IX. Nada bajo control

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Aquella noche fue explosiva, el resultado inevitable de alguien que, prendido en brasas de candela, se perdía como cenizas en el viento.

Entre las figuras de la oscuridad, Pablo no podía distinguir lo que su pesadez en el pecho le pedía de lo que él realmente quería.

En la vida, todo es de decisiones, y estas se toman por prioridades. Tal vez pudo haber tragado su orgullo y seguir entrenando, así podría seguir construyendo bloque a bloque sus sueños. Pero cuando su estómago se vació con un vértigo, decidió que lo mejor fue llenarlo con ríos de gente y una que otra cerveza. Así a González se le olvidaba por un instante su situación. Y qué lugar mejor que un bar repleto de personas en el centro histórico. Era un escondite donde distraerse temporalmente, y el alcohol le serviría como una píldora de azúcar. Pensó que ayudaría, pero realmente solo fue una ilusión.

Su cuerpo se estrellaba con incontables otros, la bulla de los alrededores no le permitía pensar en otra cosa que no siguiera el ambiente. La música, demasiado aturdidora y fuerte era causa de que las pieles de todos en el bar se encharcaran de sudor. El calor humano, el mayor anhelo para ellos. Estar acompañado aunque fuera por otros perdidos.

La atmósfera fiestera los empapaba, y era demasiado agitada, pero su cuerpo se sentía liviano. En el hormiguero del bar, Pablo sentía que podía camuflarse. Solamente figuraba como otro pequeño ser entre los muchos que bailaban alrededor suyo. En los ojos de una cámara focalizada desde el cielo, se vería como un punto insignificante, sin una historia que contar, sin penas que confesar. Y él normalmente prefería el reconocimiento, que todos supieran quién era Pablo González. Pero ahora, a Pablo lo ataba la pena. Si podía fingir que no había nadie en el espejo, tal vez se olvidaría de todo lo que él mismo se hizo sentir.

Poseer un ego representaba un peligro. Decepcionó a los demás, tenía un sueño y lo abandonó, desde niño creó una imagen de sí mismo que logró decepcionar, y en el momento parecía estar tocando fondo. Como una espalda raspándose contra la acera, incómodo y áspero.

Pero si le veía lo positivo, raspar fondo equivalía a que no le debía nada a nadie. O por lo menos así lo pensó, al mirar el reflejo de otra copa con líquido transparente. Lo tomó de un solo sorbo. Con cero burbujas, sabía amargo y distante. Ese había sido el décimo de la noche, o el onceavo. Intentó acordarse, pero llevar cuentas realmente no era lo suyo.

Los extraños bailaban a su alrededor, la fiesta estaba prendida y Pablo solo veía la moción en cámara lenta, miraba hacia todos los lados, puras caras desconocidas en el panorama y por el resto de la noche se le olvidó qué hacía allí y con qué propósito ciertos extraños le llenaban la copa con más y más alcohol.

En un punto de la noche, la hora loca recogió y avivó a la gente, y González se empezó a reír de personas extrañas. También es posible que los demás borrachos se reían de él.

Sus manos habían dejado de temblar hace tiempo, no tenía ganas de correr de allí, solo deseaba dejarse llevar por la multitud.

Entre tantas personas, reiteró que un ínfimo punto en un universo tan magno no hace una diferencia.

Era la una de la mañana cuando ya tambaleaba por sus pasos, y aquellos que seguían en pie definitivamente se habrían drogado. Pero Pablo quería huir tanto de su ser, que hasta se le olvidó fumar aquella noche.

El ruido le impedía pensar, le impedía sacar palabras o relaciones coherentes. Los innumerables estímulos venían de todas partes, y su cabeza cayó en un estallido. Por ello, tal vez no se dio cuenta de la estruendosa pelea que tumbó varias butacas dentro de la licorera, y por ello tal vez ignoró toda propuesta de pasar la noche con alguien.

Y por ello, estaba tan distraído que no vio la copa que le dieron. Dos extraños, induciendo en ésta un polvo de naturaleza misteriosa, un shot que él se tomó sin titubear.

Error #1: Aceptarle copas a extraños con polvos de dudosa procedencia.

Lo anotaría en su cuaderno cuando despertara, pero al sentir las pepitas rodar por su garganta como si de un tobogán se tratara, un afilado ardor atacó a su estómago. No había comido nada, pero su cuerpo le pedía a estruendos expulsar cualquier cosa que había ingerido. El ruido de un pitido familiar evitó que siguiera de pie.

A cuclillas en el piso, sintió su garganta seca y sus extremidades temblando. Cualquiera diría que le envenenaron la boca con ese trago, o era posiblemente víctima de un embrujo. De igual manera, Pablo se tumbó en el suelo helado y un sopor se apoderó de su cuerpo.

El cuerpo humano es milagroso y el suyo, casi incansable, pero ya había resistido mucho. Él era un carro sin frenos en carretera desierta. Era inevitable que se chocara.






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El estado de media inconsciencia que hay entre el sueño y el despertar se combinaba con la presión de los párpados cerrados de Pablo. Quería despertarse y a la vez no, pero sabía que estaba vivo al menos porque podía escuchar una voz cercana.

—Es posible que le demos de alta pronto—habló una mujer con un tono grave—pero hicimos estudios y encontramos mezclas de alcohol en su organismo, y por prueba de sangre Pablo posee niveles altos de THC. Lo cual indica que el paciente ha estado consumiendo marihuana por las ultimas 36 horas.

Sonó un suspiro suave, y no supo a quien le pertenecía, pero esa persona se encontraba al lado suyo.

Era una mujer, basándose en su olor a lavanda fresca. Aunque imposible que fuera Isolda. Isolda no olía a flores. Su fragancia era más bien la del cuero refinado con vino tinto y arrogancia. Su mamá no olía a bondad, pero la mujer al lado suyo sí que lo hacía.

—Ay Pablito—su voz timbraba con un ápice de preocupación y la reconoció fácilmente. Era Renata, la madre de Alan. —¿Cómo te metiste en esto? No creo que pueda acompañarte por un largo tiempo, pero aquí Alan te manda un almuerzo. Él no quiso venir porque, ya sabes. Me contó que tú no querías ningún sermón, y que no te lo iba a dar. A veces ni yo lo entiendo. Ah, genial yo estoy hablando con alguien dormido, que inteligente eres Renata.

Después de su reproche a sí misma, Pablo quiso abrir los ojos. Sus pestañas se alzaron como el revoloteo de las alas de una libélula. La luz se filtraba por la cortina y la podía sentir en su piel. Divisó sus alrededores y estaba posado en una camilla con un artefacto de pulso en su dedo índice, y un cable de oxígeno. El cuarto era típico de hospital, monocromático y blanco.

—Señora Renata—su garganta sacaba sonidos rugosos, y sonaba muy bajito aunque él quería hacer ruido—¿Qué hace aquí? ¿Dónde estoy?

—Pablo, despertaste—sus manos suaves recorrieron su cara con cuidado, y algo en el ojo de Pablo picaba como si le hubieran echado pimienta—me enteré que estabas en el hospital porque mi hermana es enfermera aquí. Ella se acuerda de ti, y cómo no, si ibas a la casa todos los fines de semana.

Le llegaron recuerdos de su infancia, en algún punto sí pensó que se iba a terminar mudando con Alan, era lo que más le pidió cuando tenían por ahí siete años.

Su conversación no duró mucho más, ya que la doctora que había estado en la esquina todo el rato le avisó a la señora Renata que ya la hora de visita había culminado y que aquella noche iban a cambiar de cuarto a Pablo.

En el momento no lo procesó, pero después de que se marchó la mamá de Alan, se percató del hambre que tenía, lo fuerte que se sentía su dolor de cabeza y lo mucho que quería salir del hospital para ir la calle. Pero mientras tanto estaba confinado, no sabía ni qué hora era.

Cuando la doctora revisó que todo andaba bien y lo dejó con su soledad en el cuarto, resopló con la cara entre sus manos, rindiéndose ante su situación.


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La comida del hospital era una porquería. O así lo describiría Pablo, pues resulta que se había despertado a las once y la hora de desayuno había pasado. Para almorzar le brindaron espárragos con una posta de cerdo y pastas sin salsa.

Pablo pensó que la posta de cerdo podía ser su consolación, pero estaba tremendamente tiesa, aunque por lo menos no había probado aún la gelatina sin sabor.

Ey loco esto no sabe a nada.

Y al mascar un pedazo de cerdo recordó la comida que Alan le había mandado, mencionada por su mamá cuando él estaba medio dormido. Echó una mirada alrededor del cuarto, y estaba justo al lado suyo, en una mesita en la izquierda de la camilla. Justo ante su nariz.

Se apresuró a abrir el portacomidas, sus manos lo sostenían por debajo y revisó que había adentro. Un almuerzo costero y típico llenaba el contenedor.

Pescado frito y dorado, como si hubiera sido cuidadosamente cocido para que quedara crocante, con tres pedazos de yuca blanca, adornada con suero cremoso. Y además, había una ensalada de tomates, lechuga y cebolla. Se dio cuenta del vaso de jugo que también venía con el almuerzo, y una sonrisa se dibujó en la cara de Pablo al percatarse que era jugo de zapote, su favorito.

Se preguntó por qué Alan era tan así, no había venido pero sí le había enviado tremendo almuerzo, no le había dicho nada sobre lo del equipo, pero con gestos así le indicaba que le importaba. O al menos así se sentía Pablo, mientras saboreaba el lechoso jugo de zapote. Sin duda le agradecería al pelinegro cuando lo volviera a ver.



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En todo el día, no tuvo ninguna otra visita y asumió qué tal vez sus amigos estaban todavía molestos. No había abierto WhatsApp ni nada igual, entonces era posible que no se hubieran enterado. Toda la tarde estuvo aburrido en la cama, viendo partidos de la NBA para distraerse de la ansiedad terrible que le proporcionaba no tener un porro a la mano.

¿Cuánto tiempo más tendré que estar aquí?

Ya llevaba dos días completos sin fumar nada, contándolos como un prisionero cuenta sus días de pena en la cárcel. En la puesta del sol, pensó en lo mal que le había hecho combinar trago y se prometió a sí mismo no volver a hacerlo, o acabaría de nuevo tendido en el hospital sin nada que hacer, con sus pensamientos susurrándole en el oído.

No quiso cenar nada, en el almuerzo comió poco también, ya que de toda esa comida solo se tomó el jugo, y unos pedazos de pescado, los cuales sabían preciosamente. Lástima que su apetito no dio para más, además en su estómago persistía ese revoltijo de querer devolver todo vomitando, sabía que si intentaba alguna locura como desconectar algún cable y pararse, duraría un tiempo mínimo sin tambalearse del mareo.

Más tarde en la noche llegó una enfermera con afán a rodar su camilla, dejándolo en otro cuarto con varios enfermos acompañándolo.

Pablo pensó en que las camillas parecían lápidas juntas, y en fila. Sabía que no se iba a morir, pero los otros pacientes se veían cientos de veces peor que él y no era claro en su mente si representaba un consuelo o una posible preocupación.

El castaño seguía sintiendo esa pesadez en su cuerpo, y en el fondo sabía que necesitaba descanso, pero su cuerpo se negaba a dormirse. Era incómodo intentar reposar en sosiego debido al aura enferma del corredor y que su mente le rogaba un porro con desesperación. Las sábanas lo asfixiaban y le temblaban las piernas.

No se había dado cuenta que parecía depender de esos cigarros para estabilizarse. El insomnio no lo dejó dormir hasta que le dolió la cabeza como un desgarro, como vigorosos golpes en el cráneo.

En el transcurso de la noche escuchó que algunos compañeros de cuarto tosían violentamente, y otros lo hacían de forma débil y febril. Pablo se sintió enfermo igual que ellos, mientras una pesadez se instaló en su pecho antes de caer inconsciente.




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La enfermera Meredith era la encargada de seis pacientes en el piso 2 del hospital y cuatro en el piso 3. El personal del hospital no era otorgado un solo respiro y definitivamente ponían más en sus manos de lo que podían manejar.

Se paseaba por ambos pisos revisando pulsos y niveles de oxígeno, el color de los pacientes, si siquiera seguían respirando y en adición tenía que estar ahí dispuesta y lista a asistir si llegaba otra persona a Urgencias.

Suspiró hastiada mientras se acomodaba su zapato negro de goma, estaban ciñéndole los pies dolorosamente y se preguntaba por qué decidió la enfermería como carrera si ya había intuido que le pondrían tanta carga encima.

Esos sentimientos se los tuvo que tragar cuando llegó otro paciente en estado crítico, era una señora de edad que presentaba un paro cardiaco. Aquellos casos usualmente terminaban en tragedia y no quería ser ella quien le diera la noticia a los familiares de aquella mujer.

Entre asistir y preparar unos informes para el sistema sobre la nueva paciente, se le olvidó que había dejado a un paciente joven y reciente en un cuarto lleno de enfermos de pulmón.

Era una medida provisional, y a las 8 pm se dijo a sí misma que lo iba a cambiar en media hora, que solo sería encontrar el lugar y listo. Si bien lo había pensado, ya habían pasado seis horas desde que lo ubicó en ese ala, y cuando se acordó ya era demasiado tarde.

Apurada, corrió los pasillos y subió el ascensor mordiéndose el labio. Al llegar al cuarto de enfermos donde había abandonado al chico llamado Pablo sintió su corazón cayendo a su estómago, como una piedra soltada desde un precipicio.

En mitad de su angustia, revisó el estado del joven. Se veía infinitamente más pálido que cuando lo dejó y al observarlo mientras dormía, notó esos inconfundibles escalofríos que sacuden a los que sufren de neumonía. Sus sospechas se confirmaron al escuchar su tos. Él no estaba despierto, pero sí había inhalado el virus de alguno de los otros enfermos y eran sus pulmones los que lo sufrían.

—¿Qué hice? —. A Meredith le temblaban las manos, y estaba zambullida en dudas de sí misma como profesional, aunque no lo había hecho a propósito.

Si alguien se enteraba le iba a salir caro.

Se quejó al rodar la camilla fuera de ese ala y las ruedas pararon en el cuarto del lado, donde Pablo le haría compañía a una paciente a quien no le quedaban muchos días. No había nada riesgoso para ninguno, excepto que Pablo le pegara la neumonía a ella, pero Meredith sabía que igual la mujer iba a perecer. No había caso de ocultarla de los peligros de un hospital.

Toda la madrugada Meredith se preocupó al ver los veinte años en su profesión peligrando por un error de atención suyo. Se sentía culpable, pero más que todo tenía miedo a que alguien se enterara que por su culpa un paciente había contraído un virus infeccioso, una neumonía, podía ser letal.

Sacó la ficha de Pablo y decidió entonces tenerlo más en cuenta, algo que debió hacer desde el principio, ya que su enfermera jefe lo conocía personalmente y al parecer, desde que era un niño. La mujer volvió a golpearse mentalmente por su desliz y le rezó a todos los Santos para que nada más ocurriera y que Pablo González despertara pronto.

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Ya habían pasado cinco días, aunque duros para Pablo, nadie le reclamó nada a la enfermera. Pues era normal que los pacientes se complicaran, después de todo. Cada médico colega andaba en su propio pequeño mundo, no iban a requisar camilla por camilla los casos individuales. Pablo era el asignado de Meredith y eso era algo que sus compañeros tenían claro.

Al final sí se contagió de neumonía el chico castaño que yacía en la cama, con espasmos del mismo virus y una tos gruesa, que sonaba como un trueno, como un enfermo de gripa crónica.

Se le dificultaba respirar y por ello no lo habían desconectado del oxígeno. Hasta hace tres días estaba alarmantemente delicado, su piel tornada un amarillo narciso, los tonos rojos y azules de sus venas eran más visibles y se marcaban a través de sus brazos como papel mantequilla.

Ahora estaba más estable, podía hablar y sentarse en la cama. Lo primero que Pablo preguntó al pararse fue quién era la que se encontraba al lado suyo, y porque se veía así. Meredith lo sabía perfecto, era una enferma con muy mal pronóstico.

—Tiene cáncer de pulmón, es una mujer de cuarenta y cinco— le había respondido ella con indiferencia—no hay vuelta atrás, su cáncer se propagó a otras partes de su cuerpo. Su familia no tenía presupuesto entonces está aquí pasando sus últimos días.

—Está destruida— comentó él mirándola y Meredith estaba de acuerdo.

—Ella era fumadora compulsiva. Fumó sin medida y ahí están las consecuencias.

Pablo la volvió a observar. Tenía poco pelo y sorpresivamente estaba más pálida que él. No la había visto con los ojos abiertos desde que él había despertado y se la imaginó fumando toda su vida.

Los primeros días que él contrajo la neumonía fueron horrorosos. Estaba demasiado débil y aun así la abstinencia lo estaba bombardeando en todo su auge. Ahora, mirando a esa mujer, solo sentía pesar.

Él no quería terminar así. Planeaba hacer mucho más con su vida. Estaba cansado de estar perdido.

Esa vaina no trae nada bueno. Pensó y quiso reprimir esa voz sugestiva en su cabeza que le recomendaba llamar a Styven de nuevo. Un escalofrío, que se había vuelto costumbre en los últimos días, recorrió su espina dorsal. No podía pelear contra ellos. Le llovían todo el tiempo sobre su torso y sus piernas ya que eran parte de la infección. Decidió solo mirar hacia el techo hasta que llamaron a la enfermera que se encargaba de ellos, Meredith, y ella salió rápidamente de la habitación.

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—¡Son unos negligentes todos los de este hospital!— Una señora en su traje de negocios señalaba con ira al personal del centro médico.

Meredith apenas había entrado a esa habitación y pensó que tal vez fue culpable de un crimen terrible en su vida pasada, porque era la única forma en que mereciera lo que le estaba pasando en aquel momento.

Nadie más y nadie menos que Isolda Díaz, la madre de Pablo estaba armando el escándalo. Meredith con ánimos de conversar con más calma, se aclaró la garganta.

—Señora, con todo respeto, usted es la madre del paciente y llega al sexto día de su estancia en el hospital— intentó no sonar descortés, pero para Isolda todo era un insulto.

—¡Ja! ¡Y me va a decir una enfermera dónde debo estar y cuándo! ¡Y cómo criar a mi hijo! — vociferó por los aires del hospital. Entonces con su dedo pulsó bruscamente el torso de Meredith. Sus palabras desprendían veneno. — No sea tan igualada.

Meredith cerró sus labios con fuerza. Ganas de pelear no le faltaban, pero ella era una profesional. Sí, había cometido un error, pero no lo admitiría y menos con esa señora en frente.

—Señora Isolda, nosotros hicimos lo que estaba a nuestro alcance y Pablo se encuentra mucho mejor. — Afirmó la enfermera jefe, la tía de Alan. Era genético, eso de mostrar serenidad en situaciones caóticas.

—¡A mí no me vengan con ese cuento! —ella movía sus manos mientras explicaba sus quejas— Pablo terminó aquí porque estaba tomado. Le iban a dar de alta y ¿cómo terminó? ¿¡Ah?!

— Señora, por favor, baje la voz.

—La misma Renata me lo dijo— escudriñó el lugar como buscando a alguien— ¿Cómo le va a dar una neumonía a Pablo si lo iban a dar de alta? ¿Quién se encargó?

Los del personal se miraron entre ellos.

—¡¿Que quién se encargó?!—gritó de nuevo, y a los médicos les recordó a los sargentos del ejército.

Acto seguido los colegas de piso señalaron a Meredith, y ella pensó que si se quería defender ante semejante personaje necesitaría un abogado.

Isolda hizo un gesto de risa falsa.

—¡Pues claro! Tenía que ser. Dios sabrá que hiciste con Pablo.

—Señora, debería bajar la voz. Pablo se encuentra estable, ya han pasado cinco días desde que se contagió. Tenía las defensas bajas y estaba en un ambiente de hospital. No es culpa nuestra. — Salió todo automáticamente de Meredith y aunque su voz tembló, sintió que lo supo manejar.

—¡No! ¡Exijo saber qué fue lo que hicieron! ¡No voy a dar un solo centavo más a este hospital!

La tía de Alan le pidió a Isolda hablar a solas, pues seguir jugando al quemado no iba a beneficiar a la situación.

—Si quieres Isolda, podemos remitir a Pablo a la clínica particular que queda al lado. Si no estás satisfecha con el hospital, es algo que se puede hacer.

—¡Lo que sea! ¡Ni en un hospital de pueblo se ve algo así! Tienes unos ineptos aquí. — Seguía molesta, pero por lo menos la jefe enfermera sabía lo que iba a hacer.

—Lo mandaremos para allá lo más pronto posible. Voy a intentar estudiar cómo se contagió Pablo, sé que no es ideal la situación.

La enfermera tocó el hombro a la abogada, mientras esta se palpaba las sienes.

—¡No me toques! — Isolda arrebató el tacto de su mano con hastío y sus tacones resonaron por el piso. —Hazlo. Yo me largo de aquí.

Y con la misma propiedad y prisa con la que pisó el lugar, salió de allí.

Esa noche Pablo no durmió en el hospital.



Nota de autor:

Confesión : a mí me vuelan las manos por el teclado cuando escribo a Isolda, me parece un personaje tan dramático y de alguna manera fluye escribirla.

Así es ella, no la podemos cambiar 😶

Definiciones:
Vaina: cosa

Nos leemos pronto💛

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