CAPÍTULO 2: LA TEMPORADA EN LOMBARDÍA

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Observaba desde la ventana del avión cómo volábamos entre las nubes; a pesar de que estábamos a gran altura, los límites del cielo azul aún se encontraban muy lejos. Después miré hacia abajo para ver unas cuantas casas que se situaban cerca del aeropuerto de Milán, pero, sobre todo, contemplé detenidamente la gran región que se extendía a mis pies. 

En ese instante, el piloto anunció que estábamos descendiendo. Una sensación de terror me invadió, y las mariposas en mi estómago por el aterrizaje no ayudaron mucho. Algo duro oprimió mi pecho y sentí nuevamente que todo me aplastaba hasta sofocarme. Este sentimiento de desesperación excesiva me había estado atacando desde hace dos meses..., desde que pude asimilar que mi madre estaba muerta. No le había comentado nada a nadie sobre esto porque, la verdad, no me parecía que estuviera en la posición de pedir algo. Lo dejaste sin esposa, y a ellas, sin madre; no mereces nada, me justificaba en la cabeza. Cuando tocamos el suelo, me logré calmar.   

Habíamos llegado. Milán. Bérgamo. Mis abuelos. La expresión de mis hermanas había sido de total asombro cuando mi padre nos dijo que nos mudaríamos a Italia con mis abuelos: Francesca y William.

Él nos llegó a contar alguna vez su historia, y recuerdo que había empezado relatándonos la forma en la que mi abuela y mi abuelo se conocieron. Mi abuelo, William Anderson, nació en Los Estados Unidos de América, en Chicago. Cuando terminó la escuela se fue a estudiar Historia del Arte a Italia. Aquí conoció a mi abuela: Francesca Fellini; ella siempre había vivido al norte del país. Mi padre nació en Milán, pero antes de que cumpliera un año, mis abuelos decidieron mudarse a Bérgamo para llevar una vida más tranquila. Bérgamo es una localidad que queda a una hora de Milán; ahí Jack creció como hijo único. Luego se fue a hacer su maestría de Administración de Empresas a París; y en la Ciudad de la Luz conoció a mi madre: Sarah Lorraine Collinwood, que se encontraba estudiando Teatro. Ellos siempre afirmaron que, desde el primer instante, se gustaron. Al final contrajeron matrimonio, y posteriormente decidieron vivir en Burdeos, donde nacimos mis hermanas y yo. Después de que nació Jane, mis padres hicieron una pequeña casa en el bosque de Las Landas de Gascuña; ese había sido nuestro hogar hasta el día del incendio.

¿Y la familia de mi madre? Nunca supimos nada sobre ella, Sarah jamás los mencionó en vida. Siempre me pregunté por qué había habido tanto misterio en esa parte de su historia..., hasta que después obtuve mi respuesta; sin embargo, no quiero adelantarme.

—Hija, ven, hemos llegado —me informó mi padre, haciendo que me sintiera más segura a pesar de toda la incertidumbre que me quedaba por mi ataque anterior.

Me quité el cinturón, me levanté y lo seguí. Los cinco nos bajamos del avión y entramos al aeropuerto para recoger las pocas pertenencias que habíamos traído de Francia. Luego nos dirigimos a la salida. Al estar en ella, fue que vi a lo lejos a una mujer con el cabello canoso y la piel arrugada, sin embargo, su rostro era sumamente dulce. Junto a ella se encontraba un señor con sus enormes lentes que, al igual que la señora, su tez estaba llena de arrugas. Eran mis abuelos.

Inmediatamente, Jane y Jennifer corrieron para abrazarlos. Mi padre les sonrió y siguió caminando hacia ellos, sin mirar atrás. Yo detuve el paso y me volteé hacia Lorraine, que también había hecho lo mismo. Ella pasó saliva y me miró. Su cara estaba destrozada y roja... ¿Acaso lloró durante todo el viaje? 

Mi hermana mayor había estado muy aislada de nosotros desde el accidente. Hace poco había cumplido once, y mi padre le había tenido que insistir mucho para que saliera de la cama en el día de su cumpleaños. Además, estos dos meses habían sido muy pesados: Nos la habíamos pasado en París, cambiándonos de alojamiento a cada rato. Mi padre anduvo fuera todo el tiempo; Jane y Jennifer jugaban juntas, pero se mantenían más calladas de lo usual; Lorraine estuvo en cama casi todo el día, viendo la televisión; y yo me dediqué a observarlas en completo silencio mientras apretaba a Lily contra mi pecho.

En fin, cuando mi hermana mayor y yo hicimos aquel contacto visual en el aeropuerto de Milán, me sentí reconfortada: Al menos ya éramos dos quienes pensábamos que el mudarnos aquí sugería un muy mal augurio. 


Pronto llegamos a la casa de mis abuelos, que se encontraba relativamente cerca de una parada del autobús. El interior de su hogar estaba tal y como lo recordaba: los sillones esponjosos, los adornos de angelitos y el olor a casa vieja. Me enseñaron la que sería mi nueva habitación, que estaba pintada de color azul cielo, con una cama suave y una ventana que daba a la calle.

—Apúrate a organizar todo para que bajes a cenar —me ordenó mi abuela.

Terminé de desempacar y me fui al comedor, donde ella se estaba encargando de hacer la cena. Mi papá le ayudaba a poner los platos en la mesa y mi abuelo leía el periódico. Tuve la sensación de que alguien venía corriendo detrás de mí y...

—¡Jane!, ¡dame eso! ¡Es mío! —exclamó Jennifer cuando Jane pasó empujándome de las escaleras.

—¡A cenar! —dijo mi padre— A ver, niñas, dejen de pelear —pidió y le quitó a Jane la muñeca que traía en la mano.

—¿De quién es esto? —preguntó mi papá, levantando el juguete.

—¡Mío! —contestó Jennifer.

Mi papá le entregó la muñeca en la mano con dulzura y ella salió corriendo hacia arriba. Jack volteó con expresión enojada hacia Jane.

—¡Jane Nathalie Anderson, deja de molestar a tu hermana! —el tono con el que mi padre le habló no era de enfado, sino amigable.

Ella puso su cara de traviesa y sonrió.

—Está bien, papi.

Mi papá se hincó para poder verla mejor a los ojos, y le dijo:

—Ahora, preciosa, vete a lavar las manos para cenar.

Jane se alejó rápidamente, subiendo las escaleras con algo de dificultad, ya que sus piernas todavía eran pequeñas. Después Lorraine pasó rozándome el hombro y se sentó en una silla del comedor, cruzando los brazos; tenía cara de pocos amigos. Por fin me moví de donde estaba y me senté enfrente de ella, no dijimos ni una palabra. Posteriormente, todos los demás ocuparon sus asientos. Empecé a comer, saciando el hambre que me devoraba.

—Prepárense porque mañana será su primer día de clases —mi padre interrumpió el silencio.

Al oír esas palabras, Lorraine azotó sus cubiertos.

—¡¿Hasta cuándo vamos a seguir con esta farsa?! ¡Este no es nuestro hogar! —vociferó.

Todos la volteamos a ver. Fue increíble lo que acababa de salir de su boca, Lorraine nunca le había alzado la voz a mi padre.

—¡Pues tendrás que acostumbrarte! —le gritó Jack aún más fuerte.

—Hijo, no le hables en ese tono —intervino mi abuela.

—Mamá, es que no pone de su parte.

—Tu madre tiene razón, ¿cómo esperas que te comprenda si le gritas de esa manera? —agregó mi abuelo.

—Pues... —empezó mi padre.

—¿Saben qué?, ya no tengo hambre. Me subiré a mi habitación a lavarme los dientes y a prepararme para mañana. Buenas noches —se despidió Lorraine, de mala gana, agarrando su plato.

Todos la observamos mientras dejaba sus trastes en el lavaplatos y subía las escaleras. Sabía que estaba enfadada; tal vez había estado reprimiendo toda su ira, pero no pudo más y explotó ahí.

En fin, luego de un tiempo terminé de cenar y llevé mis platos al trastero. Mientras subía las escaleras para ir a mi habitación, los nervios por mi nueva escuela me asaltaban. Por suerte, sabía comunicarme en italiano gracias a que cada verano veníamos para acá.

Me acosté en la suave cama y me tapé con las cobijas lisas que mi abuela me había puesto para esta noche. Traté de imaginarme cómo sería mi primer día de clases para no concentrarme en el incendio ni en mi madre, pero ni una ni otra cosa conseguí, ya que, luego de unos minutos de haberme acostado, me quedé completamente dormida.

Esa misma noche desperté como un rayo porque había vuelto a tener esa horrible pesadilla. Estaba algo agitada y sudaba. Me senté sobre el lecho para tranquilizarme, inhalé y exhalé. Después de unos segundos, me relajé un poco. Cuando logré calmarme, fue que noté a los destellos de luna que traspasaban la cortina. Los contemplé por un momento y me volteé hacia el reloj, que estaba encima de la mesita de noche, era la una cincuenta y tres de la mañana. En unas cuantas horas me iba a levantar para ir a mi primer día de clases, así que decidí volver a acostarme, esperando poder dormir. Traté de pensar que todo estaría bien para evitar que las pesadillas regresaran.


—Emily, ¡arriba! ¡Hora de ir a la escuela! —oí decir a mi abuela desde el otro lado de la puerta.

Me paré con dificultad, me bañé con agua tibia y bajé a desayunar. Mientras estaba a la mesa, ni siquiera le ponía atención al sabor de los alimentos por la ansiedad. Me encontraba tan nerviosa, que al final no supe qué comí.

Luego de una nueva rutina de mañana, nos subimos al auto. A las primeras que dejaron en la escuela fueron a Lorraine y a mí. Ella iba a empezar el último año de primaria, en cambio, yo comenzaría el primero. Mi hermana y yo nos bajamos del vehículo, observamos por unos segundos la estructura que sería nuestra nueva escuela y nos encaminamos hacia la entrada. Después nos separamos para que cada quien buscara su respectiva aula de clases.

De repente, comencé a percatarme de que algo iba mal con mis piernas. No podía caminar bien porque me temblaban con brutalidad. Sin embargo, incluso así, pude entrar al salón —que tenía el número dieciséis— en una pieza. Luché contra mi cuerpo enormemente para no caerme y traté de sujetar mis libros lo más fuerte que pude.

Ignoré a los niños entusiasmados, limitándome a tomar asiento en el tercer escritorio que estaba en la segunda hilera. Mis uñas comenzaron a rasguñarse entre sí, y mi mirada solamente podía estar dirigida a ellas y su lucha contra mi cutícula, ya que me aterró el simple hecho de alzar la vista. No obstante, cuando la niña llegó, la sentí. Su mirada de repugnancia hacia mí me incomodó por completo. Volteé lentamente para observarla; ella estaba más atrás que yo, en la fila de mi derecha. Me sentí moribunda y atacada, ¿qué le había hecho a esta chica para que me viera así?

Sonó la campana de la escuela y una mujer joven, como de unos treinta años, entró al aula. Tenía el cabello chino y negro, y recuerdo que usaba ropa muy holgada. En fin, ella se dirigió al grupo, diciendo:

—Hola, mi nombre es Alda y yo seré su profesora. Ahora vamos a presentarnos: Se van a levantar de su silla, me van a decir su nombre y una cosa que les guste hacer. Empecemos.

Durante esas palabras, la niña no paró de mirarme. Los ojos de la chica, que más tarde me enteraría de su nombre Dalia, me perforaban el alma. No lo sabía, pero, en ese momento, esa chiquilla de piel rojiza y yo sellamos un pacto de odio y rivalidad sin sentido, que no se detendría ante nada. Lo malo de esto fue que yo casi siempre estuve sola y ella tenía a sus amigos, así que se imaginarán qué sucedería a menudo.

Recordar ese primer día aún me causa mucha intranquilidad. Con el idioma no tuve tantos problemas, pero casi no pude hablar con mis demás compañeros; y esta chica, Dalia, usó todos los momentos disponibles para hacerme sentir que no existía. Me empujó varias veces en el pasillo, me aventó su mochila en el transporte...; y yo me quedé paralizada en todas esas ocasiones, incapaz de defenderme. Eso es lo que aún me duele: la impotencia. Si alguna vez hubiera acudido con alguien para pedir ayuda, me habría evitado todo el sufrimiento que se desencadenó después. Pero, entiéndanme, me sentía pequeña, culpable; no podía hablar. Era Emily la muda.

Esa primera vez llegué a mi casa con cansancio. Saludé a mis abuelos y a mi padre de la mejor manera que pude, y caminé lentamente para disimular lo apresurada que estaba por ingresar a mi recámara. Abrí la puerta de mi cuarto, la cerré detrás de mí, tiré mi mochila al suelo, me aventé a la cama y me tapé con una cobija lila. Junto a mí estaba Lily, por lo que la tomé con fuerza y la abracé. Al instante en que mis ojos se cerraron, empecé a llorar. Sin duda era una bomba de tiempo; en el día había estado muy sensible y, ahora, todo parecía desvanecerse...

Esta sesión de martirio llegó a su fin cuando me logré sosegar por completo y decidí lavarme la cara, por lo que fui al baño y me restregué agua y jabón en el rostro. Cuando iba de regreso a mi habitación, oí que alguien en la recámara de Jennifer y Jane lloraba. La puerta estaba entreabierta, por lo tanto, me acerqué para escuchar mejor.

—Tranquila, hermanita. Todo va a estar bien, te lo prometo —dijo Lorraine.

Ella abrazó a Jane, que sollozaba.

—¿Pero es cierto, Lorraine?, ¿mamá nunca volverá? —preguntó Jennifer, que se encontraba sentada en algún lugar donde yo no podía verla.

Lorraine, sin apartar a Jane de sus brazos, asintió; su rostro expresaba total preocupación. Jennifer ya no dijo nada más, sino que se acercó a mi hermana mayor y ella le extendió su brazo derecho para consolarla. Las tres se acogieron. Posteriormente, Lorraine les susurró unas palabras que apenas alcancé a oír:

—No se preocupen, todo estará bien. Les prometo que yo las protegeré —y después les dio un beso en la frente. 


En la casa, durante unos meses, Jennifer y Jane no podían dejar de llorar, pero siempre lo hacían en secreto para que mi padre no se enterara. Lorraine las reconfortaba, y a veces a mí también. Sin embargo, era difícil que ella me encontrara chillando, ya que siempre intentaba no llamar la atención. Mi hermana mayor nunca se mostró con lágrimas en los ojos, pero podía ver la aflicción en su rostro. Supongo que pensó que tenía que ser fuerte por nosotras. Muchas veces me dieron ganas de decirle que ella también tenía permiso para llorar, pero no sé muy bien por qué nunca lo hice.

Así que, nietos míos, mi vida desde los seis años hasta los once consistió en evitar que me encontraran sollozando en mi habitación, en soportar la culpa por haber dejado a mis hermanas huérfanas, en huir de Dalia y sus amigos, en sacar buenas notas, en tratar de ser amable con las personas nuevas que conocía... Ja, los amigos de mi infancia siempre vinieron y se fueron, nunca tuve a alguien que se quedara a mi lado... Los niños pueden ser muy crueles.

En fin, me gradué de la primaria a los once años. Aquel verano de mi transición al siguiente grado, Jack conoció a una mujer llamada Miranda. Su relación sólo duró cinco meses, y al sexto, ya se estaban casando. Yo no sé por qué mi padre siempre tuvo la creencia de que Miranda nos adoraba..., nunca fue así, para nada, a las cuatro siempre nos trató muy mal. Tal vez él siempre se quedó con esa idea porque nunca estaba en casa. Jamás lo estuvo. Por suerte, Lorraine siempre salía a la defensiva cuando aquella mujer quería salirse con la suya. Mis abuelos nunca tuvieron problemas con mi madrastra porque ella siempre mostró un rostro muy amoroso y servicial ante ellos, pero no lo era, créanme.

Por otro lado, al comenzar la escuela media, algo sucedió... Algo que definitivamente yo nunca pedí: Doretta Mori, una niña morena de cabello corto y oscuro. Esa chica definitivamente era de aquellas personas a las que les encantaba estar sonriendo. En su presentación comentó que era nueva en la ciudad, ya que hace poco se había mudado de Pavia. Debo admitir que, en cuanto la vi, me irritó al instante. Parecía demasiado entusiasta, demasiado sonriente; todas esas cosas me enfermaron. Sin embargo, a pesar de mi obvio desagrado a su personalidad, ella se sentó conmigo en el almuerzo; supuse porque me vio sola durante ese período. Después de preguntarme mi nombre, no paró de hablar hasta que terminó el descanso. La verdad aquella vez le puse muy poca atención a sus palabras; creo que se la pasó parloteando sobre cómo era su vida en Pavia, y las diferencias —que poco me importaban— entre su ciudad procedente y Bérgamo. Pensé que, en unas cuantas semanas, Doretta se cansaría de mí, como mucha gente antes lo había hecho, y se iría con el grupo de chicos que serían sus grandes amigos. No obstante, ella nunca se fue... y jamás supe por qué. Doretta y yo éramos muy diferentes, así que debió haber huido...

Con el tiempo, me fui acostumbrando a su entusiasmo y a sus charlas interminables sobre cualquier cosa, hasta el punto en el que Doretta Mori era la única persona que podía mantenerme en pie. Mi tristeza inagotable seguía ahí, mis momentos de desesperación excesiva seguían ahí, mi padre ausente seguía ahí, Dalia y su obsesión por molestarme seguían ahí, mi madrastra mortificante seguía ahí, Lorraine y su nueva adicción por los cigarrillos seguían ahí, Jane y su agresividad seguían ahí, Jennifer y su inquietud insana por encajar en el grupo seguían ahí, la culpa seguía ahí, mis pesadillas seguían ahí, mi alma apagada seguía ahí, mi cuerpo pudriéndose por dentro seguía ahí...; y en mis peores momentos, lo único que deseaba era desaparecer, sin embargo, el estar con Doretta me distraía de todo el desastre. Ella me contagiaba su buen humor y a veces me hacía reír mucho. Además, la chica inspiraba el no quedarme callada y defenderme de Dalia en algunas ocasiones. Pero lo mejor de Doretta era que sabía perfectamente cuando era prudente pedir más detalles o cuando no lo era; a ella jamás le hablé sobre mi madre, por lo que nunca preguntó algo al respecto porque, de cierta forma, sabía que eso me molestaría. Así que, definitivamente sí: Doretta Mori, mi primera verdadera amiga.

Cabe mencionar que, desde los doce, comencé a ir mucho a su hogar; a veces también íbamos al mío, pero yo prefería que no fuera así: Ahí adentro siempre me sentía encarcelada. Ya a los catorce años, sus padres estaban muy acostumbrados a verme en su casa, y mi familia también, a verla en la nuestra.

 Ay, los catorce años... Para ese entonces ya habían pasado ocho solsticios desde aquel incendio que nos había cambiado a todos. Lorraine estaba por cumplir diecinueve y, a pesar de que ella y yo casi nos llevábamos cinco años, yo ya me encontraba de su estatura. Jennifer tenía trece y había crecido mucho, le faltaba muy poco para alcanzarme; también los ojos se le habían aclarado; y sabía bailar muy bien ballet, me encantaba mirarla practicar porque su pasión y concentración eran impresionantes. Jane no era más una pequeña, ahora tenía doce años, pero no era muy alta para su edad; los chinos rubios ahora se le destacaban más.

Aquellas largas vacaciones estuve en mi casa la mayoría del tiempo, ya que Doretta se había ido con su familia a las playas griegas. En la salida, el último día de clases, sus padres la habían recogido en la escuela ya con la maleta hecha. Mi amiga se emocionó como loca, me dio un enorme abrazo de despedida y me hizo prometerle que charlaríamos por mensajes de texto hasta que ella regresara de Grecia. No tuve más opción que decir sí. Por lo tanto, en las noches, siempre recibía un resumen de su día y yo le contaba sobre la trama de la novela que estaba leyendo. Ya había leído cinco libros desde que había empezado el verano..., sí, realmente no tenía mucho qué hacer. No obstante, todo dio un giro radical en una mañana que parecía ser inofensiva como las demás, pero resultó letal.

—Nos iremos a Londres —anunció mi padre en el desayuno. 

Mi corazón dio un salto con estruendo dentro de mi pecho. Me paralicé. No otra vez. No, por favor, pensé con angustia. 

—¡¿Por qué?! —se alteró Jennifer, y a ella sí que la escucharon.

Yo sabía muy bien la razón: Lorraine.

—Sabes muy bien a qué se debe, hija —le respondió Jack—. Tu hermana entrará a la universidad...

—Puede irse sola, que viva con Nicolle.

Mi padre endureció el rostro, ya que nunca le había agradado del todo la mejor amiga de mi hermana.

—Nos iremos. Es una decisión que ya está tomada, les guste o no —afirmó Jack. 

El enojo aplastó mi pecho, apreté la mandíbula y cerré los puños. Me costó una eternidad adaptarme a este lugar y, ahora, él quiere destruirlo todo y que comencemos de nuevo... Jane se echó a reír. 

—Oye, Lorraine, ¿en serio quieres que, a tu edad, siga detrás de ti? —se burló, y mi hermana mayor sólo se limitó a rodar los ojos.

Después de que terminamos de almorzar, me fui a llorar a mi cuarto. Me encontraba muy enfadada con mi padre y, por alguna razón, también con Lorraine: ¡¿Cómo podían hacerme esto?! Estuve un buen rato maldiciendo y caminando de un lado al otro en mi habitación hasta que logré calmarme. Luego le escribí a Doretta.


Hola. Espero que la estés pasando bien... Me iré a Londres. Jack nos lo dijo hoy, así que el próximo año ya no estaremos juntas.  


Cuando el mensaje se envió, tuve unas ganas incontrolables de lanzar algo a la pared, pero no lo hice. En vez de eso, bajé a ayudarle a mi abuela con sus plantas. Llegada la noche fue que Doretta me llamó. Yo ya sabía lo que se venía: su voz temblorosa y sus sollozos.

—Hola —respondí el teléfono.

—¡¿Cómo que te irás?! ¡¿Qué pasó?! —gritó sobresaltada.

—Sí, me mudaré en un par de semanas. Mi padre ya lo tiene arreglado... Todo se debe a Lorraine y la universidad —me quejé.

—Emily, no... Yo no regresaré hasta dentro de tres semanas, ni siquiera podré despedirme.

—Lo sé —hubo una pausa. Sus chillidos se escuchaban en el silencio—. Doretta, te juro que no quiero irme, pero no tengo opción.

—Entiendo —dijo con un hilo de voz. Su llanto me lastimaba—. Te voy a extrañar mucho, Emily.

—Yo también —le confesé.

—Pero nos enviaremos correos electrónicos, ¿cierto? —preguntó ansiosa— Prométeme que lo harás, y yo te prometo que también lo haré. 

—Claro —contesté, pero lo intentaré es lo que quise decir.

Ella siguió llorando. Yo apretaba mi diafragma para contener el enojo.

—¿Qué será de mí? —sollozó mi amiga.

—No digas eso, Doretta. Sé que hasta ahora sólo hemos sido tú y yo, pero por supuesto que harás más amigos. Eres genial, entusiasta y muy amable. No tengas miedo. La que debe temer soy yo, en Londres definitivamente voy a dejar de existir.

—Ahora tú no pienses mal, Emily. El problema de Bérgamo es que es muy pequeño. Es una ciudad pequeña y nuestra escuela es pequeña, así que es obvio porque no hay mucha variedad en el asunto de las personas. Pero tú te irás a una ciudad grande, con escuelas grandes; sin duda encontrarás buenos amigos —aseguró.

Me sentí incomprendida.

—Tienes razón —le mentí sólo porque ya no quería seguir hablando de esto.

Después hubo un prolongado silencio.

—Mis padres y yo iremos a cenar ahora, pero platicamos más tarde, ¿te parece?

—Sí, está bien. Nos vemos —me despedí.

—Nos vemos.

Luego colgué.

—Me llevó mucho tiempo conseguirte, Doretta; y acostumbrarme a que fueras mi amiga, mucho más. Indudablemente, en Londres estaré perdida sin ti —le afirmé a la oscuridad. 


Había ido por una manzana a la cocina de la silenciosa casa. Mis abuelos habían salido con Jane y Jennifer al parque. Yo no había accedido a ir porque quería continuar leyendo Hamlet, ya iba en la mejor parte: el entierro de Ofelia, en el que su hermano y el protagonista acuerdan combatir hasta que uno le dé muerte al otro. 

El ruido invadió la sala cuando Lorraine, mi padre y Miranda bajaron al recibidor. Los tres se habían vestido casualmente formales.

—¿Adónde van? —quise saber.

—Nicolle hizo una pequeña reunión con su familia para celebrar que iremos a la universidad en Londres —respondió mi hermana. Puse cara de pocos amigos—. ¿No quieres ir?, hasta sus primos estarán ahí.

—No —contesté con sequedad.

Aún seguía enojada con la idea de acoplarnos a sus decisiones universitarias.

—¿Segura? —insistió.

Mordí otro pedazo de manzana.

—Sí —contesté de mala gana.

Ella me sonrió con nostalgia, abrió la puerta y salió por ella.

—Si no irás, comienza a empacar —me ordenó Jack. 

Yo tuve que asentir con la cabeza sin protestar. Los tres se retiraron y cerraron el umbral. Luego de aquel click, la casa se quedó en un sigilo total. Le di otra mordida a mi manzana y me dirigí hacia arriba para continuar leyendo la historia del príncipe danés.

¿Ustedes creen en el destino? ¿Ustedes tienen la creencia de que todo pasa por algo? Si es que el destino existe, yo jamás lo comprendí. ¿Por qué no ir a la reunión de Nicolle, la amiga de Lorraine? ¿Por qué no fui si de todos modos sucedería? ¿Por qué semanas más tarde y no en esa reunión? No lo sé, tal vez los dos no habríamos caído tan profundo si el primer encuentro se hubiera dado en esa fiesta... La verdad, queridos nietos, fue hasta tiempo después que me enteré de que, si hubiera decidido asistir a aquella velada, esa tarde habría conocido a su abuelo; sin embargo, el engañoso destino decretó que no fuera así. 

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