CAPÍTULO 5: SOMBRAS EN LA OSCURIDAD

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Llamé al umbral unas tres veces, pero no se oían pasos del otro lado de la puerta, así que volví a insistir tocando el timbre. Por alguna razón me sentía insegura, tenía la sensación de que alguien me vigilaba...

Quitaron el seguro de la casa y la abrieron. Mi abuela estaba frente a mí; sus ojos reflejaron estupefacción por verme, no sé si era porque no esperaba mi visita o por mi terrible apariencia. Aunque, claro, ¿qué podía esperar? Salí huyendo de Aquitania con maleta en mano después de lo que pasó con la niña, simplemente no toleré estar ahí. Al caminar encima del lodo y las hojas secas, tuve la espeluznante sensación de que la tierra se apoderó de mí para tragarme. Enloquecí. Grité como nunca, tratando de zafarme de aquella situación. Entonces caí y me golpeé en la cabeza, el dolor hizo que volviera a la realidad: Me encontraba tirada en el suelo, pero todo se hallaba estable. Ni siquiera miré hacia atrás y me dirigí a la salida del bosque. Recorrí la carretera a toda velocidad hasta llegar a la ciudad. De ahí compré el boleto para el autobús que me trajo hasta París, por eso ahora me encontraba con Charlotte.

—No esperaba que vinieras —fue lo único que dijo, sin embargo, sus ojos llenos de desasosiego me examinaban.

—Necesito hacerte algunas preguntas —contesté.

Me esbozó una fría mirada. Ella sabía perfectamente que mis cuestionamientos siempre eran sobre el pasado, acerca de mi madre, acerca de su difunta hija. No le gustaba hablar sobre ello; en ese aspecto, Victoria era más abierta. Probablemente tendría que charlar con mi tía de mis dudas, ya que mi abuela jamás pronunciaría respuestas sobre el tema. Metí mi mano en un bolsillo del abrigo. Sentí el arrugado papel, lo saqué y lo desenvolví para mostrárselo a Charlotte.

—Hallé esto —comencé, enseñando la fotografía—. Pero puedo hablar con Victoria si tanto te molesta.

—Victoria no está en casa —me respondió con voz áspera.

—Entonces volveré más tarde.

Di un paso atrás para alejarme del hogar de mi familia materna. Mi alma y cuerpo entero vacilaron. No quería despegarme de aquel sitio; una voz me repetía que, si lo hacía, algo terrible me ocurriría. Tal vez tenía ese presentimiento debido a la sensación de que alguien me estaba espiando. Me sentía a salvo en el recinto donde creció mi madre.

—No, no lo hagas. Quédate, cariño. Será mejor que pases —me detuvo mi abuela.

Sin protestar, entré a la casa. Charlotte cerró la puerta a nuestras espaldas.

Emily... Emily... Emily... La piel se me puso de gallina. La voz se arrastraba, llamándome... Un segundo..., ese chillido ya lo había escuchado antes...; sí, lo oí en mi departamento... en Londres cuando mis amigos fueron a visitarme después del accidente... Quise gritar, pero lo ahogué. No debía alterarme con mi abuela aquí presente, sólo lograría preocuparla. 

Volteé hacia atrás para preguntarle si ella también había percibido el sonido, no obstante, cuando lo hice, Charlotte ya no estaba. Se me aceleró el pulso y fui a buscarla atontadamente a la cocina. La voz celestial, pero escalofriante, cesó en mi cabeza al momento en que mis ojos vieron a mi abuela sirviendo té en el fogón. Me miró con una enorme sonrisa en el rostro. Mi cuerpo se relajó.

—¿Qué esperas, querida?, siéntate. Resolvamos esas dudas que tanto te inquietan —dijo.

No hablé para nada más, sólo la obedecí. Ella trajo el té a la mesa y tomó asiento. Sirvió la bebida en tazas que parecían porcelana china. Las dos tomamos un sorbo del líquido monótonamente. El calor del té me ayudó a tranquilizarme; me sanó un poco, ya que mis vías respiratorias, sobre todo mi garganta, estaban muy desgastadas por dos situaciones: El frío otoñal y que no había parado de gritar de pavor desde que llegué a Francia. Pensaba seriamente en ir con un terapeuta después de todo esto, estaba angustiada por la manera en que había reaccionado al encontrarme con mi pasado.

—¡Emily! —Charlotte alzó la voz.

Volví a conectarme con la realidad... Esto ya era un problema mayúsculo, uno que tenía que erradicar.

—Perdona, abuela, me distraje un instante.

—¿En serio estás bien, querida? Sólo mírate..., ¿qué te ha pasado?

—No es nada, estoy mejor que nunca —mentí.

Ella pareció creerlo, ya que no comentó nada más.

—Y bien, déjame ver la fotografía —me pidió, extendiendo la mano.

La saqué una vez más de mi abrigo y la coloqué sobre la mesa. Ella la observó por un momento, en silencio.

—El vestido que usa mi madre en la imagen, ¿lo tienes? —pregunté después de unos segundos.

Sonrió aún mirando la foto, posteriormente me volteó a ver.

—Tú lo tienes, Lorraine te lo dio cuando cumpliste quince años.

¡Lo sabía! Desde que había visto la imagen, tuve el presentimiento de que era el mismo.

—Y el hombre de la fotografía es Alan, ¿no?

—Sí, tu abuelo, mi querido hombre inglés: Alan Collinwood.

Hace unos años me contaron que el padre de Sarah había muerto mucho antes de que ella y Jack se casaran. Falleció en un accidente automovilístico, me había confesado Victoria.

—¿Lo extrañas? —cuestioné, bajando la mirada.

Me había dado ternura que lo llamara mi querido hombre inglés

—Sí, cada día de mi vida, al igual que echo de menos a tu madre.

No sabía si era correcto preguntar lo que tenía en mente, no obstante, nada iba a aplacar mi curiosidad.

—¿Victoria y Sarah cómo reaccionaron ante su muerte?

—Tu tía me ayudó a sanar. Pero Sarah..., ay, le afectó demasiado; era tan apegada a su papá, que perdió el control. Esa fue una de las razones por las que empezaron las discusiones entre nosotras. Supongo que logró estar completamente en paz hasta que nació tu hermana.

—Él está junto a las cenizas de mi madre, ¿verdad? —pregunté.

—Sí, en el cementerio.

—¿Podemos ir?

—Claro que sí, pero hasta mañana —respondió Victoria a mis espaldas.

Me hizo dar un brinco.

—¿Cuándo llegaste, hija? —cuestionó Charlotte.

Mi tía se hizo presente en la cocina. Traía consigo bolsas llenas de despensa, había ido de compras.

—Hace un momento, justo cuando le dijiste dónde está enterrado mi padre —contestó ella.

Mi abuela se levantó para llevar las tazas al lavatrastes y comenzó a acomodar la despensa en los cajones correspondientes. Victoria me sonrió y yo le devolví el gesto. Ella me agradaba mucho, había algo en su actitud que me hacía acordarme de mi hermana mayor.

—¿Cómo estás? ¿A qué se debe tu visita, querida sobrina? —preguntó mi tía.

—Sólo quería reunirme con ustedes, y ya estoy mejor —mentí en las dos contestaciones.

—Qué bien. ¿Te quieres quedar? —quiso saber, emocionada—. Podrías dormir en la recámara que era de Sarah antes de que se fuera.

No me lo tenían que sugerir porque estaba a punto de pedírselos. No planeaba largarme a la central de autobuses a esta hora y con la idea de que alguien, allá fuera, quería matarme. Me iría mañana, después de la visita al cementerio. Regresaría a Aquitania con toda la fuerza de voluntad posible, enfrentaría a mi pasado y lo dejaría ir.

—Claro, me encantaría.

Ayudé a poner en su sitio toda la comida. Después de unas horas —ya había oscurecido— Victoria me mostró el cuarto donde pasaría la noche. Estaba pintado con un color azul verdoso, había una gran ventana a la derecha y el baño se encontraba a la izquierda, la cama se hallaba justo en medio. No había más objetos, ya que nadie había habitado ese lugar desde hace un largo tiempo. Percibí una horrible brisa, la habitación estaba más fría de lo normal.

—Hay algunas cobijas extra en el armario; si tienes frío, úsalas —añadió Victoria.

Asentí con la cabeza mientras trataba de controlar el pánico por tener a la gran ventana junto a mí, enseñando a la tenebrosa oscuridad. Nada se movía con excepción de los árboles por la ventisca... Entonces la vi. Más allá, entre los arbustos, había una sombra, observándome. No quise aventurarme más con esa figura espectral, por lo que corrí apresuradamente a cerrar las persianas y a asegurar el portillo. Bajé los hombros, dando un suspiro. Estaría a salvo.

Volteé hacia atrás, Victoria se había ido. Qué bueno, de esa manera no habría preguntas sobre mi obsesión por cuidar todas las entradas.

Me dirigí a mi maleta para sacar mi pijama, ropa interior nueva y mis utensilios de higiene corporal. Minutos más tarde, me hallaba metiendo mi cuerpo en la tina. El agua estaba tan caliente, que me acogió. Me lavé primeramente el cuerpo, teniendo la sensación de que el agua purificaba mi ser. Después cerré los ojos para el champú.

Comencé a marearme; y ese recuerdo de la tierra, tragándome en el bosque, volvió a mí. Abrí los ojos con un respingo. Mi corazón se había acelerado, y a pesar de que el agua seguía tibia, un escalofrío amenazó con dejarme paralizada. 

Reaccioné y cerré la llave de la bañera, me coloqué una toalla sobre el cuerpo y otra alrededor mi cabello. Salí de la tina y me aproximé a vestirme. Me tardé demasiado por mi cuerpo tembloroso. Alguien quiere asesinarme, pensaba de forma constante. Por lo tanto, giraba mucho hacia mis espaldas para asegurarme de que todo estuviera en orden. 

Posteriormente, lavé mis dientes, dejando la puerta abierta. Me cepillaba las muelas cuando escuché nuevamente a esa voz divina y espeluznante, arrastrándose mientras pronunciaba mi nombre. El corazón se me iba a salir del pecho. Algunas veces parecía que me hablaba al oído y en otras sólo se hacía presente el eco. Limpié con más fuerza mis dientes para que el sonido resonara más alto que la chica. La voz cesó. Mis latidos volvieron a palpitar normalmente.

Escupí en el lavabo, me limpié la boca con agua y después sequé mis labios con la toalla. Miré al espejo. Mis manos empezaron a temblar descontroladamente, mi corazón estuvo a punto de explotar y el miedo amenazó con matarme. A mis espaldas se encontraba ella: La misma niña que me había espiado en el bosque, la misma criatura con la que había soñado después de mi visita al hospital psiquiátrico en la secundaria.

—Estoy aquí, Emily —sentenció firmemente.

Su tono era el más dulce y tierno que había escuchado en toda mi vida; pero, la manera en la que pronunció las palabras, me espantó. Grité por unos segundos; sin embargo, luego reaccioné, lanzando agua al espejo. La figura se empañó, y cuando el líquido se resbaló lentamente, la niña había desaparecido.

Un silencio rotundo invadió la escena, sólo se escuchaba mi agitada y desesperada respiración. Mis ojos se encontraban cristalizados. Coloqué las manos en el lavabo, cerrando los párpados. El mareo y el vértigo me invadían, el sudor se acumulaba en mi frente y quería vomitar. Moví la cabeza frenéticamente para controlarme. Las náuseas pasaron, así que puse mi espalda recta para irme al cuarto. Sentí que mi dedo índice acarició algo afilado y puntiagudo...

Abrí los ojos de golpe, ya estaba en la acogedora cama lista para dormir. Todas las luces a mi alrededor se hallaban apagadas, salvo la de mi mesita de noche; la dejaría prendida por cualquier situación que se presentara. Volví a cerrar los párpados para descansar. 


El sonido de la ventisca provocó que me estremeciera, me levanté de un salto de la cama. La habitación se encontraba a oscuras. Miré hacia la mesita de noche, la lámpara estaba apagada; supuse que se había fundido el foco.

Otra oleada de viento me sacudió, haciendo volar a mis cabellos. ¿Por qué había corrientes de aire en el cuarto...? Entonces volteé hacia la ventana, esta no solo se hallaba abierta, sino que las persianas también estaban alzadas. El pavor me invadió. ¿Quién las abrió? No lo sé y no me iba a poner a pensar en la respuesta. Lo primero que me dijo mi instinto fue que debía ir a cerrarlas. Me puse de pie y traté de caminar sin caerme porque mis piernas tiritaban. Llegué a la ventana con todo el viento en mi contra y traté de deslizarla, pero se atoró.

Estuve forcejeando hasta que algo llamó mi atención en la acera. Una mujer me clavaba la mirada. Se encontraba quieta con las manos en los bolsillos de su abrigo. Tenía el cabello ondulado, perfectamente sedoso, negro y largo. Su piel era blanca como la de un muerto y usaba vestimenta oscura. Retrocedí lentamente del portillo con la vista empañada y temerosa, examinándola de pies a cabeza. Sus pupilas eran de color negro, un negro como el vacío mismo... Entonces, sus ojos se tornaron amarillos como los de una serpiente...

La ventana se rompió con un gran estruendo, lanzando los pedazos de vidrio hacia mí; sentí la punzada en el muslo. Grité a todo pulmón por la tortura inexplicable mientras escuchaba cómo algo metálico caía, estampándose contra la madera del suelo. Me derrumbé en el piso por la falta de fuerzas. Puse mis manos inmediatamente en mi pierna derecha. Estaba llena de sangre por la cortada que me había hecho... ¿un cristal? Así lo pensé, era lo más lógico. Mi rostro reflejó una combinación de estupor y terror absoluto. Mi ritmo cardíaco iba con suma rapidez y las lágrimas me quemaban las mejillas. Mis gritos se volvieron ensordecedores por el dolor de mi pierna y el terror que me asfixiaba. Observé hacia la calle, la mujer se había largado.

Los pasos raudos del pasillo se dirigían al cuarto: Mi tía y abuela. Ansiaba que llegaran pronto para que me auxiliaran. Volteé hacia la dirección donde supuse que estaba la puerta, ya que no podía ver correctamente.

Una voz en mi cabeza me ordenó que moviera el pie rápidamente debajo de la cama, así que eso hice. Juro que pude escucharme arrastrar algo metálico, pero no pensé más en la situación porque mis familiares ingresaron a la recámara.

Ellas me encontraron con la vista borrosa, el cuerpo empapado de sudor, el ritmo cardíaco a una velocidad que jamás creí que el ser humano pudiera aguantar, oscilando y con una pierna desangrándose. Nunca me percaté de que había dejado de gritar, tal vez porque me cansé o porque el nudo que tenía en la garganta no me permitía ni siquiera emitir un sonido.

En esta ocasión se escucharon los chillidos de mi abuela por verme en aquel estado. Se quedó paralizada. Mi tía ahogó su alarido y después se encaminó al lecho. Escuché cuando rasgó... ¿una sábana?, me acostó en el suelo y estiró mi pierna herida. Crují los dientes para evitar bramar. Colocó el rebozo un poco más arriba de la lesión, y le hizo un nudo con tanta fuerza, que me hizo aullar con toda la energía que aún me quedaba. El tormento fue extremo, por lo que mi cuerpo prefirió desmayarse en lugar de soportarlo, dejándome con una pregunta rodando por mi cabeza: ¿Victoria y Charlotte notaron que estaba rota la...? 


—¡Ventana! —exclamé, abriendo los ojos de golpe.

Una vez más me hallaba en el hospital. Me quité las cobijas de encima para ver mi pierna. Abrí mucho la boca y los ojos. Aquella noche no se vio una herida tan grande, pero al examinarla ahora pude concluir que era enorme. Puse en duda si realmente un pedazo de vidrio la había causado.

Pasé mis dedos por los puntos con los que habían cerrado mi cortada. Entonces, como si mi pierna tuviera una especie de memoria, a mi mente llegó el recuerdo del dolor que sentí cuando ese cristal se incrustó en mi piel. Quité mi mano rápidamente para que la alusión se largara.

La puerta del cuarto se abrió, dejando entrar a Charlotte junto con Victoria y dos médicos más. Ellas me sonrieron fríamente. De inmediato supe que algo andaba mal. Me inquieté, sin embargo, traté de disimularlo.

Los doctores tomaron asiento. El de la derecha tenía el cabello negro y la tez morena, supuse que era un poco más grande que yo; y el de la izquierda era más viejo que el primero: Cabello blanco, aunque casi no tenía; nariz puntiaguda, pero con el tabique chueco. Me incomodaba su presencia.

—¿Está bien, señorita Anderson? —preguntó el más joven.

—De maravilla —respondí firmemente.

No sabía si esa era la contestación correcta, ya que no me encontraba del todo bien. Sin embargo, la voz en la cabeza no paraba de repetirme que tenía que mentir para salvarme; se me hacía una locura, ¿de qué me salvaría si engañaba a un médico sobre mi estado?

—¿Me puede decir qué evento causó como consecuencia esa lesión en su pierna derecha? —volvió a interrogarme el mismo doctor.

—Se me enterró un cristal.

Esta vez no mentí, yo misma supe que ese había sido el motivo. La ventana se rompió, obviamente un cristal tuvo que caer en mi pierna; aunque todavía me cuestionaba a mí misma cómo un vidrio pudo hacer una cortada tan grande.

—No se le empotró un cristal porque esa herida no pudo haber sido causada por un simple vidrio enterrado —comentó él a la defensiva.

Miré la placa en su bata; era un residente, supuse que fue él quién me limpió y me cosió la extremidad. Me angustié.

—Señorita Anderson —habló por primera vez el médico de edad avanzada—, díganos la verdad; sólo deseamos lo mejor para usted.

Dirigí mi vista a su placa. Era un psiquiatra. ¿Qué hacía un médico con esta especialidad interrogándome...? Entonces lo supe. Sentí cómo la rabia me calentaba el cuerpo. Quería golpearlos a todos. Torné el rostro lleno de dureza.

—¿Acaso piensan que me autolesioné? ¡¿Creen que me he vuelto loca?! —rugí, entrecerrando los puños.

—No, no creemos eso, sólo queremos que nos hable con veracidad —habló el psiquiatra.

Aflojé la mandíbula, solté los puños y relajé los hombros. Pude leer entre palabras. Querían la verdad para saber si me internaban en el manicomio o no. Tenía dos opciones: hablar con sinceridad y terminar en el loquero, ya que jamás me creerían; o mentir y largarme de aquí. Elegí el engaño.

—Ya lo dije, fue un cristal. Dejé la ventana abierta, así que, por el viento, el soporte del espejo se cerró, rompiéndose en mil pedazos sobre el suelo. El ruido me despertó. No supe qué había sido, por lo que me levanté de la cama para investigar, pero me tropecé y el vidrio se me enterró en la pierna. Grité de dolor. Supuse que para calmarlo sería mejor quitarme el cristal, por lo tanto, lo hice.

Después de la telaraña de mentiras, pasé saliva disimuladamente. Deseé que me creyeran. Tenían que creerme. No pisaría ese lugar sombrío llamado hospital psiquiátrico.

—¿Por qué se resbaló? —preguntó el médico más joven.

—Porque había agua en el piso, ya que me había bañado esa noche.

El residente asintió, bajando la cabeza; pero el otro doctor me observaba, expectante. Intenté verlo con amabilidad, no obstante, en realidad tenía ganas de matarlo con la mirada.

—Está bien —afirmó el psiquiatra—, pero me gustaría hacerle una prueba, ¿les parece? —concluyó, examinándome. 

Al mismo tiempo en el que yo dije no, Victoria y Charlotte respondieron . Las miré con recelo. ¿Desde cuándo ellas decidían por mí? 

—Dejaremos que lo discutan en familia —sentenció el médico más viejo, y los dos se fueron del cuarto.

Hubo un silencio en la habitación. Ellas me miraban como si yo fuera algún objeto extraño...; me intimidaron, así que agaché la cabeza.

—¿Hablaron de esto con alguien? —pregunté, frívola.

—¿A qué te refieres? —cuestionó mi abuela.

Subí la cabeza con ojos asesinos.

—Me refiero a que si alguien más, aparte de ustedes y los médicos, sabe lo que me ocurrió.

—No, nadie —respondió Victoria, adoptando la misma postura que yo.

Me levanté de la cama ágilmente y me acerqué a ellas. Por alguna razón, pensaron que las lastimaría...; no sé por qué. Dieron un paso hacia atrás. Mi mirada era suplicante.

—Nadie debe enterarse; ni mis amigos ni mis hermanas... y mucho menos Peter y Jack. Por favor, prometan que no les dirán nada —les rogué con la misma vehemencia que me salió naturalmente cuando se lo pedí a mi novio.

Charlotte asintió, pero Victoria no estaba tan convencida.

—Lo haremos si decides realizar la última prueba —me condicionó.

No tenía opción si quería que este secreto siguiera en pie: Lo haría.

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