CAPÍTULO 4: EL PASADO NUNCA SE FUE

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Descendí del carro y le pagué al taxista, quien había sido tan amable de dejarme en el kilómetro de la carretera donde se hallaba mi casa. Lo escuché marcharse a mis espaldas, dejándome completamente sola con la naturaleza y los veinte mil demonios de mi pasado.

Jalé mi maleta y empecé a andar entre la ventisca que movía a los árboles y a las hojas secas de la tierra. Por un momento temí haberme equivocado de dirección, ya que por más que me aventuraba en el corazón del bosque, no encontraba la propiedad. Empecé a angustiarme, pero el sentimiento no se agrandó más porque, poco después, pude distinguir —entre el meneo de los árboles— la rueda que había usado como columpio cuando era niña.

Corrí rápidamente hacia la estructura. Al tenerla frente a mí, ahogué un grito. Estaba horrible, para nada remodelada. Los rastros del incendio seguían por todas partes. Jack ni siquiera se había tomado la molestia de borrar el pasado.

El neumático comenzó a moverse con gran vigor por el viento, obligándome a ver más allá. Los ojos se me cristalizaron y mis piernas temblaron por el recuerdo. 


Mi papá me bajó al pasto, ordenándome que fuera con mis hermanas. La voz extraña me exigió que le hiciera caso, por lo tanto, corrí hacia donde estaban ellas. Jane vino hacia mí con sus brazos extendidos y me abrazó. Luego Lorraine me puso la mano en mi hombro.

—¿Estás bien? —gimoteó.

Asentí con la cabeza tontamente, entonces Jennifer preguntó:

—¿Y dónde está mamá?

A lo que respondí:

—Ella está...

¡BUM!


Vi a la pequeña niña correr hacia la casa en medio del humo. Jack fue tras ella para evitar que hiciera alguna locura.


—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! —chillaba.

—¡Emily!, ¡vuelve! ¡Vuelve! —escuché que gritó mi padre con mucho esfuerzo, pero no le hice caso.

Sálvala. Ella aún está viva. No la dejes sola...

Jack consiguió alcanzarme, rodeándome con sus brazos. Comencé a luchar para que me soltara, pero él me había agarrado con demasiada fuerza.

—¡NO, MAMÁ! ¡NO! —vociferé a todo pulmón.


Quise gritar para que los fantasmas se alejaran de mí, pero no lo conseguía. Me resultó imposible emitir un sonido, así que corrí lo más raudo que pude para ingresar a la casa y lograr que desaparecieran las alucinaciones.

Era un tormento. Saqué las llaves de mi bolsillo —que había tomado sin permiso del hogar de Lorraine— con intención de abrir la puerta. No me atrevía a voltear. Escuchaba el sonido de la estructura derrumbándose y puedo jurar que hasta olí el gas. Con mis manos temblorosas, coloqué la llave en la cerradura. Un alivio me inundó al oír el chasquido del umbral, indicando que este había cedido. Al instante, los sonidos y las imágenes espantosas se esfumaron.

Ingresé al sitio, cerrando la puerta. Un horrible rechinido sonó cuando di un paso al frente. Dejé mi maleta a un lado y caminé apresuradamente a la sala, dándole un vistazo a lo demás. La mayoría de las cosas se hallaban destruidas. La mesa y las sillas del comedor estaban en pedazos. Aunque parecía que habían remodelado la cocina, nadie se tomó la molestia de ordenar otra cosa.

Por nada más que añoranza, decidí tomar asiento en el lugar donde todo comenzó. Dirigí la mirada al espacio que tenía frente a mí, tratando de no soltar las lágrimas contenidas en mis ojos. 


Estaba en el sillón de la sala, viendo cómo mis hermanas pequeñas: Jennifer y Jane, peleaban para ver quién se quedaba con la muñeca de felpa. Mi hermana mayor, Lorraine, leía su libro favorito: Peter Pan. Mi padre preparaba la cena para que, cuando mi madre llegara de su viaje a Irlanda, todo estuviera listo. Y yo me hallaba ahí, sentada como siempre frente a la chimenea; definitivamente ese era el lugar más acogedor de aquella casa ubicada en el bosque.

Miré por la ventana para poder apreciar el cielo; vi las estrellas y la luna llena...


Aparté los ojos del portillo y bajé la cabeza. Segundos más tarde, las pupilas se me dilataron al contemplar los dos objetos tirados en el suelo. Rogué que no fueran lo que yo creía.


—¡Regalos! —gritó Jane por la emoción.

Mi madre le sonrió, se puso de rodillas y sacó de su mochila una esfera de cristal; de esta salían bolitas blancas, que parecían copos cuando la agitabas. Qué regalo tan estupendo para Jane, le fascinaban las nevadas por todas las travesuras que podía hacer cuando estas llegaban.

Sarah le dio la esfera, diciéndole:

—Espero que te guste.

—Sí, me gustó mucho. Gracias, mami —respondió ella y le dio un beso en la mejilla.

—¿Y qué me trajiste a mí? —quiso saber Jennifer, dando saltitos.

Así siempre era Jennifer: Cuando le compraban algo a mis hermanas, también le tenían que comprar algo a ella o si no se molestaba.

Mi mamá se volteó hacia su dirección; después sacó de su bolso una cajita y, finalmente, giró una llave pequeña y dorada en la cerradura de esta, causando que una bailarina de ballet saliera de su encierro. La danzadora empezó a rotar con música clásica como acompañamiento.

—Guau..., gracias —susurró mi hermana sin despegar la mirada de la bailarina.


Me hinqué y le quité el polvo con la mano a la caja y a lo que quedaba de la esfera. Jennifer y Jane estarían muy contentas por volverlos a ver. Sonreí y después los coloqué en la barda de la chimenea para que no se me olvidara llevármelos cuando me fuera de aquí.

Luego me dirigí arriba. Algo me sorprendió: Al parecer, Jack había restaurado las escaleras; estaban como nuevas. No le di más vueltas al asunto, así que subí apresuradamente al siguiente piso. El corredor no estaba tan deteriorado como la planta baja, supuse que también lo habían restaurado. Vi la ventana de su promesa, por lo que giré hacia atrás para evitar que el recuerdo regresara, pero fue mala idea.


Mientras recorría el pasillo, fui sintiendo más y más calor. No sabía lo que estaba pasando y me aterraba pensar en lo peor. Al visualizar el final del corredor, tuve que contener el aliento por estar frente a ese color naranja reflejado en la pared blanca. Llegué a las escaleras y me quedé estupefacta al ver a las llamas ardientes en la sala, en la cocina y en el comedor. Acto seguido, la tetera se rompió al resbalarse de mis manos.

—¡¿Mami...?! ¡¿Papi...?! ¡¿Hermanitas...?! —dije varias veces con el tono entrecortado, pero desesperada.


Una vez más, no pude gritar; por lo tanto, hui para que el delirio desapareciera. Me metí al primer cuarto de la derecha. No se encontraba mi recámara aquí, sino que era la de Lorraine. Había un estante y ahí estaba el libro. 


Posteriormente, Sarah se dirigió a Lorraine.

—Toma, es para ti —anunció mi madre, extrayendo de su bolsa un libro.

El hijo del rey de Irlanda —mi hermana leyó el título en voz alta.

—Es la historia de un príncipe y sus aventuras —comentó mi mamá.

A Lorraine se le iluminaron los ojos de entusiasmo.

—¡Gracias!, ¡es perfecto! —exclamó.

Después se fue a su habitación, yo supuse que a poner el libro en su repisa.


Tomé el tomo. La portada estaba a punto de desprenderse, sin embargo, el texto se hallaba completo. Decidí que me lo llevaría, de seguro a mi hermana le gustaría tenerlo entre sus manos. Lo dejé en el estante, trataría de recordar portarlo cuando me fuera de aquí.

Salí de vuelta al corredor. Esta vez no lo pude evitar: La alucinación de la promesa invadió mi mente, alterándome todos los nervios.


Llegamos a los escalones, pero no pudimos bajar por ahí porque se habían destruido por completo a causa del fuego. Nos regresamos por el corredor. Ella logró romper la ventana —que estaba al final de este— al cuarto golpe con el candelabro de mesa del pasillo.

Sarah me había colocado en el suelo para ejecutar tal acción; y yo, en ese instante, sólo pude ver hacia arriba para no quitarle la vista de encima a mi mamá. Esa fue la única manera en la que pude tranquilizarme e ignorar al infierno, hambriento de muerte, que se aproximaba hacia nosotras. Jamás olvidaré su expresión: El ceño fruncido por todo el agobio que amenazaba con ponerla de rodillas y rendirse, sin embargo, también leí en esa mirada una fuerza y determinación feroces; y de alguna manera, en medio del desastre, me sentí segura. Yo sabía que las dos saldríamos vivas de esto, mi madre se aseguraría de ello.

Después de que el cristal estalló en pedazos, Sarah llamó a mi padre a gritos. Ahí fue cuando desperté de mi fantasía y me centré en el peligro del ahora. Agaché mi cabeza para confirmar que mi papá se había acercado a los pies de la casa.

—Emily, tendrás que saltar...

—No, está muy alto —sollocé con terror absoluto.

Mi mamá se inclinó hacia mí, me tomó de las manos y me dio un apretón muy fuerte.

—Cariño, no tengas miedo, papá te atrapará —el llanto no se detenía, mis ojos se dirigieron al gran vacío que había entre nosotras y el suelo. Mi madre me tomó del mentón suavemente para que me concentrara—. Sé valiente, Emily. Confía en papá.

—Pero tú... —fue lo único que pude articular en medio del pavor.

—Yo iré justo después de ti, ¿está bien?

—Está bien, mamá, pero baja rápido, por favor —le rogué sumamente angustiada.

—Sí, te lo prometo —me respondió.

La miré por última vez: Su rostro estaba lleno de cansancio, cenizas y sudor, no obstante, en sus ojos había una completa firmeza hacia la respuesta que acababa de darme. Ella pensaba que nada malo pasaría, así que decidí confiar.


Mis piernas fallaron y caí al suelo de rodillas. Podía sentir cómo la muerte —transformada en fuego— se aproximaba para devorarme. Por lo tanto, gateé rápidamente a mi recámara para evitarla. Me coloqué en la esquina, donde la cama me protegía de la entrada. Mi cuerpo temblaba mientras el fin destruía todo a su paso. 


Estaba aterrada. A pesar de que el ambiente se encontraba sofocantemente caluroso, yo sentía que mi sangre se había helado. Mi cuerpo entero se hallaba paralizado. ¿Se fueron? ¿Ellos se fueron? ¿Mi mamá, mi papá y mis hermanas se fueron?, fue el único pensamiento que pude concretar en ese momento. La sensación de abandono y el miedo incontrolable a la muerte hicieron que el llanto me asfixiara la garganta.

Habían pasado unos segundos horribles de tortura, que a mí me parecieron horas, cuando alguien abrió la puerta de mi cuarto. Era mi madre. Tenía una expresión preocupada, pero conforme se acercaba a mí, noté que su rostro se ablandaba. Sólo se cruzaron nuestros ojos, y sin decir palabras, me puso entre sus brazos y corrió por el pasillo entre el humo, el olor a gas y las llamas ardientes. 


Escuché el grito de Sarah cuando la muerte se la llevó... Unos aullidos histéricos salieron de mi boca mientras me laceraba por lo que había ocurrido. ¡Está muerta por tu culpa!, me acusó la rasposa voz con repudio. La casa se derrumbaba, y las lágrimas y los gritos me ahogaban por el abrumante dolor. Sin embargo, como una muestra de compasión a mi escarmiento, las llamas llegaron a mí y la muerte me tragó. 


Sólo podía oír los restos de mis chillidos. Abrí los ojos para conocer mi ubicación. Me encontraba en mi cuarto, en la realidad, donde no había llamas ni humo. Los ecos cesaron y mi respiración fue calmándose lentamente. ¿Qué me había ocurrido? Actué como una loca...

Me levanté con debilidad. Después me dirigí a la habitación de mi madre y Jack. Todavía se hallaba la cama matrimonial y el armario. Abrí este último y me encontré con su ropa. Decidí olerla para saber si aún conservaban su aroma. Mi nariz percibió un olor a polvo y cenizas, sin embargo, una pequeña parte seguía oliendo al perfume fresco de Sarah. Amé esa sensación, me acogió demasiado.

Luego de unos minutos de recorrer la recámara, me percaté de que había algo debajo de la cama, así que fui a investigar. Era cuadrado y de textura suave. Con una maniobra, deslicé el objeto para poder verlo. Se trataba de un álbum de fotografías. Lo abrí. En la primera página se hallaba una familia: Una mujer, un hombre y dos niñas. La imagen estaba en blanco y negro. La más pequeña de las chiquillas era idéntica a Jane; y la mayor se parecía a Lorraine, pero también a mí. Entonces lo supe: Se trataba de mi familia materna. La mujer era Charlotte; el hombre, mi abuelo; la pequeña, Victoria; y la más grande, Sarah. Fruncí el ceño por la sorpresa. Mi madre estaba usando el mismo vestido que Lorraine me regaló en mis quince años. El retrato se encontraba borroso, pero podía asegurar que era ese. Desprendí la fotografía del álbum y me la guardé en el abrigo, indagaría más tarde sobre la situación.

De repente, vi de soslayo a esa figura, observándome. Giré hacia la ventana. Me espanté, no era ninguna ilusión: Había alguien entre los árboles. Bajé apresuradamente —con la adrenalina recorriendo mis venas— para salir de mi casa y enfrentarme al desconocido que me espiaba. Al abrir la puerta, dirigí mi mirada a la silueta, pero esta ya corría lejos de mí para desaparecer en la arboleda. Decidí seguirla. Mi corazón iba a mil por hora y mi cuerpo tiritaba por el miedo, sin embargo, no podía detenerme, no sin antes saber quién era la persona que me acechaba. No podía verla con claridad, sólo seguía su rastro, ya que ella iba bastante adelantada.

De un momento a otro, lo que recorría se me hizo bastante familiar. Sentí que ya había estado aquí; pero era absurdo, yo nunca me había aventurado en el bosque de esta manera. Me detuve de golpe porque lo vi. El prado estaba frente a mí, el lugar en el que soñé que mataban a Peter en mis horribles pesadillas de la pubertad. Abrí mucho los ojos; y me habría quedado inmóvil si no hubiera presenciado cómo el extraño, que me espiaba, corría en el prado para poder llegar a los arbustos y huir. Moví la cabeza y seguí andando a máxima velocidad para alcanzarlo.

Conforme avanzaba, iba distinguiendo a quién perseguía: Se trataba de una niña, que tendría unos diez u once años. La pequeña se tropezó y eso me dio ventaja para acercarme. Ella giró bruscamente a mirarme con temor. Al ver su rostro, la sangre se me heló. Un escalofrío nació en mi nuca y recorrió todo mi cuerpo, dejándome paralizada. La chiquilla aprovechó esto para ponerse en pie y salir de mi alcance. La observé correr, asustadiza... No pude seguirla..., no podía...; mis músculos estaban demasiado tensos por el miedo. Esa niña... era la misma con la que soñé alguna vez en mi adolescencia..., después de mi visita... al hospital psiquiátrico.

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