Capítulo 38: Caído de los cielos

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    Cyan y Kyogan discutían por un... ¿relicario?

    Kyogan había encontrado el lugar indicado para meditar: un claro abrazado por la vegetación exuberante, acompañado por una cascada de agua diamantina que susurraba una serenata relajante al caer. Las ramas de los árboles alrededor dibujaban un refugio ideal, un dosel que tamizaba las luces lunares. El aura magenta de Magnus y el fulgor dorado de Cosmos tejían un poema estelar sobre el espacio.

    Sentado a un margen del claro, Kyogan se aferraba a un relicario mientras se defendía de los reclamos de Cyan.

    —¿Quién carajos te entiende? ¡No te gusta que sea demasiado precavido, pero te enojas cuando no soy lo suficiente! —argumentó el mago.

    —¡Pero esto ya es extremo, no necesitas algo así! ¡Y el otro problema es cómo lo obtuviste! —atacó Cyan, con rostro colérico.

    —¡Ya, baja la voz! —exigió, también con el semblante acalorado.

    —Lo robaste, Kyogan —murmuró cerca de él, haciendo todo lo posible para controlarse, aunque su impotencia y rabia seguían haciéndose sentir en cada sílaba que brotaba de sus tensos labios.

    —¿Robar algo que siempre ha sido mío? ¿Cuál es tu maldita lógica en eso? 

    —Ah, no me vengas con tus jugarretas ahora. ¡Me lo pasas ya mismo! —demandó con una mano extendida—. ¡No voy a permitir que pongas en práctica algo tan peligroso! ¿O te olvidas cuánto daño te hizo eso...?

    Continuaron discutiendo por un rato más, hasta que Kyogan liberó un torrente de hartazgo sin igual, exigiéndole a Cyan que se callara de una maldita vez, amenazándolo con unos ojos demoníacos que olvidaban el significado de familia. La potencia del grito dejó a Cyan nulo por un segundo.

    —¿A ti qué es lo que te pasa ahora? —evaluó, sin obtener respuestas, entonces se acercó a su hermano para hablarle con una voz más prudente, aunque arrasadoramente seria—. Tú andas más alterado de lo normal. ¿Crees que así vas a poder meditar y llevar a cabo todo esto?

    Ante el silencio de Kyogan, se retiró más colapsado que preocupado, caminando de allá hacia acá mientras se masajeaba el rostro y maldecía la vida, y el hecho de tener a un hermano que ni Loíza podría soportar.

    Shinryu, por su parte, entendía tan poco como de costumbre. Con los ojos centrados en alguna parte del entorno para no mostrarse demasiado entrometido, intentaba recordar alguna clase que hablara sobre «relicarios peligrosos», pero no hallaba nada en los registros de su mente. 

    —Vas a crear algo para que podamos descansar mientras meditas, ¡¿o no?! —preguntó Cyan, con impaciencia.

    Llevando su maná a un estado expansivo y dinámico, Kyogan volteó para conjurar unas palabras mágicas con tal de que algunas hojas de gran amplitud nacieran alrededor de Cyan, entrelazándose hasta formar una tienda.

    Shinryu miraba con un destello de fascinación y anhelo ante el hechizo, pero se preocupó al ver el rostro de Kyogan cerca de otro clímax de rabia irracional, y a Cyan, que había quedado encerrado dentro de la tienda porque el mago así lo quiso. Cyan tuvo que crear una puerta con una patada después de decirle a su hermano que era un... ¡inmaduro, insufrible!

    En cierta forma, Shinryu se sentía un poco... culpable. Creía que la ira incrementada de Kyogan se debía a la charla que tuvieron antes de venir aquí. 

     Cyan, después de varios ejercicios de respiración, le demandó a Kyogan:

    —Crea algo para que podamos sentarnos adentro, algo blando.

    Kyogan conjuró un segundo hechizo creativo, con el que invocó unas flores que evocaban mantos de pelusas algodonadas. Al finalizar, se distanció rápidamente al costado del claro, donde tomó asiento, dando la espalda.

    —Entra, Shinryu —solicitó Cyan con un suspiro, mostrándose algo avergonzado, pues Shinryu había presenciado muchas discusiones a estas alturas.

    Pese a todo lo que sucedía, Shinryu admiró la obra creativa de Kyogan al entrar a esa carpa y sentir esas pelusas tan agradables al tacto. Sentarse sobre ellas fue como dejarse cobijar por el regazo de un raksara rechoncho.

    Cyan se acostó de espaldas, con un brazo por encima de sus ojos. Se notaba que no hallaba qué hacer; solo tenía claro que debía esforzarse para seguir actuando como un equilibrista, así no fuera nada fácil.

    —No nos permitieron traer a Deus para que nos cuide, Shinryu, así que atento, por favor, porque solo yo estaré de guardia.

    —Está bien, Cyan —obedeció, con el cuerpo algo rígido.

    —Si quieres descansa —ofreció.

    —¿Descansar?

    —Sí, porque la meditación tarda horas. O puedes aprovechar para estudiar. —Cyan se percató de que Shinryu no había traído nada consigo más que su armadura de pobre calidad y la espada de dos manos—. Mala mía, debimos haber traído algunas cosas para distraernos, o algo para comer, incluso.

    —No pasa nada —Shinryu respondió con el corazón aliviado a causa de la amabilidad del chico. 

    Cyan se acomodó para hablar y poner énfasis en lo mucho que estaba de acuerdo con que Shinryu no presenciara la batalla de Kyogan. Sí, había sobrevivido al hada de forma admirable, pero en esta ocasión era muy distinto, sin alumnos o profesores que le cuidaran la espalda.

    Shinryu mantuvo una pena oculta bajo su semblante educado y comprensivo.

    —Déjame ver tu espada, Shinryu.

    —Claro.

    Al igual que Kyogan, Cyan se hallaba muy sorprendido por el zenith versión pequeña que guardaba la espada de Shinryu en su mango. Lo puso a prueba, enfocándolo en él para verificar su nivel. El visor no tardó en marcar el número: «49».

    Los chicos continuaron hablando sobre diversos asuntos. Cyan también mencionó lo que Shinryu había vivido recientemente con el hada, alagándolo por su esfuerzo, aunque con una seriedad difícil de leer, es decir, sus palabras eran regalos exóticos, pero su rostro férreo, amalgamado por encima de sus resistencias personales, generaba cierta desazón.

    —¿Puedo preguntarte algo, Cyan?

    —Dime —contestó más neutral, esforzándose para anular su parte tosca.

    —¿Por qué un relicario... puede ser peligroso?

    Cyan se notó inmediatamente tenso e incómodo.

    —Disculpa, si es privado no tienes por qué responderme —se adelantó Shinryu.

    —Descuida —dijo con dolor—. Es solo que... es algo complicado y prefería no hablar de eso.

    —Comprendo.

    Guardaron silencio mientras la noche se hacía cada vez más profunda y tenebrosa. Cyan miraba a Shinryu de vez en cuando, analizando un sinfín de aspectos, reflexionando en varios.

    —Hay varias cosas que me gustaría decirte, Shinryu, pero primero hay que ver cómo se dan las cosas, ¿de acuerdo?

    —Cl-claro que sí, Cyan.

    El tiempo avanzaba con una lentitud que estaba desesperando a Kyogan, quien se movía de allá hacia acá, tratando de conectar con las magias, una tarea muy difícil gracias al estado de su mente.

    Shinryu había empezado a dormitar de rodillas sobre las flores peludas, succionado por el sueño. No supo cuánto tiempo pasó así, cuando de pronto abrió los ojos y notó algo que le dejó otra marca en el corazón: Cyan estaba sentado frente a Kyogan y, demostrando su lucha por ser sensato y la voz madura, le ofrecía disculpas por la discusión.

    —Sabes que estoy aquí, ¿no? Siempre lo estoy, o lo intento —le susurró con una mano sobre su hombro, llevando en sus palabras una promesa que brindaba alivio y que nunca sería rota—. Y no es que quiera joderte, solo me preocupa lo que haces... Al menos prométeme que no harás algo tonto.

    Kyogan agachó la cabeza, con su respiración fluyendo en una cadencia temblorosa y torturada, como si su fuerza bestial al fin demostrara su agotamiento y el deseo de reposar sobre una manta.

    —Vale... —contestó con una voz ronca pero más sosegada.

    Shinryu cerró los ojos y cobró unos centímetros de distancia. Sus facciones se arrugaron un poco, reflejo de un corazón conmocionado. Respiró profundo para después tomar asiento cerca de la puerta. Allí pasó largos minutos, quizás horas, hasta que se quedó dormido sin querer.

    Por su parte, Kyogan guardaba silencio absoluto mientras observaba el relicario entre sus manos, como si fuese un tesoro perdido, un pedazo de su alma, una reliquia cargada de historias. 

    «¿Cuánto más tendré que estudiarte para entender por qué eres un contenedor de maná? Según la magia, un objeto se transforma en contenedor cuando es invadido hasta su último átomo. ¿En qué momento... te invadí?»

    Luego de unos minutos, Kyogan al fin entró en estado de meditación, deslizándose así hacia un trance que lo arrebataba del mundo tangible, arrastrándolo hacia las profundidades del silencio y al sublime campo del espíritu. Era como si viajara hacia el corazón mismo del mundo mágico, un reino sin coordenadas localizado en algún punto del universo.

    Su consciencia empezó a danzar entre dos constelaciones de poder absoluto, un reino elemental donde los colores chispeaban en una explosión arcoíris, y otro, más enigmático, donde la luz y la sombra se combinaban en un ballet de misterio y profundidad infinita. Allí se despojaba de las trivialidades de los sentidos terrenales y dialogaba con entidades que realmente comprendían su esencia, y sin palabras. Su cuerpo físico, en la tierra, aumentaba su capacidad sensorial, capaz de reconocer hasta la menor caricia del viento, el agua circulando a través de las plantas, la solidez de la tierra, la energía vibrante de la oscuridad, la calidez de las luces lunares.

    Aun con los ojos cerrados, veía la silueta de Cyan recostada sobre las plantas, cayendo ante el sueño, y a Shinryu sentado de rodillas en la entrada a la carpa. Podía percibir la silenciosa presencia del chico ante las magias elementales, pero no su inmunidad ante ellas. La oscuridad y la luz, por su lado, seguían rehuyendo de él por alguna razón. 

    El enigma de la condición de Shinryu volvió a inquietar a Kyogan, situación que estuvo a punto de romper su concentración y el estado de meditación, pero se aferró a él.

    A medida que pasaba más tiempo, comenzó a entablar comunicación con magias que ni siquiera controlaba, como ethalia, madre de los metales, y ethram, la esencia de la piedra. Sin embargo, aún se le escapaba la magia más esquiva y enigmática de todas: exodus, la reina de todas las magias elementales.

    Intentó observar el alma de Shinryu una vez más, pero la barrera que hacía invisible al chico se mantenía intacta. Insistió tanto, que la ansiedad se hizo una enemiga insostenible. Finalmente se vio obligado a resignarse por completo, a vivir con la idea de que por ahora jamás entendería a Shinryu, o de otra manera dañaría la meditación y todos los planes con el zein.

    Pero fue justo ahí que, curiosamente, justo cuando se hubo entregado a la rendición, que algo se desactivó dentro de Shinryu, permitiendo que las magias viajaran a él y revelaran todo.

    Kyogan empezó a adentrarse a su alma... ¡porque la tenía, Shinryu tenía alma! Las magias le mostraron una visión inmediata que representaba lo que había dentro de ella: un niño angustiándose ante desafíos inmensurables, ante una montaña de imágenes que representaban miles de problemas y obstáculos. Shinryu escalaba una y otra vez a pesar de todos los tropiezos y heridas que acumulaba en el camino. Finalmente alcanzaba la mitad de la montaña, donde saltaba con alegría, aunque sintiéndose sin energía para subir más e inseguro y lleno de preguntas sobre el futuro.

    La visión se borró y fue remplazada por otra.

    Un congelamiento se apoderó del corazón de Kyogan, esparciéndose a cada fragmento de su cuerpo y espíritu cuando las magias le mostraron a Shinryu junto a una mujer alta y de sonrisa maternal. La mujer lo tomaba de las manos para hacerlo girar una y otra vez mientras él, siendo casi un bebé, no paraba de reír. Luego, ella lo cargaba encima de su hombro y lo dirigía a las profundidades de un bosque. Al parecer, le explicaba de qué trataba todo, las plantas, los raksas, el mundo...

    Kyogan empezó a encorvarse aún más dentro de sí mismo cuando vio a la mujer creando una ilusión de magias etéreas delante de Shinryu, donde se dibujaban estrellas y planetas, como si estuviera realizando una clase dinámica ante él.

    Otra visión se presentó, esta vez de manera súbita y salvaje: Shinryu gritaba dentro de un cuarto conformado por paredes gruesas, y se acorralaba en un rincón, mientras un hombre se acercaba de manera intimidante.

    El cuarto desapareció y los ojos espirituales de Kyogan fueron inundadas por otra imagen, donde una sombra aparecía, observando a Shinryu con aborrecimiento. Era la magia de la oscuridad que quería despedazarlo, pero prefería huir de él como si fuese un ser repudiable y contaminado, lleno de un hedor.

    Y esta no fue la última visión que tuvo Kyogan. Las magias le estaban respondiendo todas sus preguntas de un solo golpe. La última imagen consistió en una luz parpadeante que miraba a Shinryu con agrado, aunque cobrando cada vez mayor distancia, como si el hedor que emanaba también la afectara a ella.

    Al salir de este trance, Kyogan hizo sonar su garganta en un chillido explosivo, como si hubiese sido sacudido por las olas del mar y al fin pudiera aspirar una bocanada de aire. Se puso de pie con las manos en la garganta, que se le cerraba, causando que su respiración se transformara en un silbido casi agónico.

    Cyan despertó y se acercó con presura, aunque aturdido por la somnolencia.

    —¡¿Kyogan?! —Le puso la mano en la espalda—. ¿Qué te pasa?

    Su hermano menor no paraba de emitir un sonido horrible con su garganta. Era una crisis asmática que se desataba en los peores momentos. Shinryu también despertó de golpe.

    —No tenías que esforzarte tanto, ¡Kyogan, vamos, por favor! —decía Cyan.

    Kyogan lo apartaba con un manotazo, pero él insistía en averiguar qué le sucedía, hasta que empezó a perder oxígeno y a marearse, lo que lo llevó a sentarse de rodillas, en blanco.

    Silencio.

    Allí se quedó el mago, congelado y blanco de rostro. Ahora respiraba, pero no podía moverse, como si hubiera perdido el sentido de la vida, como si el timón que solía guiarlo por los valles oscuros de la desconfianza se hubiese hecho pedazos sin alcanzar a proteger un solo fragmento. Su alma era una mina de piedras trituradas.

    ¿Acababa de ver... a la madre de Shinryu en visiones? Las magias, con sus respuestas, le habían herido los monstruos de la desconfianza de un plumazo al comprobarle de una vez por todas que todo lo que había prometido Shinryu era cierto.

    Nunca mintió.

    Sí era hijo de una maga.

    Siempre fue genuino.

    Con la cabeza abombada, no podía pensar con claridad. Algo se retorcía en sus entrañas: la sangre de sus demonios esparciéndose en una danza caótica.

    No recordaba cuándo fue la última vez que se había sentido tan reventado. Necesitó tiempo para volver a la compostura. Le exigió a Cyan que lo dejara en paz, asegurándole que necesitaba equilibrar la meditación. 

    Cuando recuperó las fuerzas mínimas, miró a Shinryu y de inmediato fue golpeado por otra ola de sentimientos y dolores que sacudió la neblina de sangre y remordimientos. Faltaba poco para que iniciara la invocación del zein, pero Kyogan seguía sin recuperarse. Se movió solo cuando el tiempo se hizo extremadamente justo.

    —Vamos al zein —anunció con voz rasposa, notándose ojeroso y demasiado enfermo.

    —¿Qué? Kyogan, por favor, de una vez por todas, dime qué carajos te pasa —dijo Cyan, sumido en aflicción.

    Kyogan recogió unas dagas que había dejado previamente en el suelo, y empezó a caminar en dirección a las montañas del valle.

    —Basta, Kyogan —demandó—. ¡O me dices qué está pasando o todo esto se cancela!

    Cyan se quedó a la espera de una respuesta, creyendo que Kyogan le refutaría con una actitud más propia de su personalidad, sin embargo, se extrañó al verlo contemplando a Shinryu con los ojos cristalizados, casi fracturados, como si hubieran caído mil bombas sobre su trono interno.

    —Quieres ver la pelea del zein, ¿no? —preguntó—. Vendrás.

    Shinryu estaba anonadado, no solo por las palabras del mago, sino porque por primera vez lo había escuchado con una voz cargada de melancolía. 

    —¿Kyogan?

    —¿Quieres o no? —insistió el mago.

    —Sí, o sea... claro que sí.

    «Supongo.»

    —Vamos.

    —Kyogan... —murmuró Cyan con los ojos agrandados, preso del horror y la sorpresa, pues empezaba a suponer lo que sucedía—. No le avisamos a Vincent que Shinryu se quedaría toda la noche con nosotros.

    —Da lo mismo. Está drogado. —Escupió a un lado.

    —¿Qué?

    —Lo he estado drogando todas las noches, poco a poco, para que pase más desapercibido. Y es droga de doble efecto, le permite dormir muy profundo, pero cuando se despierta le da un golpe de energía.

    En circunstancias normales, Cyan hubiera regañado a su hermano, pero esta vez quedó admirado por sus planificaciones tan bien calculadas.

    Avanzaron en una atmósfera inestable, rota y llena de mensajes silenciosos, con Kyogan por delante. 

    Cyan caminaba cerca de Shinryu, sintiendo que las murallas que quedaban entre ambos eran ahora cuestionables. Sentía miedo al darse cuenta de que, tal vez, tenía que empezar a confiar de forma plena y menos actuada, pues era evidente que Kyogan había confirmado su pasado.

    Después de una hora, alcanzaron las bases de dos montañas en cuyo entremedio se extendía una enorme pradera donde sería invocado el zein. Kyogan se giró hacia los chicos para dar las últimas indicaciones. Antes, Cyan lo apartó para preguntarle:

    —Viste su alma, ¿no? —le susurró. Kyogan desvió una mirada reticente, tan adolorida que no soportaba un toque más. Estaba hundido en una reflexión abismal, cada paso a la recuperación le costaba años de vida—. Solo dime esto, Kyogan... ¿viste lo que tanto queríamos confirmar?, ¿viste todo de Shinryu?

    Kyogan asintió después de unos segundos, confirmando el estruendo emocional que latía en el interior de Cyan, quien se llevó una mano a la boca.

    —Después hablamos, ¿sí? —pidió su hermano menor, rogando un plazo antes de enfrentar todo esto. Ahora debía centrarse en algo incluso más importante.

    Cyan asintió. Al hacerlo, Kyogan le entregó una rosa negra que había guardado en un pequeño bolso de su pantalón.

    —Rómpela por si sucede cualquier cosa, por si necesitas ayuda o algo —indicó, mientras miraba al suelo—. Tiene un poco de mi esencia, maná y magia etérea. Si la rompes lo sabré de inmediato.

    Un cariño se extendió por el corazón de Cyan, llevándolo a apreciar las actitudes precavidas de su hermano.

    Cyan miró a Shinryu con demasiados sentimientos atorados en el pecho. Finalmente, escaló con él la montaña derecha para buscar un lugar alto donde pudieran observar lo que sucedería. Se ubicaron en una zona aplanada, rodeada por unas cuantas rocas que creaban protección.

    Kyogan avanzaba entremedio de las montañas, fundiéndose en el follaje, adentrándose a la pradera, mientras percibía una locura en el ambiente, demasiadas cosas sucediendo, aunque nada se comparaba con el hervor que burbujeaba de la médula de su ser.

    Los sinhas, los pequeños zorros que tenían tres ojos como gemas en su frente, se revolvían a unos metros más adelante. El líder de la manada gemía, pidiendo auxilio, mientras colgaba de la cresta de un palo de madera que habían instalado los mercenarios horas atrás. Tenía un collar electrónico alrededor de su cuello. Los mercenarios, desde la distancia, lo asesinarían a través de un interruptor que apretaría el collar para que su muerte asfixiante causara el dolor de la manada y la consiguiente invocación.

    Kyogan se detenía cuando lo necesitaba, con su atención siendo jalada en múltiples direcciones. Los latidos en su pecho eran desenfrenados, aun así, una parte de él estaba adormecida.

    De un momento a otro notó que su pecho crujía y que tenía los ojos afiebrados. ¿Qué sucedía? ¿Tan mal lo habían dejado las revelaciones? Se preguntó, sonriendo con ironía.

    «Shinryu es afín a la luz», concluyó al recordar una de las visiones que tuvo. La luz que había mirado a Shinryu con agrado lo demostraba.

    «¿Así que eres afín a la luz y yo a la oscuridad?» Quería protestarle a esa porquería que llamaban «destino», por sus jugarretas extrañas, por colocar en su camino a tantas personas opuestas a él.

    «Por ahora basta», se ordenó con toda decisión, necesitando concentrarse.

    Se adentró aún más en el follaje, observando en el centro de la pradera, el palo de madera que se alzaba con el líder de la manada. El sinha chillaba, pateando mientras los demás zorros embestían el palo o intentaban escalarlo en un intento desesperado de rescate.

    Kyogan se extrañaba al no hallar a los mercenarios en ningún lado, algo incoherente, ya que habían dicho que se esconderían a una distancia prudente y no tan lejana. ¿Se habían escondido? ¿Pero por qué y dónde? Kyogan se concentró aún más, intentando despejar su cabeza de los estorbos, hasta que pudo percibirlos en la cima de la montaña izquierda, camuflados bajo mantos de ropa.

    «¡¿Qué carajos pretenden estos imbéciles?!»

    De pronto, tensó un sobresalto cuando el collar del rey sinha recibió la señal de los mercenarios. Los ojos de la criatura parecían salirse de sus cuencas cuando el collar comenzó a apretarse, provocando que la saliva de su hocico se mezclara con sangre. La criatura dio un último pataleo antes de exhalar su último aliento.

    Entonces, la manada se sumió en total silencio, padeciendo la pérdida de su líder. Una ira visitó el aire, motivándolos a aprovechar la puerta abierta de los cielos para invocar al zein con tal de que este se vengara contra aquel que había hecho esto.

    Una ráfaga de adrenalina se paseó por Kyogan cuando los raksaras empezaron a llamar al zein, con sus aullidos dirigidos al cielo. Las dos lunas, Cosmo y Magnus, parecían conectarse con ellos, mientras se ubicaban de tal manera que habían conformado dos ojos enrojecidos.

    Un maná celeste comenzó a fluir de los sinhas, deslizándose hacia las estrellas para alimentar la invocación. Los aullidos cesaron. 

    Y entonces ocurrió. 

    Un aullido astral brotó en el abismo y detrás de él se dibujó un circuito plateado alrededor de las lunas, como si fueran los contornos de un zein que estaba siendo forjado desde cero.

   Los ojos de Kyogan no podían despegarse del suceso. Era como si un pincel invisible hubiera comenzado a trazar los contornos de un zein con forma de zorro: el hocico, las patas, seis colas... Retrocedió unos pasos, asustado por un segundo, recordando que, después de todo, los zeins desafiaban a los magos por una razón. 

    Pero entonces algo inexplicable interrumpió súbitamente el evento: una niebla se filtró entre el follaje, pausando la invocación. En ella comenzó a formarse la figura de un... ¿hombre? Una tensión petrificó a Kyogan al instante mientras una percepción siniestra le lamía su nuca. Desenfundó las dagas y miró hacia todos los lados cuando una voz masculina resonó desde esa niebla:

    —Fui engañado.

    «¡¿Quién carajos... quién?!», se preguntó mientras no paraba de buscar.

    —Padre mío..., tuve que morir para entenderte —lamentó la voz.

    Un frío abismal caló hasta los huesos del mago.

    —Conocí la peor de las traiciones, de la mujer que más amaba, de quien fingió amarme solo para obtener de mí... información. Ahora entiendo... por qué nunca me dejó tocar sus manos y verificar nuestro amor con maná. Fui tan estúpido.

    Kyogan creía estar volviéndose loco. Creía que todo esto era un efecto anormal de la meditación. Su aliento se pausó cuando vio en la niebla la figura de un sujeto joven, con ropas de hacía más de un siglo, con los distintivos colores de Argus: blanco y celeste.

    —Juntos, íbamos a pactar ante el gran zein de los astros... el guía de las parejas —dijo el hombre, añorando un sueño perdido.

    »Fingiste ser enemiga del imperio, cuando no eras más que una de ellos.

    »Despedazaste mi alma.

    »Y tus aliados me enterraron vivo.

    Kyogan se petrificó cuando creyó identificar quién era el sujeto..., hecho que le costó creer en demasía. 

    «¿Dermael?» 

    La estupidez del hombre es tan grande como su crueldad —declaró la voz en una secuencia de lamentos y rencores—. Se encargaron de mí, pero no de la información que tanto codiciabas.

    Nunca pensé que mi consuelo serían papeles en medio de una tumba a la que se le agota el aire —gritó abriendo los brazos al cielo—. ¡Dregorik, padre mío, sé que me escuchas desde el más allá! ¡Necesito que sepas todo esto...!

    »Padre, si aún no he podido alcanzarte en el mundo de los muertos, es porque pacté mi alma a la venganza —declaró, contaminando el aire con su frustración—. Mis últimas fuerzas las dediqué para no ser encontrado por los imperiales en los valles de Argus. Aun así, sufrí la desesperación de morir, enterrado vivo.

    »¡Padre, aún hoy sufro, aun después de un siglo! —clamó con un llanto, ahora arrodillado—, ¡Se han olvidado de mi nombre, de las injusticias del pasado! ¡Y se burlan de mis huesos y de mi sufrir! ¡Juegan con mi calavera como si fuera un trofeo!

    »¡Padre, no lo aguanto más! —Su voz estalló, yéndose en una cadencia de hartazgo y de un sufrir irreparable.

    »¡Vicarious, por favor, oh, glorioso zein de la venganza, creado por Tharos, zeins de los milenios, escucha de una vez por todas mi clamor, entiende de una vez mi dolor, responde al pacto que firmé contigo! —vociferó—. ¡Y ayúdame, acude a mí en este momento para que no se burlen más de mi muerte!

    Nunca antes Kyogan había sentido que le temblara la mandíbula y que no tuviera la fuerza necesaria para sostener unas dagas. El impacto apretujaba su mente, sintiéndose contaminado por un dolor ajeno, como si viviese en carne propia la humillación de quien había sido enterrado en el valle, el hambre que lo consumió en ese lugar mientras moría lentamente, rugiendo por auxilio.

    —¿Cuándo acudirás a mí? ¿Hasta cuándo miras mi sufrir con indolencia? ¿No eres el zein que Tharos mismo diseñó para la venganza de los que han muerto en injusticia?

    »Escúchame.

    »Escúchame.

    Hubo un silencio siniestro antes de que el hombre volviese a gritar, esta vez con toda la potencia de su ser, lanzando una voz gutural que resonó sobre cada pliegue del lugar y sus alrededores, provocando el aullar del viento.

    —¡AYÚDAME!

    Lo siguiente que ocurrió quedó escrito en la memoria de Kyogan para siempre.

https://youtu.be/dOVUK8ZNR1U


    La invocación del zein que tanto había esperado se desvaneció en un solo instante, para ser remplazada por otra.

    Un rugido monumental desgarró el velo de la noche, con el cielo tiñéndose de un rojo sangriento. Una ola de calor antinatural barrió lo hondo del valle, borrando la imagen del zorro que había intentado formarse. Y entonces una tormenta de truenos retumbó con una ferocidad que parecía emanar de las mismísimas raíces de la creación.

    Relámpagos convergieron en un punto en las alturas, uniéndose para tejer una esfera que crecía con una velocidad que desafiaba la lógica, iluminando las profundidades con una intensidad despiadada, como si fuerzas ocultas estuviesen moldeando una masa de fuego y electricidad, una esfera que se llenó de arterias pulsantes que latían al ritmo de un inferus.

    Dentro de aquel núcleo una bestia se gestaba con dolor. El aire se volvió asfixiante. Kyogan sintió cómo su garganta se raspaba con solo respirar.

    La esfera continuó creciendo y creciendo, hasta alcanzar el tamaño de un pequeño planeta. Un destello fugaz reveló la silueta de un felino monstruoso en su corazón. La criatura se removió con rabia, gruñendo con el dolor del parto. Kyogan sintió desarmarse mentalmente cuando lo vio desgarrar la cima del feto, desplegando garras que destellaban con la amenaza de un arsenal de torturas. Sus cuernos, formados por cristales de rayo, se coronaban sobre su cabeza.

    El rugido de la criatura resonó en una sentencia arrasadora, como un decreto de los mismos dioses que hacía doblegar las montañas. Rodeado por llamas y sangre, fijó su mirada en el valle y saltó hacia la selva, dejando tras de sí una estela de caos y polvo.

   Cuando la nube de polvo se disipó, Kyogan se encontró bajo la mirada escarlata de la criatura. Era un león de cuatro metros de altura, con piernas poderosas y armaduras ancestrales que parecían cristales resplandecientes, blindados con los sellos de la magia del fuego y el rayo.

   De la cola del zein colgaba un triángulo metálico afilado y una gema central que parecía concentrar el poder puro de un rubí, lanzando circuitos eléctricos a lo largo del cuerpo del felino.

    Kyogan se quedó sin habla y sin fuerzas, sintiendo su maná encogerse ante la magnitud de esa bestia. Las magias le advertían de un peligro letal, un poder que lo sobrepasaba en todas las formas posibles, un poder que fue forjado en el mismo crisol del sol. 

    Percibía en el zein un maná que rozaba el nivel noventa, algo cercano a un zein zaga, capaz de destruir ejércitos imperiales enteros, como Abbacan


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