mirando de lado, posé mis ojos en su rostro. Varonil, intenso, Mitchell era un hombre duro por fuera pero blando por dentro. Era más que una fría carcasa.

—Toma Mariah, este es mi contacto. Si recibes otra nota o alguna señal de acoso, pues llámame sin más. Estamos a pocos kilómetros de aquí, hospedados en Charlotte.

—Está bien ─releyó la tarjeta y la guardó en el bolsillo de sus pantalones.

Para cuando nos pusimos de pie, la mujer nos hizo un ofrecimiento irresistible, pero al que deberíamos esquivar.

—¿Gustan quedarse a almorzar? Los niños están con mi hermana Priscilla.

—Gracias Mariah, pero tenemos otros planes ─Mitchell se adelantó, como siempre, llevándome hacia la puerta casi a la rastra.

Una vez en el Mustang, lo miré ofuscada. Tenía hambre y permanecer un tiempo más, nos permitiría estrechar mayores lazos con la morena de ojos oscuros y pestañas profusas.

—¿Por qué has rechazado su oferta? ¡Muero de hambre!

—Pues comeremos algo de camino.

—¿De camino hacia dónde?

—Hacia un parque de diversiones.

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