CAPÍTULO 6: NEGACIÓN

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—Empecemos, señorita Anderson. Le haré una serie de preguntas para hacer una evaluación general de su presente estado. Por favor, sea de lo más honesta; todo esto es por su bien, aunque usted no quiera verlo así —me pidió el psiquiatra.

Me encontraba en su despacho. El lugar me resultó extremadamente frío.

—Está bien —respondí con indiferencia, no obstante, por dentro mi ser vibraba.

Tenía miedo por lo que fuera a preguntar.

—¿Sabe qué día es hoy, Emily? —me cuestionó el médico. Yo fruncí el ceño al instante, eso no me lo esperaba. Sin embargo, después me angustié porque no sabía cuál era la respuesta. Intenté concentrarme con mucho esfuerzo, pero la asertividad nunca apareció— ¿Tan siquiera sabe en qué mes estamos? —añadió al ver que no contestaba.

Relajé los hombros y pude respirar nuevamente.

—Sí, estamos en septiembre. No sé en qué día exactamente, pero es septiembre del año 2012.

Casi me sentí orgullosa por poder decir algo.

—Muy bien —agregó el médico—. Su abuela me ha comentado que se sorprendió cuando usted tocó a la puerta, ella no esperaba su visita; pero lo que más la desconcertó fue su estado desaliñado. Dígame la verdad, Emily, ¿en serio había llegado de Londres sólo para ir con su tía y abuela?

Ese cuestionamiento puso en alerta a todos mis sentidos. El secreto..., mi secreto no podía descubrirse. El estómago comenzó a hormiguearme y mis uñas se aferraron al asiento con violencia.

—Sí —afirmé rápidamente.

—¿Sí? —el psiquiatra no estaba satisfecho.

Lo vi en sus ojos. No podía mentirle a este doctor porque él lo sabría, y así, el asunto sería peor; así, él empezaría a dudar de mi estabilidad mental. Tenía que admitir la verdad...

—Usted se rige por la ética. Hay cierta confidencialidad entre paciente y médico, ¿no?

—Por supuesto, señorita Anderson —me aseguró.

—Bien, entonces no puede contarle nada de esto a mis familiares porque, o si no, estaría faltando a su acuerdo, ¿verdad? —dije con severidad.

Los nervios se desataban por todo mi pecho.

—Si lo que está a punto de contarme no agrede su seguridad, entonces no les diré nada —afirmó.

Probablemente sí agrede mi seguridad, pero a usted eso no le importa, pensé con descaro y malicia.

—Bien —comencé—. Realmente no llegué a Francia para estar con ellas. Antes de presentarme en su puerta, aquí en París, yo ya había estado en Burdeos, visitando mi antigua casa. Mi abuela me vio con aspecto desaliñado porque el viaje en autobús fue largo. Además, mi viejo hogar no cuenta con todos los servicios de higiene personal.

La mentira había salido a la perfección.

—¿Y por qué no quiere que sus familiares sepan que fue a Burdeos?

—Porque esa antigua casa contiene recuerdos muy fúnebres para todos nosotros —respondí al instante, fingiendo pesadez—. ¿Ya puedo irme?

El psiquiatra sonrió de una forma que detesté. Él sabe que esa casa representa más para ti de lo que aparentas, Emily, susurró la voz, Tenemos que salir de aquí ahora

—Aún no, señorita Anderson —dijo el doctor—. Dígame, ¿últimamente ha tenido problemas de concentración?

La pregunta me hizo vacilar.


—Han cambiado muchas cosas desde que me gradué de la secundaria —hablé con la mujer frente a mí—. Hace unos meses terminé la universidad y ahora estoy viviendo en este departamento londinense. Hice nuevas amistades en Oxford: Colin, Samantha y Javier. Mi novio es Peter. Mi familia sigue igual de completa que hace cuatro años, con la excepción del esposo de Lorraine: Erick. Me llamo Emily Anderson y entré a un concurso literario; sabré el resultado en febrero del 2013. No sé qué día exacto es hoy, pero es septiembre, septiembre del 2012.

Desde que había egresado de la universidad, empecé a hacer este ejercicio en voz alta. Por alguna razón, que me comenzaba a preocupar, estaba perdiendo mi capacidad de concentración, así que, escucharme narrando mi presente, me ayudaba a mantener la calma. No le había dicho esto a nadie y no pensaba hacerlo. Es sólo estrés, me aseguraba inocentemente. Se me quitará en algunos días, me había estado repitiendo por tres meses.


—No —dije con cierta incertidumbre.

—En estos días, ¿ha experimentado la sensación de que alguien la vigila? ¿Siente que en ningún lugar está a salvo?


... Esto último fue lo más tardado de realizar, ya que revisé tres veces que todas las ventanas estuvieran selladas, también abrí y cerré el picaporte del umbral dos veces, todo con el objetivo de asegurarme que sí le estaba poniendo seguro a la entrada. La verdad es que, desde que había regresado a Londres, una extraña obsesión por mantener mi departamento completamente seguro se había apoderado de mis entrañas.

Después de repetirme varias veces en la cabeza que todo se encontraba en perfecto orden, bajé las escaleras y me fui al exterior para llegar a mi auto...


—No —exclamé con enojo.

—¿Ha escuchado algo que parece muy real, pero verdaderamente no está ahí?


Emily... Emily... Emily... La piel se me puso de gallina. La voz se arrastraba, llamándome... Un segundo..., ese chillido ya lo había escuchado antes...; sí, lo oí en mi departamento... en Londres cuando mis amigos fueron a visitarme después del accidente... Quise gritar, pero lo ahogué. No debía alterarme con mi abuela aquí presente, sólo lograría preocuparla.

Volteé hacia atrás para preguntarle si ella también había percibido el sonido, no obstante, cuando lo hice, Charlotte ya no estaba...


—No —casi grité.

—¿Ha visto cosas que realmente no están ahí?


... Miré al espejo. Mis manos empezaron a temblar descontroladamente, mi corazón estuvo a punto de explotar y el miedo amenazó con matarme. A mis espaldas se encontraba ella: La misma niña que me había espiado en el bosque, la misma criatura con la que había soñado después de mi visita al hospital psiquiátrico en la secundaria.

—Estoy aquí, Emily —sentenció firmemente.

Su tono era el más dulce y tierno que había escuchado en toda mi vida; pero, la manera en la que pronunció las palabras, me espantó. Grité por unos segundos; sin embargo, luego reaccioné, lanzando agua al espejo. La figura se empañó, y cuando el líquido se resbaló lentamente, la niña había desaparecido.


—¡No, absolutamente no! —brumé con furia— ¡¿Acaso cree que estoy loca?!

—Claro que no, Emily; yo sólo hice las preguntas —contestó con una pizca de burla.

Su actitud prepotente era fastidiosa.

—¿Ya puedo irme? —refunfuñé.

—Sí, ha concluido la sesión. Recuerde que sus puntos en la pierna deben retirarse en dos semanas —respondió con un tono de voz completamente diferente al anterior. Yo asentí con la cabeza—. Antes de que se vaya, quiero darle una tarjeta —agregó. Después se paró de su asiento, tomó algo de su escritorio y me lo tendió; era un papel pequeño de presentación—; este es el número de un conocido mío que es terapeuta, él reside en Burdeos. Llámele si ese asunto con la casa empieza a ser molesto para usted —concluyó. 

Jamás lo haré, viejo narizón. Tú nunca podrás atraparme, dije para mis adentros; sin embargo, acepté la tarjeta de buena gana. Luego me la llevé al bolsillo de mi pantalón.

—Gracias.

Me levanté de la silla para dirigirme al umbral y reunirme con mi familia.

—Una última cosa —me detuvo el psiquiatra, volteé a verlo con cansancio—: A la próxima tenga más cuidado, llegará el momento en que ni las mentiras la salvarán de su destino.

 No examiné su mirada, ya que salí a paso veloz del lugar. Me encontré con Charlotte y Victoria en el pasillo y salimos del hospital para irnos a su casa. Hasta que estábamos en el auto, supe que él lo sabía, intuía que algo andaba mal conmigo. El doctor discernía que estaba delirando, sospechaba que me había autolesionado; pero sus ideas eran erróneas. Alguien me lastimó y ese alguien era la mujer que me vigilaba por la ventana... Frenamos porque ya habíamos llegado. Dirigí la vista hacia la habitación que había sido de mi madre, el ventanal estaba en perfecto estado; me asusté.

—¿Arreglaron el portillo? —pregunté, tratando de no tartamudear.

—¿De qué hablas, querida? —cuestionó mi abuela.

—Ayer, durante la noche, la ventana estalló en mil pedazos y por eso me corté la pierna; pero ahora está entera, ¿qué hicieron?

—Emily, habías dicho que fue el espejo, no la ventana —contradijo Victoria.

—¡¿Acaso no la vieron rota?!

—¿Qué?, ¿el espejo? No nos percatamos de ello por la angustia de verte con la pierna ensangrentada.

Su respuesta me cayó como un golpe en el estómago. Creí por un momento que el médico tenía razón, tal vez estaba empezando a enloquecer. No obstante, el hecho de que mi pierna se lesionara me dio esperanzas; probablemente el espejo se había roto, provocando mi herida.

Descendí del auto apresuradamente y subí los escalones hacia la recámara. La sentencia estaba encerrada en ese cuarto. El veredicto me diría si fue un accidente y sucedió como pensaba, o si realmente estaba perdiendo la cabeza. Abrí el picaporte de la puerta con mucho pavor... Estuve a punto de caerme y gritar histéricamente por ver al espejo y a la ventana intactos. La ira se acumuló en mi pecho; era tanta la furia por no saber qué hacer con mi reciente estado mental, que apreté con violencia mis uñas contra las piernas. Mi tacto pudo distinguir a la tarjeta que me había obsequiado el psiquiatra, por lo tanto, la saqué agresivamente de mi bolsillo y la despedacé al instante...

Después cerré los ojos porque un rayo de sol me molestó. Era curioso, esa luz había entrado por la ventana para dirigirse al lecho y luego vino a parar a mis retinas. Eso significaba que había alguna clase de material allá abajo que había reflejado el destello hacia mí, esa cosa podía ser un cristal. Con el pecho ardiendo dentro de mi ser, rápidamente fui a sacar el objeto. Mis manos sintieron algo frío y afilado. Lentamente, saqué el ente. Mis dedos temblaron y se me hizo un nudo en la garganta. La sensación que tuve, cuando me apuñalaron la pierna, volvió. El doctor tenía razón: No fue un cristal el causante de mi cortada, sino un cuchillo... ¡No tenía sentido! ¡Nada de esto era lógico!

Grité y aventé el arma llena de sangre seca, mi sangre... Al escuchar cómo resonó la navaja contra el piso, hizo que me diera cuenta de que, efectivamente, había escuchado el mismo sonido metálico la noche anterior, después de que el objeto filoso se hubiera enterrado en mi pierna. De repente, ni siquiera yo estuve segura de la historia de los cristales sueltos.

Ahora, ya que había determinado el arma, tenía que resolver quién había sido. Me atacaron por el frente y había dos personas sospechosas. La primera: La mujer que vi por la ventana; pero ella no podía haber sido porque ni siquiera se movió de su lugar, sólo se le iluminaron los ojos de un tono amarillo cuando la daga atravesó mi piel. Lo que me llevaba a la siguiente sospechosa: yo. Yo me había hecho daño. Yo era la culpable... La idea me horrorizó y mi alma se desgarró. Lloré. Lloré en silencio porque el miedo estaba a punto de matarme.

Después de un rato escuché la voz de Victoria; me pedía que bajara para ir al cementerio, casi se me olvidaba ese pequeño detalle. Me limpié las lágrimas aún con temblor, prometiéndome a mí misma, antes de salir de la habitación, que trataría de concentrarme perfectamente en mi alrededor. Por alguna razón, creía que así vencería a la enfermedad.

Las tres fuimos al panteón. Regresar a aquel lugar me pareció de lo más pacífico que me había sucedido desde que había arribado a esta ciudad. Puse unas cuantas flores en la tumba de mi madre y en la de Alan.

Me quedé un rato presenciándolos a tres metros bajo tierra, descansando en paz. Tuve el momentáneo deseo de estar muerta para liberarme de todo lo que estaba por venir, pero no me rendiría tan fácilmente. Sé que podría lidiar con esto. Podía lograrlo, no estaba loca.

—Emily, ven, ya nos vamos. Te pasaremos a dejar al aeropuerto —me indicó mi tía.

Ella estaba junto Charlotte, a unas dos tumbas detrás de mí. Una vez más, había mentido; les dije que ya me iría a Londres, ellas no tenían idea alguna de que vine aquí por Burdeos. Las dejaría que me llevaran al aeropuerto, pero de ahí me trasladaría a la central de autobuses para volver al bosque.

Bajé la cabeza, despidiéndome de mi madre y de mi abuelo. Posteriormente, me fui a encontrar con mi tía y abuela. Me costó mucho trabajo fingir no haber visto a la niña de mis alucinaciones, hincada, contemplando al sepulcro más alejado del mausoleo.


Acomodé mi ropa en el armario de la antigua recámara de Lorraine. Era el lugar más acogedor para dormir, o más bien, era el sitio donde menos recuerdos terroríficos aparecían por mi mente.

Posterior a verificar si la casa contaba con gas, agua, luz y algo de inmobilario que me permitiera habitarla hasta que comprara un poco más de cosas en algún lugar barato, decidí que me quedaría en Aquitania por un largo tiempo. Me sorprendió que sí tuviera aquellos servicios; a pesar de que nadie había vivido aquí en muchos años, Jack y Lorraine se habían molestado en seguirlos pagando. En fin, me había propuesto arreglar la casa, y sobre todo, sanarme del pasado; así que viviría aquí hasta que venciera el miedo. Después retornaría a Londres para recomponer mi vida allá.

En la central de autobuses de Burdeos había encontrado un folleto de una diseñadora de interiores. Ella me ayudaría a reconstruir esta vivienda que se estaba cayendo a pedazos por falta de cuidados. Marqué el teléfono y una mujer me respondió del otro lado de la línea.

—Buenas tardes —dijo.

—Buenas tardes. Hablo para solicitar su servicio de diseño de interiores.

—¿Qué? Discúlpeme, señorita, pero no puedo oírla correctamente; hay interferencia —comentó.

Claro, el bosque hacía interferencia; ¿por qué no lo pensé antes?

—Espere un segundo —le pedí.

Me dirigí al piso de abajo para alejarme, ir a la carretera y tener mejor recepción. Salí de la estructura, viendo de reojo que el columpio se movía.

—¿Me escucha mejor ahora...? —no terminé la oración.

Esa familiar sensación de pavor, inquietud y desconcierto —que había experimentado los últimos días— regresó a mí. Dejé caer el celular en el pasto por la total estupefacción de presenciar a una persona mecerse sobre la rueda. Esta frenó el juego con sus pequeños pies y me miró con una sonrisa en el rostro. La chiquilla: pequeña, entre unos nueve u once años; tez de color avellana; delgada; ojos marrones; y cabello café y lacio a la altura del lóbulo de la oreja. El corazón me dio un vuelco.

—Emily, qué bueno que regresaste; te he estado buscando. Me llamo Amanda.

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