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Cuando nos permitieron despedirnos de ti antes de que te enterraran, Maca y yo nos acercamos a tu ataúd, verte allí produjo que mis lágrimas no se contuvieran más, entonces lloré en silencio, no quería asustar a nuestra hija.

―Papi, ¿por qué lloras? ―La escuché pronunciar cuando terminó por descubrirme.

Su voz era suave y melosa, aún le costaba hablar perfectamente debido a su corta edad, lo que provocaba que escucharla se hiciera más enternecedor. Me sequé algunas lágrimas y me giré a mirarla escondiendo todo rastro de tristeza en mí.

―Pero si no estoy llorando, hija, es que las gotas de lluvia me han salpicado en el ojo. ―Traté de esquivar la verdadera razón.

―Cuando mami despierte no le gustará encontrarte llorando ―decía mientras jugaba con tu larga cabellera castaña, quise llorar aún más cuando la escuché, pero debía aparentar ser fuerte.

Eso, aparentar que todo estaba bien cuando en realidad era todo lo contrario.

Te observé, tu rostro se había pintado de un color pálido, tus mejillas ya no se sonrojaban al tenerme cerca, mantuve la vista en tus gruesos labios, aquellos que ya no volvería a besar, temía olvidar su sabor, su textura y la forma en que encajaban a la perfección junto a los míos.

Me preguntaba una y otra vez qué fue lo que pasó, en qué momento el mundo decidió alejarte de mí para siempre, quería seguir apreciando tu sonrisa al llegar a casa; eras todo para mí.

¿Por qué justo tenía que pasarte esto a ti, Ana Paula?, ¿por qué justo cuando tenías toda una vida para disfrutar?

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