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 Practiqué en el baño cómo moverme con propiedad, no era tan difícil después de todo.

Leviatán no me permitió ver mi reflejo en el espejo, lo cubrió con una toalla, no tenía ganas de averiguar qué encontraría devolviéndome la mirada.

Suni estaba menstruando, tuve que limpiar el desastre sangriento que era su entrepierna.

Tomé unos calmantes para no sentirlo. Había medicamentos. Eso era la gloria, en el infierno, a todos, una vez al año, sin distinción de género, nos daban dolores menstruales. No me preguntes cómo pude sentir unos ovarios inflamados cuando no estaba ni vivo ni había tenido ovarios jamás, pero la lógica de allá es demente.

Dios había sido un poco injusto con las mujeres, qué va, con todo el mundo entero.

Desde que había tenido ese sueño estaba pensando mucho en Dios. No sabía si él estaba al tanto de que me había escapado del infierno o por qué no protegía a Suni de mí. No lo sé. Tal vez Dios era como el amor, era algo que teníamos todo el tiempo a nuestro alrededor pero que no podíamos comprender por más que intentáramos.

No tenía ganas de ponerme filosófico así que di por acabado el asunto. No quería perder tiempo con él si él no perdía tiempo conmigo.

Me vestí con el uniforme del colegio. Consistía en una falda gris que a mi gusto era demasiado larga, me la subí para que se me vieran las rodillas y los muslos, arriba las niñas usaban una camisa con corbatín negro y calzaban zapatos lustrados y medias blancas.

Cuando estuve listo desayuné, desagradablemente, con halmeoni.  No le di un gran espectáculo, estoy seguro. Aunque lo intenté no pude masticar la comida, la tragué como un pájaro con dolor de muelas. Era lo más delicioso que había probado en años. Las tostadas estaban crocantes y dulces, en su estado perfecto, no sabían a carbón ni tenían moho o pequeños visitantes, el café era líquido, sin grumos y estaba caliente pero no me quemaba la lengua... ¡Tibio! Esa era la palabra.

 Cálido. 

 Cerré los ojos para deleitarme. Me metí otra tostada a la boca, la empujé con los dedos porque tenía una boca pequeña y sorbí ruidosamente el café. Si separados eran un triunfo, juntos sabían como la gloria. 

 En intervalos le dije que me dolía la garganta y por eso hablaba ronco, susurré en todo momento. La anciana se creyó todo como si estuviera ensayado, me ofreció medicinas para la alergia y le prometí tomarlas cada siete horas:

—Se te nota que estás enferma, tienes cara de amargada, tú siempre estás feliz.

—Eh... sí halmeoni —dije respondiendo las pocas frases que había aprendido esa mañana en coreano, en el infierno no existían los idiomas, gracias al cielo.

En parte me salía natural porque si Suni lo hablaba también yo, la línea divisoria entre mi conciencia y la suya estaba un poco difusa, me esforzaba por trazarla.

—Sí pones mala cara a todo, la vida no te sonreirá.

—Sí, halmeoni.

 Me sentía incómodo frente a la presencia de la anciana, tenía miedo de estropearlo, peor aún, no recordaba qué se hacía en los desayunos ¿Se comía y se hablaba? ¿Se discutía? ¿Era normal ver la televisión o quejarte?

 En el infierno, a la mañana, me quitaba de encima los bichos que Leviatán me arrojaba por la noche o peleaba con alguna cosa de turno que me pusiera. Estaba al tanto de que yo había desayunado con mi hermana antes de morir, pero no recordaba qué habíamos hecho, sabía estaba relacionado con engullir así que mastiqué lo más rápido que pude.

 Engullí las tostadas y salí rápidamente de allí, mintiéndole que iba a pasar antes por una amiga, por eso partía antes al colegio.

Cuando cerré la puerta Leviatán se arrojó al suelo a desternillarse de la risa por lo que había dicho la señora de que la vida no te sonreirá si pones mala cara. Yo no le encontré el chiste, tal vez lo cómico era que yo siempre tenía mala cara tanto vivo como muerto y como espíritu.

Puse los ojos en blanco mientras guardaba las llaves y bajaba los escalones del pórtico.

Iba a tomar el autobús, como hacía Suni todas las mañanas, pero vi una bicicleta roja en el jardín y no pude resistirme. Acaricié la superficie lisa de la silla de cuero. Madre mía no veía una de esas hace miles de años.

—Resístete, Asher —aconsejó Leviatán sentándose sobre el césped de los canteros y alzando sus ojos cafés.

—Shh, los gatos no hablan ¿Quieres asustar a alguien?

—Si quisiera asustar a alguien le mostraría tus sueños donde te babeas por ese pelirrojo.

—Cierra el pico, gárgola.

Él infló su pelaje y me enseñó sus diminutos colmillos. Lo alcé con un poco de repulsión porque, aunque se sintiera liviano y suave como un gato no dejaba de ser un demonio. Lo deposité en la canasta y él me guiñó un ojo. El gesto de Jordán. Tuve que usar toda mi fuerza de voluntad para no arrancarle los bigotes, me monté a la bicicleta y fui pedaleando a la casa de Haneul con la ayuda del teléfono.

Suni vivía en Yongsan que significaba Colina del Dragón, estaba cerca de Seúl. La ciudad se dividía en veinte dong (barrios). La información bombardeó mi cabeza como si siempre lo hubiera sabido. Fue entonces cuando me embargó la certeza de que podía acceder a los recuerdos de Suni. Incluso la información la oía en coreano y la entendía. Pero quería respetar su privacidad así que me concentré en la rueda girando para alejar todos sus pensamientos de mí.

Un auto se encimó, tuve que tirarme bruscamente a la derecha.

—¡Maneja bien cara de pija! —aulló Leviatán al conductor y se asomó al borde de la canasta—. ¡Y a la próxima que no sepas diferenciar izquierda de derecha voy a torcerte el pescuezo! ¿Me oyes, soquete? ¡Come mierda! ¡Maricón!

Lo empujé al interior de la canasta y observé el conductor del vehículo, un hombre en gafas que me escrudiñaba incrédulo. Creía que yo le había dicho todas esas cosas. Sonreí apenado, corrí un mechón de mi cabello rosa, lo saludé tímidamente y me adelanté para dejar al conductor atrás.

—Calla, no me dejas disfrutar del camino

—Te iba a decir lo mismo —refunfuñó.

Suspiré y lo ignoré. El viento en mi cara se sentía vigorizante, era como si tan solo ayer hubiera montado mi última bicicleta. Pedaleé con energías, el cuerpo de Suni era ligero y su bicicleta también, podía levantar velocidad sin esfuerzo. Las calles estaban abarrotadas de personas y turistas.

Hice como si estuviera jugando una carrera. Iba a ganar. Giré con una sonrisa y miré sobre mi hombro, pero no había nadie ahí, Gorgo ya no estaba, ni lo estaría. Por un momento había pensado que seguía con él, jugando. Él ya era un hombre y se iba a casar.

Eso me desilusionó, suspiré y me concentré en el camino.

—La última vez que vine al mundo —comentó Leviatán parándose en sus patas traseras y entornando los ojos ante el viento que sacudía su pelaje—, ni siquiera existían las velas de cera.

—Suena a un mundo muy oscuro.

—No oscuro, pero sí diferente. Antes las personas se preocupaban menos ¡Ni ropa llevaban! No se preocupaban por facturas de luz ni por la esclavitud de negros.

Apreté los dientes. Todo la basura que salía de la boca de ese bicho tenía la función de incomodarme o hacerme pensar en lo peor de la humanidad. Ahora, como era un extranjero en un país desconocido, hablaba de esclavitud. Aunque ya no sentía tanta empatía por los humanos dije algo que antes hubiera dicho el antiguo Asher, solté un eco deformado, un intento absurdo de humanidad:

—Decir negro es despectivo, tú no le dices amarillos a los asiáticos  —expliqué deteniéndome ante la luz de un semáforo, me quité el pelo de la cara, no estaba acostumbrado a una cabellera tan sedosa y larga.

—Perdóname Señorita Moral, cuidaré mi lenguaje, nadie quiera que termine en el infierno.

—Ya, ya, a veces olvido que eres un demonio.

—¿Eso es un insulto?

Sonreí y me incliné sobre la canasta donde estaba acobijado, casi en la posición de un ciclista profesional.

—Adivina, creí que lo sabías todo.

—Casi todo —me recordó dándome un golpe con su morro húmedo, me alejé de él y me limpié la cara con la manga de mi chaqueta de secundaria.

—Oye, Leviatán —comenté reanudando la marcha y girando por una calle.

—Dime.

—Si lo sabes todo, bueno casi todo ¿Sabes dónde quedó mi cuerpo? —pregunté y me aparté cansado el cabello de la cara, era igual de molesto de que un enjambre de mosquitos o una bandada de patos, créeme, estuve en medio de los dos—. Mi hermoso cuerpo con mi cabellera negra, encrespada y corta y mis ojos azules.

Otra vez fingió ser duro de oído.

—Es un hermoso día, ojalá haya tráfico y todos lleguen tarde a su destino —esperanzó.

—¡Leviatán! —rumié encabritado, apretando los manubrios con una creciente ira, quería romper algo o atropellar a alguien.

—Sí pones mala cara a todo, la vida no te sonreirá —repitió imitando a la halmeoni de Suni.

—¡Te estoy hablando engendro del demonio!

—Ah, no te había escuchado, tu cuerpo, este... sí, sé.... Pero... no, no tiene caso. No vamos a ir a buscarlo ¡Huele mal! Olía mal de vivo, o sea, imagínate ahora —estaba balbuceando al hablar, mi pregunta lo había puesto nervioso.

—No voy a ir a buscarlo, pero quiero saber dónde está. Si perdieras tu cuerpo ¿No querrías saber dónde está? —pregunté comprensivamente.

—Estará en las pesadillas de los niños, se hallará en las guerras y en cada lágrima que derramen los malnacidos humanos —comentó con esperanza y luego lanzó una carcajada diabólica.

Estaba mucho más intenso de lo que recordaba, me pregunté si su crueldad iría en aumento ahora que no tomaba las pastillas. Esperaba que no o arruinaría mis vacaciones en el mundo de los humanos.

—¿Dónde está mi cuerpo? —pregunté más inflexible, observé el mapa del teléfono celular, memoricé el recorrido, lo volví a guardar en el bolsillo de mi falda y giré en otra dirección.

—En un pantano.

Suspiré.

Tal vez él era el ser casi omnipresente que sabía miles de cosas, pero aun así era malo mintiendo. Podía adivinar que me estaba ocultando algo. Los secretos son sagrados, las mentiras blasfemias, o así decía mi abuela. Leviatán tenía secretos y los ocultaba bajo mentiras, no sabía en qué lo convertía eso.

Muchas veces le había formulado aquella pregunta en el infierno, a veces contestaba que mi cuerpo estaba en un pantano, otras veces que estaba en un parque para niños, otras que se hallaba en el mar y muchas veces respondió que estaba en mitad de Time Square.

Sabía que la respuesta era mucho más macabra que todas sus contestaciones. Incluso, en las noches más sombrías, llegaba a pensar, que tío Jordán nunca se había desecho de mi cuerpo.

Pero no tenía tiempo para solucionar todo en una semana, mucho menos en ese momento porque había llegado a casa de Haneul. 

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