Capítulo 10: El mundo místico

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    Un grupo de amigos muy unidos, participante de la casa de las ciencias, de donde nacían los exploradores o videntes, vivían fascinados ante una idea increíble:

    «¡El mundo místico existe!»

    Aunque tristemente esta idea estaba sacada de tiempos antiguos y de teorías conspiratorias. La humanidad moderna no creía en la existencia de ese mundo que acompañaba al natural desde las sombras y lo invisible. Para muchos pasaba a ser una creencia cada vez más ridícula y sin base. En parte, porque se ha ido demostrando que el etherio —aquel elemento que se creía puramente espiritual, proveniente de una realidad paralela y generador del maná —tenía una dimensión mucho más física de lo que se pensaba.

    Estos estudiantes sentían una profunda pena al ver cómo las personas se volvían cada vez más vacías, alejadas de toda creencia que hacía ver a los seres humanos como algo más que una masa de células organizadas. Solo reconocían la existencia de un espíritu dentro de cada uno, pero por resignación, y no como algo demasiado especial.

    El principal problema estaba en que el mundo místico imponía enormes barreras que habían frustrado los esfuerzos de las sociedades por comprenderlo durante siete mil años. Si es que existía, los dioses se habían empeñado en proteger la privacidad de ese mundo al extremo, ya que las condiciones para acceder a él requería la reunión de ingredientes, afinidades y entrenamientos mágicos tan complejos y desconocidos, que de mundo espiritual pasó a ser llamado mundo místico como una forma más de dar a entender que estaba reservado exclusivamente para las divinidades.

    Lo poco que se sabía provenía de interpretaciones basadas en las pistas que habían dejado los tres dioses divinos en sus cartas para la humanidad. Arcana, Loíza y Tharos. Los magos, y curiosamente sus seres más cercanos, también fueron los únicos en construir un pilar de creencia al ser capaces de vislumbrar algo. Pero cuando la maldición se desató, toda investigación se desmoronó, y en los siguientes trescientos treinta y cuatro años, se enterró cualquier vestigio de fe, considerándolo falso e incluso abominable.

    Las personas asociaban el mundo místico con los magos, y eso era muy triste. Sin embargo, estos jóvenes sabía separar ambas cosas y reconocían que los datos adicionales se habían obtenido gracias a ellos. Por eso, en el fondo, no los detestaban.

    En realidad, no habían entrado a Argus para cazar a nacidos con magia, sino para sumergirse en las profundidades de la biblioteca y perderse entre las páginas de los libros impregnados con el aroma a sabiduría infinita, para deleitarse con las clases de historia y todas sus fábulas, y maravillarse con la magia que transmitía cada lección de astronomía.

    Cuando encontraban cualquier información del mundo místico, su entusiasmo alcanzaba su punto máximo. Por sobre todo se maravillaban al saber que había criaturas habitando en allí llamadas: ikkius. 

    Y estos seres, supuestamente, podían ser hallados en el Valle de los Reflejos. Como todo ser perteneciente al mundo místico, eran invisibles al ojo humano, pero había una forma muy especial para descubrirlos.

    Cada cierto tiempo el viento soplaba con una fuerza sobrenatural sobre el valle, azotando los árboles y dejándolos acomodados de distintas maneras. Las ramas permitían vislumbrar figuras exóticas a través de sus sombras, reflejos misteriosos. Los estudiantes estaban convencidos de que dichas figuras representaban a los ikkius y de que estos buscaban formas de transmitir mensajes. ¡Eran los maestros del enigma!

    Vivían obsesionados ante la idea de descifrar dichos mensajes, o bien se rompían la cabeza tratando de imaginarse las formas y características de estos seres. Capturaban fotos y analizaban los reflejos. Algunos parecían tener seis alas, otros cinco colas.

    —¡No, mira, ese parece como un felino... ¿con siete patas?! —supuso uno.

    —¡Y ese de ahí se parece a un ave, pero mezclada con un insecto! —aseguró otro.

    —¡Apúrense, vamos al mural!

    Siempre que concluían sus reuniones, se dirigían al mural del comedor de Argus para colgar las fotos y dibujos con la esperanza de compartir su admiración y reclutar a otros seguidores de sus creencias.

    Lamentablemente, su pasión solía convertirlos en objeto de burla y acoso.

    —Ahí van otra vez —murmuró un chico de diecisiete años, apretando los labios con desapruebo frente a dos amigos que le acompañaban.

    Se acercó a los creyentes del mundo místico para quitarles una foto, pisotearla, y aconsejarles con tal de que regresaran a la «normalidad». Él tenía la paciencia de soportarlos y no asociarlos con aliados de los magos. 

    Los demás observaban con tristeza la foto destrozada en el suelo, hasta que una valiente chica de lentes cuadrados corrió a recogerla para intentar repararla. Le reprochó al acosador su comportamiento abusivo y lo trató de «hueco», asegurando que sus acusaciones carecían de real fundamento. El chico le propinó una bofetada con el dorso de la mano antes de retirarse, criticando las estupideces de los creyentes que no sabían razonar y asegurando que buscaría a alguien de apellido importante para conseguir una demanda mayor.

    La muchacha se quedó mirando la foto que mostraba la figura de una araña bastante... deforme, sacada de un sueño febril. La humillación se anudaba en su garganta, mientras la imagen parecía burlarse de ella, hasta que, con un suspiro de resignación, se distanció con el alma arrastrada en sus pasos, sintiendo que sus creencias sí eran estúpidas y que posiblemente corría riesgo por creer en algo asociado con magos.

    Entonces se retiró a un salón con sus amigos sin saber que esa araña sí era real.

    Y no estaba sola, había muchas más como ella, junto a cientos de insectos diferentes.

    En Evan se estaba desplegando un fenómeno desconcertante y sobrecogedor: una invasión silenciosa de seres insectoides se deslizaban por los rincones sin que nadie pudiera notar absolutamente nada, portadoras de un camuflaje espectral como si realmente vinieran de otro plano en la existencia. En Argus, estas criaturas se congregaban, especialmente alrededor de almas que practicaban la crueldad, como aquel estudiante que había humillado a la chica.

    Eran saltamontes etéreos, cucarachas y gusanos que se transportaban con una agilidad antinatural, envueltos en coloraciones opacas y fantasmales.

    Buscaban alimento entre todo lo que hallaban a su paso, enterrando sus pinzas en la cabeza, en la nuca o en el pecho con una desesperación enfermiza, devorando cualquier atisbo de crueldad producida entre las almas, sin que nadie pudiera sentir nada.

    Sin embargo, alrededor de Shinryu se comportaban de manera distinta: lo evitaban como si no existiera, y si llegaban a notarlo, lo esquivaban aterrorizados, como si la presencia del chico representara una mismísima anatema para su existencia.

    Por enésima vez en esta semana, Shinryu se encontraba en la oficina del profesor Zimmer. Este le pidió que tomara asiento frente a su escritorio cubierto con papeles desordenados.

    —Profesor, disculpe tanta molestia y que insiste así, pero... —comenzó Shinryu con una voz martirizada.

    —No te preocupes, Akari —interrumpió con un suspiro de agobio—. Pero lamento volver a decirte que no tenemos noticias de Trinity y desconocemos su día de retorno.

    Shinryu sintió un peso asfixiante cayendo sobre su corazón, hundiéndolo en una vorágine de desesperación. Sus puños se tensaron en un vano intento por contener la tormenta.

    Escuchó, a través de un velo distante, las palabras del profesor, explicándole que Trinity estaba muy ocupada en una misión de conquista. El imperio de Sydon deseaba alcanzar una zona gobernada por un zein con un maná de nivel noventa y tres —un nivel extremo incluso para los imperiales más poderosos de Evan—, todo con el objetivo de obtener el magna de la zona. Trinity, al ser una curandera demasiado hábil, no podía renunciar al llamado de los ejércitos.

    —Lamento no darte una mejor noticia que esta —consoló Zimmer, reflejando en su voz su propia decepción.

    —No tiene que disculparse, profesor. Gracias por su tiempo, de verdad —Shinryu respondió con gratitud sincera y poniéndose de pie—. Debo prepararme para la clase de Entrenamiento físico.

    Zimmer lo detuvo antes de que alcanzara la puerta:

    —¿Está todo bien? ¿Cómo sigue tu salud?

    El profesor sospechaba desde hacía tiempo que algo no iba nada bien con su alumno. Su preocupación se intensificaba al notar el aspecto decaído del muchacho: ojos con ojeras marcadas, semblante pálido y expresiones tensas.

    —Estoy... bien, profesor, por supuesto —contestó Shinryu con los ojos escondidos. Al notar que el profesor no le había creído, añadió—: No le puedo negar que ha sido difícil, no tener maná me ha... perjudicado bastante.

    —Lo imagino, muchacho, lo imagino.

    —Pero seguiré dando lo mejor de mí, profesor. Le prometo que no lo decepcionaré. —Sus palabras sonaron más genuinas, y la determinación en sus promesas se hizo notar como un fuego resistiendo adversidades.

    Zimmer le regaló una sonrisa llena de admiración y afecto. Consideraba increíble que su alumno más débil estuviera resistiendo tanto.

    —Sé que no lo harás, pero me preocupa tu salud. Hace más de una semana te sugerí tomar unos días de descanso. Tienes mi permiso.

    —Yo... eh...

    —Tómate tu tiempo para decidirlo. Cuando lo hagas, házmelo saber. Estoy aquí para apoyarte. 

    »También me gustaría preparar otra cita con el profesor Gadiel y la profesora Alaia. Sé que no pueden compararse con Trinity, pero estoy convencido de que ayudarán a descubrir la razón detrás de tu bloqueo.

    Después de retirarse, Shinryu se dedicó a pensar en el ofrecimiento mientras atravesaba los pasillos en dirección a su próxima clase. Gadiel y Alaia, el profesor de alquimia y la profesora líder de los curanderos, trabajaban bien para desentrenar hechizos de complicado origen. No era primera vez que le hacían exámenes. En una ocasión le rasparon un fragmento minúsculo de piel en la zona del abdomen, también le hicieron inhalar unos gases coloridos, le retiraron un par de cabellos y le hicieron beber unos líquidos rosados para examinarle la orina.

    «Entrenamiento Físico», era la siguiente clase a la que debía asistir Shinryu y en la que menos deseaba estar, ya que la profesora a cargo nunca estuvo de acuerdo con su aceptación, pero el problema no estaba en ello, sino en que no tenía reparos en hacérselo saber.

    Syra era su nombre.

    Y era una mujer rodeada de insectos arriba de su cabeza, que nadie podía ver ni percibir, moscas, mosquitos y polillas que no paraban de volar a su alrededor como si fuera un basurero viviente.

    Syra podía compararse con una militante de pésimo carácter, que no enseñaba ni educaba; solo escupía órdenes a gritos.

    A pesar de los buenos resultados de Shinryu en sus clases, no cesaba en su empeño por desacreditarlo. Syra Sabía que la fortaleza física era una de las tantas llaves para despertar el maná, y estaba convencida de que necesitaba un esfuerzo aún mayor. Su deseo de tener maná era miserable y ella era se consideraba la encargada de corregir semejante falta.

    A lo largo de los años, Syra había tenido miles de desacuerdos con Kiran debido a su manera grotesca de llevar sus clases. Desafortunadamente, cada profesor tenía autonomía de sus propias clases y ninguno podía intervenir en el dominio del otro a menos que se presentaran quejas ante Zimmer, quien debía recurrir a los líderes del palacio con argumentos sólidos: fallas en los reglamentos internos de la escuela o enseñanzas que no fuesen acorde a los intereses de Sydon a las doctrinas de los dioses.

    Shinryu ya había entendido hacía tiempo esto y sabía que se acercaban problemas aún mayores, porque Sydon respetaba las leyes divinas de forma maestramente torcida, y era condescendiente con el fuerte, pero demasiado cruel con el débil. Y a Argus, como toda otra escuela, no le quedaba de otra que acatar ese sistema. 

    Los que no sabían combatir eran obligados a buscar otras aptitudes en alguna institución acorde a sus potenciales, para así mantenerse útiles en la sociedad. Por lo tanto, cuando Kiran se quejaba con Syra y le decía que debía mesurarse, ella le recalcaba lo débil que era Shinryu y le recordaba la única solución para él, riéndose y expresando su deseo ferviente de que se largara de Argus de una vez por todas.

    Esa tarde, se regocijó al fin cuando Shinryu redujo el rendimiento. Los sobreesfuerzos del chico, sus rutinas extras mezcladas con el mal dormir y el agobio del acoso escolar, le estaban cobrando cuenta. En la cancha de césped, Syra le gritaba con bestialidad mientras él había dejado de correr y trotaba sin dar abasto. Ella corría lejos, regresaba y repetía la gritería.

    —¡¿Qué pasa contigo?! ¿Sí ves que no podías dar más? ¡Avanza, te he dicho!

    Shinryu estaba en igualdad de condiciones con los demás compañeros de clase, pues la profesora les ordenaba a todos a desprenderse del maná a través de un hechizo al que se le llamaba: «no mágico». Los estudiantes se dedicaban a entrenar solo músculos sin una mínima ventaja otorgada por la energía espiritual.

    Así que Shinryu no tenía excusas para mostrar debilidad. La clase de Syra era, de hecho, la única donde conseguía algo de respeto gracias a su buena condición física, pudiendo correr hasta por casi una hora sin cansarse. Pero ahora...

    —¡Te recuerdo que tu cuerpo debe estar en excelentes condiciones físicas para que pueda invadir tu organismo! —despotricó Syra—. ¡El maná sabe cuándo estás preparado y tú nunca lo has estado porque jamás te has esforzado lo suficiente!

    Shinryu respiraba con un silbido, reflejo de su garganta destrozada, un flagelo de carne soportado el circuito acelerado del aire helado. Entretanto, sus compañeros empezaban a reír sin un atisbo de sutileza, anhelando la tan ansiada caída.

    Entonces sucedió: Shinryu se derrumbó en el césped con los brazos extendidos en un gesto de rendición total. Los gritos de Syra volvieron a desatarse, pero ahora sonaban como un zumbido lejano, una nube negra que desataba sus rayos sobre una conciencia adormecida. Las risas burlonas de sus compañeros eran moscas que apenas se sentían. Shinryu solo cayó a un pozo, donde habitaba una profunda desilusión hacia sí mismo.

    Ni siquiera pudo determinar cuándo terminó esa clase, pero se llevó con claridad las miradas que le perforaron el ánimo. La única ausente había sido la del mago, quien, por alguna razón, rara vez asistía a las clases de Syra.

    Shinryu terminó aceptando los días de licencia que le ofreció Zimmer, pero ni siquiera le sirvieron para dormir. Había momentos en los que juraba oír la voz de Regan acercándose, e incluso se lo imaginaba a él y a sus amigos entrando a la habitación con botellas de orina u otras porquerías. No apartaba por un solo segundo la mirada de la manija de la puerta.

   «Si tan solo tuviera maná..., ¡si tan solo tuviera maná!», se repetía, invocando ya un mantra obsesivo, mientras sentía una necesidad nunca antes experimentada, que lo llevó a rascarse la cabeza con desenfreno, arrancando un manchón de sangre.

    Y el alboroto, lejos de calmarse, solo empeoró más, como si erosionaran los hilos que mantenían su principal aguante, como si los reclamos, las voces ahogadas, la impotencia y la desesperación se fusionaran en un incendio voraz que quería arrancar todos los pedazos de su carne.

   Con pánico y miedo ante sí mismo, miró hacia todos los rincones de su habitación, como si buscara una puerta etérea, cualquier tipo de distracción o ayuda, pero ni allí o en algún lugar del palacio podía encontrar algo para calmar lo que se estaba desatando. Ahora, con su cuerpo desecho, ni siquiera podía ejercitarse un poco, y la biblioteca mantenía sus puertas cerradas gracias a los alumnos influyentes.

    Temía entrar en un colapso aún mayor y que su esencia se retorciera bajo la corriente de los hechos. Temía que los demás lo vieran así, en un momento que solo demostraría aún más debilidad.

    ¡Todo por una maldita enfermedad que nunca mereció! Sentía las llamas internas avivarse, una liberación visceral de gritos. Lágrimas se asomaban, ahora distintas, una lluvia ácida que corroía la amarga piel que retenía el dolor acumulado.

    Voces distintas escaparon de su jaula, una jauría de demonios, cuestionando, destruyendo, lanzando ideas nunca antes concebidas:

    ¡Renuncia! 

    ¡Lárgate!

    ¡Tu mamá nunca te quiso!

    ¡Deja de ser tan falso, pretendiendo ser luz y caballero que todo lo mira con buenos ojos! ¡PARA!

    Se sentó con brusquedad sobre la cama, abrazándose con firmeza, intentando contener su propia alma, rogándole que se aquietara, pero el fuego persistía, como si tuviera mente propia. Sus ojos se convirtieron en esferas desbordadas, inyectadas con una demencia que quería brotar de los traumas que jamás trató con ayuda ni pudo cerrar correctamente.

    Pero entonces... todo quedó en silencio. Y en aquella súbita quietud, la imagen de mamá, con esa sonrisa de amor genuino, emergió.

    Y Kyogan, de alguna manera, la figura del mago se mezcló con ella. 

    En un estado de fría contemplación, Shinryu se preguntó por qué se producía el refrigerio. Era como si un globo se hubiera inflado, inflado, haciéndose paso entre el esqueleto de su ser, hasta que reventó, dejando todo tambaleado, sí, pero sin esa carga insoportable.

   Pero ¿por qué la imagen de mamá aparecía entrelazada con la de Kyogan en este alivio? Era como si entrara en el corazón calmado de una tormenta y hallara el foco después de que el huracán al fin agotara su fuerza. Todo lo que había observado de Kyogan durante estos dos meses emergió en una marea de imágenes, como si imprimieran en él una película llena de mensajes: su frialdad con la que repelía a todos, su silencio inquietante, su habilidad para vivir en la soledad y la humanidad herida que se ocultaba bajo sus ojos encendidos de poder. 

    Shinryu analizaba desde todos los ángulos. Ante los ojos de todo el mundo, el grupo de Regan era cien veces más soportable que Kyogan, verdaderos ángeles. Sin embargo, Regan y los suyos eran sordos ante sus palabras, mientras Kyogan sí pudo escucharlas. Hasta el momento, había visto al mago maltratando a muchos alumnos, pero no necesitaba alimentarse de alguien débil para recién sentirse poderoso. Tampoco buscaba a los que no se podían defender, sino a los que podía subyugar, escogiéndolo bajo ciertos criterios, siempre y cuando hubiese algo en ellos que despertara en él una chispa de rabia y dolor.

    Kyogan no se nutría de la nobleza, más bien parecía criticarla. Y, pudiendo abusar de Shinryu plenamente, no lo hacía. 

    Kyogan era una persona complicada, pero tenía alma, aunque muy dañada. En cambio, Regan y los demás parecían tenerla atrofiada, desenvolviéndose en una inmadurez insoportable, sin siquiera demostrar estar heridos. Se lanzaban contra la inocencia para pulverizarla por un placer vacío y para sentirse competentes.

    ¿Qué debía hacer? Sentía algo más... un algo insinuándole un acercamiento al mago, una voz que no entendía la lógica, una voz que le hacía recordar que conoció a Kyogan por una razón.

    Unos días después y durante la noche, Regan le ordenó a Shinryu atender a su raksara en las granjas de Argus. A pesar de la repulsión que le causaba la tarea, Shinryu la cumplió sin objeciones. Para su suerte, Regan no comentó gran cosa, poco expresó y se marchó a lo suyo con un gesto de aburrimiento.

    Se marchó sin saber que unos insectos pequeños se adherían a su cuerpo y anidaban en él, grandes termitas armadas con pinzas.

    Hacía tiempo que Shinryu no tenía un día tan «normal». Pero justo cuando caminaba de regreso a los dormitorios, encontró a Kyogan esperándolo en la entrada del antejardín de los dormitorios, con los brazos cruzados. La mirada del mago era una alianza de majestuosidad y depredación, como la de un ave reina y nocturna, observando desde las copas de los árboles.

    Shinryu apretó los hombros, sintiéndose avergonzado al estar cubierto con barro y por oler a pasto seco y putrefacto. Se comparó con un raksa insignificante y repulsivo frente a un ser de gran magia. Sin embargo, Kyogan no demostró asco ni incomodidad.

    Shinryu guardó total silencio mientras avanzaba lentamente, sin saber qué más hacer.

    —Hay un par de cosas... que me gustaría hablar contigo —le aclaró Kyogan, sonando reflexivo.

    Shinryu se quedó atónito, sin poder creer que le estuviera dirigiendo la palabra.

    Los chicos se observaron un momento sin saber que insectos fantasmales rondaban por el jardín. Aunque, por alguna razón, no se acercaban a Kyogan, así el muchacho fuese un cruel innato y un siniestro del que no se dudaba. Los insectos conservaban más distancia de él que del mismo Shinryu, como si alrededor suyo hubiese un campo de dominio impenetrable.

    Los dos, tan ajenos a lo que sucedía en lo invisible, no se percataban de nada; solo pensaban en lo que tenían que hacer y superar.

    Todo prosiguió con normalidad tanto en ellos como en su entorno. Cada persona en Argus continuó con su vida sin tener la más remota idea sobre lo que hacían esos insectos y al engendro que estaban alimentando.

    —Sígueme —ordenó el mago antes de guiar a Shinryu hacia unas escaleras.  

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