Capítulo 37: El preludio del zein

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    Si Kyogan ya estaba inestable, se agravó cuando supo que su hermano había hablado con Esaú. No le molestaba el diálogo en sí, sino las excusas que tuvo que usar para persuadirlo con tal de que no interrumpiera la invocación. 

    Los ojos de Kyogan, ya cargados de reproche, ardían con una intensidad que parecía capaz de consumir un bosque entero. Cyan no entendía por qué, pero suponía que las magias etéreas, malditas magias, le estaban perturbando su forma de ver las cosas.

    —A ver, Kyogan, ¿qué te pasa? —comenzó, intentando apelar a su razón—. Tienes que entender que era la única manera de calmarlo. ¿Qué más querías que hicieras? Si no se enteraba de que tú y Shinryu tienen cierta relación, cierta cercanía, no pararía de pensar que querrías hacerle daño. Pero vamos, que tampoco le dije que sean amigos o algo así. Simplemente enfaticé sobre tu interés en su enfermedad.

    La palabra «amigos» flotó en el aire como una hoja afilada, cortando a través de los pensamientos de Kyogan. Por un momento, pareció contraerse lejos del presente. Al cabo de unos segundos de introspección, analizó a su hermano con una mirada donde titilaba un atisbo de comprensión.

    —Vale —murmuró finalmente.

    Cyan experimentó una nostalgia repentina que se removió entre sus entrañas, acompañada de un profundo cansancio. Buscando aliviar la tensión innecesaria que se había propagado, preguntó con mejor ánimo:

    —¿Entonces qué procede, Kyogan? 

    —Llevaré a Shinryu con Deus —informó con seriedad absoluta.

    —Está bien.

    —¿Qué harás tú? —preguntó, sintiéndose más humano con su hermano mayor.

    —Iré a alistar mis cosas, juntaré flechas y las puliré un poco. Dejaré todo listo para el zein.

    —Vale.

    Los hermanos se separaron, cada uno tomando un camino distinto. Cyan se dirigió a su cuarto mientras las llamas de la anticipación bailaban por encima de su pecho. La idea de enfrentar un zein ilícito volvía a sonar irreal en su cabeza, pero más allá de eso, le costaba dimensionar los cambios que pudiesen ser arrojados sobre sus vidas al término de la invocación.

    Con la meditación efectuada y las afinidades aumentadas, requisitos fundamentales para que Kyogan pudiese desenvolverse mejor en la batalla, Kyogan podría analizar todo a su alcance. 


    Kyogan rechinaba los dientes, ya que no encontraba a Shinryu en ningún lado, ni siquiera en su lugar favorito: la biblioteca, o en los corrales cuidando a su panyabi. Tuvo que pasearse por media escuela cuando al fin lo vio en el comedor, comiendo galletas con el hambre de tres o más días acumulados. Cuando Shinryu se dio cuenta de que estaba siendo observado, se atragantó.  

    Extrañamente, Kyogan no le dedicó las muecas de costumbres, solo lo esperó con seriedad.

    —Sígueme. 

    —¿Qué haremos, Kyogan? —preguntó Shinryu, caminando detrás de su compañero.

    —Conocerás a Deus.

    Shinryu se atragantó una segunda vez, enrojeciendo e incluso derramando unas lágrimas. Al recuperarse, agrandó los ojos como si se estuviesen preparando para ver un fenómeno mundial.

    «Deus», era un nombre que despertaba el temor entre los estudiantes, así como lo hacía Kyogan. Era su raksara y se decía que se relacionaban perfectamente en una sola descripción: 

    Demonios.

    En general, las granjas de Argus se extendían en un vasto tapiz viviente, atravesado por caminos serpenteantes. Campos de diversos cultivos ondulaban bajo la brisa, creando un mosaico de verdes, dorados y marrones que se fundía con el horizonte. Entre las hileras de plantas, criaturas pastaban o revoloteaban, como los zalfos de pelajes iridiscentes y cuernos espirales que ramoneaban en prados de hierba plateada.

   Pero más allá, en las profundidades más oscuras, se alzaba una sección que incluso el sol Aureón evitaba. Enormes puertas de metal negro se erguían como centinelas silenciosos, cubiertas con runas que parecían retorcerse bajo la mirada, indicando el manejo de un hechizo astral. 

    Aquí yacía el umbral hacia el dominio de las bestias más temidas de Argus, un reino donde solo los más poderosos o los más temerarios se atrevían a adentrarse. Shinryu sentía su llamada silenciosa que ni él podía acallar, una mezcla de horror y admiración que le aceleraba el pulso. Nunca había traspasado ese portal, ya que el riguroso calendario académico reservaba esta experiencia para el segundo periodo escolar.

    Después de un tenso avance, Kyogan alcanzó a dos guardias que parecían compatibles con su esencia, debido a las expresiones sanguinarias, salvo que en ellos brillaba una morbosidad extraña.

    —Necesitarás una buena excusa para que te dejemos meter a Shinryu aquí. —Le sonrió el primer guardia.

    —Deus se grabará su olor —explicó Kyogan.

    —¿Qué? —preguntaron los guardias, al unísono—. ¿En serio, Kyogan?

    Un guardia miró a Shinryu con una sonrisa picarona.

    —Sí que eres especial, ¿no, Shinryu?

    El chico sin maná, al no entender nada, prefirió quedarse mudo, aunque la interrogante era visible en él.

    —Hasta el asesino más insufrible necesita algo de luz en su vida, ¿no? —comentó el segundo guardia; luego se lamió los labios.

    —Cierra la maldita boca, imbécil. Lo que haga con mi raksara no le incumbe a ninguno —soltó Kyogan—. Necesito que se comporte con él, fin. ¿O qué, quieres que le arranque una pierna cada vez que se le acerque?

    —Va, pues, pero tendrás que firmar otro pacto de vida. Aunque nos contaron por ahí que ya has firmado varios, ¿no?

    Kyogan firmó el pacto con su moneda de eco-esencia, comprometiendo su propio pellejo por si le sucedía algo a Shinryu. Sufriría consecuencias irreversibles, consecuencias que ni Dyan podría solucionar.

    Los guardias, con movimientos precisos y solemnes, soplaron sus manás sobre las runas. Un patrón luminoso cobró vida, serpenteando por la superficie de las enormes puertas. Las cadenas resonaron estrepitosamente, avivando la atención de Shinryu.

    Al traspasar el umbral, el aire se impregnó de una energía opresiva. Las jaulas de los raksaras se alineaban en sombrías filas, con cadenas que colgaban de sus barrotes, crujiendo con cada suspiro del viento. Había algunos raksaras lanzando gruñidos guturales y miradas penetrantes desde sus ojos resplandecientes.

    Shinryu observaba con todo tipo de mezclas, cuando de pronto la tensión empezó a disminuir al darse cuenta de que muchas bestias no eran tan intimidantes. Concentró su atención en un raksara grácil y elegante cuya piel sedosa y oscura se fundía con las sombras. Al ver sus ojos pidiendo ayuda y cariño, se acercó unos pasos a él sin poder evitarlo.

    —¡No te acerques a nada! —Kyogan lo jaloneó de regreso. La criatura que había esperado a Shinryu separó sus labios, enseñando dos filas de colmillos brillosos.

    Shinryu pasó saliva y continuó caminando cerca de Kyogan.

    Finalmente hallaron una gran jaula al fondo. Shinryu alcanzó a ver a un majestuoso zorro que dormía enroscado, con su pelaje bañado en un intenso color rojo y enmarcado con líneas negras que se dibujaban desde su hocico hasta la punta de su cola esponjosa.

    Desconcierto, fue lo que le golpeó, pues la criatura no era necesariamente demoníaca. Sin embargo, cuando abrió sus ojos de un momento a otro, demostrando dos cristales carmesís que ardían con llamaradas de odio puro, cambió de opinión. 

    No obstante, al sentir el aroma de Kyogan, el zorro colocó de pie con un brinco y empezó a dar saltos de emoción y a reír en un tono agudo y chispeante, mesclando la travesura y la alegría en una expresión vocal única, y aullando con un sonido característico.

    —Deja el bullicio —ordenó Kyogan—. ¡Cálmate, te dicen!

    Deus continuaba brincando sin parar, como si viese la felicidad encarnada delante de él. Su entusiasmo aumentó al darse cuenta de que Kyogan lo liberaría.

    —¡Si no dejas de chillar te dejaré dos días sin comer!

    Saltó encima del mago apenas la jaula hubo sido abierta. Si no fuera por la fuerza monstruosa de Kyogan, hubiese caído de espaldas ante ese proyectil de amor. Aun así, tuvo problemas para mantenerse en pie mientras Deus se revoloteaba encima de él y le lamía el rostro con frenesí.

    Una revolución brillaba en el corazón de Shinryu al ver esa escena.

    —¡Maldita sea! —gruñía el mago—. ¡Cálmate, mierda! 

    Enterró los dedos en la mollera del zorro para obligarlo a tomar asiento. La criatura adoptó una postura educada pero expectante, que mantuvo hasta que notó a Shinryu, lo que lo llevó a ser un demonio una vez más.

    —¡Quieto! —gritó Kyogan, y Deus se detuvo en seco hacia su avance al chico sin maná, aunque sin cambiar su mirada.

    —Te grabarás su olor, ¿entendido?

    Deus alzó la mirada sin entender. Entonces Kyogan empezó a susurrar un hechizo no mágico, el cual activó el maná de color burdeos del zorro con un movimiento de muñeca.

    Setum... viera agni mai raksara, sigano, diverio, uele, nafara dieste luo enor...

    Contadas veces Shinryu había escuchado a Kyogan usar el idioma de la magia. Su voz se hacía más magnética y profunda. Por fortuna, entendía perfectamente lo que dijo:

    Mira a través de mi alma, raksara, sígueme, escucha, percibe, abre tu corazón una vez más...

    Al fin entendía la pregunta del guardia, pues acorde al hechizo y según lo que había estudiado sobre las vinculaciones en las clases de Midna, Deus estaba aceptando a Shinryu como un miembro de su familia. No era algo que se ofreciera con ninguna ligereza; era un tesoro invaluable.

    Fue asombroso cuando Deus se acercó a Shinryu con confianza, dándole suaves empujones con el hocico, buscando una caricia.

    Kyogan se quedó anonadado.

    Impulsado por la insistencia de Deus y la aparente aprobación del mago, Shinryu acarició su cabeza, experimentando una de las sensaciones más impactantes que había vivido, una explosión de contrastes. El pelaje del zorro era una exquisita nube de terciopelo.

    —Kyogan, ehm..., ¿puedo preguntarte por qué hiciste esto? —preguntó después de que Deus se acostumbrara a él.

    —Porque Deus me ayudará a montar guardia antes del zein —respondió a secas—. En el valle yo estaré meditando. No puedo andar protegiendo el pellejo de nadie.

    —Comprendo.

    Cuando Kyogan empujó a Deus de regreso a la jaula, Shinryu se atrevió a preguntar con el anhelo de renovar alguna charla con Kyogan:

    —¿Qué nivel tiene el maná de Deus?

    —Cincuenta y ocho.

    Dejó de respirar por un instante como si le hubieran dado un golpe en la boca del vientre.

    —¡¿En serio?!

    —¿Qué esperabas? No pienso tener un raksara débil de compañero.

    Después de procesar la corriente eléctrica de sorpresa, Shinryu se calmó un poco, pues había entendido que el nivel de Deus era alto porque alumno y raksara formaban un lazo. En pocas palabras, Kyogan le había estado impartiendo lentamente su poder.

    —¡Es impresionan...!

    Se silenció cuando Kyogan hubo cerrado la jaula con un portazo, para luego encaminarse hacia la salida. El aire cortante a su alrededor impidió decir cualquier cosa.

    —Kyogan, ¿irás a la ceremo...? —preguntó cerca de la salida, pero entonces Kyogan se marchó.

    Con su presencia apagada, Kyogan se encaminó entre las sombras que brindaba cada rincón del palacio hasta dar con los aposentos de Esaú. Dentro del cuarto se vio rodeado de pósteres de cantantes famosos, chicas y chicos semidesnudos, estos últimos posando con cuerpos musculosos. Kyogan quería alcanzar un amuleto que estaba atrapado dentro de una cápsula translúcida, el cual era una gema rojiza con dos corazones fundidos, siendo traspasados por una espada. Con un guante removió la cápsula para cambiar la dirección con la que apuntaba la punta de la espada.

    Llevando a cabo esta tarea tan extraña, se aseguraba de que Esaú saldría arrancado de Argus, convencido de que una persona lo estaba necesitando. Así no molestaría.

    Poco después, Kyogan se preparó para la ceremonia, vistiendo un traje negro que realzaba su imponente figura y añadía un toque enigmático a su presencia. Debajo de la chaqueta, optó por una camiseta blanca que aportaba un contraste luminoso. Lo hizo para disimular su desobediencia, ya que sabía que debería ir vestido con el uniforme escolar.

    El salón de eventos y bailes estaba transformado y rebosante de personas. El techo se erguía majestuoso, mientras las luces caían en cascadas de colores. Las paredes estaban decoradas con intrincados relieves que narraban la historia y mitología de los dioses, como si las estrellas encontraran orden en una galaxia pintada a mano. Las columnas exhibían ricos símbolos sagrados y geométricos, recordando que los dioses habían creado la esencia de la vida a través de un lenguaje matemático.

    Los sacerdotes de la parroquia de Argus se encontraban en el escenario, acompañados por los coros. Pronto, un sacerdote comenzó a compartir las intenciones de la ceremonia. Como en otras ocasiones, se centró en recordar lo que los tres dioses divinos habían otorgado a la humanidad. El amor era uno de los principales valores, a menudo olvidado bajo la sombra del odio, la violencia, la lujuria y desobediencia.

     Kyogan entrecerraba los ojos, consciente de que todos los encargados de Argus estaban ocultando muchas cosas aún y la ceremonia no era más que otra carátula de sus verdaderas intenciones.

    —¡¿Tú no te puedes vestir decentemente así sea una vez?! —Dyan se acercó al verlo con ropas no claras.

    Al parecer, Kyogan le respondió con una grosería, ya que Dyan le jaló la oreja y le dio un palmazo en la cabeza. Ambos discutieron un rato. El menor se defendía diciendo que no ocuparía el horrible uniforme y que Zimmer había dicho que se podía usar ropa formal. Como siempre, no se veía dispuesto a usar la vestidura de la escuela, porque era demasiado celestial con sus tonos blancos, dorados y celestes. 

    Fue obligado de todos modos a usar la parte superior. Con rostro de querer asesinar a todos, soportó el evento mientras Dyan sonreía feliz por su incomodidad. 

    Las melodías emanadas por el coro provocaban un fuerte contrastaste, pues eran agradables, un flujo de sonidos mágicos que envolvían la mente con serenidad y dulzura. Kyogan no aguantó más y se retiró a un balcón que daba a una vista espectacular al Valle.

    Allí se retiró el uniforme, quedando solo con la polera blanca y unos pantalones negros. Permaneció horas aislado, dejándose acariciar por la brisa que provenía de la vegetación circundante. Shinryu lo observó un par de veces, notando en Kyogan una tristeza serena, como si aceptara que las tragedias eran parte de su existencia.

    Decidió acercarse cuando percibió una aceptación en el aire, Kyogan lo miró como si fuera un chico que traía problemas acostumbrados.

    —Kyogan.

    —¿Qué?

    —¿Te puedo preguntar algo?

    Kyogan suspiró con algo de paciencia.

    —Siempre que quieres preguntar algo, preguntas si primero puedes, solo hazlo y ya.

    —Disculpa si suena entrometido de mi parte, Kyogan, es algo que te quería preguntar hace mucho. Tú eres un ardana, ¿cierto?

    El mago levantó el rostro:

    —¿No es obvio?

    Después volvió su mirada a las estrellas entrelazadas en el abismo. Sentía que, en ese lugar donde adoraban a los dioses, todas las percepciones oscuras se disipaban. En ese momento, anheló perderse en otro tiempo.

    Entretanto, Shinryu miraba detenidamente. Desde el primer instante en que había cruzado su mirada con Kyogan intuyó que pertenecía a una raza distinta. Los ardanas exhibían una paleta de colores muy amplia en sus ojos, tonalidades tan intensas como los suspiros del crepúsculo. Sus cabellos, a menudo de dos o hasta de tres matices, desprendían un fulgor que desafiaba la norma natural. Por último, en algún rincón de sus cuerpos revelaban el patrón único de sus manás, un tatuaje. Los ardanas también se caracterizaban por su agilidad excepcional y una conexión más profunda con sus espíritus, lo que les confería el don de programar hechizos con una facilidad increíble.

    Pero lo que resultaba inusual para Shinryu era recordar que los ardanas se consideraban una raza casi divina, restringida y reservada. Y residían en una isla que el imperio codiciaba desde tiempos inmemorables. 

    Soltó un suspiro cargado, pues al confirmar que Kyogan era un ardana se revelaba algo impresionante: Cyan y Kyogan no eran hermanos de sangre, ya que Cyan no era un ardana. A pesar de ello, se trataban como a una familia más que genuina.

    —Oh..., es increíble, Kyogan, o sea, los ardanas son una raza... muy exclusiva, es que pueden forjar hechizos muy rápidos. ¡Ahora entiendo un poco cómo...!

    Kyogan fijó en él una mirada con un matiz amargo.

    —Vamos, ñoño, es hora de ir a ver... a ese zein.

    El corazón de Shinryu pareció arrancar de en un solo tajo.

    —Kyogan, ¿te podría contar algo antes?

    —Bah, ahí me dices.

    Se dirigieron en un salón abandonado que había sido un taller de armas. Las grietas y la pintura desvaída daban testimonio de un largo período sin uso. Kyogan se empezó a vestir con una armadura que permitía su agilidad, ajustada y excepcionalmente endurecida, una segunda piel de cuero negro. Las incontables dagas también empezaron a llenar todas sus fundas.

    —...Sí, meditación, pues —explicó Kyogan con un tono neutral y distante, como si hubiera reservado una parte de sí mismo para responder preguntas y mantuviera otra aislada para evitar sentir.

    Shinryu creía que Kyogan solo estaba más calmado, así que insistió en tejer una charla más fluida.

    —¿La meditación es un estado donde canalizas una comunicación con todas las magias? Utilizas la percepción para formar un conducto y con un hechizo astral llevas tu mente a una parte fuera de este mundo. Al estar un rato allí, en los aposentos de las magias, ¿tus afinidades quedan aumentadas por unas horas?

    —Ajá —respondió Kyogan, cediendo ante Shinryu, ante su forma de buscar conversación y confirmaciones de sus conocimientos.

    —Pero solo se puede realizar una meditación cada cierto tiempo, ¿no?, como si fuese una visita que las magias solo permiten de vez en cuando, hasta donde alcance tu confianza con ellas, luego te expulsan y no te dejan regresar hasta que pasen unos meses —continuó Shinryu.

    Kyogan lo escudriñó de reojo. Shinryu tenía la respiración alborotada, oscilando entre el pánico, la emoción y la esperanza.

    —Cuando termine de examinarte regresarás con Cyan a la escuela. Estarás con él a todo momento, ¿entendido? No la cagues alejándote de él —advirtió Kyogan.

    —Claro que no, Kyogan, ¡me mantendré a su lado siempre!

    —Después de que Cyan te deje en Argus, él regresará conmigo e iremos por el zein.

    —Que-quería decirte algo.

    —Habla rápido.

    —Primero que nada, déjame mostrarte esto. —Con una sonrisa de niño expectante, como si estuviera por mostrar su obra maestra, Shinryu extendió su espada ante los ojos de Kyogan, señalando el mango, donde había una gema incrustada, redonda, el ojo de una cámara.

    —Este es un zenith muy pequeño —explicó.

    —¿Cómo así que un Zenith?

    Shinryu le contó la historia de su espada. Kyogan mantuvo una expresión fija en el mango, hasta que removió la espada para acomodarla y analizar el lector. Al fin regresaba algo de vida a su semblante.

    —¿Es en serio?

    Shinryu afirmó con una sonrisa expectante.

    —Esta porquería puede ser bastante... útil —expresó el mago.

    —Espero que sí, Kyogan, ¡en serio que sí!

    Kyogan se entretuvo un rato contemplando el aparato. Al apuntar el visor hacia sí mismo, el zenith hizo un clic interno, leyendo su maná, hasta que dibujó su nivel arriba de la misma esfera: «69»

    —¿Y cómo se te rompió? ¿Se te cayó o qué, o usaste la espada sin que me diera cuenta? —preguntó con una pequeña sonrisa socarrona.

    Shinryu hizo lo posible para no contarle que había sido él quien realmente había roto el zenith; intentó asegurar que había sido un accidente. Kyogan supuso que estaba mintiendo, de todos modos, no dijo nada.

    —Te la puedo prestar, Kyogan, ¡no hay ningún problema! —dijo Shinryu, rompiendo el silencio que había brotado.

    El mago alzó una ceja. «¿Prestar?»

    —Se la pasarás a mi hermano —ordenó.

    —Lo segundo, Kyogan. —Shinryu inspiró profundo para recopilar fuerza—. Me gustaría presenciar tu batalla contra el zein.

    Ante el rostro pasmado del mago, como si le hubiesen arrancado un pedazo de mente, Shinryu aclaró que quería ver la batalla desde muy, muy lejos y con Cyan a su lado. 

    —Dices que el zein será invocado cerca de las montañas, ¿no? —continuó—. ¿No sería posible que Cyan y yo observemos desde ahí? 

    Insistió tanto, con todos los argumentos que halló, que empezó a saturar al mago, a jalar de regreso esa alma tóxica y llena de defectos. Hubo un momento en el que Kyogan se acercó y lo tomó por el cuello, perdiendo el control.

    —¿Crees que te andaré protegiendo el pellejo otra vez? ¡¿Crees que me volví tu maldito protector?! ¡¿Crees que me volví tu asqueroso amigo, acaso?! ¡¿Crees que ahora importas?! —rugió, lanzando su voz como un huracán desatado e hiriente—. ¡Para que sepas solo te cuidé el maldito pellejo porque Trinity me lo impuso, porque no quería verte más lloriqueando en los pasillos como el príncipe delicado que eres, porque puso en juego mi título de kyansara! ¡Y sabes que es lo único que me importa de esta repugnante escuela! ¡No te pienso cuidar otra vez! ¡Así que no, no observarás nada!

    Shinryu tembló contra una pared, protegiéndose con los brazos. Las palabras de Kyogan habían sido puñales que le cortaron el alma.

    —No, Kyogan, yo no pienso eso, no —musitó—. Cálmate, por favor. Y disculpa, no insistiré más.

    Kyogan lo soltó con un rostro anonadado, con una voz cuestionando el porqué había actuado de esa forma. Shinryu no había hecho nada malo. ¿Para qué atacarlo? Más había otra voz insistiéndole en hacerle muchísimo daño.

    Chasqueó la lengua y le ordenó avanzar hacia el valle para encontrarse con Cyan y finalmente dirigirse hacia la invocación del zein. 

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