III. Hasta que tu miedo nos separe

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 Las imágenes vinieron tan rápido como el sentimiento vertiginoso que sentía cada vez que las veía. Observé a mis antiguos compañeros de cole, uno de ellos pasó toda la tarde en la casa de su primo porque sus padres se habían divorciado y estaba enfadado con ellos. Aurora estaba sentada en el sofá de su casa en la isla, John estaba a su lado viendo una película, él hizo la maniobra de estirar su brazo y luego rodearle los hombros, ella no pudo evitar una risa y él sonrió avergonzado, finalmente Aurora se acurrucó en su pecho y recostó la cabeza en el hombro de él. Permanecieron en esa posición mucho tiempo.

Berenice caminó tranquilamente a un pequeño cubículo de piedra donde había muchas capas colgadas de percheros, el lugar parecía un ropero lujoso. Cerró la cortina y cuando se encontró sola en la oscuridad dejó que el miedo, que hace mucho tiempo no veía en ella, la dominara. Respiraba muy agitada, se sostuvo con una mano de la mampostería y contempló amedrentada un punto fijo.

Observó el pulso de su mano. Temblaba mucho, comprimió los dedos. Suspiró y cerró los puños tratando de controlarse.

—Tú puedes Berenice. Vamos. Siempre fuiste buena en esto. Es tu habilidad —susurró como si le hablara a otra persona.

—¿Todo bien? ¿Encontraste el vestido que te dije, hermana? —preguntó una voz joven y masculina detrás de la cortina.

—Sí... eh, en un minuto salgo. Oye, háblame de lo que te dijo el comandante ¿nos tomará en serio, aceptará nuestra lógica decisión o...

—¡No llames comandante a esa gentuza!

Berenice corrió abruptamente la cortina y contempló a un muchacho de la mesnada de ojos verdes, tenía unos veinte años, llevaba puesta la armadura reluciente y el casco bajo el brazo. Uno de sus pies estaba muy torcido, era imposible que no le doliera. Berenice lo fulminó tan fieramente con la mirada que él desvió los ojos hacia otro rincón como un perro acorralado.

—Y tú no vuelvas a interrumpirme —lo amenazó—. Los modales —le recordó con una sonrisa fría.

La imagen se desvaneció.

Izaro. Zigor. El escuadrón de la Z. Y Ann.

Los tres caminaban en el bosque, estaba amaneciendo y ecos de rugidos se escabullían lejos de la maleza. Estaba tan oscuro que apenas podía verlos, sus siluetas eran perfiladas por la plateada luz de la luna. Izaro aún mantenía la sábana de hotel confeccionada como una túnica. Su cabello rojo estaba erizado como las llamas y con pequeñas ramas. Tenía un corte en su frente que estaba sanando. Evidentemente se encontraba molesta, cruzaba los brazos y sus pasos eran airados. No era guapa y en ese momento, enojada, sucia y con la bata se veía como una persona que estaría en un manicomio. La idea me agradó.

Zigor y Ann caminaban detrás de ella y discutían en voz baja, estaban echándose la culpa y ninguno quería tenerla. Él tenía la misma ropa que llevaba la primera vez que lo había visto, hace casi un mes. Agradecí que sólo pudiera ver lo que sucedía y no oler lo que sucedía.

Ann parecía haber perdido todo su interés por la moda, llevaba las botas de piel que traía en Canadá, aunque ahora tenía los pantaloncillos cortos de Izaro y una camisa degastada por el uso. Cargaba una mochila y tenía una venda en la rodilla. Aun así lucía su vestuario con gracia, parecía una exploradora. Su cabello estaba recogido en un distraído e improvisado moño. Mordió su labio al escuchar el argumento de Zigor, comprimió sus puños temblorosos como si estuviera tratando de contener los impulsos de asesinarlo, gruñó furiosa y apretó el paso para dejarlo atrás.

—¡No puedes negar que es buena idea! —insistió él trotando hasta ellas y flanqueando la derecha de Izaro que puso los ojos en blanco cuando ambos la alcanzaron.

—¡Ya deja de insistir! —espetó Ann con la paciencia consumida—. ¡No vamos a adelantarnos! ¡Todos los planes en los que estás involucrado fracasan! ¡No quiero tratar de atrapar a Brown y Payne contigo porque lo echarás a perder y tendremos que repartir la responsabilidad! ¡Además, no estoy de ganas para ver otro transversus y mucho menos montarlo!

—Pero...

—¡Ya cállense los dos! —rugió Izaro y de sus dedos brotaron chispas tan encendidas como su cabellera—. Ambos fracasan en sus misiones. Tú los dejaste escapar en Canadá —Ann revoloteó los ojos como si hubiera escuchado ese sermón una decena de veces— ¡Y tú, no dejas de meter la pata una y otra y otra vez!

Zigor introdujo las manos en los bolsillos de su sudadera y caminó arrepentido con la vista pegada a sus pies. Tenía la capucha puesta y sus cabellos blancos se le escurrían punzantes como si hubiesen sido levantados con electricidad.

—Lo siento.

—¿Lo sientes? ¡Sólo teníamos un objeto de Jonás Brown para seguirlo y tú lo perdiste porque te asustaron unas personitas!

—Esos catatónicos me atacaron...

—¡Al menos ellos cumplían el trabajo de su señora y trataron de capturar a todos los que tenían aspecto humano en la montaña! ¡Dioses, a veces creo que la más tonta de todos soy yo por no encargarme de las cosas yo misma! ¡Claro, en lugar de hacerlo sola tengo que ser necia e involucrarlos a ustedes! ¡Un transversus en peligro de extinción y una confronteras! ¡Cómo pude creer que lo lograrían!

—Oh, cálmate chica, no quiero que comiences a hablar como una jodida poetisa otra vez, pareces un soneto viejo —se quejó Ann, Zigor reprimió una carcajada y se cubrió con torpeza la boca— ¿recuerdas que empeora cuando te pones nerviosa?

Izaro comprimía su labio, estaba roja de la rabia. Parecía que estaba a punto de estallar como una máquina sobrecalentada. Esperé a que sucediera pero este no sería un sueño divertido.

—Claro que lo recuerdo ¡Llevó años con esto encima!

Izaro suspiró prolongadamente como si tratara de soplar lejos su fatiga. Detuvo la marcha y se sentó sobre una roca extensa, abultada y revestida de liquen. Cerró los ojos y se los restregó con movimientos exhaustos. Sus dos acompañantes la observaron desde arriba. Zigor con expresión asustada y Ann aburrida y algo incómoda.

—Oye, Izzy, si tan frustrada estás, sigue el plan de Zigor. Quítale su forma humana y conviértelo otra vez en...

—Un transversus volador, nadador y corredor —comentó con orgullo.

—Sí, como sea. Deja que él me adelante, entonces me contactaré con algún colonizador, Morbock, Amson, Howe... o hasta ese minotauro del campamento de veneno. Después de todo, ellos creen que estamos en el mismo equipo ¿O no? Nadie sabe que planeamos entregarle a sus soldaditos prodigiosos y desertar. Tal vez los colonizadores tengan alguna pista de ellos. No veo por qué no nos ayuden. Incluso nos serviría que hayan tratado de capturarlos, tal vez los perdieron de vista pero pudieron agarrar alguno de sus objetos. No perdemos nada con intentar.

Izaro miró a otro lado.

—Además mientras nos vamos, tú tendrás un tiempo sola para recuperar energías. Y si no logramos conseguir ninguna pertenencia que nos ayude a rastrearlos, o información valiosa por parte de los colonizadores, entonces te esperaremos en la puerta del portal y volveremos Sídney para ver si quedo algo después del incendio.

¿Incendio? ¿Qué? Algo en mi mente lo negó cuando lo escuchó como si fuera demasiado malo para ser real ¿No estaban hablando de mi casa o sí? Me pedí un poco de serenidad, la busqué y la encontré muy lejos y apartada. Las imágenes no se detenían, no importaba cuán mal me sintiera. Pensar en algo mientras las imágenes corrían daba tanta jaqueca como una resaca. Cuando logré calmar mi mente, seguí prestando atención.

Izaro oyó atentamente a Ann. Asintió con desgana y suspiró entrecortadamente, comprimiendo un sollozo. Parecía una adolescente que estaba triste porque la habían plantado y que sus amigos trataban de levantar su ánimo. Claro que parecía y no lo era porque hablaban de cazar personas y tratar con asesinos para seguirme la pista. Izaro tenía tanto de normal como de simpática.

Ann estaba sentada a un lado de Izaro, sobre la roca mohosa y le palmeaba el hombro con cariño. Ella suspiró y sonrió.

—Lamento mi comportamiento arrebatado y los sentimientos agitados que se revolvieron en mi interior y se precipitaron violentamente contra su persona —dijo Izaro pero cuando se oyó gruñó enfadada y observó el cielo como si se preguntara por qué el mundo la odiaba. Yo hubiera podido darle varias respuestas.

Zigor y Ann comprimieron la risa.

—Acepto tus disculpas y aunque tú lo odies tienes que admitir que es gracioso. Anda, ríete un poco. Deja fluir de tu garganta el manantial del entretenimiento —exclamó imitándola.

Zigor se volteó para ocultar su sonrisa como si temiera que Izaro lo sorprenda riéndose de ella.

—Lo cierto es que odio perder. Soy muy poderosa, pocas veces pierdo. Jamás había tenido unas presas tan difíciles de atrapar y con un cliente tan peligroso.

—¡Olvídate del fracasado de Cornelius! —exclamó Ann con ánimo, agitó una mano con desinterés y estiró sus piernas por encima de la roca—. Él sabe que la misión es difícil por esa razón te la dio a ti y no los está buscando ahora por su propia cuenta. Además, de todos modos planeamos traicionarlo... claro si sigues con el plan noble y estúpido.

—¡No seas tonta, claro que seguiré con el plan! Por ahora seguimos con el plan, sólo el tiempo nos dirá si debemos hacer de enemigos aliados. No sabemos en qué dirección puede girar el tiempo. Tal vez mañana el plan no sea tan seguro como hoy y debamos inventar nuevos rumbos en la marcha. Por el momento sólo hay que capturarlos.

Ann levantó amabas manos en señal de paz y sonrió divertida.

—Ya, ya, es tu misión pero yo que tú aceptaría el dinero y las joyas brillantes.

—Conseguiremos joyas de todos modos. El tonto de Cornelius nos pagará por traicionarlo y él ni siquiera lo sabe. Además tengo algunas en mi guarida, las podemos cambiar por dinero, las conseguí en caserías anteriores. Pero la guarida está lejos, a unos dos meses de viaje, trotando de portal en portal.

—Yo también quiero joyas —anunció Zigor con un brillo entusiasmado en los ojos.

—¡Tú cállate! De seguro te las tragarías como la última vez y tendría que llevarte con un curandero.

—Sólo pasó siete veces —respondió apenado, revolviendo la tierra con la punta de su zapatilla deportiva—, quería saber si tenían sabor a limón.

—Como me gustaría tener una corona —esperanzó Ann con aire soñador.

—¿Por qué una corona? —preguntó Zigor observándola como si ella fuese el bicho raro.

—Oye, todos tienen sueños disparatados, yo tengo el mío. Desde pequeña veía películas de princesas y no sé... siempre quise tener una tiara. En defecto sería una corona —respondió encogiéndose de hombros en la oscuridad.

—Aquí en Babilon hay princesas y coronas pero no te gustarán. La princesa esta un poco — Izaro agitó un dedo alrededor de su cabeza— loca. Y la corona esta envenenada, así es como lograron que cada príncipe que ascendiera a rey perdiera la cabeza. Es metal embrujado, lo vuelve débil de mente. Entonces el consejero y el general en jefe pueden manejarlo. Gartet decidió dejar el rey en este mundo pero como fachada. Así no tendría que gastar tantos recursos y vigilancia suprimiendo todo un mundo, sólo tenía que controlar a una persona —explicó un poco más calmada y entretenida como si de verdad estuviera al lado de dos amigos.

Aunque uno de ellos le pertenecía y a Ann la tenía embrujada.

—No me agrada la idea de traicionar —comentó Zigor y se sentó en el suelo, frente a la roca. Recogió una bizna de hierba seca y jugueteó con ella en sus dedos.

—No es traición —respondió Ann suspirando de cansancio como si hablar con él le consumiera todas las energías—. Para traicionar primero debe haber lealtad y nosotros no le rendimos lealtad a nadie ni siquiera al mismo Gartet.

—Piénsalo así si quieres —intervino Izaro encendiendo una luz blanca como el haz de una linterna en la palma de su mano para observar con más detalle a sus amigos—. No traicionaremos a nadie, sólo apartaremos del camino a cualquiera que no nos permita entregar los trotadores a Gartet en persona. Si no se lo entregamos en persona, no conseguiremos el deseo y el plan habrá fracasado.

—El plan que por ahora tenemos —susurró Zigor—. Todavía no sabemos qué haremos con Cornelius, si lo obedeceremos o algo.

Todos guardaron silencio. La luz de Izaro los empapaba de plata como las estrellas del horizonte que derraman colores metálicos.

—Babilon apesta —añadió Ann—. Espero que después de esto nos vayamos a un lugar más interesante. Pero por el momento apurémonos para salir de esta tierra del asco que arruina hasta las princesas.

Annette se puso de pie, sacudió el polvo de sus pantaloncillos y luego de sus manos. El cielo estaba de colores pálidos, ya casi amanecía y la luna se había esfumado, huyendo del horizonte con todas sus estrellas.

Izaro examinó a su sirviente con un poco de pena.

—¿Estás seguro de que puedes llevar a Ann? No me engañas, jamás serás más listo que yo. Sé que amas tener la apariencia de un humano y convertirte de vuelta en un monstruo te destrozaría.

Zigor descubrió sus manos de los bolsillos y sonrió ligeramente.

—Van a seguir mi plan porque admiten que es bueno...

—Yo admito que no es tan malo —le recordó Ann pero él fingió no oírla.

—Para mí eso es suficiente.

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