CAPÍTULO 20: LA INELUDIBLE CARTA

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Volver a Kansas City supuso para mí un regalo del destino. Ir de gira, durante casi dos años, a través del ancho y largo asfalto de Estados Unidos, había sido mucho más complicado de lo que había pensado. Sí, no puedo negar que fuese una de las experiencias más bonitas y divertidas por las que había pasado en toda mi vida. No obstante, no fue fácil saber en qué lugar del país me levantaba cada mañana. Aquella sensación fue agotadora.

Las primeras semanas fueron llevaderas. Me conocía poca gente, los conciertos no se llenaban, y la verdad, lo que más me importaba era pasármelo bien con Casey. Sin embargo, cuanto más famosa se hacía Smoky, más complicado era mantener a la prensa a raya. Cada vez eran menos educados conmigo, más agresivos y más entrometidos. Les encantaba meter las narices en cualquier asunto, y se olvidaban de que apenas tenía diecisiete años. Me encantaría poder decir que, con el paso de los años, aprendí a lidiar con la tensión, pero mentiría a todo el mundo, y sobre todo, me mentiría a mí misma.

En casa, me divertía observar a Casey jugar en la piscina. Hugh había vuelto a casa y yo había vuelto a ensayar con él. Le había echado tanto de menos. Sí, quizá me había acompañado durante la gira, y se había subido conmigo a cada escenario, pero allí era Hugh: el músico a sueldo, el trabajador nato. En Kansas era como mi hermano mayor. Componíamos canciones al anochecer y charlábamos sobre tonterías sin importancia en el desayuno. La paz que sentí durante aquellos primeros días de vuelta en casa, era indescriptible. Llenaba cada poro de mi piel de felicidad plena. Hubiera dado cualquier cosa por haberme quedado allí y de esa forma, para siempre.

Aquella mañana había salido el sol. Ni una sola nube sobrevolaba el cielo azul fuerte. Hugh había sacado en una neverita de plástico una decena de cervezas y la había colocado en el jardín trasero, junto a unos sándwiches de jamón y queso que sabía que me gustaban un montón. Las ojeras que me habían acompañado las últimas semanas y que habían llegado a su punto álgido en Nueva Orleans, casi habían desaparecido por completo. Tomaba el sol en una tumbona de color amarillo, que Martha había comprado para el verano. Y notaba los rayos cálidos bañar mis hombros desnudos. Casey trataba de molestarme, salpicando agua desde el otro lado de la piscina. Con el sol, sus mejillas solían volverse coloradas. No todas ellas; nada más que una gruesa línea roja intensa, nacía justo debajo de sus ojos, como si se las hubiera pintado a propósito.

De manera latente, se apreciaba el cantar de los pájaros que habían construido sus nidos en los árboles del jardín, movidos por la brisa cálida del inicio del verano.

Terry había desaparecido. Nos había acompañado hasta la puerta de casa el primer día tras la gira, y después, se había esfumado. Su ausencia se hacía notar. Todos estábamos mucho más relajados. Vivir con alguien que consideras tu tío y tu jefe al mismo tiempo no es fácil, y estar con él veinticuatro horas durante una gira de meses, mucho más difícil. Todo estaba siendo absolutamente perfecto.

—Chicos, deberíais parar —advirtió Martha entrando por la puerta de la cocina al jardín. Me incorporé para ver qué estaba ocurriendo y definitivamente, me asusté al ver cómo ella me contemplaba de forma extraña. Llevaba un sobre en la mano. Un sobre que ya había sido abierto—. Ally: es para ti.

Hugh y Casey examinaron la expresión de Martha, expectantes, por su tono de voz, nada común en ella. Yo recibí aquella intromisión como un bofetón de realidad. Por desgracia, la felicidad duraba muy poco para mí. Me levanté de la tumbona y dejé a un lado las gafas de sol, pidiéndole a Martha con la mano que me diera el sobre. Lo agarré y lo inspeccioné detenidamente. No había remitente, únicamente un sello que no conseguí reconocer. Tardé más de la cuenta en abrirla, y cuando lo hice, me arrepentí al instante. Terry entró justo entonces por la puerta principal de la casa, caminando hacia nosotros, rodeando la piscina.

—He venido en cuanto he podido —informó, quitándose el sudor de los ojos con un pañuelo de tela blanca. No hacía tanto calor, pero Terry era de los que se ponían rojos de la cabeza a los pies y de los que expulsaban litros de sudor—. Gracias por llamar, Martha —aspiró—. ¿Qué tal va todo por a...?

—¡¡¡¿No podemos hacer nada?!!! —No saludé, no dejé ni que terminara su patético intento de mostrar preocupación por la situación.

—Me temo que no, hija. —Terry, iba vestido tan diferente que si no fuera porque lo había visto durante casi cada día en el último año y medio, hubiera sido imposible de reconocer. Parecía que le hubiéramos pillado en mitad de unas vacaciones en algún lugar como Bahamas o Panamá.

—¡Dales dinero, Terry! —gruñí cada vez más irritada—. ¡Lo que haga falta! Y no me digas que no tenemos suficiente.

—Supongo que podríamos intentar algo, ¿no?—sugirió Martha.

—¿Pero qué pasa? —Casey salió de la piscina y me arrebató la carta directamente de las manos, encharcando los bordes con los dedos arrugados de estar todo el día a remojo. La leyó para sí, levantando la vista a cada poco, como si mirarme y mirar la carta de nuevo, le ayudase a comprender que lo que había escrito en ella, era real.

—Por favor, acabo de volver de gira... —supliqué, dejándome caer de nuevo en la tumbona—. Por favor... Por favor... quiero quedarme aquí. —Terry colocó una mano suavemente sobre el hombro de Martha, apartándose un momento de mí y de Casey.

—Martha, no es posible —concluyó entre susurros—. Ally ha de ir, bueno Smoky ha de ir —aclaró con decisión.

—¿Por qué, no podría...?

—Oye, mira: no podemos hacer creer a todo el mundo que es una joven americana, digna de su país, repartir por ahí en cada nota de prensa el mismo sermón y luego... Martha, no me mires así. Lo sabes tan bien como yo.

—Es solo una niña, Terry.

—No. No es solo una niña. Es Smoky.

—Pero yo no soy Smoky, soy Ally. Ally Storm —estallé, perdiendo la compostura, casi igual de roja que Terry. Desde el otro lado, a pesar de su intento por hablar en privado.

—Para el mundo eres Smoky, y Smoky debe ir —contestó él dirigiéndose directamente a mí, levantando el dedo índice. Se comportaba como si quisiera enseñarme una valiosa lección. Igual que un padre obstinado y cabezón que, ni remotamente, se plantearía cambiar de opinión.

—Siento decir esto, cariño, pero Terry tiene razón. Incluso Elvis accedió a ir para limpiar su imagen de rebelde sin causa. No sería bueno que no fueras.

—¿Pero el servicio militar es obligatorio para chicas? —Casey leía una y otra vez la carta—. ¿Veis? Esto suena a artimaña total: «... Consideramos que la imagen de Smoky es de un valor incalculable y que podría servir de ejemplo para los cientos de jóvenes mujeres que en unos años acompañarán a los dirigentes de nuestro amado país. Solicitamos al menos un servicio de un año. Nos aseguraremos de mantener a la joven Smoky a salvo». ¡Suena a artimaña, mamá!

—Creo que estás en lo cierto y no, no es obligatorio. No obstante, si así lo han solicitado desde la propia oficina del gobierno, negarse sería el fin de su carrera.

—¡Esto es una mierda! —se quejó Casey. Hugh se acercó con una cerveza en la mano y una bolsa de patatas fritas, removiéndola, ofreciendo al resto—. ¿Y tú no piensas decir nada? —demandó entonces, fulminando a Hugh con la mirada.

—Bueno, a ti todavía te queda un año. Así que tranquilízate —respondió este.

—¿Y qué debo hacer ahora? —pregunté, comenzando a resignarme y a aceptar que hiciera lo que hiciera, terminaría por ir al servicio militar como enfermera voluntaria.

—¿Ned Sullivent? —propuso Terry.

—Me parece buena idea —accedió Martha, desanimada.

***

Ned Sullivent siempre había sido uno de mis presentadores de televisión favoritos. Había visto su programa miles de millones de veces. A veces con mamá, que adoraba las actuaciones de Pearl Bailey. Después con Charlie. Elvis Presley se había sentado diez años antes en ese sillón en el que estaba a punto de sentarme yo por segunda vez en mi vida, solo que en Los Ángeles. Yo iría a Nueva York. Bueno, al plató de Nueva York, porque la ciudad no me dejaron ni olerla. Solo había pasado por aquel plató para presentar la canción con la que había sonado en la radio durante meses. Ni siquiera había hablado de verdad delante de la cámara.

—Esta vez no vengo a cantar Ned —expliqué con tristeza en la voz. Una tristeza que me habían obligado a fingir, pero que en realidad existía en algún punto de mi ser. Una tristeza que yacía oculta y moribunda tras la rabia contenida de tener que dejar mi casa de Kansas City durante un año.

—Oooh, no nos digas eso... —dijo Ned también apenado. El público, al otro lado, mostró su desilusión con un sonoro «NOOOO», y casi pude percibir, como un fantasma, la misma desilusión a través de la pantalla en las casas de los miles de millones de personas, que veían el programa de Ned.

—Vengo a contaros algo importante.

—Genial, siempre nos gusta escucharte —respondió él, claramente intrigado. Al parecer ni Terry ni Martha habían hablado del por qué de mi asistencia al programa. Imagino que por cuestiones de publicidad.

—Me voy a ir por un tiempo.

—¡¿Cómo?! —Ned abrió tanto la boca, que desde mi asiento pude ver el fondo de sus molares. Tenía una dentadura de las que brillan—. ¡Por qué Smoky! ¿Nos dejas? ¿Tan pronto? Si tu carrera solo acaba de empezar y... —continuó su discurso claramente sorprendido. Desde el otro lado del plató capté el llanto de algunos grupos de muchachos. Algunos tendrían la misma edad que yo. Pero si nos hubieras colocado justo al lado, yo siempre habría parecido más mayor. Mucho más mayor. Sin maquillaje, con mi ropa, en casa, no, pero allí, delante de todos, sí.

—Oh, no —me apresuré a corregir—. No me retiro para siempre. Acudiré al servicio militar como enfermera. Cumpliré dieciocho años en dos semanas, y creo, que es mi deber dar un paso al frente y ser un auténtico ejemplo. Siempre he dicho que estoy aquí para ayudar a mi país, a mis hermanas y vecinas, porque para mí es lo más importante.

—¡Pero esa es una maravillosa noticia! —El público rompió en aplausos. Gritó tanto que Ned tuvo que empezar la siguiente frase dos veces. Verdaderamente, les parecía algo que celebrar. Sí, puede que con un ápice de melancolía, pero les parecía que estaba haciendo exactamente lo que debía—. Pero no es obligatorio el servicio militar para las mujeres.

—¡Lo sé! Sin embargo, creo que aprender a vivir por mi cuenta, además de otras materias importantes como la enfermería, me vendrán genial para mi futuro —respondí, tal y como me había dictado Terry.

—¡Bien dicho! —La señal de aplausos se encendió, y de nuevo, todos vitorearon—. ¿Crees que podrías cantarnos algo para despedirte? —El público aplaudió y silbó aún más fuerte, esta vez, sin luces que lo pidieran.

—¡Por supuesto, Ned! —acepté, sonriendo—. Además, cantaré algo totalmente nuevo.

Al volverme para coger mi guitarra, aflojé la sonrisa. Me dolían los pómulos de ser amable. Tenía que hacer cualquier cosa para cantar aquella canción de despedida que había compuesto con Hugh sin llorar. Tenía que parecer que todo aquello me resultaba increíblemente emocionante y que me llenaba de orgullo.

Creo que lo logré, pues el público enloqueció hasta un punto que nunca antes había visto. Ni siquiera en directo, durante la gira.

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https://youtu.be/Ld6fAO4idaI

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