Capítulo 3: Bajo la superficie: un encuentro inesperado

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    La voz de Ricky fluía como un arroyo buscando un camino entre las piedras. Seguía mencionando asuntos del gimnasio y lo que sucedía alrededor como excusas para entablar una charla. Su voz masculina se trasmitía en una cadencia envolvente. Benjamín lo sentía cual padre calmando la angustia de alguien que consideraba pequeño.

    Sin embargo, a medida que Benjamín mostraba poco interés, él iba devolviendo dosis de lo mismo, como si las palabras fuesen un espejo reflejando el desinterés del otro, hasta que de pronto Benjamín no lo soportó más y expuso algo que necesitaba sacar de él:

    —¿Te puedo preguntar algo? —soltó mientras se apretaba las rodillas.

    —Dime.

    —¿Por qué me salvaste?

    —Ehh... ¿Y por qué esa pregunta? —cuestionó sin entender.

    —Pues sí, o sea —titubeó, empezando a sentirse abruptamente arrepentido por haber preguntado, pero ya no podía retroceder— Eso: ¿por qué viniste a ayudarme?

    —Te vi venir al baño, no te vi salir y supuse que te habías quedado atrapado o algo así, porque todos salían del restaurante menos tú. Me bastó con acercarme un poco para escuchar cómo tacleabas la puerta. ¿Por qué?

    Se halló repentinamente desarmado. Ricky había entregado esa respuesta como si fuese la más obvia el mundo, como si ayudar a alguien atrapado fuese una cuestión de simple humanidad. Sintió, por ese instante, que era el único en la tierra buscándole una quinta pata al gato, desconfiando de las intenciones de todos.

    Ricky pareció comprender lo que pensaba, aun así mantuvo su desconcierto.

    —¿Tiene algo de malo, Benjamín? ¿O tú no harías algo similar? Si confirmaras que una persona está atrapada, luchando por salir, ¿simplemente te largarías?

    Benjamín ni siquiera supo cómo responderle. ¿Dejaría abandonada a una persona en peligro? Nunca se había imaginado en una situación así, salvo cuando fantaseaba de pequeño sumergiéndose en esos cuentos absurdos de príncipe salvando a otro príncipe. 

    —¿Benjamín? —insistió Ricky ante su silencio.

    —¿Qué?

    —Ehmm, ¿entonces...? —Sonrió pareciéndole tierna la manera del chico de rehuir a la pregunta.

    Benjamín se tomó su tiempo para responder. Sus ojos de niño herido protestaron un par de veces.

    —Sí la ayudaría —aseguró a secas.

    —Bueno, me alegra.

    Suspiró con desgano. Gracias a lo sucedido, había confirmado que solo era parte del «prójimo» y que había sido ayudado por un buen samaritano. No había más vuelta que darle. Se abrazó un poco más a sus rodillas, buscando refugio en ese gesto, y descansó su mentón sobre ellas, decidido a esperar el tiempo que hiciera falta para salir de allí.

    Ricky ladeó ligeramente la cabeza, observando las actitudes del chico que parecían tejer una red de curiosidades cada vez más amplia en su mente.

    —¿Ahora me permites hacerte una pregunta a ti? —preguntó sonando caballeroso, pero dejando entrever un tono juguetón.

    Benjamín le devolvió una mueca endurecida.

   —Aunque no sé cómo preguntarte esto... —añadió su compañero—, me da la sensación de que te molestarás.

    Entrecerró los ojos, sospechando de las intenciones de Ricky. 

    —Suelta —demandó con seriedad.

    Ricky sonrió.

    —Es que te siento un poco..., ¿cómo decirlo?, ¿defensivo?

    La observación de Ricky comprimió su garganta. ¿Sería que era hábil para leer el interior de las personas? «Nah», pensó, su naturaleza defensiva era algo que todos notaban.

    —Supongo que es así —concluyó Ricky, adquiriendo una seriedad repentina—, pero bueno, no planeo intervenir con eso porque no soy nadie para decirte nada. Todos tenemos derecho a nuestro espacio, por supuesto, y una circunstancia como esta no rompe esa regla. Pero sí tengo una curiosidad hace un tiempo contigo. Solo no lo tomes a mal, pero me ha dado la sensación de que no te caemos nada bien.

    Una sombra pasó por el rostro de Benjamín. Aquello no pareció gustarle mucho a su compañero.

   —Bueno, Benjamín... Si es así es una pena. Lamento si hemos hecho algo que no te agradara.

    El chico con rostro de niño reflexionó cabizbajo.

     —Pues... tú tampoco lo tomes a mal, pero cuando entro al gimnasio prefiero... concentrarme en lo mío mientras escucho música —explicó, esta vez mezclando franqueza con un toque de titubeo mientras se acomodaba para sentarse mejor—. Y siendo sincero siempre prefiero guiarme solo en rutina de ejercicios; a lo sumo pregunto cuando no sé algo respecto a las máquinas. No es mala onda, es que simplemente... no me gusta tener a un entrenador al lado gritándome.

    Sus palabras despertaron la comprensión de Ricky y una alegría, como si siempre hubiese querido saber esto.

    —¡Ah, pero eso lo entiendo súper bien! Yo tampoco estoy nada de acuerdo con andar entrenando a alguien a gritos. ¿Es necesario? No. La motivación se puede impartir de otras formas.

    Una pequeña luz refrescó el rostro de Benjamín.

    —Sí, ¿no? Y yo sé hasta dónde quiero llegar.

    —¿Cómo así?

    —No sé si te has fijado, pero no asisto todos los días al gimnasio, aunque tampoco lo dejo abandonado. Digamos que busco mantenerme en forma, pero no planeo transformarme en un culturista o algo así. Busco algo promedio, y a mi ritmo.

    —Entiendo, entiendo. —Sonrió Ricky, viéndose más animado—. Me parece súper respetable. Y no te preocupes, sé que hay muchos que prefieren ir a su propio ritmo. Muchos chiquillos se ansían demasiado con el ejercicio: quieren conseguir todo en unos pocos meses, y así solo ponen su salud en riesgo y terminan estresados. Hay que tomarse las cosas con calma.

    »Yo también aprendí ir a un ritmo prudente. Desde pendejo me gusta mucho el ejercicio y en su momento me ansié demasiado. Hasta que alguien me enseñó que el descanso, el buen dormir y comer bien eran fundamentales. Ahí fue cuando empecé a ver resultados reales.

    —Entonces ya llevas su buen tiempo en esto, ¿no? —consultó Benjamín sosteniendo un costado de su cabeza sobre una mano.

    —Sí, desde los catorce.

­    —¡¿Los catorce?!

    Ricky rompió a reír durante unos segundos.

    —Ajám, desde pendejo he sido fanático por el ejercicio.

    —Vaya —susurró con un extraña punzada en su cabeza, pero a su vez se sintió más a gusto.

    —Es una pasión para mí, la verdad—continuó Ricky, sus ojos brillaban con ilusión y vitalidad.

    Esa declaración resonó en el corazón de Benjamín, llevándolo a recordar cuánto admiraba la disciplina en los chicos y por qué había entrado en un gimnasio en primer lugar.

    —Me parece muy... bonito —expresó, llevando en sus palabras verdad y sentimiento.

    —¿Sí? —Ricky enarcó las cejas. Sus ojos grandes se mostraron muy expresivos, como si le hubieran removido sentimientos antiguos.

    —Sí, o sea... la pasión por el ejercicio —corrigió preocupado.

    La sonrisa de Ricky se ensanchó, al parecer porque encontraba encantadoras las palabras tímidas de su compañero.

    —Es para mí la adicción más saludable que existe. El cerebro libera endorfinas que generan una sensación de euforia y bienestar. Son para reducir el dolor y el malestar y mejoran el estado de ánimo.

    »Hay tanto vicio dañino y asqueroso por ahí; ojalá la gente dejara de lado la pereza y descubriera más de esto.

    Benjamín comenzó a sonreír de a poco. El ritmo de la charla se hacía cada vez más fluido.

    —Sí, a mí también me gusta —respondió con otro toque de timidez adornando sus mejillas—. Quizás no tanto, pero he aprendido a tomarle el gusto. Es que siento que es una distracción... diferente.

    —¿Si?

    —Sí. No solo me distrae, es como si también me ayudara a energizar la mente —añadió agachando un poco la cabeza, reflejo de una timidez superior—. Me imagino que es por lo que dices.

    —¡Pero claro! —exclamó Ricky con los ojos iluminados, compartiendo un tesoro de vida—. Es como si te renovara el circuito de energías. No solo te despeja, también te renueva. Para mí el ejercicio es uno de los mejores distractores. Cuando tienes un mal día un buen ejercicio puede hacer maravillas. Sentir que trabajas por ti mismo en un momento de desánimo te renueva. La disciplina te premia en cualquier momento de bajón.

    Cada palabra, cada sílaba de Ricky caía sobre Benjamín como flores cultivándose lentamente sobre un campo desolado. Ricky hablaba con una pasión genuina, feliz de tener la oportunidad de expresar sus rutinas favoritas. Benjamín lo siguió escuchando con la disposición de un corazón más abierto. Ricky sabía demasiado de ejercicios; él no mucho.

    —¡Pero de todas formas aquí estamos!, cualquier consulta o lo que sea.

    —Pues... —Benjamín no quería ser irrespetuoso—. Lo tendré en cuenta.

    Ricky lo analizó detenidamente, con una mirada divertida.

    —Benja, sé que a veces los chiquillos con los que me junto son un poco bobos para decir algunas cosas. ¡pero te juro que tienen buen corazón! Dales una oportunidad y lo comprobarás por ti mismo.

    —Uhm —contestó dudoso.

    —Es en serio —expresó risueño.

    —Sí, claro.

    —A ver, el José es bien gritón, a lo mejor por eso no te gusta —explicó inclinando suavemente la cabeza—. Pero ¿sabes?, el otro día dijo que estaba más que dispuesto a echarte una mano si la necesitabas.

    —¡No, gracias! —contestó preocupado ante la idea, colocando claridad excesiva en sus palabras. Ricky rio, lo cual, lamentablemente, lo llevó a soltar un chillido de dolor por haber movido sin querer su pierna lastimada—. ¿Estás... muy mal?

    —No sé, realmente.

    —¿Cómo así que no sabes?

    —O sea sí, siento que algo se me dobló en el tobillo, y supongo que es un esguince. Pero cuando me quedo quieto se me pasa —contestó mientras se sobaba las rodillas.

    —No te muevas, entonces —sugirió con delicadeza.

    Hubo un momento de silencio, y dentro de él una mirada compartida en la que ambos se sintieron extrañamente cómodos; era un reconocimiento mudo, un entendimiento no verbal, los despliegues de una danza de sinergias que comenzaba solo ahora que Benjamín dejaba de lado sus murallas.

    Benjamín dejó escapar un suspiro profundo como el eco de las montañas, mientras sus ojos se perdían en los misterios de la vida. Cada vez que posaba su mirada en su compañero, descubría que era tan, pero tan distinto a lo que había pensado de él. Luego miró el baño deforme por los escombros. El agua del lavamanos había dejado de brotar.

    —¿Cuánto crees que se tarden en rescatarnos? —preguntó.

    —Como estamos en zona de riesgo, puede que un poco menos, pero no sé; como tú mismo dijiste: puede que haya quedado la crema en otras partes y dependiendo de qué tan grave sea van a priorizar.

    Inhaló atribulado.

    —Solo hay que esperar, Benja. Lástima que no tengamos nada para comer.

    —¡¿Para comer?! ¿Hablas en serio?

    —¿Qué tiene? —Rio, y por hacerlo se ganó otra punzada de dolor.

    La perplejidad de Benjamín se incrementó: definitivamente Ricky era un chico que procesaba demasiado bien las circunstancias. Y también parecía tener una capacidad especial para reprender los problemas de los ambientes caóticos. La pequeña sonrisa de Benjamín se hizo más dulce.

    —¿No alcanzaste a comer bien?

    —No —protestó con un puchero juguetón—. El mundo decidió caerse a mitad de mi almuerzo. ¡Y cuánto odio cuando me interrumpen una comida!

    A Benjamín le pareció encantadora esa actitud infantil.

    —¿Te gustan las barras de cereales?

    —Sí, ¿por qué?

    Retiró una barra de cereal que tenía guardada en el bolsillo de su polerón, y se la lanzó a Ricky, quien la recibió sorprendido.

    —¿Me la das?

    —¿No la quieres? Entonces pásamela de vuelta —exigió, aunque jugando, moviendo los dedos hacia él mismo.

    —¡No, no! ¡Claro que sí! —dijo, luego observó los ingredientes.

    —Tranquilo, no tiene azúcar.

    Con las mejillas infladas, Ricky empezó a abrir la barra de cereal.

    —Gracias, eh.

    Benjamín disfrutó verlo comer: masticaba muy bien, queriendo llamar la atención o hacerse el simpático. Lamentablemente, un pesar regresó a su corazón marchito, un sentimiento de desencaje con el momento y el mundo. Aún se debatía con la situación, aún navegaba en un mar de dilemas internos que chocaban contra la luz que su compañero proyectaba.

    Sin embargo, Ricky continuó charlando. Así, sin pretenderlo, empezó a traerlo de regreso al mundo, hasta que hubo un momento en el que Benjamín volvió a perderse en cavilaciones lejanas: dejó de responder ante sus comentarios de manera abrupta y ante preguntas demasiado típicas dentro de una charla donde dos personas se conocían. Ricky se anonadó, hasta que Benjamín se quedó mirándolo mientras sus dedos rasgaban su cabellera, acomodándose a un lado de la cabeza.

    —La primera vez que entré a un gimnasio fue cuando tenía veintidós años —respondió, aunque haya sido tarde.

    —Ajám. —Ricky recibió la respuesta sin más al tiempo que seguía presenciando esa mirada que se fijaba en él con una madurez peculiar y evaluación silente. Se sentía en medio de un examen inesperado aunque intrigante, donde no le quedaba de otra que esperar el resultado.

    Los ojos de Benjamín penetraban con una dulzura profunda, llevando en ellos un alma que había recorrido muchos caminos; contaban experiencias y cargaban una sabiduría especial que le confería la capacidad de observar otras áreas de cualquier ser humano.

    Ricky se sintió... extrañamente hipnotizado, como si estuviera ante los ojos de un mago capaz de examinar mentes con hechizos hondos pero no arrasadores, como si manos suaves palparan su interior, descubriéndolo.

    —Te creía más castroso —lanzó Benjamín de la nada, cortando el hechizo súbitamente.

    —¿Perdona? —Parpadeó con rapidez. 

    —Sí, pues. Y un poco burlón, tal vez.

    No se recuperaba. No podía. Observó más detenidamente a Benjamín: el chico parecía haber reubicado su armadura interna, mostrando una esencia más despejada de sí mismo.

    —¿Y por qué pensaste eso? —dijo finalmente.

    Benjamín le regaló una sonrisa insinuante y obvia.

    —¿Por los chiquillos con los que me junto? Pero ellos... no son burlescos—. Ricky se vio acorralado—. Como te dije, sé que son un poco bobos, pero no dicen nada con mala intención; te lo juro. Benja, yo los conozco desde hace años.

    —¿En serio?

    —Con el José íbamos juntos a la escuela. A Carlos lo conocí en la uni, a Gonzalo en un concurso de natación. Llevamos años de amistad en los gimnasios. Los conozco demasiado bien.

    »Puede que pienses que se burlan de los demás porque se la pasan hablando de sus logros en el ejercicio, pero es que no tiene nada de malo disfrutar de sus resultados. Y si es que han dicho algo malo, soy el primero en reprenderlos.

    »Mira, sí te reconoceré algo —explicó levantando el dedo índice, luego lo bajó—, me gusta bromear, pero óyeme, jamás busco hacer sentir mal a nadie por el simple hecho de que considero de que debe haber respeto tanto hacia los demás como hacia mí. Lo considero algo fundamental para que todo pueda funcionar. Y si no lo está, pues lo impongo.

    Benjamín removió las manos sobre sus piernas, necesitando acomodarse en una postura más atenta que le permitiera contemplar algo que lo estaba dejando casi atónito.

    —Si aún no me crees, Benja, puedo demostrártelo de algunas formas. Soy profesor. El respeto es algo que tengo que estar imponiendo cada vez más, especialmente en estos últimos tiempos.

    —¿Profesor? ¿De verdad? —preguntó boquiabierto, sintiéndose cada vez más atraído.

    —Así es —respondió, considerando simpática su reacción.

    —¿De qué eres profesor? ¿Puedo preguntar...?

    —Bueno, en realidad, es un cuento súper largo. Quizás siempre tuve un talento especial para ser profesor, pero por pendejadas preferí dedicarme a algo que diera más dinero. Ya sabes, la plata mueve el mundo. Así que estudié ingeniería civil industrial. He tenido varios trabajos desde que me titulé, incluyendo asesorías a pymes nuevas. Luego tomé una licenciatura en educación. Cuando lo conseguí estuve algo más de un año trabajando en el colegio Andrés Bello como profesor de matemática para tomar experiencia. Actualmente enseño en la universidad Católica del Norte, a los futuros ingenieros, aunque empecé hace muy poco.

     En ese instante Benjamín agachó la cabeza, aunque su boca se mantenía abierta.

    —Y como profesor, te imaginarás que debo lidiar con alumnos de todo tipo.

    —Sí, me imagino —murmuró.

    —Tengo varias anécdotas donde tuve que imponer respeto. Uff, si te contara.

    Benjamín parecía sentirse reducido mientras sus ojos de cachorro parecían enredarse sobre un varias emociones.

    —Entiendo.

    Ricky alzó una ceja, leyendo la culpa que sentía por haberlo juzgado. ¿Qué haría al respecto? ¿Le ofrecería unas disculpas, quizás? Sería interesante, pero Benjamín se escabulló y empezó a preguntar sobre su profesión con un ánimo renovado.

    Y así surgió una charla que no conoció limite.

    Ricky toqueteó algo en la pantalla de su celular; al rato informó que se le había acabado la batería y se dispuso a seguir charlando mientras sonrisas nerviosas fluían por parte de Benjamín, quien no podía creer que pudiera sentirse cada vez más grato en medio de escombros. Estaba encantado con la profesión de Ricky. Se lo imaginaba enseñándole a los alumnos y algo se apretaba en su estómago.

    La sinergia entre ambos crecía como si se encontraran mutuamente con cada palabra, descubriéndose como piezas de un rompecabezas antiguo, que siempre esperó ser completado. Era una chispa en el aire. Pero de vez en cuando dibujaban expresiones incrédulas aunque agradable, pues para los dos era algo loco estar en medio de una situación así. 

    De repente hablaron sobre la edad de Ricky y a Benjamín le fascinó lo que escuchó:

    —Treinta y uno.

    —Perdón por la pregunta, solo... me dio curiosidad, perdona.

    —Ay, Benja, pero si es una pregunta de lo más normal del mundo. —Sonrió endulzado—. Pregunta, hombre.

    —Está bien —murmuró emocionado, aunque bajando una vez más el rostro entre sus rodillas.

    —¿Y tú qué edad tienes?

    —Veintisiete.

    Ricky alzó las cejas abruptamente.

    —¿Qué pasa? —Benjamín se abochornó, no sabiendo si su sorpresa era buena o mala.

    —Te creía más niño.

    —¿Por?

    —¿Será porque tienes cara de niño?

    —Mentira —musitó, levantando otro poco las rodillas.

    —Nah, dudo mucho que no te hayas visto en un espejo y pensado que tienes cara de guagua —comentó sobándose los brazos.

    —No —aseguró.

    Ricky se rio.

    —¿Entonces qué? ¿Tienes cara de todo un adulto, así bien grande?

     —Pues sí.

    —Pero Benja... —Volvió a reír, su tono de voz masculino entremezclándose con carcajadas acarició los oídos de Benjamín.

    —Tengo un semblante... serio —intentó explicar con un ademán.

    —Pero explícame: ¿seriedad significa parecer más adulto?

    —¿Y por qué no? Diría que seriedad se relaciona con madurez y madurez con mayor edad.

    —Uhm —analizó acariciándose el mentón—. Seh, bueno, bajo cierto punto de vista sí, no te lo niego. ¿Entonces cuánto años te agrega la seriedad, Benjamín? ¿Uno o dos?

    —¿Y por qué tan poco? —protestó.

    —Pero ¿cuál es tu afán por lucir mayor? —Su risa volvió a fluir, una melodía envolviendo los sentidos.

    Ambos explayaron sus argumentos para convencer al otro hasta que solo finalizaron en más sonrisas. 

    De pronto, empezaron a hablar de... ¿frijoles? ¿Qué tenía que ver la edad con eso? Por ahí hablaron sobre dietas saludables y de la nada mencionaron comidas verdes.

    Con cada pregunta nacía otro tópico de conversación que terminaba en algo totalmente diferente. Por ejemplo, Ricky confesó que le gustaba dormir sobre camas de dos plazas después de que habían hablado de las cualidades de la ciudad.

    De la nada Ricky recordó que aún no sabía algo básico:

    —¿Tú trabajas, Benja? ¿O estudias?

    —Estudio —respondió a la vez que se limpiaba unas migas de polvo que había caído sobre su polerón.

    —¿Sí? ¿Y qué estudias? —preguntó con ilusión.

    Benjamín se sintió apenado, considerando que su carrera pudiera ser poca cosa si la comparaba con todo lo que Ricky había logrado en la vida. Aun así..., no quería romper esa ilusión tan bonita.

    —Diseño.

    —¡Ohhh! Mira tú. ¿Y cuántos años llevas?

    —Me faltan dos.

    —¡Buena!

    »Oye, ¿entonces sabes dibujar?

    —Ajá, sí.

    Hablaron de dibujos, de pinceles, de fotografía, y luego de... ¿Harry Potter? ¿Cómo llegaron a hablar de eso?, se preguntaba Benjamín mientras recordaba cuando Ricky lo saludó el primer día en el gimnasio. En ese entonces había encontrado los rulos de Ricky muy atractivos junto a su cuerpo tan bien trabajado. Se habían presentado con el nombre. Pero ¿por qué no lograba recordarlo aún? Se sentía cada vez más culpable por haberlo borrado de su memoria.

    —Me dicen Ricky desde hace rato —explicó con unos ademanes que expresaban cierto desacuerdo—. Tiene una razón bien tonta. No me gusta mucho que me digan así, pero me acostumbré.

    —Entonces.. no te diré así, digo...

    Ricky entrecerró los ojos, descubriendo que Benjamín no sabía su real nombre a pesar de que se lo había dicho el primer día que se conocieron.

    —¿No recuerdas cómo me llamo?

    —Ricardo —lanzó apresurado, apostándolo todo, fingiendo carraspear a mitad del nombre.

    —Sí, señor.

     «¡Le achunté!», pensó con alivio.

    «Uff, menos mal».

    Hablaron de nombres chilenos, después de apellidos. Hasta que Ricardo preguntó:

    —¿Y a ti te molesta que te digan Benja? Te puedo llamar así, ¿no?

    —Sí —contestó sin dudarlo, a pesar de que nunca hubiese pensado que lo permitiría ante este chico.

    —Benja —nombró Ricardo, como si se grabara el nombre en un lienzo escondido de su corazón—. Me gusta tu nom...

    Fue interrumpido súbitamente cuando unos sujetos gritaron desde afuera del restaurante preguntando si había alguien atrapado. Era un grupo de rescatistas del ejército. Ya había llegado el momento de salir de allí.

    Los chicos soportaron con una larga tensión a las máquinas moviéndose alrededor, removiendo los escombros con un cuidado meticuloso pero aterrador.

    Se encontraron con periodistas del canal Trece de Chile, atentos a grabar el rescate para que saliera en todas las televisione.

    La imagen de ambos saliendo del lugar se grabó de por vida en Benjamín, impactante e irreal, con un montón de cámaras apuntando a ellos. Los dos fueron llevados a una ambulancia donde Ricardo fue acomodado sobre una camilla.

    Dentro continuaron observándose uno al lado del otro, con un deseo frustrado de seguir charlando, quizás incluso hasta agotarse.

    Al llegar al hospital se encontraron con un ajetreo imparable. Benjamín había sufrido rasguños y Ricardo un esguince leve. Benjamín esperó pacientemente que fuese atendido y se dirigió hacia él apenas hubo sido dado de alta. Una enfermera le había entregado una muleta y le costaba acostumbrarse a ella. Lo ayudó a caminar hacia la salida, donde lo esperaba uno de sus amigos dentro de un vehículo bajo la oscuridad de la noche.

    Antes de abrir la puerta del auto, se volvieron a mirar. Ricardo parecía no querer despegarse del chico.

    —Nos vemos, Benja.

    —Nos vemos... —respondió educado, preocupado ante una despedida que pudiese significar el rompimiento de lo que había fluido.

    ¿Volvería a hablar con Ricardo? Tal vez habían hablado más cercanamente debido a la situación.

    —¿En serio solo te encontraron contusiones? —consultó Ricky.

    —Sí.

    —Somos famosos, Benja, aparecimos en la tele —comentó emocionado.

    —Sí. —Rio por primera vez, unas carcajadas suaves que enternecieron a Ricardo.

    —¿En serio no necesitas que te llevemos a alguna parte?

    —No, tranquilo. Además, cerca de aquí vive mi amiga de la que te conté. Aprovecharé para preguntarle cómo está.

    —¿Seguro, seguro? Mira que te pueden asaltar por ahí con esta oscuridad tan siniestra.

    Benjamín echó un rápido vistazo alrededor: casi toda la ciudad estaba en tinieblas, pues el terremoto había cortado el suministro de luz y energía.

    —Sí. —Sus labios dibujaron una sonrisa más amplia—. Seguro, muy seguro.

    —¿Habrá un Hogwarts en Latinoamérica, Benjamín? —preguntó de la nada, retomando uno de los tantos tópicos.

    —¿Qué? Pero ¿qué dices? —Volvió a reír.

    —Yo estoy seguro de que sería de Gryffindor.

    Analizó a Ricardo con una sonrisa cariñosa, disfrutando de su gesto infantil.

    —Creo que sí, seguramente.

    —Bueno —concluyó Ricardo—. Cuídate mucho.

    —Tú igual.

    Finalmente entró al vehículo, sentándose al lado del conductor quien estuvo esperándolo con impaciencia. Benjamín alcanzó a escucharlo decir, ante de que encendiera el motor y partieran:

    —¿Y esa despedida tan larga?

    Benjamín se dirigió a su departamento con los brazos cerca del cuello y encima del pecho, como si necesitara abrazar lo que estaba sintiendo, retener cada emoción, cada trazo de lo que había experimentado.

    Contempló las estrellas, y una lágrima solitaria surcó su mejilla. Ayer esas mismas estrellas habían sido testigos mudos de su intento de suicidio, pero ahora, en su brillo etéreo, parecían reflejar sus nuevas emociones, sus ansias por descubrir lo que la vida le tenía reservado en los días venideros, ahora que había conocido a Ricardo.

    «Ricardo...». Ese nombre ya había dejado una marca en su interior, como una huella imborrable en el paisaje de su alma.

Diccionario:

Guagua: Bebé.

Polerón: Prenda deportiva de chaqueta o sudadera; suele ponerse sobre otras prendas deportivas cortas.

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