CAPÍTULO UNO

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EL ENCUENTRO
EN LA ABADÍA

Tras unas largas horas de camino y caminar por colinas de afiladas rocas entre un silencio que solo acompañaba el suave viento, divisó desde lo alto un campo de cultivo abajo: con tomates rojiverdes en plena etapa de madurez; brillantes lechugas recubiertas por un manto de gotas de agua; zanahorias que asoman desde la tierra para acoger los rayos en sus delicadas hojas...

Había suficiente para alimentar a un grupo numeroso de personas, más que suficiente.

A la derecha, se alzaban robustos manzanos con frutos de diversos colores y una amplia gama de variedad de árboles; le recordaban a unos soldados en formación que saludaban a su oficial con unos brazos ramosos que el tiempo erosiona.

Y, justo al lado, en el centro de los cultivos y plantaciones, algo semejante a una mísera, mas imponente iglesia, que se sostenía por la fuerza divina en su hipótesis formulada al acercarse cada vez más a ella.

Durante su estancia en Gresota, nunca supo sobre la existencia de una iglesia,tan siquiera aparecía en el mapa. El pueblo consistía de largos kilómetros casi desérticos rodeados de la nada absoluta, pero parecía ser que no era del todo cierto.

<<Voces. Dentro>>. Decía para sí mismo.

Se preguntó por un mero instante si eran alucinaciones suyas, pero descartó la idea y hundió su mano en el bolsillo del pantalón para coger una navaja, a la vez que agudizaba su oído y se acercaba a la puerta fortuitamente entreabierta con sigilo.

—Giovanni, sabes que Liberio no consentirá jamás que utilices el dinero de la abadía para cosas que él considera inútiles, y yo estoy de acuerdo con sus principios— habló una voz rasposa y grave con ajetreo evidente y una tos poco apacible que acompañaba el final de sus frases.

— ¿En serio estás de su parte, Raúl? Yo pensaba que éramos amigos, hermanos... ¿Acaso no necesitamos una cama más noble, unos aposentos sin humedad? ¡Siempre estás enfermando!— contestaba con viveza y en susurros un sujeto que, juzgando por su tono, estaba a punto de maldecir al mundo.

— No, ¡no!... Sabes que no enfermo por esa razón, yo considero mi cámara por digna, que tú anheles recuperar tu vida de privilegios no es problema de nuestra reducida comunidad.

¿Acaso eran saqueadores de riquezas, olvidadas en abandono eterno como en esta abadía vieja? ¿Acaso eran inquilinos de un monumento sagrado de grandes dimensiones que no aparecía en ningún plano?

Cada idea era un peldaño hacia arriba en grado de imaginaciones demenciales, así que, decidido, empujó la puerta con brusquedad agarrando con violencia su navaja.

—¡Manos arriba, maldita sea!—dijo entre dientes y en posición de ataque con las rodillas flexionadas.

Los dos hombres le miraban atónitos con los ojos desorbitados; a uno se le escabulló un libro entre las manos que se precipitaba bruscamente al suelo.— ¿Qué hacéis aquí, malecho...

Calló tan de repente que aterró aún más a los presentes, que ahora barajaban si Nuriel pudiera tener problemas mentales severos.

Deparó en sus ropajes —largas túnicas marrones descoloridas—  y en el aspecto general de las personas a las que estaba apuntando con la punta de un arma filosa: eran David y Goliat reencarnados.

La primera vez que Nuriel se otorgó unos segundos para inspeccionar el entorno en el que se encontraba, sintió un escalofrío que recorrió su columna vertebral. Había algo en las piedras antiguas y en el aire cargado de incienso que le resultaba inquietante.

Había sido un guerrero, luchando en guerras lejanas, pero nada le había preparado para la atmósfera opresiva de aquel lugar.

Volvió a centrar su atención en los hombres. El alto y corpulento tenía una espesa barba pelirroja que combinaba con su pelo ondulado de reflejos amarillentos, un rostro poderoso, pálido y pecoso con una nariz diminuta y unos labios rosados intensos.

Nuriel Navon se mantuvo en guardia, su navaja bien sujeta mientras miraba a los sujetos con túnicas marrones, pero sobre todo a la enorme amenaza. La luz tenue que entraba por las ventanas de la pequeña iglesia apenas iluminaba el polvo suspendido en el aire. La inmensa sombra del hombre pelirrojo, que superaba los dos metros, se proyectaba hacia adelante, abarcando gran parte del suelo. El otro, de barba escasa, rostro huesudo y alocados cabellos negros con salientes canas, se echó hacia atrás, levantando las manos con rapidez.

—Somos monjes —dijo el corpulento, levantando las palmas abiertas—. No queremos problemas.

Nuriel no bajó el arma, pero relajó un poco la tensión en su rostro y su cuerpo.

—¿Monjes? ¿En este lugar olvidado? ¿Por qué debería creeros?

El más bajo, Raúl, respondió con una voz temblorosa y entrecortada.

—Esta es la Abadía de Gresota. Nosotros formamos parte de la Orden de San Joux. Somos una pequeña comunidad dedicada al estudio y la oración. Giovanni y yo cuidamos el cultivo y la biblioteca.

Nuriel, desconfiado, mantuvo su postura defensiva.

—¿Y quién es el abad Liberio? —preguntó.

—Nuestro líder —respondió Giovanni—. Un hombre sabio y justo que no tolera la avaricia ni la corrupción. Nos guía en nuestra búsqueda espiritual.

Nuriel titubeó, pero finalmente guardó la navaja, aunque mantuvo la mirada fija en los dos hombres.

—Llevadme con él —ordenó—. Quiero hablar con vuestro líder.

Los dos monjes se miraron y asintieron lentamente. Raúl señaló una puerta al fondo de la iglesia.

—Por aquí.

Pasaron por una pequeña sala con bancos de madera y paredes cubiertas de estantes llenos de libros. El olor a papel envejecido impregnaba el aire. Subieron una escalera que crujió bajo sus pies y llegaron a una sala más amplia, con ventanas que dejaban entrar la luz del atardecer.

Allí, sentado en un sillón tapizado y con un monóculo dorado, estaba el abad Liberio. Un hombre delgado, de aspecto solemne, con el cabello plateado cuidadosamente peinado hacia atrás. Cerró el libro que tenía entre las manos y se incorporó para recibirlos.

—¿Quién es este extraño que trae un arma a nuestra casa? —preguntó, dirigiéndose a Giovanni y Raúl.

—Soy Nuriel Navon —respondió él mismo, dando un paso al frente—. No soy un saqueador, pero tampoco soy un hombre de fe. He oído rumores sobre este lugar y vine a investigar. Encontré a estos dos hablando de dinero y privilegios.

Liberio miró a Giovanni y a Raúl con severidad.

—La codicia no tiene cabida aquí —dijo—. Pero las apariencias pueden engañar. Estos hombres cuidan de la comunidad como pueden, aunque a veces se extravían en discusiones inútiles.

Se acercó a Nuriel y lo miró fijamente a los ojos.

—¿Qué te trae aquí, hombre perdido?

Nuriel vaciló, sin saber cómo explicar la mezcla de sentimientos que lo habían impulsado a adentrarse en su búsqueda y hallar tal secreto lugar.

—Busco... refugio. Un propósito. Algo que me devuelva el sentido que perdí en la guerra..

Liberio lo estudió con detenimiento de pies a cabeza y luego asintió.

—Has venido al lugar correcto. Aquí hallarás conocimiento, paz y, tal vez, respuestas. Pero también deberás cargar con tus propios fantasmas. ¿Estás dispuesto?

Nuriel no respondió de inmediato. Recordó los horrores de la guerra que lo perseguían en sueños y el vacío que lo había sumido en una espiral de desesperanza. El rostro de su abuelo apareció en su mente, como una advertencia silenciosa.

—Estoy dispuesto —afirmó finalmente, aún con un ligero tono de desconfianza.

Liberio extendió una mano hacia él y Nuriel la estrechó con firmeza.

—Entonces, bienvenido a la Abadía de Gresota.

Mientras se retiraban para prepararle un lugar donde descansar, Nuriel se dio cuenta de que no sería fácil encontrar el propósito que buscaba, ni mucho menos considerar que su nuevo hogar era normal y acogedor.

Había algo oscuro e inquietante en el aire de la abadía, como si la tranquilidad fuera solo una ilusión frágil.  Y no pasó mucho tiempo antes de que Nuriel tuviera conocimiento de los extraños sucesos que, como el calor de un fuego eterno, consumían lentamente a los habitantes del lugar.

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