Capítulo 7

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Cuando el sol aún no había salido en el desierto, Amir despertó a Xin y le entregó un arma.

—¿Qué es esto? —preguntó él desorientado sin saber muy bien cómo sostener el frío objeto de metal.

—¿No la quieres? —inquirió Amir, mucho más serio que la noche anterior.

Cuando Xin negó con la cabeza, el hombre recuperó la pistola y comenzó a manejarla como un experto, explicando brevemente la mecánica simple detrás del acto de disparar.

—¿Seguro? No es complicado, solo tienes que asegurarte de quitar el seguro antes de disparar y listo —demostró cómo hacerlo—. Apuntas lo mejor que puedas, y luego disparas.

—No, gracias. Estoy bien...

Amir lo miró con indiferencia.

—Como quieras —suspiró—, ahora prepárate que salimos en diez minutos.

Y así fue. Diez minutos más tarde, Ava los despidió con un lejano gesto de sus manos mientras ambos se unían a la carretera equipados con todo lo que necesitarían para el viaje. Xin iba junto a Amir acompañado de otro grupo de hombres en la parte de atrás de un Jeep destartalado. Tres vehículos formaban una apresurada caravana que se adentraba en el corazón del desierto de Kavir.

El silencio se contemplaba la mayor parte del trayecto. En lo único en lo que Xin pensaba eran las miradas indiscretas de los hombres, que lo veían con curiosidad. Todos iban fuertemente armados con pistolas, granadas y ametralladoras, sobre las que apoyaban la cabeza de forma perezosa, evidentemente acostumbrados a la sensación incómoda del arma contra su piel. Algunos hacían comentarios en farsi de vez en cuando, cosa que ponía a Xin bastante nervioso.

—No es lo que estás pensando —intervino Amir pasándole una cantimplora con agua.

El calor se había hecho más intenso en los últimos minutos.

—No estoy pensando en nada —mintió Xin, recibiendo la cantimplora.

—Sí, sí lo estás haciendo. Lo veo en tus ojos —respondió Amir haciendo un gesto con sus manos sobre su sien—. Puedo ver los engranajes de tu cabecita funcionando y sobrecalentándose por el sol. Y por eso te digo que no es lo que estás pensando...

—Vale, entonces no estoy cruzando el desierto en una caravana de criminales.

De una, Amir no contestó nada; se limitó a sonreír con amargura. Por casi un minuto hubo un tenso silencio en el aire. Xin veía el polvo del desierto levantarse a sus espaldas y formar una estela detrás de la caravana. Amir no dejaba de ver a Xin observando aquello, pero tras un suspiro, desvió su mirada.

—No sé cómo será donde vives, pero —retomó Amir sin mirar a Xin—. Aquí nacer con ojos esperanzadores es un pecado, o un crimen que se paga con la muerte...

Una risa amarga abandonó su pecho y, una vez más, posó sus ojos marrones en Xin.

—Aquí todo se paga con la muerte, mierda...

Xin volteó.

—¿Ojos esperanzadores?

—Es como les decimos a la magia. Los padres saben si sus hijos tendrán el don porque cuando nacen, el iris en las pupilas del bebé toma un color brillante y extraño, ajeno a todo color natural conocido. En el pasado solía ser una señal de fortuna y sueños cumplidos, o al menos así era para nuestros ancestros. Hoy en día es señal de terror, de futuros inciertos, de una vida en las sombras. Pero, aun así, nunca hemos dejado de decirle ojos esperanzadores...

Al contar aquello, los ojos cafés de Amir se habían tornado peligrosos y tristes. Xin se sintió terrible.

—Amir, yo...

—Lo cierto es que estos hombres no dejan de verte porque eres curioso —prosiguió Amir, interrumpiéndolo—. Eres alguien que voluntariamente está corriendo en dirección a un lugar del que todos nosotros soñamos con escapar, y lo haces aun sin ser de aquí, de donde nacimos la mayoría, porque eso es algo que se nota con tan solo verte a los ojos, Xin. ¿Entiendes? Por eso es que hablan de ti. Eres raro.

Xin no sabía si sonreír, llorar o molestarse.

—Era un cumplido, por cierto —añadió Amir al ver la confusión en el rostro de Xin—. Y con respecto a lo de ser un criminal, pues... Quizás tengas razón, y sí, somos unos criminales, pero eso no quita el hecho de que simplemente hacemos lo que debemos para sobrevivir. ¿O es qué acaso nos puedes culpar por tratar de conseguir algo de felicidad? Además, el trabajo viene con sus recompensas, te digo...

Una vez más, Amir sonreía con picardía. Pero a pesar del gesto casual, aquellas palabras calaron hondo en Xin, quien no pudo evitar verse reflejado en su guardaespaldas de alguna forma. Ambos luchaban por vivir sus vidas libremente, atrapados por algo o alguien que mantiene siempre una cuchilla contra el cuello propio; ambos anhelando escapar solo por el hecho de ser diferente a los demás, pero sin saber cómo, y al final, era él, Xin, quien por fin estaba consiguiendo un poco de todo lo que siempre había querido.

«Aire fresco...»

El desierto de Kavir era hermoso, pero cuando el mediodía comenzó a caer sobre ellos, el calor se volvió tan sofocante y vaporoso que Xin no pudo evitar quedarse dormido, por más que luchara contra el sueño. Arash, una vez más, estaba llamándolo, invitándolo a un lugar mucho más frío y ajeno, aunque igual de yermo y hermoso que el desierto...


「 心 」


Arash caminaba descalzo sobre la nieve fría. El viento helado le lastimaba el rostro y los ojos sin lograr inmutarlo. Mientras subía por la ladera norte del Damavand, llevaba consigo nada más que su arco y una extraña flecha con un astil negro como la obsidiana; en la punta, el filo de bronce estaba retorcido como un tridente, y en el otro extremo, iba adornada con una pluma tan azul como el cielo, al que Arash parecía acercarse más cada vez.

Los ojos del arquero y cazador brillaban anaranjados y llenos de vida, a pesar de que la mano con la que se aferraba la flecha, así como el costado de su abdomen, no dejaban de gotear sangre, manchando la blanca nieve con el color de las cerezas que aún quedaban en las ramas de los árboles congelados. Atrás quedaba un camino de puntos rojos como estrellas de fuego recién nacidas; una constelación salvadora dibujada tras los pasos del hombre.

—Hoy —declaró Arash una vez que se detuvo en lo alto de la montaña—, la voz de mi pueblo será escuchada.

El cazador sentía que, si levantaba las manos, probablemente tocaría las nubes y el cielo.

—Bendita sean las manos del Comienzo y Final que moldearon y dieron forma a mi cuerpo —proclamó el arquero mientras acomodaba su cuerpo y se preparaba para disparar aquella flecha—. Bendito sea el aliento de mi madre que me dio la vida y me alimentó con su cuerpo; bendito sean los ojos llenos de vida de la única mujer a la que amé y con la cual produje vida; bendita sea la sangre de mi pueblo, derramada injustamente durante la guerra y privada de su libertad —Arash tensó la cuerda del arco usando la fuerza de todos sus músculos mientras sus ojos anaranjados desdibujan cada detalle del mundo frente a él—; y bendita sea la flecha que sostengo entre mis dedos cual efigie del sacrificio, el deseo y la fuerza de voluntad de todos los que la vieron nacer, y de todos los que la verán alcanzar el firmamento. Ahora vuela... ¡XIN!

Y en aquel momento, justo cuando los rayos del sol tocaron el cielo y lo pintaron de rojo, Arash disparó la flecha:

—Vuela sin que nada te detenga —gritó y declamó tan fuerte como pudo, descarnando su voz en la humedad de su garganta grave, llena de magia, de ímpetu, de frenesí.

En sus últimos momentos de vida, Arash pensó en Shirin, y sin poder evitarlo, soñó con poder volver a verla algún día, a la vez que agradecía por haberla conocido mientras veía a su flecha predilecta alejarse cada vez más. Sus dedos aún sentían el culatín y la pluma suave rozándolo, como si fuera una parte inseparable de él; y la vibración en sus manos, impulsada por la fuerza mágica del hechizo. El tirón lo halaba como si quisiera que él pudiera volar también por encima de toda Persia, y de cada uno de sus horizontes.

Los ojos del cazador, arquero y héroe, ardieron. En la cima de la montaña, su cuerpo moribundo se desplomó de rodillas bajo las nubes que a pocos metros lo separaban del cielo azul. La nieve cubría su piel, a la vez que desaparecía y se hacía una con la nieve. Su cuerpo finalmente dejó de existir; su espíritu ya lo había abandonado, y como una estela de fuego, seguiría a su flecha por tanto tiempo como fuera necesario. Padre e hijo, creador y creación, arquero y flecha; los dos iban juntos por el cielo, y ambos le pondrían fin a la guerra, y traerían la paz para el pueblo que la anhelaba. 


「 心 」


—¿Cómodo?

La voz de Amir fue lo primero que escuchó Xin. Sonaba profunda y muy cerca de él. Cuando terminó de abrir los ojos se dio cuenta de que su cabeza estaba reposando sobre las piernas de Amir, y se levantó de golpe.

—Ya igual me dejaste el pantalón lleno de babas —se burló él.

—¿Dónde estamos? —preguntó Xin para desviar el tema de conversación, asomando la cabeza fuera del Jeep.

—En el oasis de sal.

El paraje estaba oscuro. Ya la noche había caído sobre ellos. El suelo se veía roto y frágil, como un vidrio sobre el que había caminado una manada de elefantes y cuya única fuente de agua era un enorme pozo de lodo oscuro y casi seco. El lugar parecía estar muriendo.

—Tenía otra imagen de los oasis —comentó Xin, algo apesadumbrado.

—Eso no importa —dijo Amir bajando del Jeep de un salto—. Mientras dormías, los chicos nos prepararon unas mochilas con provisiones para el camino.

—¿No vendrán con nosotros? —preguntó Xin, sintiéndose inseguro de repente.

—No. Ellos tienen que continuar con su ruta para cruzar el desierto y encontrarse con nuestro líder, Hassan, en la frontera con Afganistán. La lucha del día a día. Espero que comprendas...

—Entiendo.

—Bien, ¿estás listo? Nos toca caminar todavía un poco más antes de llegar a la grieta.

Ya con todas sus cosas preparadas, Amir y Xin se despidieron de los guerrilleros y comenzaron su camino al interior del oasis de sal. Con cada paso que daban, el suelo quebradizo bajo sus pies se hacía añicos. Xin aun podía sentir como el calor emanaba del suelo en forma de vapor a pesar de que la noche no les dejaba ver más allá del haz de luz de la linterna de Amir. Era como si la tierra se hubiera vuelto una prisión por el infernal clima de la zona. Mientras caminaban, el olor a sal les escocía los ojos y les quemaba la nariz.

—No te separes mucho de mí —advirtió Amir mientras iluminaba con su linterna a un guepardo asiático que los seguía de cerca—. Creo que alguien podría querer confundirnos con su cena.

Xin caminó más cerca de Amir, tanto que podía sentir el aroma salado y fuerte del hombre saliendo de su cuerpo, al igual que su calor.

—¿Cómo sabremos cuando estemos cerca de la dichosa grieta?

—Fácil —admitió Amir—. Con magia.

Los ojos de Amir pasaron del café profundo a la plata brillante en un instante, mientras le sonreía confiado.

—Ya estamos cerca —agregó señalando con uno de sus dedos a la nada frente a ellos—. ¿Puedes sentirlo?

—No lo sé —admitió Xin prestando atención—. No estoy seguro.

Tras una decena de pasos más, Amir se detuvo como si pudiera ver algo flotando en el aire.

—Aquí, mira —dijo tomando la mano de Xin sin previo aviso para hacerlo tocar algo invisible en medio del desierto.

Xin sintió un corrientazo atravesándole el cuerpo, y al instante, sus ojos se abrieron por la sorpresa.

—¿Lo sentiste? —preguntó Amir.

—Sí —jadeó Xin mientras veía como su mano desaparecía tragada por el aire frente a él—. ¡Increíble!

Amir soltó una risa despreocupada antes de aferrarse a la mano de Xin por completo para atravesar la grita arrastrando al otro con él. Ante la presencia lenta y distante del guepardo, quién no parecía muy sorprendido de verlos desaparecer, los dos, Xin y Amir, sintieron un fuerte calor y una corriente extraña invadiendo sus cuerpos, junto a un sutil mareo que les nubló la visión mientras terminaban de cruzar el portal.

—No puede ser...

—Bienvenido al Airianem Vaejah —dijo Amir con satisfacción.

Ahora Xin podía ver que el cielo estaba completamente despejado y que no había luna, pero esta no hacía falta. La cantidad de estrellas en el cielo era tanta que iluminaban la Tierra sin gran dificultad. Era la primera vez que Xin se quedaba sin aliento en su vida. Xin no tardó en apagar la linterna de su teléfono, pues al igual que la luna, esta también estaba de más.

Bajo sus pies notó que, en donde antes hubo un suelo quebradizo y reseco, ahora había grama verde extendiéndose en todas las direcciones posibles. Un bosque de palmeras se extendía en los alrededores, perdiéndose de vista en lo profundo de algo que Xin jamás habría catalogado como un desierto. El lugar estaba lleno de vida. A pocos metros quedaban las orillas de un enorme lago, en las que un par de asnos raros bebían agua con tranquilidad.

Eran criaturas espléndidas llenas de una vibración abrumadora que incluso Xin, sin práctica o entrenamiento alguno, podía sentir. Los dos tenían un hermoso pelaje rojizo que les cubría todo el cuerpo, y mientras uno de ellos tenía un pequeño cuerno arrugado que sobresalía entre sus orejas, el otro, más grande, casi tan robusto y alto como un rinoceronte, tenía sobre su cabeza una especie de corona hecha de huesos, perlas y oro, que le daban a la criatura un aire casi divino.

Cuando el animal posó sus ojos sobre ellos, notándolos por primera vez, Xin pudo ver que los ojos de la criatura eran de un hermoso color anaranjado brillante como los de Arash en sus sueños. Xin no pudo dejar de pensar en lo curioso que resultaba que todo lo mágico en el mundo pintara ojos en colores extravagantes y vivos.

De forma muy respetuosa, Amir le hizo una reverencia a la criatura. Xin lo imitó lo mejor que pudo. La bestia los miró con atención, casi con cautela, como una reina en una corte aguardando por la lealtad de sus súbditos, y un momento después, la bestia devolvió el gesto para luego perderse con su cría en medio de las palmeras.

—Nunca creí que un mundo como este pudiera existir —comentó Xin maravillado.

Amir se acercó al lago para recargar su cantimplora. Sus ojos seguían brillando grises como la luna llena.

—Sí, es hermoso, pero desde que los gusanos blancos aparecieron, está en peligro.

—¿Cómo dices? —preguntó Xin confundido y contrariado—. ¿A qué te refieres?

—Larga respuesta, y no me apetece entrar en el tema.

Acto seguido Amir sacó el mapa que Ava les había entregado:

—Como sea, nos quedan varios días caminando, así que será mejor que nos pongamos en marcha.

—Es que me cuesta mucho encontrar una explicación lógica —insistió Xin ya luego de varios pasos.

Amir suspiró con fastidio.

—Mira niño, muchas veces la gente no necesita una excusa para ser mala, simplemente es mala y ya. ¿Entiendes? Es algo que está en su naturaleza.

—No... eso es muy simplista. No creo que sea así —reflexionó Xin—. Siempre tiene que haber una razón para que alguien decida hacer algo malo...

—Ah, ¿sí? —contestó Amir con ironía—. A ver, ¿conoces tú al primero con una justificación para sus actos?

Xin se quedó callado. El recuerdo de su padre lo avasalló, tratando de encontrar un lugar para él en la conversación por alguna razón. Pero Xin no sabía cómo ubicar su mero recuerdo en su argumento, bajo el resguardo y el sentido de sus palabras, y por otro maldito instante su pecho dolió, impotente y frustrado.

Amir interpretó el silencio como un punto a su favor.

—Todos tenemos nuestros propios hijos de puta, Xin. Y para ellos no hay piedad...

Xin no contestó nada. Los minutos pasaron, y la caminata bajo las estrellas siguió a sus anchas. Finalmente, al rato, Xin volvió a hablar.

—A este paso, ¿cuánto tiempo nos tomará llegar al Amu Darya?

—Dos semanas, semana y media —respondió Amir—. Quién sabe, quizás solo una si nos conseguimos transporte y nos detenemos solo para comer y dormir en los poblados...

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