Capítulo 23

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DIARIO DE MARLENE FRANCESTE

6 de setiembre de 1605

El Dr. Vaneshi me brindó información valiosa, aunque se tardara en hacerlo. 

«¡Por fin! Alguien que se decidió a contar su parte de la historia», pensé con euforia.  

La situación del galeno fue muy grave y supuse que, tal vez, lo estuvo motivando la pragmática redención divina. El interesante asunto radicaba en que me reveló, casi sin darme cuenta, la buscada locación de la cabaña en la que se encontraba el cuerpo de Anna: la perfecta hermana. 

Toda mi vida fui disruptiva, en tanto, batallé un poco para cada circunstancia que se me presentó. Conforme pasó el perenne tiempo, me adapté a resguardarme algunas opiniones. A Anna siempre se le facilitó la vida, pues era una dama. Pero la artrópoda no era sólo aquello, sus cualidades no se limitaban a ser hermosa. La mariposa gustaba de leer libros idealistas y con frecuencia terminaba llorando o compadeciéndose de sí misma. Esa era su esencia, tan romántica y enamoradiza. 

Escuché la macanuda puerta principal, se trataba del egoísta Decalle, quien asistía con un rostro cansado. Retya se acercó a él deprisa para susurrarle un par de cosas al oído derecho. Me mantuve inerte por esa parte de la conversación, luego, me levanté a fin de alcanzarlo, llamándolo con mi suave voz.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —cuestioné al cuervo, mi intención era aclarar las cosas.

Mis intenciones se relacionaban con ganar tiempo en la mansión, sin llegar a ser obligada a contraer nupcias con el viudo. Necesitaba un breve periodo para alcanzar mi objetivo y después de eso me iría. Convivir con ese supuesto asesino me helaba las venas, temía por mi salud cada minuto que gastaba en ese sitio. Al estar a su lado se me erizaba la piel, de la mala manera. 

—Claro, ¿de qué sería? —Mostró una oscura media sonrisa—. Si es referente al General Valtierra, se detuvo a preguntar por Cómalo; de todos modos, no tiene que preocuparse por mí porque estaré fuera en la tarde.

Mi cuestionamiento no se dirigía a ese lugar en concreto, aunque me despertó la curiosidad por lo que iba a decir, ¿con cuál mentira lo encubriría? El caballero reaccionaba de una forma inusual al ambiente general. Sus ojos mostraban una extraña expresión genuina, era como si verdaderamente fuera honesto. Así que le devolví la pregunta. 

—Sí, usted vive desconfiando de mí; no obstante, el General dijo que haría una investigación, pues creen que Cómalo es sospechoso. —Era un descarado, sus palabras eran una falsedad al descubierto. 

—Entonces, lo mejor será mantenerse al tanto. De cualquier forma, sabe muy bien que mis dudas no se dispersaran con ligereza. Sin embargo, ese no era el tema al que deseaba referirme. —Arqueé mis cejas en señal de furia—. ¿Quién le dio el derecho de traer un vestido de novia para mí? Porque desde que yo recuerde, usted y yo aceptamos un cortejo.

—Desconocía que debía pedir permiso, señorita, ¿me pregunta eso para burlarse de mí? Claro, ¡coloque a disposición del barrio que no ansía casarse y que pronto se irá a vivir solitaria! ¿Lo hace a fin de avergonzarme? —Se molestó mucho, evadió la interrogante con más de ellas. 

Movía sus brazos de un lado a otro, de forma teatral, cantando, brincando y sobreactuando. La oración era simple, en cambio, él la había deformado en un "insulto". Su reacción me alarmó, pero no concluí nada de su comportamiento.

—Sr. Decalle, ¿puede calmarse? Le formulé una simple duda, ya que nosotros accedimos respecto a un cortejo en primera instancia, imaginará mi sorpresa si de repente veo a Retya entrar con la pomposa prenda. —Bajé mi tono para alivianar el ambiente y la conversación. No tenía ganas de subir mi estado de ánimo a su molestia.

Él me explicó que todo esto era el preludio a una buena ceremonia, por lo que decidió traer el vestido. Mencionó que era impropio que una galante dama regresara a su hacienda sola, sin padre o algún hombre cuidado de ella. Además, me señaló lo preferible que resultaba casarnos. También, que si yo aceptaba, existía la posibilidad de obviar el cortejo para avanzar a vestir de blanco. 

Supe que si me negaba, el plan se arruinaría. Pero si acordaba, me daría más tiempo. El problema era que no poseía gusto alguno en afirmarlo, aun así, lo hice. Le declaré que seguía siendo una medida bastante apresurada, aunque no escuchó mis insistencias con atención. Mantuvo claro que, si no advertía deseos de ser su esposa, tampoco debía continuar en la mansión. Me ordenó irme luego de una revisión.

Quisiera recordar la conversación con más viveza; sin embargo, fue imposible. El hombre permanecía alterado y desesperado de oír mis palabras. Asumí que esperaba una respuesta positiva que acompañara sus locuras, no fue así. 

—¡Márchese si no ambiciona un futuro juntos! —La amarga presión de sus vocablos era real.

Aquello no sonaba a amenaza, sino a una invitación a quedarme con él.

—Será mejor que abandonemos el tema. Nos aguardan para la merienda ligera. —Con delicadeza cambié el tópico por algo menos intenso. 

Decalle se empecinó en que me probara el vestido. Me deshice de cualquier esperanza de que me metiera en esa prenda, con aras a concentrarme en lo que importaba de mi día: Dana Villermo viuda de la Barca. Mi misión con la chica era muy sencilla, puesto que yo necesitaba que me amparara en la investigación de Anna. 

Con cuidado, salí de la habitación tocando la puerta con las gemas de los dedos, caminé hacia la morada. Llegué al alcanzar el extremo del corredor, donde las tablas de madera oscura estaban putrefactas; la soledad era como el viento, así como la señora que me miraba por el rabillo del ojo. 

—Señora... —Me dirigí a ella, dándole a entender de mis deseos de conocer su nombre, hasta que noté la placa—... Lapsley, ¿es usted vigilante o policía?

Arrugó la nariz, se echó para atrás y descubrió la otra parte de sus facciones. Era una anciana, con el rostro de haber comido algo desagradable, incluso su delgadez acentuaba lo dicho. Nunca la percibí afuera, era usual que se ocultara tras esa ventana; no obstante, no vivía sola. Al principio no la reconocí, pero al observarla lo rememoré con claridad. Ella era la madre de Armando Villadente: un importante abogado de la zona que no era muy amigo del Sr. Decalle.

—¿Es una bruja? —comentó con voz grave y acusatoria. Sólo una de sus cejas se alzó.

—No, no, no, no diga eso —murmuré con cuidado. 

—¡Es una lástima! Adoraba que se quemaran en la plaza principal. —Reía sin mesura, se percibía el disfrute en cada sílaba salida de sus labios—. Excelentes tiempos. En fin, ¿qué anda haciendo por estos lares? Se lo advertí la vez anterior, aquí no habita nadie.

—Si es capaz de charlar con fluidez, ¿por qué me evadió con anterioridad? ¿Fue porque creyó que era una hereje? —Era una pregunta directa, ocupaba averiguar la razón de su mutismo, ¿acaso se trataba de más amenazas de Decalle?

—Yo sí, pero mi hijo se opuso. Si menciona a ese hombre que vive frente a nosotros, dejo la conversación. Verá, Armando predica que es mejor evitar ese tipo de asuntos. ¿Es la nueva esposa? No me diga que vuela con el cuervo. —Entrecerró los ojos a manera de sospecha, se colocó la mano sobre el corazón y dio un gran suspiro.

Rechacé, a causa de que una afirmación provocaría una situación indeseada. Si le confesaba que me uniría a ese hombre, no me dirigiría la palabra nunca más. Se evidenciaba que lo despreciaban, desde la forma que pronunciaban su nombre hasta su existencia. Si ellos lo odiaban también, podría funcionar a mi favor. Por tal, me atreví a solicitar una reunión con este otro señor, ella me indicó que iría a pensarlo.

Continué mi viaje hacia la casa principal, me trasladé sosteniendo mis faldas por encima de las rodillas. Dana aguardaba por mí, hundida en desesperación absoluta. Ella me miró con esos luceros inquisitoriales, examinándome.

—¿Qué ha pasado? —pregunté fisgona al observar su comportamiento. 

Mi impertinencia era genuina, porque de pronto sus pupilas se agradaron al tamaño de un botón. Sin duda algo sucedía. Quizá me invadía la paranoia por el planeamiento de un esquema oculto. 

—Decalle husmeó por la casa un día de estos. Si se entera que sigo viva...

La calma se esfumó de su cuerpo y su cuerpo mostraba pánico. Sus piernas temblaban agitando las telas de su sucia falda, al igual que sus manos. Su cabeza giraba para vigilar los alrededores. 

—Tranquila, —interrumpí tomando sus muñecas—, estamos a punto de irnos. Eso quería discutir, entremos.

El señor vino a revisar, de seguro, motivado por la aprensión. Alguna presunción lo orilló a asomarse en un lugar al que no asistió, al parecer, desde ese ataque. Tampoco había querido comentarle la totalidad de mis conjeturas a nadie, pues me cuesta confiar. 

Según los registros de Vaneshi, Retya conocía acerca de la ubicación del cuerpo de Anna, ¿por qué razón no me decía nada? Su conducta, más que el de todos, me confundía. La empleada lucía como una espía para ambos lados, trabajando según su conveniencia. Ella dificultaba la movilidad de nuestro plan. Si el viudo encontraba la entrada al túnel de la casa, entonces nos meteríamos en problemas. Al caballero no le pesaba traicionar o asesinar, se convertía en un peligro andante. Tal vez su interés repentino se debía a mis constantes visitas, mi indiscreción o una simple corazonada. 

Se me ocurrió que existía una posibilidad de sacar a Dana de ese punto y llevarla a la casa principal. Se podría esconder en el antiguo cuarto de Anna, un sitio que Decalle no pisaba desde que le arrebaté el poder sobre la alcoba. Los demás detalles de su instancia se hilarían solos, cual alfombra persa. 

Aparecimos en el mismo espacio en donde nos reuníamos, esa gran habitación subterránea que se dotaba de mugre. En el aire se aspiraba un aroma de basura, que se acumula hasta perder la forma de lo que alguna vez fue. Inclusive, se inhalaba la esencia del polvo que se encimaba sobre más polvo, hasta que se combinaban esos tonos de gris con café y la madera perdía su textura. Dana permanecía en un estado deplorable. Me aseguraría que, de desplazarla, se le diera un baño profundo. 

Me senté sobre una de las sillas que sonaban al aplicarle peso. 

—Señorita, ¿halló el cadáver de Anna? Disculpe que sea tan atrevida —interrogó tajante con un semblante suspicaz. 

—Tengo su locación exacta, pero necesitamos encargarnos de un par de personas. Iniciando por el Sr. Decalle y terminando por el padre Celestino. Ambos caminan destrozando el pueblo en pedazos, por ese motivo deseaba pedirle que apenas le alerte, me acompañe por ella, ¿acepta? —Me incliné, abriendo mi posición corporal a la conversación. Eso favorecería a que accediera—. Ameritaré ayuda extra.

No era mentira. Ellos acusaban y odiaban y mataban y se creían el supremo poder. Pude notar por su expresión que no se decidía, ya que su vista viajaba a cualquier lado menos a mis ojos, evitando la exigencia de una respuesta. Comprendía la lógica de ese cambio de situación, lo que le solicité era de importancia. Volver a revivir el recuerdo de Anna era cruel para ella. Aportaba a que eso la torturaba. 

¿Debía contarle respecto a Antel? No ansiaba ilusionarla, mucho menos con las palabras de que estuviese vivo. Con tantos de sus signos de nerviosismo, no me arriesgaría. El silencio era crudo.

—Está bien —replicó y tragó con fuerza de forma incómoda. 

—Hay algo más... —Cerré mis labios, bajé mi mirada y junté mis falanges. Era estremecedor el aire que nos recorría, por un lado, estaba mi inseguridad de comentarle una imprudencia, por el suyo, lo complicado de la ingenuidad—. Pensé que le podríamos colaborar, es cuestión de que se vaya conmigo para arreglar algunas cosas. ¿Qué dice?

—¡Qué está loca! ¿Cómo me voy a internar en la cueva del lobo? Si es Sr. Decalle se entera, me cuelga sin hesitar. No, yo me quedo aquí. —Cruzó sus brazos, se levantó para dar vueltas en el habitáculo, arrastrando sus pies y disipando el polvo. 

—Dana, yo la amparo, planeo colocarla en la habitación de Anna. —Me incorporé para alcanzarla y con mis brazos la agarre por los hombros—. La bañaremos, vestiremos y daremos de comer, luego iremos por Anna, ¿sigue amando a mi hermana?

Ese complejo sentimiento se ancló a su alma, era indudable, ¿incluso cuando mi hermana fue la causante de muchas situaciones que la viuda sufrió? Entiendo que tiene un ánima que es capaz de odiar, repudiar y reflexionar. Anna, en su momento, se hizo la misma interrogante bajo la sombra de su diario. ¿Arrastrar a Dana a su destino la transformaba en una persona egoísta? Considero que sí, aunque también creo que todos lo somos, además de individualistas. No quise culparla. 

Ellas eran similares, viviendo en un ambiente inhumano y en las peores condiciones que se agravaban conforme pasaban los días. 

—Y-Yo arrullo entre mis labios el poema de Liebe, quien me recitaba con la delicadeza de su boca, rostro y manos. —Pasó uno de sus pulgares por el labio inferior, sus perlas marrones descendieron.

Supe de cual se trataba de inmediato. 

 «Cuando la gran margarita pierda su destello, 

allí estaremos tú y yo, 

al borde del mundo esperando a amarnos, 

al borde del mundo esperando a rompernos, 

hasta que no queden cenizas

y que sólo nos recuerden por el sereno que cae de madrugada».

»Srta. Franceste, atisbo a la mariposa revolotear por las salas, flotando con ligereza y danzando con el viento. Por más que quiera, no puedo olvidarla. —Su tono era melancólico, repleto de autocompasión.

Y que yo recuerde haberlo leído era un poema a la tragedia del amor, donde Liebel le cantaba a aquellas almas condenadas a morir con el odio del mundo, al mismo tiempo que negaba cualquier religión o vida después de la muerte. Una de sus más famosas líneas: 

«En el lugar oscuro donde no se dice nada, 

ni se vive, 

ni se muere, 

ni se existe, 

sino que se adora al dios de la nada,

que de la nada aparece 

y nada hace».

Pronto aceptó irse conmigo, en busca de mi querida hermana: la perfecta artrópoda. Rememoré que Jorge no estaría, por tal, caminamos con rapidez hacia la casa. Dana se aturdió por la luz, por el tramo de tiempo que estuvo oculta. Retya nos abrió la puerta sorprendida. Sabía que ella no era de fiar; no obstante, sin su cooperación era muy complicado que lograse mi meta. 

Movilizamos a Dana al comedor para alimentarla con pan fresco, esa mujer lo devoró como si no hubiera un mañana. Después bebió agua hasta quedar repleta. Con pasos ligeros la conducimos hacia la bañera, el lugar en el que Retya y Salomé le prepararon un baño.

Ambas le restregaban la espalda, sacando poco a poco aquella podredumbre, eso era una escena tranquila hasta que a Salomé se le salió una frase, como siempre terminaba de expresar absolutamente todo lo que pensaba.

—Sra. Villermo, ¿no estaba muerta? Ya la imaginábamos verde. —Surgió una risa en conjunto, más que de la incomodidad que del humor. La rizada se escondía tras lo dicho, esperando a Dana—. Hasta le puse una fotico en el altar este año. 

La viuda la miró con detenimiento antes de decir una palabra.

—No, fui víctima de unas circunstancias espantosas; sin embargo, es imperativo que ustedes no le comenten nada al Sr. Decalle. Saben bien que no somos amigos —musitó la castaña con seguridad. 

El demonio Decalle nunca tuvo motivos para cazar a Dana y a su esposo. Lo hacía más bien para desafiar su poder de cometer actos sin sentido. Era esa necesidad constante de demostrar dominio hacia el pueblo y marcar su territorio. Por consecuencia, cada vez le salían más tintes de hombre controlador y pesado de sobrellevar. Se tornaba fastidioso de una manera mucho más simple.

Charlamos de diversas cosas, se notaba que Dana se camufló en ese mundo de las fiestas y vestidos. A decir verdad, era como Anna, sólo que más alegre. Con ellas no aplicaba la regla de los pantalones o desordenes para las antinaturales, entonces, ¿realmente lo eran? Mientras la veía ducharse lo reflexionaba. Me preguntaba si no se sentía lastimada por Anna, ¿confiaba en ella con plenitud? Tal vez sería su amor, el que les permitía perdonarse más allá de lo racional.

Eso me llevaba a mí otra vez, la interrogante de si debía o no cruzar la línea con el moreno. No era lógico continuar con el engaño; no obstante, me carcomía por dentro el deseo de que cada palabra suya fuera verdad. 

¡Vamos! Diario maldito, confesionario de las desdichadas, ¡revélame el camino! 

Salomé vistió a Dana, a la vez que Retya me comentaba algunas cosas a las afueras de la habitación. El tema general estaba en auge, la rebelión de las mujeres. El deseo de salir a atacar se situaba en las profundidades de las pláticas en Uril. Cabe destacar que siempre hay mujeres que prefieren quedarse al margen, una de ellas era la Sra. Tamira. La vecina del viudo, mujer pudiente de matrimonio que quedó sola después del casamiento de sus dos hijas. 

—Srta. Franceste, tengo malas noticias de parte de las otras esposas. La mayoría está dispuesta a hacer algo. —Realizó una pausa y susurró—: Sin usted. 

Me presenté sola, sin amistades o familiares, pretendiendo revolucionar la estructura actual del pueblo. Incluso suena como una ridiculez. No sabía cómo ganarme su confianza o ese respeto y ese cariño. Por esa razón un día después decidí hacer algo. 

7 de setiembre de 1605

Escuché de una reunión que tenían las mujeres de Uril en la Sala Comunal Bendita, se le llamaba así, debido a que Celestino en figura propia la "ungió en el agua del salvador". Poco después descubrí que este líquido no era menos que los restos sucios de lo que utilizaba el hombre para bañarse. De este modo, marché al lugar con mis tacones celestes, repletos de flores, telas y costuras, no existía espacio sin adorno alguno. 

Se trataba de un edificio alto hecho de piedra color grisáceo, existía un par de pináculos y un poco exoesqueleto que cubría la estructura. En grandes principios, con un estilo romántico y gótico característico del pueblo. Entré por la gran abertura para hallarme a las dichosas parloteando. Sostenían sobre sus manos, cubiertas por anillos, fibras que trenzaban sin parar. Asimismo, varias de ellas me dedicaron luceros amargos, atiborrados de odio.

—Srta. Franceste, un gusto recibirla —dijo una de ellas. Llevaba el cabello rubio, mantenido en un peinado elegante sobre su testa, su vestido era gigante. Con cuidado me tomó la mano—. Lamento comentarle que esta es una junta sólo para las afiliadas al club tardesino de las damas rosas. 

—No se preocupe, buscaba un poco de compañía —Nunca se me dio fácil llorar por conveniencia; sin embargo, la Sra. García decía que bastaba con realizar sonidos lamentables mientras una se cubre el rostro—. Y-yo n-no... 

Forcé en mí un recuerdo sobre el día de fallecimiento de mi padre, de esta manera las lágrimas florecían como ramos a mi clavícula.  De un momento a otro me hallaba sentada sobre una cómoda silla, con una docena de señoras revisándome. Sacaban sus trapos de algodón a fin de deslizarlo por mi piel. 

—Pobrecilla, ¿ya os sentís mejor? Traed agua de prisa, que se os desmaya. Vosotras sois unas malas personas al negarle la entrada. —La voz de la dama demostraba empatía.

Se creyeron cada mímica. Lo único que ocupaba era que me aceptaran un poco a fin de llegar a mi cometido. No perjudicaría a nadie, ese no era el objetivo de mi participación en un club de mujeres de Uril. 

—¡Calla, Alicia! —espetó la dama que me saludó al entrar.

—¿Es usted Marlene? ¡Qué flipo! La estuvimos buscando —cuestionó de inmediato la joven rubia con vocalizaciones curiosas—. El Sr...

—¡Qué te calles! —La señora colocó la mano sobre la jovencita, evitando que espetara alguna palabra más. Me quedé con la duda del nombre que pronunciaría. ¿Quién estaba tras de mí? ¿Debería haberme preocupado? 

—Tarada —balbuceó la mujer hospitalaria en un sonido casi imperceptible. 

Finalmente aceptaron acunarme en las reuniones si deseaba asistir, aparte apercibí sobre sus desastrosos matrimonios, del padre Celestino y nadie dijo ni una palabra del Sr. Decalle. Sé que cuando él aparecía en un tema, el mutismo reinaba, así que lo evité. 

Siendo más tarde decidí volver, con un avance para ganarme la confianza de aquellas mujeres.

Glosario del capítulo

Fotico: fotografía.

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