Capítulo 15

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DIARIO DE MARLENE FRANCESTE

«Nota extra: la situación respectiva a Anna era desgastante. Las acciones del señor de la casa se determinaban como temibles, lo que me llevó a confirmar qué clase de hombre era. Consideraba que mi hermana tuvo un destino peor de la muerte y me intrigaba saber qué podía suceder cuando arribara el sacerdote, de quien me hacía falta información. El Sr. Decalle era fiel amante religioso, tanto, que se atrevía a enviar una carta alertando al clérigo, eso me revelaba hechos macabros sobre sus intenciones»

30 de agosto de 1605

—¡Cómalo! Vigile a la Srta. Franceste. Necesito concretar un par de asuntos con urgencia. Me he percatado de que la ausencia de Anselmo incrementó la curiosidad de la solterona. Tampoco es conveniente, para ninguno de nosotros, que hurgue por las noches—Escuché salir de la boca del viudo, sus palabras se impregnaban con agresividad—. ¿Estamos de acuerdo?

—Sí, ¿y si despierta en la madrugada? No desea ser molestada, ni es bueno que se enfade conmigo. Retya puede espiar mientras ayudo con algo más relevante. —El tono de voz del mozo era casi un susurro.

—¡No! Ella debe traerme algo muy importante, es necesario que me recuerde girarle el pago adicional de este mes. Y no me pregunte sandeces, ¡cántele una canción o dele alguna de las medicinas que Vaneshi nos brindó para dormirla! A mí eso no me importa. —Sus pasos sonaban fuertes e imponentes, como si se hallara furioso—. Ya me marcho, ¡no lo olvides! 

Tan pronto como la conversación terminó, me deslicé fuera de la habitación. Busqué salir por la puerta trasera, puesto que en la inmensa casa tenían la terrible carencia de cerraduras. Me coloqué detrás, con cuidado de no pisar objetos al azar. Era difícil ocultar mis nervios e intentar no equivocarme. Mi suspiros eran casi tan ruidoso como el crujir de las maderas por la noche. 

Cuando me aseguré de que el Sr. Decalle y Cómalo no me atraparían, me escabullí. Con ambas manos cuidé que el rechinido de las bisagras no retumbara por el sitio entero. Al alcanzar el exterior me alivié y solo me quedaba seguir investigando. El hombre se detuvo frente a la entrada, supongo que admiraba el clima o pensaba qué haría. 

Me asusté, no pretendía negarlo. Nunca cometí algún acto que desafiara los límites de mi comodidad. Toda la situación surgió de una manera muy espontánea, provocando que la adrenalina apareciera en mi sistema. 

Anna era lo contrario, porque ella se aventaba a la mínima oportunidad y caía en los brazos de la suerte. Su rostro se iluminaba en cada oportunidad de alardear acerca de sus dotes de la improvisación. Quizá por eso era muy buena anfitriona, el alma amorosa de las fiestas.  

Con precaución me sumergí en el barro para llegar a la entrada principal. En el transcurso rogaba para que el demonio caminara a su destino. Los carruajes no frecuentaban trabajar de noche, era peligroso e impropio. 

Decalle extrajo su reloj de bolsillo, lo miró por unos segundos y avanzó con prisa. Aceché al caballero en silencio, escondiéndome tras edificaciones y entregándome a las sombras. Dio varios giros, aparte de tomar atajos. En ocasiones volteaba, asumí que percibió mi presencia, aunque no quisiera que fuera así. Nunca lo perdí de vista, procure mantenerlo en mi campo de visión sin arriesgarme a ser descubierta. Sus huellas me dirigieron a la calle Bretry. 

Arribar al burdel me produjo malestar estomacal. El ambiente se componía de curiosos personajes y una apariencia excéntrica. El Sr. Decalle se desenvolvía a la perfección entre la multitud que esperaba en el exterior. Se trataba de una gran casa con un amplio pórtico. Poseía un aspecto viejo, así que la madera se había desgastado hasta fisurarse. A las orillas de esta se percibía un olor a orina asqueroso, las risas falsas de las mujeres eran insoportables y la desvergüenza fue un tema común. 

Enseguida apeché mi miedo a esa turba repugnante. Sin embargo, antes de siquiera moverme, un puñado de personas se me acercaron.

—Chica, ¿qué servicio buscas? —La joven exhaló la pregunta junto a un perceptible aroma a alcohol, apenas se sostenía en pie. 

—Son sesenta uriles por hora. —Una pelirroja se me arrimó carcajeante mientras acariciaba mi cabello—. Nuestra mejor chica está ocupada. ¡Aquí no te juzgamos, querida!

—¡Guapa! A ver qué traes en ese vestido, de seguro más de una joya. —La castaña arrebató mis pendientes con una fuerza sobrehumana, despojándome de ellos junto a un trozo de oreja—. ¡Perfecto!

—Estamos libres de Frebritil, lo prometemos —dijo riendo otra de ellas. 

El asunto me aturdió, por lo que traté escapar de forma veloz. La desesperación me confundió las calles por completo. Aparecí en una esquina solitaria, falta de luz y desaseada. Mis piernas temblaban al mismo tiempo que mi cabeza daba vueltas. Corrí hasta observar un letrero con la escritura: «Calle Tremor». Lo único plausible eran mis pasos a través de los charcos de agua sucia en la vereda. Mi respiración se agitó y di un pequeño tropezón que me lastimó el tobillo en la caída.  

A lo lejos noté una silueta, tan negra como la mañana y tan clara como la oscuridad. El ruido se confinaba a su presencia desconocida y misteriosa. Hice esfuerzos por mantenerme en pie, empujando el suelo con mis manos para elevarme. 

—¿Qué quiere? —interrogué con angustia—. Ya me han robado las pertenencias, no fui capaz de conservar nada.

Su aura enigmática permaneció intacta al alcanzarme. 

—Agárrese. —Extendió su extremidad superior a fin de que yo me aferrara a su tacto, sus cuerdas vocales estaban tintadas de amabilidad—. No se preocupe, no estoy contagiado de Frebritil. 

Con la poca iluminación observé su camiseta gris abotonada, así como un pantalón de corte recto y unos zapatos pintados de negro. 

—Mucho gusto. Mi nombre es Amadeo Casanova. Es inadecuado visitar la avenida cerca de la media noche —regañó y desenfundó una espada afilada que apuntó al cielo—. Yo busco a mi enemigo. ¿Conoce a Lord Nomeatrapas?

—Debe estar timándome —Reí de manera falsa—. ¡Listo!, suerte con su búsqueda, pero yo me voy.

Caminé rápido vislumbrando de dónde venía. El hombre me persiguió, con vigor, unos cuantos metros, incluso me rozó el hombro izquierdo.

—Es necesario alertarse, pues aparecen esos Lords matando niños y mujeres. Puedo acompañarla si gusta, dama; no obstante, me debe indicar su morada. Soy extremadamente bueno para cualquier cosa, en especial las direcciones.

Evadí revelarle mi residencia por el momento, debido a la peligrosidad del ambiente, después de todo, ni conocía a este caballero. ¿Por qué confiaría en él? Ansiaba continuar con la línea de atrevimiento, tal vez, una segunda vez podría ser fructífera. Mi cautela se rompió en un breve instante, cuando le conté de la casona. Fui incapaz de guardar el secreto. 

—Es la mansión Decalle —detuvo sus palabras en seco y su mirada se perdió en el vacío. 

Tuve la impresión de pronunciar al diablo, quien se disipaba en el deseo de desconocer. Sus ojos vívidos y suspicaces, extinguieron el resplandor que los reanimaba. Me frustraba la razón de que los pueblerinos conocieran o temieran al esposo de Anna y que no desvelaran ningún dato. 

Seguimos caminando como si al hombre le hubieran comido la lengua los espíritus.

—¿Se encuentra bien? —Atisbé una lágrima deslizarse por su pálida mejilla—. Lamento si el Sr. Decalle lo dañó de alguna manera, es libre de marcharse. 

—No, dama. Es nada más que la mente de un caballero es estruendosa y rencorosa —Suspiró con un aire a desilusión—. Y cuénteme, ¿qué relación tiene con él?

—Soy la hermana de su difunta esposa —mascullé por lo bajo, luego apreté los labios. 

—¡¿Jorge se casó?! —exclamo con notable sorpresa. 

El silencio que reinó por ese microsegundo fue invasor.

—Sí, claro —fue mi respuesta. Intenté cuidar mis palabras porque para él sonaba como un tema delicado—. ¿Se conocen? 

—¡Por supuesto! Fuimos inseparables desde niños, inclusive adoraba a su padre; sin embargo, un acaecimiento ocasionó que jamás nos reuniéramos. Desconocía respecto a sus nupcias. Detestaba la idea de un matrimonio, supongo que con el tiempo ha cambiado. —Con cada palabra descendía su tono de voz, su rostro lucía relajado.

Acabó la conversación, cruzando el limbo de lo prohibido. Me causaba una inmensa curiosidad este hombre y su relación con el viudo. En él se refugiaba el motivo por el que aborrecía a la mariposa, o podía ser una corazonada. 

¿Será como Anna? No, no, eso era una idea errónea. Aunque cabía la posibilidad de que sí lo fuera. La historia inconclusa me acarreaba dudas y me regalaba una posible explicación de sus acciones. No obstante, seguía siendo muy temprano para fabricar teorías extrañas. 

Entramos a la casa, Amadeo se despidió y me comentó que, si ocupaba ayuda de nuevo, que lo encontraría en la Calle Tremor. Al llegar a mi alcoba crucé hasta la cama, la luna me alumbraba y justo al borde de la ventana reposaba una tarjeta.

«2 de setiembre, 2 pm, casa de la Barca, puerta trasera, segundo candado. Asistir sin compañía»

Se trataba de una escritura de la viuda, la poseedora de una parte de lo sucedido. Me preguntaba: ¿cómo finalizó de esa forma?, ¿qué ha sido de Antel, el abogado justiciero con carisma? 

1 de setiembre de 1605

No tuve ánimos de levantarme porque era el día del velorio. Aún no caía en cuenta de que mi padre ya no respiraba. Aunado a ello, la ceremonia se realizó en la casa Decalle, así lo dictaba la tradición del pueblo. De tal forma, Retya se aproximó a mi cama para avisarme que debía apurarme a lo correspondiente de mi vestimenta.

Me trasladé al armario para tocar los vestidos con aspereza, procurando acertar el único negro. No pude sentir más que nauseas cuando por fin me encajó la tenue prenda. Después bajé por las escaleras hacia la entrada, para poder cruzar por la derecha a la sala principal y caer en cuenta de que no era una pesadilla. Análogamente, fue afortunado que aún no llegaran las personas que venían a acompañar la ceremonia.

Cada paso me empujaba los hombros. Mi progenitor descansaba encima del pedestal principal, envuelto en un sudario con un rosario entre los dedos de los pies y su mejor traje. La vigilia era silenciosa, igual que yo, por lo que el sacerdote instó a recitar algunas oraciones para amparar el tránsito del difunto.

Eludí mis aflicciones convenciéndome de que mi padre estaría en el «cielo», que existía la posibilidad de que con tantas oraciones le dieran paso a aquel paraje anhelado. Apercibía un espantoso vacío en el estómago, porque tenía en cuenta que, si no creía en su Dios, tampoco esperaba un paraíso.

La atención recayó en mí. 

Caminé directo al pedestal, coloqué mi mano sobre el frío cadáver. Incliné mi cabeza y solté un par de sollozos que apenas se escuchaban. Ese ya no era mi padre, sino un gélido cascarón que albergó el espíritu de un increíble ser humano. Y examinarlo me hacía palpar la tierra álgida de su partida.

¿Por qué si le prometí a su divinidad que me convertiría en la más devota, no lo salvó? Simple: debido a su inexistencia. Le reclamé a todo el que pude; fuese Dios, Buda, Zeus, la vida, el universo, la Santa Muerte; pero ni una sola deidad me auxilió. 

Unas horas luego, alzaron el occiso para colocarlo en un cajón color café oscuro e inició el cortejo fúnebre. Íbamos detrás a paso lento con las cabezas bajas. Supe que el Sr. Decalle había contratado algunas plañideras para que no fuese tan solitario. Instalamos a mi padre en una fosa que el imponente nos designó en su cementerio familiar.

Apenas concluyó, marché entre lágrimas ahogadas a la casa. En efecto, me destrocé e inundé en el dolor de una pérdida. Y si Anna estaba viva, ¿valía la pena seguirla odiando, sabiendo que era mi único familiar vivo? No lo sabía, tampoco deseé de reflexionarlo en ese entonces, por lo que dejé la duda bailar sobre mi cabeza.

Esa misma tarde, cuando oscureció, un hombre golpeó la puerta de mi habitáculo.

—Señorita, ¿me permite pasar? —cuestionó el mozo alto con cordialidad. Ofrecía una sonrisa. 

Afirmé y dio unos cuantos pasos. A pesar de que era un traidor, creí que me consolaría. 

»¿Cómo está? —dijo el chico alto con voz suave—. Entiendo que hoy es un día complicado.

—¡¿Lo sabe?! ¡¿Acaso ha perdido usted algún familiar?! Cómalo, me arden los intestinos y me queman por dentro. La realidad es que... jamás volveré a verlo. —Me levanté a fin de alcanzarlo, con mis manos agarré su camisa—. No tengo a nadie, ¿qué sigo haciendo aquí? El sentido de la vida desapareció. 

—La respuesta no existe. Si lo que busca es que le indique la decisión, no soy el indicado. Mi intención es asistirla con el duelo, por lo que puede decir lo que la haga sentir mejor. —Soltó un largo suspiro, sus facciones se templaron. 

Grité, lloré y reclamé frente al moreno, eso alivió el desconsuelo en mi pecho. Era irrelevante los vocablos que abandonaban mis labios. Expulsé de mi corazón los pensamientos que rondaban mis sienes. Por su parte, él me observaba para regalarme tranquilidad.

—Gracias, Cómalo. —Cada vez que me escuchaba, me ablandaba, pues ningún otro lo hacía—. No era necesario.

—Sí, lo era. Señorita, hay una cuestión que quisiera platicar con usted. —Sus luceros examinaron a los míos—. Lamento si no es un buen momento, no puedo tenerlo mucho más tiempo atascado en la garganta.

—Claro, aun así, como mencionó, no sea la mejor situación. —Me acerqué un poco con una sonrisa coqueta—. Ahora me empapó de curiosidad, ¿qué es lo que, con urgencia, amerita comunicar?

Por unos segundos se congeló, me intrigaba si ansiaba comentarme detalles de su alianza con el Sr. Decalle. No niego que he dudado de que sus emociones sean verdaderas, ¿cómo culparme?

—Discúlpeme si es lo más indebido posible, no es para nada mi intención molestarla. Estoy a punto de decir imprudencias. —Se relamió los labios, volteó hacia la puerta, emitió un sonido y luego volvió—. Usted es una mujer maravillosa, por ello he venido teniendo estos sentimientos. Es que, sé que es impropio de un sirviente confesarle su amor a una dama de su alcurnia; sin embargo, no puedo pasar un minuto más a su lado, sin decirle lo hermosa e inteligente que me parece.

He quedado atónita, ¿cómo me confiesa su amor de este modo? No puedo ni soportar el peso de tal declaración, siendo que no me lo esperaba. comencé a presentar atracción por él, para colmos, me hizo sonrojar. 

Hui, ya que no lograba ordenar mis pensamientos mientras Cómalo me veía a los ojos. Me confundí y mareé por completo. 

De repente, una mujer apareció frente a mí. 

Plañideras: era una mujer a quien se le pagaba por ir a llorar al rito funerario o al entierro de los difuntos.  



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